Skidmore, Thomas E.
Historia Contemporánea
de América Latina:
América Latina en el Siglo
XX.
Epílogo, pp. 421-446.
Grijalbo
Mondadori. Barcelona, 1996.
¿Qué futuro le espera a América Latina?
Predecir el futuro es siempre arriesgado, mucho más el de América Latina. De ella se ha dicho una y otra vez que se encontraba al borde de un desarrollo maravilloso, sólo para defraudar a los optimistas. En 1912, lord Bryce, tras una gira por Suramérica, predijo que su zona templada «sería la cuna de naciones ricas y populosas, y posiblemente de grandes naciones». En 1910, otro viajero inglés situó a Brasil «en el camino que conduce con toda seguridad, aunque despacio, a un futuro de gran prosperidad». Más de ochenta años después la certeza se había desvanecido.
Se ha afirmado con frecuencia que la educación resolvería todos los problemas latinoamericanos. La ignorancia y el analfabetismo mantenían atrasados a sus pueblos. ¡Si pudieran seguir el ejemplo europeo y estadounidense de ofrecer una educación estatal generalizada! ¿Pero cuáles han sido las naciones más educadas de América Latina? Argentina, Chile y Uruguay, y esos países han producido las dictaduras militares más represivas de los años setenta. Se quebrantaron sus elegantes constituciones, se clausuraron sus congresos y sus tribunales se convirtieron en un simulacro. ¿Cómo pudo suceder?
Pero si la predicción es traidora, también es necesaria. Cuando seguimos el desarrollo económico de América Latina, no podemos evitar preguntarnos por el resto de la historia. Y como Estados Unidos sigue teniendo intereses vitales en la región, no podemos dejar de lado las posibles implicaciones de sus acontecimientos futuros para él y sus ciudadanos.
La predicción también cuenta con otras virtudes. Cuando
nos esforzamos por pensar en el futuro, hemos de volver a pensar sobre el
pasado. Para calcular un futuro equilibrio de fuerzas, debemos comprobar
el peso pasado y presente. Si el movimiento obrero urbano ha estado sujeto
a la manipulación en Brasil, ¿continuará estándolo?
¿Por qué el golpe chileno de 1973 costó miles de vidas,
mientras que el brasileño de 1964 apenas se cobró alguna?
Deben ponderarse estas preguntas históricas antes de considerar escenarios
posibles para los años noventa y en adelante. Y, con cierto cuidado,
podemos esperar identificar fuentes de cambio y determinar una escala probable
de resultados.
Preparación para la predicción: análisis comparativo
Comencemos por una investigación retrospectiva acerca de los estudios presentados en este libro. En el capítulo 2, ofrecimos un esbozo sistemático de las transformaciones históricas sufridas por América Latina desde 1880 y en los siguientes trazamos la historia de países y regiones concretos. Una de nuestras preocupaciones permanentes ha sido centrarnos en 1) la situación de cada país dentro de la economía mundial, 2) la estructura social asociada con cada modelo de actividad económica, 3) el tipo de coalición entre las clases o grupos que pudieran resultar, y 4) las consecuencias políticas derivadas de todos estos factores.
Tratamos de abordar este problema mediante un análisis comparativo sistemático, lo cual requiere una estructura conceptual amplia. En la conclusión del capítulo 2, presentamos una serie de cuestiones que se consideran en cada uno de los casos estudiados. Resulta esencial para estas interrogaciones el enfoque otorgado a la estructura y alineación de las clases sociales. Para explicitar más estos temas, ofrecemos ahora un esquema analítico abstracto.
La idea central requiere la clasificación de los estratos sociales
en dos dimensiones separadas: posición rural-urbana y posición
de clase. Desde esta perspectiva existen seis grupos:
- clase alta urbana, formada fundamentalmente por empresarios, banqueros, financieros y comerciantes de gran escala o, en términos marxistas, la alta burguesía.
- clase alta rural, principalmente latifundistas.
- clase media urbana, estrato heterogéneo que incluye profesionales, maestros, tenderos y demás, conocida también como pequeña burguesía.
- clase media rural, que a menudo pasa inadvertida en América Latina formada por pequeños agricultores y comerciantes de las zonas rurales.
- clase baja urbana, en general, una clase obrera industrial o proletariado, pero que también incluye segmentos crecientes de migrantes desempleados del campo.
- clase baja rural, ya sea un proletariado agrario o un campesinado
tradicional, algunos de cuyos miembros pueden tomar parte en la economía
nacional y otros (en especial en las comunidades indígenas) pueden
subsistir en los márgenes del mercado.
Las agrupaciones de las clases bajas, con frecuencia conocidas como «clases populares» en América Latina, representan, con mucho, el segmento mayor de la sociedad. Son pobres, carecen de educación y a veces presentan desnutrición, y se les ha privado de forma sistemática de los beneficios del desarrollo. Muchos de ellos han empezado a participar en el «sector informal» que surge con rapidez, trabajando en tareas esporádicas fuera de la economía formal. (El sector informal es un grupo desusadamente amorfo que incluye vendedores ambulantes, mendigos y empresarios a pequeña escala, que por simplificar las cosas no recibe una consideración separada en este análisis.)
Un sector social adicional -no una clase o un estrato, pero un grupo crítico sin embargo- es el sector extranjero, que incluye inversores privados y compañías, así como gobiernos extranjeros y establecimientos militares. Aunque a veces ha presentado divisiones, este sector ha manejado un poder enorme en América Latina.
Para realzar su posición relativa, estos actores sociales suelen competir para controlar las instituciones principales. La más crucial, al menos en tiempos recientes, ha sido el Estado, que gobierna recursos a gran escala y suele reclamar un monopolio efectivo del uso legítimo de la fuerza (sólo un gobierno, por ejemplo, puede encarcelar a un ciudadano). Un grupo clave dentro del Estado son los militares; otro son los partidos políticos (cuando existen); otro más está compuesto por los tecnócratas y burócratas. También ha sido importante como institución la Iglesia católica y romana.
La figura 12.1 proporciona un cuadro general de estos grupos e instituciones. No presenta el esbozo de ninguna sociedad latinoamericana específica, sino que es un esquema abstracto, un medio hipotético de ilustrar el tema en cuestión.
Para aplicar la estructura a una situación histórica necesitamos
formular as preguntas planteadas en el capítulo 2. En resumen son:
- ¿Cuáles son las principales clases sociales? ¿Cuáles están presentes y cuáles ausentes?
- ¿Qué clases sociales tienen más poder?
- ¿Qué grupos están aliados entre sí? ¿De qué modo?
- ¿Hasta qué punto es autónomo el Estado? ¿Está cautivo de alguna clase social o es independiente?
-¿Cuáles son los factores predominantes en la escena internacional?
¿Cuál, en particular, es la posición de Estados Unidos?
