Léperos y catrines, nacos y yupis
Carlos Monsiváis
El lépero de Ninguna Parte y don Catrín
de la Fachenda
Ya de ellos sólo tenemos, en la elección
de sombras que es por fuerza la evocación de los arquetipos;
la representación literaria y fotográfica, Ias delaciones
hemerográficas y algunas constancias arqueológicas
de predileccines y estilos de vida. En el caso de los catrines,
la información es más abundante. Muchos escribieron
sobre su razón de ser, sus paseos, sus salidas casi cinegéticas
al teatro y la ópera, su vestuario que era en stricto
sensu su idea del mundo ("Mi biblioteca es mi guardarropa",
le declara a principios de siglo el supercatrín Ignacio
de la Torre, yerno de Porfirio Díaz, a José Juan
Tablada), su irse haciendo entre jolgorios y rituales. Es más
diftcil enterase de los léperos (los afligidos por la lepra
de la pobreza y la marginalidad, los indígenas en algo
urbanizados que vienen su rencor en esquinas y mercados), y de
los pelados, Ios despojados de todo, los que nos observan atónitos
desde las fotografías, alojados en su ignorancia y su semídesnudez,
y de cuya psicología cultural apenas nos enteramos gracias
a las referencias a gustos musicales y gastronómicos y
formas de vestir, aquellas que caracterizan a la grey astrosa,
a la plebe, a las criaturas que habitan la ciudad sin entender
su lógica destructiva, a los fantasmas de aglomeraciones
y desmanes.
¿Qué es el catrín? Es, por
ejemplo. Ia proclamación de la elegancia que la ciudad
capital admite, el anhelo de dandismo en el país periférico,
el rechazo de la barbarie (en verdad definida como la falta de
reconocimiento internacional a la élite mexicana) desde
la ropa. El catrín (el currutaco, el lagartijo, el petimetre,
el lión) cuida sin límite su vestimenta, porque
ésta es su tarjeta de visita en el mundo, el salto al progreso
desde las márgenes de la civilización. Tal y como
los describen, entre otros, José Juan Tablada, Armando
de María y Campos y el imprescindible José C. Valadés,
a los catrines los distinguen sus aficiones: gastar, dilapidar,
exhibir aires aristocráticos, en suma acercarse, por reflejo,
a la "aristocracia". Ignacio de la Torre, en una escena
ortodoxa, se presenta en la estación del Ferrocarril Nacional
a viajar a San Luis Potosí. Su corrección es "ultrainglesa",
y lo acompañan dos esbeltos y rubios grooms de gran
librea, en tonto se advierte el escudo nobiliario de su amo, un
castillo almenado al que flanquean dos leones rampantes.
Desde las puertas de la sorpresa hasta la
esquina del jokey Club... En la
Casa de Los Azulejos, uno de sus sitios predilectos, Ios catrines
disfrutan de sala de armas, gabinetes para fumar y dormir siesta,
boliches, comedores, salones de lectura, de conversación,
de bacará, de whits, de póker, de billar
y baños de agua caliente y fría. El lujo es la única
nacionalidad a que aspiran los currutacos, que exigen a cada uno
de los recintos que frecuentan "Las esencias de Londres y
París". Y si algo apasiona es la fiebre anglófila
de la excentricidad. Eustaquio Barrón, cuenta Tablada en
La feria de la vida, se presenta al club llevando un tigre,
o conduce él mismo hasta el patio de la Casa de Los Azulejos
un fatigado carruaje de alquiler donde languidece una prostituta.
El mecenas Jesús Valenzuela da una cena, y el gran finale
es una fuente enorme, que levantada la tapa exhibe "todo
desnudo desde la enorme cabeza hasta Los diminutos pies, perfectamente
dormido y comatose, en el último periodo de la embriaguez",
al enano Florentino Carbajal, el Pirrimplín del circo Orrín.
