Los ídolos a nado

Luis Miguel Aguilar

El mayor de todos

Los verdaderos ídolos ocurren siempre en el pasado. El presente, gris por excelencia, Los magnifica y los entraña. "A ¿A dónde te fuiste, Joe Di Magioo?'', preguntaba irónicamente la canción "Mrs. Robinson" de Simon & Garfunkel: "Todo un país vuelve los ojos desolados hacia tí". Gardel canta mejor cada vez y Benny Moré no cesa de llegar como hijo pródigo a su pueblo natal en Cuba, instalarse con sus músicos cada madrugada en la plaza y, cuando el pueblo se ha ido a dormir y se siente traicionado par Moré que al ser famoso no asistió a tocar en su terruño como lo había prometido, Moré empieza los compases inmortales de "Santa Isabel de las Lajes querida". Si nada es como era antes, mucho menus un ídolo: la gente sabe que "ya no lo hacen igual". Un ídolo es una borbuja de pasado puro.

El mayor ídolo de México sigue siendo Pedro Infente, el único que vive realmente "en el corazón de todos los mexicanos". Pedro Infente es también la mayor cristalización de lo que es, era, un ídolo.

Lo es el origen popular. Pedro Infente es "el carpintero de Guemuchil"; uno de "Los nuestros" que, a diferencia de nosotros, de los que no pasamos del corredor, se dispara desde la nada hacia un futuro de excepción. Pero el origen obliga: un ídolo nunca olvida de dónde vino. Pueblo es y al pueblo se debe.

El ídolo tiene un umbral mayor de permisividad en la moral pública. Tiene derecho a más amores, a un mayor desarreglado sentimental sin condena o escándalo (aunque, al parecer, el ídolo sea escandaloso): el ídolo es enamorado y a fin de cuentas la gente no sólo lo entiende, sino que así lo desea. También tiene derecho a ciertas excentricidades o caprichos, sin dejar de "ser pueblo: Los coches ­o El Coche­ de más; la colección de pistolas, el avión particular. Todo a condición de que el ídolo sea sencillo. El ídolo sabe que todo lo que el éxilo otorga es pasajero; no así el cariño de la gente. El ídolo no "calcula", se da, se entrega. Habla con el carnicero y el agente de tránsito. El ídolo es puro corazón.

El ídolo es, entonces, tuteable. Es un paisano. La gente lo aborda en la calle y el ídolo accede sin remilgos a las soliciludes. Intercambía palmadas con la gente y en matería de ídolo no hay nadie más sospechoso que el aficionado que llega haste él y le da el trato de "señor Infente". …El es Pedro, simplemente.

El ídolo es, debe ser, espontáneo. Por eso Jorge Negrete es fue, menos ídolo que Pedro Intante: de Negrete se sabe que educó su voz en la ópera y tiene intereses más serios que la conducción de una avioneta; ha logrado separar, en lo posible, su imagen de charro de su imagen de líder de actores. Negrete camina par la avenida Juárez y "el pueblo" se le acerca menos. Negrete usa lentes oscuros para diferenciarse aún más, en la calle, del charro que lo caracteriza en las películas. La gente, bien a bien, no le "cree" a Negrete. Pero Pedro. Pedro es otra cosa.

El ídolo es para todas las edades. Los niños y las ancianas tienen derecho a llamarle "Padrito". El ídolo prefiere muchas voces a los niños y las ancianas que a las falsedades del mundo adulto.

El ídolo no enseña el cobre. De otro modo resulta un ídolo de burro: alguien indigno del amor que el pueblo ha depositado en él. El ídolo de barro empieza por escoger mal a sus amistades, rodearse de malas compañías y darse a la viba fácil, de espalda a los consejos del pueblo sincero. En cambio, el ídolo verdadero se permite la amonestación y la reconvención a otros. Aconseja sobre la vida y el buen camino. El ídolo es ejemplar.

El ídolo es uno con sus representaciones. Pedro Infente es Pepe El Toro y Pedro Chavez: la gente no hace distingos entre la vida real y lo que aparece en la pantalla cinematográfica. El ídolo se encarga de parecerse coda vez más a sus personajes.

El ídolo prefiere ser quarido a ser admirado. Para eso, se encuentra siempre disponible. El ídolo es un gesto, una actitud, una prueba constante para su don de gentes. Así, Pedro Infante acaba de cantar en el Teatro lris. Sale del teatro y en la calle se encuentra a una pequeña multitud que lo espera. Les pregunta qué hacen ahí y ellos responden que el teatro estaba tan lleno que no alcanzarón boletos para entrar. Entonces el ídolo llama al mariachi como si estuvien en una película ("Vénganse, muchachos"), se sube al techo del automóvil de alguien del publico que lo sugiere, y canto una canción tras otra. "Así era Pedro" dice, entre nostálgica y retadora, la gente que caba día tiene una mayor certeza de que no habrá otro igual.