Para demostrar estas posibilidades, presentamos a continuación unos análisis esquemáticos de las transiciones políticas y sociales de cada una de las regiones estudiadas desde el capítulo 3 hasta el 10. Aquí nos concentramos en acontecimientos relativamente recientes, aunque el método podría aplicarse por igual a periodos anteriores. Recalcamos que se trata de un ejercicio interpretativo, no una pronunciación definitiva; requiere estimaciones y juicios que deben producir discusiones y debate. Sin embargo, pensamos que el planteamiento proporciona una clara confirmación de nuestros argumentos básicos: que los resultados políticos de América Latina se derivan en general de la posición que ocupa cada país en la economía mundial y que una perspectiva comparativa de estos fenómenos puede ayudar a dilucidar las variaciones y regularidades de la sociedad y la política latinoamericanas.
Nuestra primera aplicación se ocupa de Argentina, donde el dominio económico de la carne y el trigo produjo dos importantes resultados sociales: la ausencia de un campesinado, en especial en la región de la pampa, y la importación de mano de obra de la clase obrera europea. En los años anteriores a Perón, el Estado y el sector externo solían coaligarse con los intereses latifundistas, como muestra la figura 12.2. (Las flechas continuas representan alianzas relativamente firmes; las discontinuas, coaliciones frágiles o parciales). Hasta los radicales que gobernaron con el apoyo de la clase media de 1916 a 1930 tendieron a favorecer a los oligarcas ganaderos.
Por razones económicas y demográficas, la clase obrera urbana argentina comenzó de improviso a ejercer presión sobre el sistema político en los años treinta, pero no existía la posibilidad de establecer una alianza de clase con el campesinado; en su lugar, los aliados más idóneos fueron los nuevos industriales emergentes, dispuestos a enfrentarse a la aristocracia terrateniente y a sus conexiones extranjeras. Así, se dieron las condiciones previas para una coalición multiclasista urbana de obreros, industriales y algunos segmentos de la clase media. El instinto político, la retórica populista y el carisma personal del coronel Juan Perón hicieron realidad esta alianza, utilizando una estructura estatal corporativista para institucionalizarla. Una razón de su éxito inicial fue que los latifundistas no contaban con un campesinado con el que formar un frente conservador común. Una razón de su final fue que el crecimiento industrial limitado llevó a un conflicto de clase entre obreros y propietarios dentro de la coalición.
En 1966 y de nuevo en 1976, Los militares se apoderaron del Estado e intentaron imponer un régimen «burocrático-autoritario». La alianza dominante la componían la oficialidad, los inversores extranjeros, los industriales locales y los latifundistas. Se reprimió a los obreros y se los excluyó a la fuerza del poder. Los sectores medios se mantuvieron en un compás de espera y luego hallaron su oportunidad con la elección de Alfonsín en 1983. Su partido fue, a su vez, desplazado por un presidente peronista, Carlos Menem, quien pronto lanzó un programa ortodoxo de estabilización que puso a la política de clases argentina de vuelta abajo. Los peronistas, una vez enemigos implacables de la ortodoxia económica, daban ahora los votos en el Congreso para llevar a la práctica esa doctrina, incluida una privatización global.
Chile es un caso bastante diferente, ya que contenía todos los tipos de actores sociales, incluido el campesinado (y un proletariado rural migratorio) y una clase obrera que en 1900 ya estaba bien organizada, al menos según los parámetros latinoamericanos. Los intereses extranjeros, en especial los de las compañías dedicadas al cobre, colaboraban con la clase alta que, en contraste con Argentina, participaba de forma profunda en las finanzas y la industria, además de hacerlo en la tierra. Aunque los partidos políticos representaban a grupos sociales específicos, el Estado mantuvo en general una independencia sustancial.
Así que, allí, existían los elementos de un poderoso movimiento socialista. Los partidos políticos podían (y lo hicieron) conducir a la polarización ideológica. La alianza del sector exterior con la clase alta añadía una dimensión nacionalista al resentimiento hacia la aristocracia. Parecía posible una amplia coalición de obreros y campesinos: de ahí el triunfo y euforia de los comienzos del gobierno de Salvador Allende. Sin embargo, el movimiento socialista chileno no fue capaz de aumentar su apoyo mucho más allá de su base obrera industrial. En particular, sus partidarios no lograron convencer a mucha de la clase media baja. Por otro lado, los elementos rurales y urbanos de la clase alta mantuvieron su solidaridad, en parte a través de conexiones familiares, y los latifundistas obtuvieron el respaldo de otros estratos del campo. La intervención encubierta de Estados Unidos aceleró más aún la caída del régimen de Allende (figura 12.3).
Desde 1973 los militares chilenos, como sus homólogos argentinos, establecieron un sistema burocrático-autoritario. La coalición gobernante incluía industriales, latifundistas, inversores extranjeros y un Estado que poseía un poder extraordinario. Formado por generales y tecnócratas, en especial los «Chicago boys», el gobierno chileno comenzó su andadura dispuesto a prevalecer sobre toda oposición. En el curso de la reorganización financiera y de la privatización total, el gobierno también aumentó la concentración de la riqueza, pues unos cuantos clones y conglomerados ricos compraron las empresas estatales privatizadas.
Brasil presentó un cuadro similar. Con Vargas, el Estado Nôvo organizó a los obreros urbanos bajo los auspicios del control estatal. A comienzos de los años sesenta, su protegido, João Goulart, escalonó la movilización de los obreros e incluso fomentó (o al menos permitió) la organización de los campesinos. La perspectiva de una alianza obrero-campesina se oponía tanto a los intereses de la clase alta como a los extranjeros, reflejados en la figura 12.4, y propició la intervención militar en 1964 para establecer un régimen burocrático-autoritario prototípico. A pesar de las oleadas represivas que golpearon a todos los sectores sociales (aunque en grados muy diferentes), el gobierno brasileño logró retener más respaldo residual de la clase media que sus homólogos de Argentina o Chile, lo que explica en parte por qué el proceso de apertura tuvo éxito aquí en un estadio anterior.
En Perú, el comprendido entre 1948 y mediados de los años sesenta fue testigo de una estrecha asociación entre el Estado (en especial con Odría), el capital extranjero, los terratenientes y -en la medida en que existían como un grupo de poder identificable- los industriales nacionales (véase la figura 12.5). Los sectores medios urbanos adoptaron una postura ambivalente, unas veces en apoyo del APRA y otras de Acción Popular de Belaúnde, pero sin desafiar la estructura de poder general. Fuera de la alianza gobernante quedaron los obreros organizados, los migrantes de los poblados de chabolas y, por supuesto, los campesinos que acabaron tomando las armas en la sierra.
El régimen militar revolucionario encabezado por Velasco Alvarado (1968-1975) desmanteló esta coalición y construyó una completamente nueva, basada en la movilización patrocinada por el Estado y el control de obreros y campesinos contra los grupos en ascendencia anteriores: inversores extranjeros y latifundistas aristocráticos en particular, los últimos muy debilitados por la reforma agraria. El Estado se caracterizó por su autonomía y ningún sector fue inmune a su intervención. Finalmente, los militares reformistas resultaron incapaces de institucionalizar su estructura corporativista para, de ese modo, consolidar sus lazos con los obreros y campesinos. Los gobiernos que siguieron -Morales Bermúdez (1975-1980), Belaúnde (19801985)- devolvieron de forma gradual cuotas de poder significativas a las facciones de la elite anterior a 1968, aunque García (1985-1990) probó medidas populistas.