Incomunicados en su desinformación y
su aplastamiento los pobres no se sienten afrentados por el derroche,
y los catrines buscan igualar a la imagen ideal de la opulencia
parisina. Botellas de Roederer y Veuve Clicquot, carreras de caballos,
teatros y circos. En 1897, informa Juan Bribiesca, hay en la capital
312 carruajes particulares y 415 de alquiler. Y en las grandes
fiestas, el catrín quiere atraer al Progreso con la exhibición
de riquezas, y ve en el cambio de traje dos o tres veces al día
la prueba de la mayoría de edad internacional que ya reclama
una minoría. Pretensión y fiesta, el derroche anuncia
las virtudes de clase. El 13 de septiembre de 1889 Delfín
Sánchez ofrece unu fiesta en su palacio:
AI pie de la escalera de mármol, blanca
como el tocado de una desposada, dos enormes bronces repartían
mil rayos de luz. Al fin de la escalera el señor Delfín
Sánchez hacía los honores a sus invitados: todo
esto entre mármoles, plantas tropicales, murmullo de agua,
vuelo de pájaros y torrentes de luz, colores. armonías,
encantos [...] Cuanto de caprichos tiene la moda y de ingente
tiene el buen gusto se hallaba reunido allí. Tapicerías
[...] cristales, sedas, maderas preciosas [...] Mil elegantes
damas concurren a la fiesta [...] Comenzó la danza y todos
los concurentes se sintierón transportados a lasTulleríasy
se sentían vivir en la segunda mitad del pasado siglo.
Toda la elegancía de la corte de los Capetos se palpaba
en el salón, se respiraba en la atmósfera, se sentía
en las armonías de la orquesta. Allá entre la felpa
obscura de los tapices se desprendía como una aparición
celestial el porfil maravilloso de Lola Redo. Después,
como una creación animada de Murillo, aparecía Paz
Barroso, con su traje de la época de Luis XV. (En México
Gráfico).
En rigor, esta prosa de la crónica de sociales, aún hoy intacta, es la verdadera ideología de los catrines, que se visten, se perfuman, se calzan, se van de cacería, consumen vinos carisimos, y se aprestan a derramar champagne, con tal de ascender infinitamente por vía de los epítetos. No tienen adversarios al frente. Muy pocos mantienen el coraje
republicano de Iguacio Manuel AItamirano que
describe a ese círculo perdurable, inmutable, estereotipado,
que se ve en el paseo, en el Teatro Nacional, en la Lonja, en
el Casino, en las calles de Plateros por las mañanas, en
catedral en misa de doce los domingos, en el jerdín de
la plaza, en todas partes; ese círculo que parece condenado
al estancamiento y a la inmortalidad, y que se traslada con sus
leones y sus lionas íntegras sin faltar uno, sin tener
una sola alta y como si fuera una tribu nómada, a todas
partes de la ciudad donde se canta, donde se baila, donde se reza,
donde se critica y donde se pesca un constipado.
Si el catrín es un símbolo que
realza la cursilería, al pelado, par lo común, se
le describe de modo negativo, exterminador. Allí está,
con su variedad de sombreros raídos, mientras oye crédulo
a los merolicos ("medicina infalibie para los callos, pomada
para los calvos"), baila en las pulquerías, se absorbe
en la calle ante el Horrorosísimo caso del Horrorosísimo
hijo que mató a su Horrarosísima madre, se hacina
en los jacalones, va de una borrachera a otra, se identifica como
ratero y mendigo al amparo cotidiano de las prisiones (sólo
en 1885 ingresan en la cárcel de la ciadad de México
39 355 personas), usa de las "obscenidades" para hallar
la tierra firme del habla, es devoto en la Basílica, y
supersticioso en el atrio de la Villa, y se deslumbra ante la
riqueza, para él y los suyos un concepto sin asideros.
Con justicia o sin ella, es fácil imaginarse
la psicología de un catrín: alguien que cree merecerlo
todo porque su padre negoció con pulque, o se benefició
de las compañías deslindadoras o se encargó
de las compras de una Secretaría de Estado o fundó
un próspero establec¡miento comercial o gastronómico.
El orgullo por su capacidad adquisitiva es su mayor blasón,
y menosprecia a quienes no dilapidan porque no se dan a conocer,
porque sólo gastando se conocen los alcances de la espiritualidad.
A ese catrín sí se lo ubica, por lo menos en el
ámbito de los estereotipos, ¿pero cómo precisar
las actitudes de un pelado?