El ídolo de las bofetadas

México ha sido pródigo en ídolos del boxeo, el deporte que mayores triunfos ha dado al país, un país pecialmente ávido de triunfos deportivos.

El boxeo es, uno de nuestros mayores veneros de tragedia, comodia y melodrama. Y de poesía popular a la hora de poner apodo. La imagen del Chango Casanova reducido a la indigencia y a beber alcohol de caña después de haberlo tenido todo. La imagen de Rubén El Púas Olivares diciendo que deseaba ser enterrado en la Rotonda de los Hombres Ilustres, junta a Agustín Lara, en un ataud rosa y con las manos salidas para que todos vieran que "no se llevaba nada". La imagen de Raúl El Ratón Macías diciento sus dos frases inmortales, salvadas a cualquier sospecha o acusación de cursilería: 1) "Todo se lo debo a mi manager"; 2) "A la virgencita de Guadelupe le dedico esta pelea." A México le vendría más aquella manta que los panameño colocaron en su aeropuerto en una ocasión en que tres de sus boxeadores tenían respectivos títulos mundiales: "Bienvenidos a Panamá, tierra de campeones. "En boxeo, México ha sido tierra de campeones.

Evoquemos, sin embargo, de entre las sombras la figura irrepetible del boxeador mexicano José el Toluco López. Dudo que el público haya querido más a un boxeador de lo que quiso al Toluco López. Su paso por el ring y por la vida es un acertijo o un laberinto para Psicología 1, uno de cuyos primeros reflejos elementales querría indicar que la gente necesita ídolos para "identificarse" y saciar con ellos el hambre de triunfo. Pero El Toluco López fundó o fijó claramente una institucipón boxística: lo que durante años consistió en celebrar el "triunfo de la derrota".

No pocas veces El Toluco subía ebrio al ring, en un recordatorio continuo del hecho de que fue destetado con pulque. Era un perdedor, un cúmulo de adversidades en un reino de victorias de por sí esquivas. La gente lo quiso más mientras más peleas perdía; no dejaba de dirigirse a él, para animarlo o para escarnecerlo. Pero el escarnio no era más que una variante del cariño, de la cercanía que el público sentía hacia El Toluco. Deseaban verlo ganar porque El Toluco era siempre "el más pobre de los dos"; pero, por eso mismo, El Toluco no lo era si no lo acompañaban la fatalidad y la derrota. Era un fajador; su técnica boxística se reducía al campanazo y la guardia burda, y cuando El Toluco no tenía más aire para tirar golpes la geale le gritaba: "Pégale con el corazón." Era el verdadero ídolo de las bofetadas. La gente nunca le perdonó a El Huitlacoche José Medel, un boxear fino y de gran técnica, la lección de boxeo que le dio al Toluco López para despojarlo del campeonato nacional de poso gallo.

El Toluco inspiró grandes momentos aforísticos y de ficciones repentinas. Una vez en que el rival le estaba pegando con todo, alguien del público le gritó: "¡Toluco, tú_ya ni noqueando ganas!" Otra vez El Toluco estaba en una mala noche, como muchas de lu suyas. El rival lo castiga brutalmente. El Toluco cae, su cara da sobre la lona y de su boca brota un abundante líquido rojo que enseguida hace un charco sobre el ring, mientras el réferi le hace la cuenta del nocaut. Un aficionado, en el centro de la angustia, grita:

-¡Sangre! ¡Ya nos mataron al Toluco!

Otro aficionado responde:

-No, güey: es curado de pitaya!

El ídolo colectivo

Lo que Infante a Negrete y El Toluco a El Huitlacoche fue, en futbol, Salvador Chava Reyes a Héctor Hernández. Este último es uno de los jugadores más finos que ha dada el fulbol nacional; la gente, sin embargo, prefirió siempre a Chava Reyes, "el mero­mero del Guadelajara", como decían los niños de un anuncio televisivo de pasta de dientes en que Reyes aparecía para acuñar un apotegma sobre el modo de cabecear un balón: "Aprieta los dientes y pégale con la cabeza." A Hernández se le consideraba un jugador frío, cerebral, sin conzón; Chava Reyes era enjundioso y reponía con arrojo lo que le faltaba en técnica. Hernández era inseguro y recurría de más a la botella hasta que logró, quizá, el único momonto de cercanía del público con él a la manera de El Toluco López: se decía que Hernández salía a jugar cada domingo con una "anforita" de licor en el bolsillo del pantalón corto. En cambio, Salvador Reyes era el predilecto de los niños y las ancianas, de los anunciantes y los productores de cine.