México ofrece una combinación diferente. Antes de la Revolución de 1910, el país no tenía elite industrial autóctona o sector medio rural, existía una clase obrera incipiente pero sin organizar. Como muestra la figura 12.6, la coalición gobernante durante el porfiriato incluía tres grupos: latifundistas, sector extranjero y Estado.
La Revolución rompió esta coalición y, mediante la reforma agraria, debilitó a la elite rural. El Estado aumentó su autoridad y, a partir de los años treinta, alentó la formación de una burguesía industrial. Los gobiernos posrevolucionarios atrajeron el apoyo popular de obreros y campesinos, y con Cárdenas desarrollaron su estrategia para controlar a las masas: el Estado organizaría a los obreros y los campesinos de modo que permanecieran aparte. El PRI desarrolló «sectores» separados de obreros y campesinos, que reflejaban la obsesión del régimen de atajar toda política espontánea de clases. Hacia mediados de los años noventa, sin embargo, el PRI experimentaba grandes derrotas electorales, especialmente en ámbito estatal y local. Además, las disputas a alto nivel estaban amenazando con destruir la presunta hegemonía multiclasista del partido.
La sociedad de monocultivo cubana presenta aún otro perfil. El dominio extranjero (esto es, estadounidense) de la industria azucarera significó que, a todos los efectos prácticos, fuera difícil que hubiera una clase alto nacional. Los trabajadores de los ingenios y las plantaciones formaban un proletariado activo, como refleja la figura 12.7, y la emigración estrechó los lazos entre los obreros de las ciudades y el campo. Los sindicatos eran débiles, el ejército corrupto y, con Batista, el Estado era un juguete despreciable de los intereses estadounidenses.
Cuba poseía elementos de un movimiento socialista que pudiera capitalizar los sentimientos antiimperialistas. Había otro secreto para el éxito final de Fidel: su movimiento encontraría muy poca resistencia, del sector extranjero, cuyos procónsules no utilizaron todos los recursos de que disponían. Desde 1959, Fidel y sus lugartenientes han renovado la estructura social de la isla, eliminando los vestigios de la antigua clase alta, organizando los grupos de clase media y baja de las ciudades y el campo, y poniendo en práctica una economía «dirigida». Pero se logró sólo con el apoyo soviético masivo. Esta dependencia se hizo penosamente evidente cuando la Unión Soviética y su subsidio desaparecieron a comienzos de los años noventa.
A semejanza parcial de Cuba, la mayor parte de Centroamérica antes de los años setenta presentaba una sociedad de «plantación» tradicional: terratenientes (pero residentes y no ausentes) y campesinos en el sector rural, una clase media incipiente y una alianza gobernante formada par una aristocracia, intereses extranjeros y un Estado dictatorial plenamente respaldado por la Iglesia. En la última década más o menos, han tenido lugar dos cambios importantes, en especial en Nicaragua y El Salvador (el último se refleja en la figura 12.8). En primer lugar, los dirigentes políticos de la clase media han buscado el apoyo de los campesinos. En segundo lugar y quizás más importante, la Iglesia católica y romana ha abrazado de forma abierta y valerosa la causa de los pobres. Pero la intervención masiva de Estados Unidos contribuyó a derrotar a las guerrillas izquierdistas en El Salvador y a invertir la revolución en Nicaragua. En general, la alianza de la elite terrateniente y los intereses extranjeros ha defendido éxitosamente su control sobre el Estado en Centroamérica.
Además de situar cada uno de los estudios concretos dentro de un marco comparativo, esta perspectiva general puede ofrecer varias pistas básicas para predecir tendencias y resultados. Una de ellas es que gran parte de la influencia sobre el desarrollo futuro latinoamericano seguirá proviniendo de fuera de la región. El crecimiento económico (o descenso) en el centro industrial del sistema capitalista mundial tendrá efectos importantes sobre la demanda de bienes latinoamericanos y podría afectar a las relaciones de poder entre los grupos en los países productores. Por ejemplo, que Cuba o Centroamérica se embarquen en la industrialización no sólo depende de sus recursos y planes, sino también de las acciones de Estados Unidos y la Unión Europea y posiblemente Japón y otras potencias. A medida que el mundo se vuelve coda vez más interdependiente, es menos probable que esta situación pueda cambiar.
En segundo logar, la acción de cualquier grupo o clase social particular no dependerá sólo de su propio crecimiento y fuerza, sine también de lo que suceda en otros grupos sociales. Es razonable suponer, por ejemplo, que la clase obrera urbana aumente en la mayoría de los países latinoamericanos, pero esto solo no determinará los resultados políticos, que dependerán en gran medida de los otros grupos de cada sociedad: de qué otros grupos estén presentes, de la naturaleza de las alianzas y de los acuerdos de poder resultantes. El movimiento socialista tuvo éxito en Cuba pero fracasó en Chile no sólo debido a sus diferentes grados de cohesión interna, sine también por sus bases y grados de oposición diferentes.
Estas críticas son aplicables sobre todo a los grupos medios, denominados con frecuencia clases o sectores medios, que están destinados a crecer, pero su actividad política probablemente dependerá, en una gran medida, de las relaciones de poder entre los otros grupos importantes de cada sociedad. Las clases medias latinoamericanas han tendido a reaccionar ante las oportunidades políticas, en lugar de iniciar la transformación estructural, y no hay razón para esperar que esto cambie. Los movimientos de la clase media del periodo 1890-1910 representaron intentos por lograr el acceso al poder, no de efectuar un cambio estructural; hasta Francisco Madero, el «apóstol» de la Revolución mexicana, tenía objetivos limitados. Desde ese periodo, los partidos de clase media -de Argentina, Chile, Brasil y otros lugares- han adoptado una postura en respuesta. Sin duda, algunos individuos de estos estratos (y las elites de clase alto) han asumido el liderazgo de los movimientos populares y revolucionarios, pero la conducta colectiva ha sido cauta, tentativa y a menudo incoherente. La expansión de los sectores medios por sí misma no determinará modelos de cambio político. No obstante, en conjunción con otros factores se puede convertir en una fuerza decisiva.
La interacción entre grupos sociales clave tendrá una influencia
crítica en lo que pase en América Latina desde ahora hasta
el año 2000 y quizás después. Para expresar las implicaciones
de este hecho, debemos empezar por anticipar el entorno social y económico
que probablemente prevalecerá.
Dimensiones del cambio: demografía y economía
Entre Los factores más importantes se encuentra el tamaño y el crecimiento de la población latinoamericana, que determinará la demanda general de recursos (en particular alimentos), y de puestos de trabajo, servicios y participación política. El espectro de una «explosión demográfica» hace tiempo que viene rondando las previsiones sobre el futuro del continente y no sin razón. Según una estimación, la población de América Latina -unos 453 millones en 1992- podría aumentar a más de 515 millones para el año 2000, casi el doble de la proyectada para Estados Unidos. Una expansión de esta magnitud representaría una enorme tensión para la sociedad latinoamericana y muchos observadores han predicho que provocará hambre, desorden y estancamiento.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que las perspectivas varían mucho de un país a otro. Entre 1970 y 1980, la población de México aumentó a un tasa media anual de un 2.2 por 100. La tasa de Chile fue del 1.7 por 100 y para Cuba se redujo a cerca del 1.3 por 100. Basándonos en las tasas de crecimiento recientes, el cuadro 12.1 refleja un conjunto de proyecciones para los países mayores de la región. Parece que Brasil podría acercarse a los 172 millones de habitantes a finales de este siglo, lo que representará casi dos tercios de la población estadounidense de unos 276 millones de habitantes. Argentina, Cuba y Chile no necesitan preocuparse por una demanda extraordinaria de recursos, al menus en lo que respecta al crecimiento poblacional. México y Centroamérica ofrecen un motivo de preocupación debido al crecimiento en la demanda de puestos de trabajo.