"¡No sea pelado! ¿Cómo
me habla en ese tono?" A principio de siglo, la expresión
quiere decir más o menos: "¡No sea igualado!
¿Cómo se atreve a dirigirme la palabra?" Al carecer
de visibilidad social, de nombre conocido, de las relaciones que
otorgan solvencia psicológica. el pelado existe como diversión
de los otros, amenaza anónima, demostración de lo
que nos falta para adquirir el tinte civilizado, población
flotante de los servicios, pintoresquismo que ratifica las ventajas
del progreso. El pelado le permite al catrín y demás
personas decentes cerciorarse de sus ventajas morales. Véase
este fragmento de la novela Santa del protocatrín Federico
Gamboa:
Para arribar a tan ruin anclaje, anduvo Santa
la Ceca y la Meca lo mediano y lo malo que las grandes ciudades
encierran en su seno como cutáneo sarpullido que les produce
un visible desasosiego y un continuo prurito, que únicamente
la policía sabe rascar, y que contamina a los pobladores
acomodadados y los barrios de lujo. Es que se sienten con su lepra,
les urge rascársela y aliviársela, y a par despiértales
pavor el que el azote, al romoverlo, gane los miembros sanos y
desacredite a la población entera. En efecto, si la comezón
aprieta y la policía rasca, sale a la cara la lepra social,
se ven en las calles adoquinadas las de suntuosos edificios y
de tiendas ricas, fisonomías carcelarias, flacuras famélicas,
ademanes inciertos, miradas torvas y pies descalzos de los escapados
de la razzia, que se escurren en silencio, a menudo trote, semejantes
a los piojos que por acaso cruzan un vestido de precio de persona
limpia. Caminan aislados, disueltas las familias y desolados Ios
parentescos: aquí el padre, la madre, allí el hijo
por su cuenta, y nadie se detiene, saben dónde van, al
otro arrabal, al otro extremo. a la soledad y a las tinieblas.
Del pelado al naco sin llegar al tojolabal
La persistencia del racismo es una de las señas
de la sociedad mexicana. Crear zonas de aislamiento y de condena
es recurso típico del criollismo, y del mestizaje pretencioso
que lo siguió. Y un método histórico del
racismo es la construcción de personajes a modo de tiro
al blanco, vertederos del odio o el desprecio. Nada más
comodo que inventar seres a los que adjudicarles, como destino
inescapable, una fisonomía. una psicología y una
conducta fijas para siempre.
Gracias al cine. el pelado se transfigura humorísticamente.
A Mario Moreno Cantinflas Ie corresponde ser el "peladito"
por antonomasia, el que evapora las amenazas explícitas
o subyacentes del pelado, y crea un mito sin contenido crítico,
el paria verboso que observa cómo se aleja el lenguaje
cada que intenta ejercerlo, gue se enreda en las palabras y se
tropieza con la sintaxis. El "peladito" de Cantinflas
se extiende como disculpa de los cientos de miles de pelados,
con camiseta a rayas, sombrerito en la nuca y hablar golpeado,
que emblematizan a la perfección David Silva y Fernando
Soto Mantequilla. Al diluirse el miedo a su masificación,
el pelado se vuelve vaga referencia capitalina (fuera de la ciudad
de México casi no hay pelados), alguien a quien la vida
le ha concedido un catálogo de Bienes: el rencor, los beneficios
de la Virgen de Guadelupe, la bicicleta, el dancing, el humor
grueso y autodeprecatorio, la gana de envejecer nomás se
casa o se arrejunta, el bolero, la canción ranchera, y
no mucho más. Ese pelado, al que Pedro Infante ennoblece,
se disipa entre elogíos a su valentía y su insignificancia.
El sustituto evidente es el naco. El término
aféresis de totonaco empieza a circular
a mediados de los años cincunata, como referencia a lo
que el mestizaje no disipa: los rasgos de origen indígena,
el signo de la Raza de Bronce clang clang. A diferencia del pelado,
el naco no genera su neutralización humorística.
No hay tal casa como "el naquito" (aunque sí
existe "el nacazo"), y el naco, desde el principio es
amenazante, ofensivo y choteable, gracias a sus "rasgos irremediables":
vulgaridad ofensiva, agresividad que una cuba o un tequila conducen
rápidamente al límite, mal gusto que la vestimenta
cara no redime, bigote aguamielero, dicción permeada por
el tono cantadito del arrabal.
