El espejismo sobre el espejo: la mitología del cine mexicano

Leonardo García Tsao

Supongamos que en un futuro lejano un grupo de arqueólogos propusiera reconstruir lo que fue la sociedad mexicana a partir de un solo vestigio: una colección representativa de películas nacionales. El resultado sería sin duda intrigante. Los arqueólogos podrán deducir que hubo algo llamado Revolución Mexicana que, si bien fue un conflicto armado, se desarrolló como un desfile pintoresco de caudillos recios y soldaderas bravas; al mismo tiempo, se encontrará tambien que la vida hacendaria, no obstante esa revolución, siguió vigente por decadas. En cuanto a rasgos nacionales, se llegaría a la conclusión de que en el campo los indígenas fueron las almas más nobles, mientras en la ciudad los pobres estaban similarmente ungidos por la virtud, la prostitución se ejercía por una vocación de sufrimiento y no hubo voluntad de sacrificio mayor que el de la madre mexicana. Y en una época, la defensa del bien estuvo en manos de luchadores enmascarados .

Si bien todas las cinematografías cuentan con mitologías abundantes, la nuestra ha reunido una de las más nutridas y contradictorias frente a la realidad. Practicamente todos los aspectos de la vida nacional han pasado por un denso filtro de mistificación. En el cine mexicano, la visión realista o incluso desmitificadora no ha sido muy bien recibida. Eso pudo comprobarse desde los inicios de la industria. En 1933 y en 1935

Fernando de Fuentes realizó El compadre Mendoza y ¡ Vámonos con Pancho Villa ¡ de manera respectiva; ambas son consideradas ahora obras capitales por su fuerza dramática y sobre todo, el sentido crítico con que es examinado el movimiento revolucionario. Sin embargo, en su momento ambas películas no fueron favorecidas por el público; de hecho, la primera fue tachada de "denigrante" y se pensó en prohibirla. Pasaron décadas antes de que ambas cintas recibieran su justa revaloración.

Poco después, en 1936, el mismo De Fuentes dirigiría una cinta muy diferente, Allá en en Rancho Grande. Con su prodigioso éxito comercial, ese melodrama ranchero significó la consolidación de la industria y el establecimiento de una de las mitologías más perdurables. Algo más que el despliegue folclórico fue la causa de la entusiasta respuesta popular. Como bien señala Emilio García Riera en su Historia documental del cine mexicano, " Rancho Grande " inventaba un universo idílico, la hacienda feudal vista como una arcadia feliz, no solo para ignorar la revolución y la reforma agraria, sino para oponer una suerte de limbo o refugio al inquietante México de la época, sacudido por la política de avanzada del presidente Cárdenas; al volver a la hacienda, se regresaba a un útero protector y ajeno a los peligros del paso del tiempo". Cabe suponer que de haber gozado El compadre Mendoza o ¡ Vámonos con Pancho villa ! un éxito similar, otro hubiera sido el desarrollo del cine nacional. Pero al público no le gusta reconocerse en el espejo fiel. Siempre ha preferido el espejismo, la imagen distorsionada por la mitología.

Por lo mismo, las películas sobre la revolución no seguirán las pautas marcadas por De Fuentes en sus dos obras maestras. Otra vez se impuso la mirada mistisficadora, signada por un furor nacionalista, el culto a la personalidad caudillista y la creación de estereotipos. Para encontrar excepciones hay que buscar de los años sesenta en adelante, en títulos como La soldadera (Jose Bolaños, 1966) y Reed México insurgente (Paul Leduc, 1970). En cambio, llevaría paginas mencionar los ejemplos de lo otro. Basta algo tan representativo como La Cucaracha (Ismael Rodriguez. 1958), donde la revolución se reduce al espectáculo de un encuentro explosivo entre cuatro mitos primordiales: María Felix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz y el Indio Fernández.

De entre las múltiples estrellas míticas del cine mexicano - a las ya mencionadas, se añaden los nombres de Jorge Negrete, Cantinflas, Fernando Soler, Josquín Pardavé, Ninón Sevilla, Sara García, Tin Tan­ merece una atención especial la figura de Pedro Infante. De extracción popular, el actor y cantante encarnaría con igual verosimilitud a un charro cantor, un mecánico, un cura de pueblo, un militar, un carpintero o un agente de tránsito. Es decir, tan apto para lo rural como lo urbano. Dotado de una natural simpatía, Infante fue la representación acabada del mexicano ideal: macho pero tierno, bueno para la cantada, querendón, Ieal con los cuates, buen hijo e inclinado al llanto viril.