Los cambios en las tasas de crecimiento poblacional tienen causas múltiples. La historia reciente ha mostrado que la urbanización y el aumento de la renta se acompañan generalmente de una reducción de la tasa de natalidad. También resultan importantes las actitudes sociales y la disponibilidad de anticonceptivos. El caso más espectacular de cambio reciente en la tasa de crecimiento demográfico en América Latina es Cuba, que entre 1958 y 1980 vía declinar su tasa de natalidad un 46 por 100. Con catorce nacimientos por cada mil habitantes, la tasa cubana es comparable a la de las naciones más desarrolladas o aún más baja. Esto puede explicarse por la transformación de la estructura social y las condiciones económicas, así como por la escasez de viviendas y el coste del cuidado infantil. El gobierno cubano ha hecho que se pueda disponer de anticonceptivos de forma gratuita y ha permitido el aborto a petición, aunque se aconseja a las mujeres que no lo utilicen nunca como un media para controlar la natalidad.
En otros lugares de América Latina, el cuadro del control de la natalidad es más complicado. Ha habido mucha resistencia, no sólo debido a las enseñanzas de la Iglesia católica, sino porque la gente pobre de la sociedad rural tradicional tiende a considerar que tener muchos hijos es algo beneficioso. Las altas tasas de mortalidad infantil inducen a los padres a tener muchos hijos para que algunos, al menos, sobrevivan. Y los niños no son sólo bocas que alimentar: a una edad muy temprana, pueden comenzar a trabajar en el campo u otros lugares y contribuir a la renta familiar. Además, Los padres suelen tener previsto que sus hijos los respaldarán cuando lleguen a viejos. Dentro de esta perspectiva tradicional, la reticencia a usar anticonceptivos, aunque se pueda disponer de ellos, es completamente razonable.
Sin embargo, las actitudes hacia la maternidad han cambiado en las décadas recientes. La urbanización y el aumento del nivel de vida, entre otros factores, han llevado a un descenso significativo de las tasas de crecimiento poblacional, que han bajado de un promedio anual del 2.8 por 100 en los años sesenta al 1.9 par 100 a inicios de los años noventa. La tasa bruta de natalidad mexicana cayó de 45 nacimientos por mil habitantes en 1965 a 28 en 1988, mientras que la de Brasil descendió de 39 a 28.
Además, el problema no consiste sólo en el número de nacimientos en los años venideros. Una preocupación crítica deben ser los jóvenes que ya están aquí y que buscarán trabajo en el futuro predecible. En países como México y Brasil, casi la mitad de la población tiene menos de quince años. Así pues, en las próximas dos décadas la presión para obtener un empleo será enorme. Las tendencias demográficas se convierten de prisa en realidades sociales.
¿Será capaz la economía regional de sostener esta población? Los años ochenta fueron poco alentadores. El producto interior bruto per cápita descendió cerca de un 10 por 100 durante la década. El de Brasil cayó más de un 5 por 100, el de México más de un 8 por 100 y el de Perú un asombroso 30 por 100. Los años ochenta sin duda han sido una «década perdida». Los inicios de los años noventa aportaron un crecimiento anual del 3.5 por 100, no mucho más que la tasa de crecimiento demográfico del 1.9 por 100.
Y el crecimiento económico capitalista, incluso cuando se acelera, rara vez genera uniformidad económica, sobre todo en las primeras fases. Por el contrario, tiende con frecuencia a concentrar la riqueza en pequeños sectores de la población; sobre todo en sociedades «dependientes», donde la expansión económica suele darse dentro de enclaves o «balsas» restringidas. A finales de siglo, América Latina será abrumadoramente urbana. Pero debido al crecimiento económico, la migración del campo y la escasez de puestos de trabajo, Los habitantes de las ciudades sin un empleo dentro del sector formal podrían muy bien llegar a ser casi la mitad de la población total. Este grupo quizá siga manteniéndose inactivo en política durante un tiempo, pero las perspectivas a largo plaza no dejan de ser inquietantes. Las ciudades pueden convertirse en semilleros de descontento.
Además, a mediados de los años noventa, la mayor parte de América Latina seguía soportando el agobiante peso de los pagos de la deuda exterior. Durante la década anterior transfirió a sus acreedores extranjeros más de 200,000 millones de dólares. El peso neto descendió a causa de la renegociación de la deuda, el crecimiento de la exportación y el retorno de la entrada de capital. Sin embargo, en 1993, casi uno de cada tres dólares de Los ingresos de la exportación se destinaba a pagar los antiguos préstamos.
La miseria económica por sí sola no crea la revolución (o Haití se habría convertido desde hace mucho tiempo en un polvorín revolucionario). Y en Los años setenta fueron Los hijos de las clases medias y altas, no los segmentos más pobres de la sociedad, quienes se unieron a los movimientos guerrilleros en Uruguay y Argentina. A comienzos de los años noventa, el potencial revolucionario latinoamericano, tan celebrado por la izquierda tras la Revolución cubana, parecía mínimo. Los partidos comunistas, que rara vez se han encontrado a la vanguardia de la acción armada, estaban en una desorganización total, y con frecuencia disolviéndose, ya que sus modelos soviético y europeos orientates bregaban por deshacerse de sus aderezos ideológicos e institucionales. Hasta la izquierda más radical, una vez militante en su admiración de Mao y Che Guevara, disminuía casi en todas partes e incluso desaparecía.
Los sindicatos de trabajadores sólo luchaban para proteger o restaurar los logros materiales tradicionales. Por ejemplo, el movimiento sindical argentino había mostrado una habilidad extraordinaria para sobrevivir, pero debido a su orientación peronista y populista, nunca había demostrado mucho interés en la revolución. Sus preocupaciones son el pan de cada día -salarios y condiciones laborales- y continuarán siendo un poderoso factor en el panorama político de su país. Chile también contaba con un movimiento sindical próspero antes del golpe de 1973 y, a pesar de la represión continua sufrida bajo el gobierno militar, está resurgiendo como fuerza sustancial.
En Brasil la experiencia ha sido diferente. Ha sido un país excedentario en mano de obra durante todo este siglo, lo que ha ido en de la sindicalización, incluso en la dinámica región surcentral. El gobierno brasileño ha seguido una mezcla sagaz de represión y cooptación para mantener bajo control a los sindicatos importantes. Los años 1979 y 1980 trajeron una nueva militancia laboral en São Paulo, que amenazaría su hegemonía. Pero desde entonces no ha habido nada que sugiera que el movimiento sindical brasileño haya alcanzado el grado de conciencia de clase o experiencia organizativa evidente en Argentina y Chile. De hecho, en las elecciones presidenciales de 1989, São Paulo, la plaza fuerte del sindicalismo brasileño, fue una de las pocas capitales estatales que votaron contra Lula, el antiguo trabajador del metal que se presentaba a presidente con una plataforma de izquierda radical. En la elección presidencial de 1994, el apoyo a Lula en São Paulo fue incluso menor.