Desde los años sesenta, al naco se le
considera un símbolo que alarma y apena. Allí va,
con su radio de transistores (mientras más grande más
compesatoria), su camiseta abierta a lo lados, sus liváis
y sus tenis, su indiferencia por la cultura y la política.
El racismo se soIaza con el descubrimiento: el naco es referencia
inmejorable, y no hay palabra más apta para descibir a
las masas cobrizas que, nunca más invisibles, pueblan las
ciudades. El naco, genuina "mancha urbana", según
la élite, engendra la gran certeza: ante el afán
reproductivo de las clases populares poco se puede hacer exepto
catalogarlas chistosamente. Para la saciedad que no se pretende
criolla sino desarrollista, el naco es un filón de las
conversaciones: el término es insulto y es de referencia
humoristica, es descripción de fauna citadina y síntesis
facial y vocal de los peligros de la calle.
Antes fue el meco (aféresis de chichimeco),
pero el naco es Ia voz peyorativa que seduce, por desgracia y
casi inevitablemente, a los mismos agraviados "Pobre de ti,
pobre de ti/ cuántas veces te oí/ sin piedad repetir/
que naciste sin suerte." El naco (el que así se juzga
a sí mismo), asume la actitud fatalista, acepta que si
se fracasó en la escuela se fracasó en la vida
y, por eso, en la "vulgaridad" que lo alimenta contempla
sus orígenes y su destino. Poquísimos se sceptan
nacos, pero muchísimos se sospechan pertenecientes a la
especie, y la fulminación racista alcanza reverberaciones
extraordinarias. Ante el espejo ideal o real, el naco observa
la sentencia en la pared.
El racismo no hace caso de bienes económicos,
y el término naco se fortalece porque discrimina
en grandes cantidades. Cualquiera, garantizado su aspecto (lo
primordial) o su conducta o su nível educativo, puede ser
un naco, y ante el epíteto no cuenta el dinero. Y lo que
se afirma es muy sencillo: cualquiera resulta un naco si la idea
de Primer Mundo "como que no le funciona". No hay nada
que hacer, lo naco es la sujeción eterna al México
impresentable.
Si el vocablo ha perdido su filo más
hiriente retiene su calidad de insulto. Aún se dice "¡
Pinche indio!" con seguridad de ofender, y todavía
lo de "¡Pinche naco!" es ocasión de pleito
o de abatimiento. Si el avance educativo y cultural ha cercado
al racismo, el proceso monstruoso de la desigualdad continúa
estimulándolo. Mientras los nacos no se organicen, muchos
de entre ellos seguirán creyendo que la expresión,
al describirlos, los aplasta.
AI yupi, ese transplante intrnacional de los
Young Urban Professionals de Norteamérica, todo parecía
favorecerlo hasta hace muy poco. Ser "gringo a la mexicana"
era gozar de ventajas conjuntas: eficacia internacional y el cúmulo
de impunidades en la Tierra del desamparo. El yupi tenía
gran ventaja: los títulos universitarios, el desenfado,
la apariencia de quien ya remodeló su apariencia. A un
yupi no le hacía falta triunfar: su medio social lo situaba
en el centro de las posibilidades. Ahora, el derrumbe de la economía
los aísla un tanto, y los pone a competir, situación
desventagosa para quienes o lo hacían en el acto o ya no
la hacían nunca. Y en distintos niveles pero con impuiso
similar, nacos y yupis comparten la incertidumbre.
Nada muere del todo. Nada persiste inmutable.
O dicho de otra manera, las divisiones de clase persisten donde
había catrines y pelados, hoy vemos a pirruris y nacos,
o a ju niors y chavosbanda. Pero los yupis no sólo
pasean por los Plateros de fines de siglo, también sueñan
con la plena integración con Estados Unidos, y los nacos
ya no se sumergen en las tinieblas del rencor lejano; vagan por
donde pueden con sus ghetto-blasters y tienen mejor idea
de sí mismos que sus antecesores. Y de la abolición
de la carga trituradora de los estereotipos, deberá responsab¡lizar
el proceso democrático