El mismo Ismael Rodriguez se encargaría de llevar a su personaje a la apoteosis en Nosotros los pobres ( 1947), ese paradigma de melodrama arrabalero que es quizá la película más vista en la historia de nuestro cine. Curiosamente, Rodríguez afirmaba haberse inspirado para ella en el neorralismo italiano. Nada que ver. Si en verdad el cineasta hubiera seguido los cánones de dicha corriente, el papel protagónico no lo llevaría Infante, sino algún actor desconocido (o un carpintero en la vida real); no se habría filmado en los estudios Mexico Films, sino en un barrio auténtico, como Tepito, y las incidencias de la trama cambiarían bastante. Pepe el Toro no saldría jamas de la carcel, el rico Montes igual abusaría de La Chorreada, nadie se preocuparía mucho por la paternidad de Chachita... Y la película hubiera muerto en taquilla. Su desbordado artificio melodrámitico es precisamente la razón de su popularidad. (García Riera, otra vez: "Ismael Rodríguez no hizo realismo popular, inventó lo que a una partee del pueblo le yustarta ser.")

En un giro trágico propio de un melodrama como los que solía interpretar, Pedro Infante falleció de forma prematura y accidental, consiguiendo así el pase automático al Olimpo de los ídolos mártires. Su culto, por supuesto, sigue vigente a la fecha. Cuando la muerte no interviene de manera anticipada ­y a veces diríamos oportuna -los mitos populares corren el peligro de sufrir transformaciones. Tal fue el cave de Cantinflas. Surgido a la fama con su personaje de peladito que subvierte el orden gracias a sus andadas de verborrea incoherente, el cómico hizo una paulatina transición a un humor moralista y aleccionador. La metamorfosis fue tambien física. Por mucho que Cantinflas haya conservado el bigotito y los pantalones a media asta en sus últimas actuaciones, se impuso al final la imágen pública de Mario Moreno Reyes, gesto tieso y lentes oscuros, solemne como cualquier político priísta. Cantinflas fue el cómico oficial por decreto, y como tal se le concedieron honores fúnebres dignos de un esadista.

La mayoria de los mitos del cine mexicano se dieron en lo que se conoce como la Epoca de 0ro (en sí un mito, por cierto), porque es cuando aquel sostiene su idilio con el público. A partir de la segunda mitad de los cincuenta, Ia fasinación se rompió ­entre otros factores, por la llegada de la televisión y por una crísis en la industria que se haría endémica­ y se tornaron escasas las figuras que capturaran lo fantasía coloctiva. (Es sintomático que uno de los úItimos mitos en verdad populares fuera Santo, el enmascarado de plata, un superhéroe que ocultaba su rostro.)

Asimismo, la aparición de una nueva generación de cineastas a fines de los sesenta fue contraria a la mitificación. Realizadores como Felipe Casals, Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Paul Leduc y Arturo Ripstein, entrc otros, partieron de una mirada critica sobre la sociedad mexicana para buscar una descripción realista, una relectura de ciertos hechos históricos, un cuestionamiento de los géneros tradicionales y, en general, una renovación estética. De acuerdo con los principios del cine de autor bajo los que se formaron, pasaron los tiempos del protagonismo actoral. Ahora el director era la estrella.

Aun así, hay indicios recientes de que las viejas mitologías estan vivas y hasta son susceptibles de ser exportadas.

Como agua pra chocolate (AIfonso Arau, 1991 ) fue un notable exito comercial en México y nada menos que la película extranjera que más dólares ha metido a la taquilla en la historia de la exhibición estadunidense. Ese suceso puede atribuirse a la habilidad con la que han sido recalentados y servidos algunos elementos infalibles. Estamos ante la recuperacion de la vida hacendaria, donde esta ausente la figura patriarcal y reforzada la matriarcal (de hecho, los personajes masculinos son casi eunucos en su debilidad); se trata de un melodrama de mujeres, donde Tita, la protagonista, es un modelo retrógrado de sumisión y obediencia, cuyo único talento es Ia habilidad culinaria ("las mujeres a la cocina"), puesta al servicio del sexismo ("el camino más corto al corazón de un hombre es el estómago"). Nuevamente aparece la Revolución Mexicana como un movimiento folclórico ajeno a la historia, que aprovecha la hermana de Tita para encarnar a otra de tantas hembras bragadas. Y en el fondo un rígido sistema de clases, donde la servidumbre se acomide fielmente y lleva nombres como Nacha y Chencha. Todo ese falso romamticismo conservador, sumado a la popularidad esática que gozan México (con su comida, claro) y el realismo mágico de fuente literaria, explican asimismo la extraordinaria recepción en el extranjero a una película que, en términos cinematográficos, no pasa de ser mediocre.

Desmantelada la industria, caducas las viejas formas de producción y muerto el Star System nacional, el éxito dc Como agua para chocolate demuestra que algunos mitos siguen latentes. Solo esperan que alguien sepa revivirlos.