México, al igual que Brasil, es una economía con excedente en mano de obra. Los trabajadores urbanos saben que si hacen huelga, hay muchos recién llegados del campo dispuestos a ocupar sus puestos. Como en Brasil, el gobierno ha sabido utilizar medidas cooptativas para corromper a Los dirigentes sindicales. Donde se ha llegado a la confrontación, el gobierno mexicano no ha dudado en reprimir a los trabajadores y encarcelar a sus líderes durante largos periodos. México parece tener un control más estrecho sobre su clase obrera que ningún otro país importante de América Latina. Parece seguro asumir que el movimiento sindical mexicano no podrá doblegar la historia a su voluntad.
Ninguno de los cambios políticos importantes de América Latina han sido producidos de forma directa por los trabajadores. Han sido capaces, una vez movilizados, de hacer sentir su peso, como en Argentina, pero por sí mismos no han logrado apoderarse del control de los acontecimientos. Lo intentaron en Chile y fracasaron. Y en Cuba, la rebelión fidelista se efectuó fuera del movimiento sindical organizado, que estaba dominado por los comunistas. Las guerrillas fueron predominantemente de clase media y no tuvieron vínculos iniciales con la clase obrera organizada . Decir que es poco probable que el movimiento sindical tome la iniciativa en América Latina no es negar que luchará por los derechos al pan de cada día de sus miembros. Lo hará con gran coste para sus dirigentes, como ha ocurrido bajo los gobiernos militares de Argentina, Chile y Brasil. Pero no es lo mismo que la revolución.
¿Y el campesinado? El potencial revolucionario de los obreros rurales es evidentemente difícil de medir. Alimentó la Revolución mexicana en estadios cruciales y ha dejado su marca en Chile (las invasiones de tierra durante las presidencias de Frei y Allende), Bolivia (en la revolución de 1952) y Perú (el movimiento guerrillero que esperaba provocar la revolución militar de 1968 el movimiento bastante más grave de Sendero Luminoso), por mencionar sólo algunos casos. La revuelta de Chiapas a comienzos de 1994 en el sur de México amenazó la estabilidad política en un año de elecciones presidenciales. Pero a mediados de 1995, Los rebeldes parecían haber sido efectivamente controlados. Más al sur, los militares guatemaltecos habían liquidado a sus opositores guerrilleros en una brutal campaña, y Sendero Luminoso había sido reducido a una amenaza mínima a la seguridad en Perú. El único país donde sobrevivían significativas fuerzas guerrilleras erá Colombia.
¿Y Las clases medias? En los años cincuenta, fueron «descubiertas» de forma repetitiva por los estudiosos estadounidenses, que declararon solemnemente que su crecimiento serviría como lastre para asegurar una iniciativa reformista gradual ante los problemas profundamente arraigados de la región. Tras la segunda guerra mundial, surgió un estrato medio considerable, sobre todo en Argentina, Chile, México y Brasil. En los dos últimos, la clase media era mucho menor en proporción a la población total, pero seguía significando un número importante en cifras absolutas.
El problema de las clases medias latinoamericanas era que residían allí, no en Europa o en Estados Unidos, lo cual significaba que su relación con las otras clases fuera completamente diferente de la de los dos anteriores. Sobre ellas se encontraba una clase alta, rica y poderosa, cuyo estilo de vida envidiaban a menudo. Por debajo había una inmensa clase baja, en México, Brasil y Chile quizás el 65 o 75 por 100, en Argentina el 50 por 100. En las crisis, las clases medias tendían a identificarse con la clase alta, como sucedió en Chile en 1973, en Brasil en 1964 y en Argentina en 1976. Parecían aterrorizarse ante la perspectiva de perder renta, posición y propiedad.
En tiempos más calmados, podía esperarse que votasen por un gobierno representativo y dirigentes centristas. La tendencia es estar a favor de los golpes en una crisis, pero de las elecciones cuando se aclara la atmósfera. Esto ha supuesto un problema constante para los militares que han efectuado los golpes. Las closes medias seguirán siendo importantes, no menos debido a que producen muchos de los tecnócratas que formulan la política en casi todos los gobiernos, sean civiles o militares.
¿Y los industriales? En un país tras otro, la comunidad empresarial ha resultado ser tímida e indecisa. Aunque la producción manufacturera aumentará, los empresarios latinoamericanos están tan preocupados por sobrevivir -frente a la formidable desventaja de la inflación, los reglamentos gubernamentales y la competencia extranjera- que no han sido una fuerza política importante. En tiempos de crisis, se han puesto al lado de los militares y las clases medias. Los hombres de empresa sólo rara vez han desempeñado el papel reformista de «la burguesía progresista nacional» prevista en la teoría marxista. En su lugar, se han enfrentado a una presión creciente del sector estatal y las empresas extranjeras. En muchos casos han decidido asociarse con compañías extranjeras para lograr capital y tecnología, con lo que han socavado su papel potencial como portavoces nacionales independientes. Además, recientemente han sido golpeados por las medidas económicas neoliberales que han suprimido los aranceles, reducido los subsidios y endurecido el crédito en un esfuerzo por fomenter la productividad para mejorar la situación competitiva de América Latina en la economía mundial. Son vulnerables y están a la defensiva, por lo que es poco probable que tomen la iniciativa.
¿Y la Iglesia? Esta institución está sometida a una estrecha vigilancia. En Brasil, Chile y Centroamérica había creado, desde los años sesenta, entre la población laica, una conciencia y movilización nuevas y extraordinarias. El impulso no se encuentra en el clero, sino en los fieles. La «teología de la liberación» fue la reacción más espectacular de la Iglesia a la «cuestión social» de América Latina. La experiencia subsiguiente de dictad uras, que dirigieron la represión sobre todo contra los sacerdotes liberales, produjo un profundo efecto sobre las clases latinoamericanas activas en política.
Pero oponerse a la tortura ha resultado más simple que formular una postura viable sobre los complejos temas sociales y económicos que de forma inevitable dividen a más sociedades abiertas. Los progresistas católicos también están sometidos al cerco institucional en dos frentes muy diferentes. Uno es Roma, donde el papa Juan Pablo II ha sabido utilizar sus poderes para silenciar a los teólogos de la liberación y nombrar obispos conservadores por toda América Latina. El otro frente es interno, donde el antiguo monopolio de la Iglesia sobre la cristiandad está siendo minado por las rápidas incursiones del protestantismo, encabezado por los evangélicos muy bien organizados.
Los militares constituyen otro grupo clave. Es difícil hoy recordar
el entusiasmo generado por los militares peruanos «progresistas»
tras su golpe de 1968. Dada la experiencia de los años setenta, los
militares latinoamericanos son ahora recordados como pretorianos represivos
que protegen a los privilegiados en demasiados países. El retorno
de los gobiernos civiles en Argentina y Brasil los ha dejado en la sombra.