Ahon bien, del mismo modo en que Infente y Negrete lograron "unirse" para siempre en la película Dos tipos de cuidado, con el alivio y el beneplácito del público, Reyes y Hernández jugaban en el mayor mito que ha producido el futbol nacional, un mito para el que ni siquiera tienen comparación los "Once Harmanos" del Necaxa o las glorias previas del goleador Horacio Casarín. (Casarín, por cieno muestra de nuevo, el caso del ídolo cuya representación es parte de sí mismo. La gente vio la película Los hijos, de don Venancio, en donde Casarín aparece con Joaquín Pardavé, como si fuera una filmación documental.) Reyes y Hernández jugaban en las Chivas Rayadas del Guadelajera, el equipo que ganó siete campeonatos en forma consecutiva.

El Guadelajara era un ídolo colectivo de México. La gente seguía con veneración a todos los jugadores del equipo, no sólo a Reyes y Hernández. El Guadelajera se volvió un emblema del nacionalismo mexicano, como la Virgen de Gualalupe o el mariachi, el serape y el toquila: todos sus jugadores, para empezar, eran mexicanos. A diferencia del equipo América, su eterno rival, con extranjeros en su alineación y jugando el papel del hacendado, el rico malo de la película incapaz de domoñar al Guadalajara: el corporal humilde pero bragado, franco y sencero y de pocas, directas palabras, que al final, por lo mismo, se quedaba con la chica guapa que el rico pretendía a la mala.

Revivamos la escena El Guadelajara y el América juagan un partido Campeón de Campeones. Como el América "compra" los árbitros, porque así lo exige el guión, el árbitro expulsa al defensa central de las Chivas, otro ídolo llamado Guillermo El Tigre Sepúlveda esye jugador se quita entonces la camiseta, se la enseña a los rivales, blandiéndola, y la arroja sobre el pasto. Quería dar a entender que con la sola camiseta bastaría para derrotar al enemigo la gente del estadio en un 80 par ciento adoradora del Guadelajera, celebró el gesto de Sepúlveda como un momento de soberanía o independencia nacional. Nadie recuerda mejores años que aquéllos: en el futbol aún se tenía "verguenza", "amor a la camiseta" y los integrantes del Guadalajera, aunque profesionales, no eran como los extranjeros descarados del América, sobre todo brasileños, que sólo venían a ganar dinero sin sacrificarse par su equipo

La gente aún le llama El Campeonísimo, El Rebaño Sagrado, a las Chivas del Guadelajera. Todo es en recuerdo de aquel tiempo en que los ídolos lo eran verdaderamente. Tiempos inmejorables en que una chiva venía a ser el tótem nacional cada domingo de futbol. (Por cierto que los domingos eran también más soleados).

El sollozar de las mitologías

Bien visto, un ídolo, un ídolo "como los de antes", es ya inarraigable en México par un sencillo motivo de saelo el ídolo se da en el pasado porque en el presente requeriría de varias condiciones "climatológicas" No son palabras nostálgicas sino descriptivas el ídolo requiere, requirió, de una sociedad homagénea, de consenso perpetuo, sin fisuras visibles, con unas cuantas certezas morales. Una sociedad anterior a las opciones diversas y la oferta o, me atrevo a decirlo, una sociedad prepolítica. Con pocos lugares a los que ir y con muy pocos estímulos que atender

La atomización racial es la muerte del ídolo Lo mismo que la pulverización del mercado. Ahora hay cantantes muy exitosos y con miles de "fans"; hay futbolistas que cobran buen dinero por anunciar firmas comerciales, y boxeadores que ganan millones de dólares en una pelea.

Las estrellas y Las celebridades hacen hoy la función del ídolo. La gente puede escoger entre diversos destinatarios para su entusiasmos, y pasar al siguiente sin mirar mucho hacia atrás, hacia el ídolo previo. Entonces no son ídolos, porque el ídolo es antiguo, ajeno a las veleidades comerciales de la tribu. O bien son ídolos de momento. Los futbolistas Hugo Sánchez ­la gente no soporta que hable, lo cual va en detrimento del ídolo futuro- y Jorge Campos, lo cantantes Juan Gabriel y Luis Miguel, el boxeador Julio César Chávez necesitan por lo menos una generación, y la prueba de la muerte, para ser ídolos. Viven en un presente imperfecto._Aún no ocurren, porque aún no ocurren en el pasado. Pero quizá los otros, los ídolos antiguos, también dejerán de ocurrir.

Los ídolos de antaño se refugian en la memoria, en las películas viejas y en las estaciones "nostálgicas" de radio Son "jóvenes abuelos" como el Cuauhtémoc de la suave patria de Ramón López Velarde al tiempo en que se oye coda vez más "el sollozar de sus mitologías", la imagen más memorable de la estrofa se refiere a los ídolos que flotan inermes sobre los canales sin asideros, sin certezas, irremediebles porque irrepetibles, miembros de un orden anterior o en rompimiento.

En un mar de mercancías, programas televisivos, videoclips, revistas de estrellas, marketing y "creadores de imagen", Pedro Infente y los ídolos antíguos flotan todevía en los canales. Pero ninguna permanencia es garantizable a la deriva.

Los ídolos de hoy aún no llegan; o son los de ayer. Y los ídolos de ayer están a nado