Y el golpe apoyado por los militares en Perú en 1992 mostró
cuán rápidamente los generales podían librarse de los
civiles.
América Latina: el fin de la vía socialista
Entre finales de los años cuarenta e inicios de los noventa, los latinoamericanos se han vista como blanco de la rivalidad ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Cuando Cuba se hizo marxista-leninista en 1961, dio a los soviéticos un «escaparate» potencial para el en las Américas. Estados Unidos respondió con una ofensiva propia sobre América Latina, promoviendo el crecimiento económico de orientación reformista y la contrainsurgencia. Ahora que la guerra fría ha desaparecido de América Latina, ¿lo ha hecho también la perspectiva de una revolución de izquierdas?
En la Europa del siglo XIX, los movimientos políticos de orientación marxista discutían apasionadamente las tácticas apropiadas para lograr una sociedad socialista. Un ala radical apremiaba por métodos revolucionarios, que incluían la violencia cuando fuera necesario. Los capitalistas y sus apologistas nunca estarían dispuestos a renunciar a una sociedad de la que obtenían beneficios tan notables, sostenían los marxistas radicales. Los moderados mantenían que era posible avanzar poco a poco hacia el trabajando dentro de la estructura legal, sobre todo donde hubiera un gobierno representativo.
Esta discusión dividió profundamente a la izquierda europea, separando a los revolucionarios de los socialistas demócratas. De los últimos surgieron partidos políticos tan importantes como el Socialdemócrata alemán, el Laborista británico y el Socialista francés. Los revolucionarios siguieron fragmentados hasta que la Revolución rusa de 1917 proporcionó un nuevo punto central. Los bolcheviques victoriosos crearon una estructura de mando internacional para coordinar (y, como pronto se comprobó, dominar) los partidos comunistas de nueva formación por todo el mundo. La mayoría de los revolucionarios entraron en estos partidos, aunque sobrevivieron importantes facciones disidentes, como los trostkistas.
Esta discusión sobre el camino revolucionario versus «el pacífico» hacia el socialismo se trasladó a América Latina. Resulta interesante que Los partidos comunistas de la región promovieran hasta 1959 la vía pacífica en la política interna, con dos excepciones: El Salvador en 1932 y Brasil en 1935. Así pues, el legado comunista de América Latina no era revolucionario. La elección de Allende en Chile en 1970 se mantenía dentro de esta tradición.
En contraste, el camino revolucionario al socialismo fue emprendido en Cuba y Nicaragua. Ambos regímenes tuvieron que afrontar la incansable hostilidad de Estados Unidos, que incluía actividades militares abiertas (o encubiertas). Y aunque podían atribuirse significativas mejoras en la salud y educación pública, especialmente en la alfabetización de adultos, perdieron el apoyo de importantes sectores de su propia población . En grados diferentes, también se hicieron excesivamente dependientes de la generosidad del antiguo bloque comunista. El fin de la guerra fría y el subsiguiente colapso de la URSS no sólo trajo la desaparición del patrocinio soviético; también produjo un desencanto generalizado con la ideología marxista. En consecuencia, los ciudadanos de Nicaragua exhaustos de la guerra votaron contra los sandinistas en las elecciones de 1990. Y la Cuba de Fidel Castro, aislada y abandonada, perdió su antes apreciado estatus de vanguardia de la revolucion continental.
En cambio, los pueblos de América Latina se han distanciado de
las ideologías utópicas para realizar esfuerzos prácticos
a nivel de las bases. Están menos ocupados en conquistar el Estado
con fines revolucionarios y más interesados en aplicar el poder a
la solución práctica de problemas locales o específicos.
Al mismo tiempo, el nacionalismo ha perdido mucho de su atractivo en toda
la región, especialmente entre la nueva clase dirigente. A mediados
de los noventa, la vía socialista para América Latina parece
haber desembocado en un callejón sin salida.
Las perspectivas de desarrollo en el capitalismo
El capitalismo ha tenido una accidentada historia en América Latina. La etapa colonial implantó el sistema mercantilista clásico, en que las colonias estaban forzadas a producir el máximo excedente para las monarquías española y portuguesa . A finales del siglo XVIII comenzaron a aparecer grie tas en el sistema. El contrabando, inducido por los ingleses, erosionó el monopolio ib érico del comercio, y comenzaron a aparecer a su vez incipientes mercados libres junta a la economía oficialmente aceptada, y frecuentemente a pesar de alla.
En el siglo XIX, una fracción de las elites trató de eliminar los vestigios del privilegio colonial e introducir una economía orientada al mercado, preparada para el comercio exterior. Los más radicales de estos reformistas querían reducir todas las relaciones sociales a una definición de mercado. Como era más fácil en países sin indios, fue mucho más sencillo en Argentina que en México. El intento de acelerar este proceso ayudó a provocar las rebeliones rurales de la Revolución mexicana.
Esta transición al capitalismo ha dominado América Latina en nuestro siglo. Cambió de forma aguda desde los años treinta, al aumentar la intervención estatal en la economía. En todos los países mayores el gobierno central utilizó instrumentos tales como las compañías petroleras estatales, los institutos de mercado gubernamentales y programas de crédito especiales. El papel estatal era tan grande a comienzos de los años setenta que ya no se podía hablar de capitalismo de manual en América Latina, sino de capitalismo híbrido. Había tres fuentes de capital: nacional privado, estatal y extranjero (por lo general multinacional). Cuando llegó el capital extranjero para complementar al nacional, las elites consideraron peligroso que los extranjeros obtuvieran demasiado poder económico, así que el Estado aumentó cada vez más su responsabilidad. En países tales como Argentina y Brasil, los militares reforzaron fuertemente esta tendencia. El resultado fue una economía de mercado con muchas más restricciones artificiales de las que los liberales decimonónicos habrían podido imaginarse.
Los políticos latinoamericanos también utilizaron el Estado en los años treinta y cuarenta para institucionalizar una profunda división en la fuerza de trabajo. Crearon una red de beneficios sociales (salario mínimo, vacaciones pagadas, asistencia médica, estabilidad laboral) para los trabajadores en el mercado formal de trabajo, esto es, funcionarios públicos, profesionales, miembros de sindicatos. Éstos eran predominantemente residentes urbanos, lo que Los convertía en una minoría de la masa trabajadora en casi toda América Latina. Pero eran los más activos políticamente y, por tanto, más importantes para los políticos en busca de votos.
Este capitalismo híbrido suscitó la furia de los economistas liberales del siglo XX. Por toda América Latina, pero en especial en el Cono Sur, los economistas y empresarios partidarios al máximo del laissez-faire han luchado contra el papal creciente del Estado. Gracias a los golpes militares de Argentina en 1976 y de Chile en 1973, se hicieron con el control de la política económica. Intentaron reducir el sector estatal de forma drástica vendiendo las empresas que poseía y abriendo el mercado nacional mediante una reducción de aranceles y regulaciones.
A finales de los años ochenta, esta visión de la política, frecuentemente etiquetada como «neoliberal», había sido adoptada también por organismos financieros multilaterales tales como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, así como por el gobierno de Estados Unidos (de ahí la etiqueta de «consenso de Washington»). No es necesario decir que dicha concepción había sido desde hacía mucho tiempo grata a los inversores extranjeros en Nueva York y Londres. La ala neoliberal se extendía así en América Latina. Brasil era el único que se mantenía al margen, y subiría a bordo a mediados de 1995.
Así, la reciente redemocratizada América Latina enfrentaba a una medicina fuerte: políticas de «ajuste» encaminadas no sólo a corregir el desequilibrio sin precedentes en las cuentas externas, sino también a imponer la disciplina de los mecanismos de mercado en sociedades asentadas desde hace tiempo en un corporativismo abrigado y en el de las familias extensas. ¿Estará llegando por fin el capitalismo a América Latina?
Si es así, ¿qué impacto político tendrá? A mediados de los años noventa, los responsables políticos neoliberales estaban en su apogeo (incluso en Chile, el segundo gobierno centrista elegido evitó alterar muchos elementos esenciales de la política económica de Pinochet), mientras la izquierda, que representaba mucho menos el potencial revolucionario, se encontraba desorganizada. Pero si el ajuste -ayudado por una economía mundial en expansión relativamente libre de barreras comerciales- logra restaurar el crecimiento, ¿conseguiría la izquierda prolongar su vida? Como Tocqueville nos recuerda, es más probable que surja el descontento cuando las condiciones materiales, y con ellas las expectativas, mejoran. Y merece la pena no olvidar que en América Latina, desde la depresión mundial, el crecimiento económico más sostenido se ha dado bajo políticas nacionalistas que se concentraron en la producción para los mercados internos. La atracción de ese modelo ha disminuido pero no ha muerto. Se puede contar con que reviva entre los intelectuales y tecnócratas cuyas filas están dominadas ahora por doctrinas más ortodoxas.
No resulta menos importante el tema de la justicia social. Si se utilizan medidas como la distribución de la renta (aunque los datos varían en cuanto a calidad), la mayor parte de América Latina se ha vuelto más desigual en las dos últimas décadas. El gasto interno en servicios sociales -educación, salud y vivienda- se ha desplomado, aunque organismos internacionales como el Banco Mundial han tratado de compensarlo.
Nuestra investigación nos lleva de vuelta a la conexión
entre el tipo de régimen político y las políticas económicas.
La sumamente exitosa aplicación en Chile del modelo neoliberal fue
realizada por un gobierno militar, no una democracia. Ahora vemos que los
gobiernos elegidos democráticamente intentaban seguir el modelo.
Desafortunadamente, estos sistema democráticos están todos
manipulados por «los que no son pobres»
(para usar el eufemismo del Banco Mundial), que muestran poco interés
en mejorar el bienestar social en sus sociedades. Por el contrario, ellos
se destacan en usar el Estado para promover sus propios intereses. Parecen
inclinados a producir un capitalismo primitivo que recuerda la Europa y
los Estados Unidos de finales del siglo XIX. En aquellos días felices,
les fue dicho a los futuros capitalistas: «Enrichez-vous»
(¡Enriqueceos!). Lo hicieron y dejaron a la mayoría de sus
sociedades esperando por décadas la intervención estatal para
corregir las graves desigualdades. ¿ Podría ser que los capitalistas
latinoamericanos de finales del siglo XX, como los Borbones de Francia,
no hayan aprendido ni recordado nada?
¿Qué será de las culturas no europeas de América Latina?
Pocos pueden estudiar la historia latinoamericana sin sentirse fascinados por su mezcla calidoscópica de razas y pueblos, y de inmediato surge la pregunta: ¿lo inusual, lo diferente, lo esótico se homogeneizará en amalgamas nacionales carentes de la originalidad de las culturas indias, africanas o provincianas? ¿Qué pasará con los indios chiapanecos o los del altiplano peruano o los negros de Bahía en Brasil? ¿Desaparecerán ellos o su identidad étnica?
No es fácil sostener que su modo de vida sobrevivirá. América Latina no puede ser inmune al proceso de homogeneización social tan conocido en el mundo industrial. La televisión y la radio han erosionado las barreras regionales y provinciales y han concentrado la atención sobre modelos «nacionales», como los de las tan populares telenovelas. También existe una implacable presión económica sobre los remanentes étnicos para que aprendan la lengua nacional y adopten su cultura. En México, por ejemplo, la proporción de la población que sigue hablando sólo una lengua india ha descendido a menos de un 2 por 100 a mediados de los años noventa. La incorporación de estos indios a la población de habla española ha sido un objetivo prioritario de los líderes mexicanos. Sin embargo, en el proceso se han perdido tradiciones étnicas. ¿Podría ser de otro modo? El gobierno mexicano, más que cualquier otro de América Latina, ha intentado preservar sus tradiciones indígenas (en parte para obtener los dólares de los turistas, ya que las costumbres «nativas» son una atracción). También ha existido un interés genuino de preservar su cultura prehispánica única. Sin embargo, la búsqueda del desarrollo social tiende a oponerse a estos objetivos.
En Brasil, la tradición no europea más importante ha sido la africana. De hecho, Los esclavos africanos penetraron tanto en todas las regiones brasileñas, que su cultura contemporánea ha quedado estampada de forma indeleble con su presencia. ¿Puede sobrevivir al implacable proceso de asimilación cultural? Parece persistir como una influencia soterrada, en especial en la religión. El contexto lo aporta el mundo religioso brasileño de muchos niveles. En la cima se encuentra la Iglesia católica y romana, oficial en todos los aspectos. Por debajo yacen los mundos de umbanda, espiritismo y cultos afrobrasileños como el candomblé y macumba. En estas religiones no oficiales el africano ha impregnado de tal manera la cultura nacional que su supervivencia, aunque de un modo asimilado, parece asegurada.
Las únicas zones donde las culturas indias parece probable que sobrevivan mucho tiempo son Los Andes, el sur de México y Guatemala, donde la población indígena parece lo suficientemente concentrada como para preservar las identidades sociales tradicionales. Sin embargo, en general, la urbanización de América Latina está engullendo o liquidando lo rural y lo provinciano. El resultado más probable es que esas naciones surjan como culturas predominantemente europeas con remanentes dispersos de influencia indígena o africana. No parece más sorprendente que la aniquilación de la cultura India americana en Estados Unidos o la implacable destrucción de la cultura regional de Norteamérica. En el último análisis, pocas elites de dentro o fuera de América Latina dieron importancia a la preservación de la cultura africana o India. ¿Y dónde se sitúa en la clasificación de la Organización Mundial de la Salud o el Fondo Monetario International? Lo pintoresco puede interesar a los turistas, pero se convierte en un impedimento para reducir el analfabetismo o la mortalidad infantil. En el mundo moderno, la heterogeneidad cultural parece contar muy poco.
América Latina no ha presenciado guerras frecuentes en el siglo XX, aunque han permanecido v igentes algunos conflictos de mucho tiempo. Entre los más importantes se encuentra la disputa por las islas Malvinas entre Argentina y Gran Bretaña, el enfrentamiento de Argentina y Chile por el estrecho de Beagle, la tensión entre Perú y Chile de 1979 a 1982 por las tierras tomadas por el segundo en la guerra del Pacífico y el conflicto fronterizo entre Venezuela y Guyana. En Los Andes, el próspero tráfico de drogas continúa ofreciendo un potencial enfrentamiento interestatal, como ha sucedido recientemente en la frontera amazónica de Perú y Brasil. Un conflicto limítrofe estalló en 1995 en la frontera peruano-ecuatoriana. En la anterior guerra fronteriza de 1942, Perú había resultado victorioso con grandes trozos del territorio ecuatoriano donde se decía que había grandes cantidades de oro y plata. Este nuevo conflicto, que duró sólo unas semanas, fue rápidamente detenido par la intervención multilateral de otras naciones latinoamericanas.
¿Existe la posibilidad de un conflicto en la frontera de México con Estados Unidos? ¿Puede continuar el enorme flujo de migrantes indocumentados sin que el último reaccione? Esta cuestión volátil debe considerarse dentro del de la política estadounidense hacia toda la cuenca del Caribe. La cuestión es hasta qué grado Estados Unidos está dispuesto a seguir sirviendo de válvula de escape para quienes huyen de la pobreza y/o la represión política. La clave será la actitud de su opinión pública.
Los signos dados par el Congreso han sido contradictorios. En 1986 Estados Unidos aprobó una ley que endurecía las sanciones contra los empresarios que contrataran a sabiendas extranjeros sin documentación legal. A pesar de las predicciones de quienes la apoyaron y quienes se opusieron a alla, la ley resultó tener un efecto poco duradero en el flujo de migración indocumentada, ya que la frontera sur estadounidense continuó siendo notablemente porosa y muchos «ilegales» obtuvieron con facilidad documentos de identidad falsificados una vez en Estados Unidos. Mientras tanto, la economía estadounidense siguió absorbiendo «ilegales» en el sector de servicios peor remunerados. En California, no obstante, ha ocurrido una poderosa reacción adversa en la forma de un referéndum aprobado en 1994 por los votantes que privaría de muchos servicios públicos a los «ilegales» e incluso a algunos extranjeros legales. Un largo proceso judicial es probable.
La otra continua fuente de tensión en la frontera entre Estados Unidos y México ha sido el tráfico de drogas. Pese a la cooperación intermitente de las autoridades estadounidenses y mexicanas, la entrada de droga se ha incrementado debido a una más efectiva inhabilitación en el Caribe. Las repetidas denuncias de corrupción a alto nivel por parte de los santurrones políticos estadounidenses no han hecho más que empeorar las cosas.
Existe una fuente final de conflicto regional: la intervención
de potencias extranjeras. El culpable histórico ha sido Estados Unidos.
Animada por el bajo coste (para las fuerzas militares estadounidenses, no
para las nativas) de las invasiones de Granada en 1983 y Panamá en
1989, el socavamiento de la popularidad sandinista mediante el apoyo a los
«contras», más la espectacular
victoria de 1991 en la guerra del Golfo contra Irak, la Casa Blanca bajo
Bush se vanagloriaba de que había «dado
una patada al síndrome de Vietnam». La mayoría de los
latinoamericanos lo encontraron poco tranquilizador. El enfrentamiento entre
Cuba y Estados Unidos sigue reteniendo el mayor potencial explosivo. El
acuerdo entre éste y la Unión Soviética que puso fin
a la crisis de los misiles en 1962 incluía su promesa de no invadir
la isla. La administración Reagan consideró seriamente rescindirlo.
A medida que el apoyo económico ruso se esfumaba rápidamente,
los niveles de vida se hundían y el comunismo desaparecía
de Europa, las posibilidades de que surgiera un conflicto interno en Cuba
aumentaban. Si se hiciera violento, la opinión pública estadounidense
podría ser movilizada con facilidad para que apoyara la intervención.
Contribución latinoamericana al mundo
Dadas sus limitaciones políticas y económicas, ¿cómo puede contribuir a la experiencia humana? Ya se ha distinguido en literatura. Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Jorge Amado, el «boom» de la literatura latinoamericana ha hecho que se tradujera a las lenguas europeas más importantes. Las ediciones en rústica han facilitado una amplia distribución. La música es otro ámbito artístico en el que América Latina ha logrado la excelencia. La música afrobrasileña y afrocubana ha penetrado en la música popular norteamericana, otorgándole un estilo y ritmo inconfundibles.
Los latinoamericanos se han distinguido por sus impresionantes contribuciones al atletismo. En fútbol, el deporte más universal, Brasil es el primer país que ha ganado la Copa Mundial cuatro veces. Argentina obtuvo la copa en 1978 y 1986. Incluso países tan pequeños como Uruguay se han llevado a casa la Copa Mundial. Los clubes de fútbol europeos ofrecen millones de dólares para tentar a las estrellas latinoamericanas.
La teología y la organización eclesiástica han presenciado una innovación impresionante en esa región. La tan controvertida «teología de la liberación» es en gran medida un fenómeno latinoamericano, un de los teólogos latinoamericanos de reconciliar su tradición religiosa con las presiones políticas y económicas que los rodean. No menos importantes son los grupos laicos que aumentan con rapidez («Las comunidades de base eclesiásticas>~), que representan un despertar en las naciones largo tiempo sumergidas en la apatía religiosa. Merece la pena recordar que la Iglesia, mediante su clero y sus laicos, desempeñó un papel clave en la redemocratización de Brasil en los años setenta. En Chile, la Iglesia también sirvió como punto de reunión para resistirse a un régimen militar represivo. Este papel de oposición la colocó de nuevo en primer plano y ha recordado a los demócratas de todas partes que una de las instituciones más tradicionales de la sociedad latinoamericana puede seguir siendo muy importante en el mundo moderno.
América Latina también ha hecho una gran contribución en el campo de las relaciones raciales. A pesar de la persistente crueldad con aquellos de origen no europeo, ha producido sociedades en las que los mestizos han disfrutado de una gran movilidad. Los de México, Centroamérica y la región andina representan una nueva categoría social originada de la mezcla de europeo e indio. Aunque siguen existiendo muchas formas de racismo, la movilidad ha sido notable. Lo mismo puede decirse del mulato en Brasil, Cuba, Colombia y las naciones caribeñas. Para ver el contraste, sólo hace falta observar Norteamérica. Por supuesto, sigue habiendo prejuicios y discriminación en América Latina, sobre todo contra Los indios «puros» y la gente de piel muy oscura en general. No obstante, la relativa armonía social es considerable, sobre todo a la luz del miserable récord dejado por los europeos en tantas partes del mundo en vías de desarrollo actual.
En el futuro, como en los siglos pasados, el destino de América Latina dependerá en gran medida de su relación con los centros de poder internacionales. Mientras tanto, debe movilizar sus propios recursos para el crecimiento económico sostenido y buscar una distribución más equitativa de los resultados. La región tendrá que seguir afrontando también las implicaciones de la subordinación y la dependencia, mientras que los extranjeros continuarán admirando y sintiendo fascinación hacia lo que García Márquez denominó «Las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya parquedad sin fin se confunde con la leyenda».