Rothman, Stanley y Lerner, Robert
"Facetas"
No. 85. Marzo 1989
U.S. Information Agency


La televisión y la revolución de las comunicaciones.

La televisión ha derribado barreras geográficas y culturales entre los televidentes del mundo entero. Durante los pasados 30 años, en los Estados Unidos, la televisión ha llegado asimismo a ser una especie de creadora de noticias por derecho propio, particularmente en la esfera de la política. Las transmisiones de la llegada del hombre a la Luna, de preguntas de periodistas hurgando en delicadas negociaciones internacionales, de grupos terroristas planteando demandas, han recalcado que vivimos en una época en la cual, según el famoso aforismo de Marshall McLuhan, "el medio es el mensaje". Aquí dos expertos en medios de comunicación examinan algunos de los modos como la televisión ha revolucionado nuestra manera de vivir y de pensar.

Stanley Rothman y Robert Lerner son, respectivamente, director y director adjunto del Centro para el Estudio del Cambio Social y Político de la Escuela Superior Smith de Massachusetts. Rothman es también profesor de administración pública en el Smith y autor de varios libros, incluyendo The Media Elite y The IQ Controversy, the Media and Public Policy.

Luego de ciertas revelaciones acerca del plagio, por el senador demócrata Joseph Biden, de un discurso debido al líder laborista británico Neil Kinnock, The New York Times del 27 de septiembre de 1987 planteaba el fin de las aspiraciones de Biden para presentarse como candidato presidencial en las elecciones de 1988. The Times señalaba que en los pasados 30 años la televisión ha alterado fundamentalmente la estructura de las campañas políticas. En los años 50, indiscreciones como la de Biden y las de otros probablemente no habrían sido tomadas en cuenta por los medios de comunicación, siguiendo consignas de líderes de partido. Ahora las cosas son distintas. Los medios han asumido la tarea de juzgar a los candidatos, y las cintas de televisión en que aparecía Biden empleando el discurso de Kinnack durante la campaña de elecciones primarias resultaron imágenes convincentes de veras.

The Times reconocía con retraso que ha habido una revolución en la naturaleza y el impacto de los medios masivos en los Estados Unidos, así como en otras sociedades industriales adelantadas, durante los pasados 30 años más o menos. El impacto de la televisión perduró durante toda la temporada de elecciones de 1988. Los observadores advirtieron pocas señales de predisposiciones en el trato impuesto a los candidatos, como si fuesen caballos de carreras, con sólo una excepción: Jesse Jackson indudablemente fue ayudado en el campo demócrata por la atención respetuosa y favorable que mereció en los medios nacionales. Por lo demás, tanto él como los medios fueron responsables de situar la cuestión de las drogas al centro y en primer plano.

Estos sucesos hacen ver claro que se ha realizado una revolución. No obstante, los incidentes de la campaña de 1988 sólo atañen a la proverbial punta del iceberg. A fin de comprender la influencia de los medios de hoy, debemos apreciar cómo era la vida antes de dicha revolución.

La noción de medios de comunicación libres y sin censura tuvo sus orígenes en Europa y los Estados Unidos, y sigue confinada en gran medida, si no es que del todo, a estas regiones del mundo. No es una casualidad que los Estados Unidos, pese a su historia relativamente corta, asumieran la vanguardia, aun entre las naciones occidentales, estableciendo una prensa relativamente libre. La rápida democratización de la vida norteamericana, bajo la égida de la ideología liberal que definió a la nación desde su fundación, desempeñó con seguridad un papel clave en aquel proceso. Estas raíces son también responsables en parte del hecho de que el periodismo para las masas se desarrollara primero en los Estados Unidos, seguidos de cerca por Inglaterra y otros países europeos occidentales.

La ausencia de agudos prejuicios y divisiones de clases en los Estados Unidos, en comparación con Europa, hizo más fácil concebir una prensa de masas. Por añadidura, los Estados Unidos fueron precursores en la tecnología de la prensa de masas, al igual que estuvieron a la cabeza del mundo en cuanto al desarrollo de la producción en gran escala de automóviles y televisores para las masas.

Los medios norteamericanos (tanto periódicos como televisión) siempre han diferido de los medios europeos occidentales y británicos por razones que conciernen a variables culturales, económicas y políticas, así como a las meras dimensiones de los Estados Unidos. Los medios masivos estadounidenses han sido y siguen siendo, ante todo, negocios de propiedad privada, con todo y que la radio y la televisión operen dentro del marco de la reglamentación gubernamental. En la mayoría de los países europeos, en cambio, tanto la radio como la televisión han sido ante todo empresas públicas.

En Europa y los Estados Unidos los periódicos son empresas de propiedad privada, pero la tradición histórica estadounidense ha sido diferente de la europea. En el continente europeo, numerosos periódicos y revistas se iniciaron como órganos de partidos políticos y se mantuvieron estrechamente ligados a éstos. Los periódicos tendían a representar diversas perspectivas ideológicas, algunas de ellas hostiles a los regímenes existentes. Así, en muchas naciones europeas los partidos socialistas y comunistas publicaban diarios y semanarios de éxito. Los principales periodistas eran a menudo intelectuales importantes.

La pauta norteamericana fue muy diferente. A lo largo de la mayor parte de su historia, los Estados Unidos se han caracterizado por un consenso ideológico que suponía la verdad tanto de la democracia como del capitalismo. Los reporteros no eran intelectuales y su meta, a fines del siglo XIX, era informar con precisión de hechos cuya existencia objetiva aceptaban.

Los mejores periodistas europeos, que escribían en sociedades desgarradas por conflictos ideológicos de clases sociales y partidos políticos fundados en ellos, tenían mucho mayor conciencia de que los modos de percibir la acción social eran siquiera en parte función de los supuestos que fuesen aplicados al caso. Estas diferencias históricas siguen influyendo sobre el modo como enfocan las noticias quienes trabajan en los periódicos norteamericanos y europeos. Pese a una creciente sutilización, los periodistas norteamericanos, en su mayoría, continúan hallando difícil aceptar que los hechos no son meramente cosas dadas sino, cuando menos en cierta medida, están determinados por la ideología que uno les aporte.

No es posible constituir un bloque con todos los países europeos. En su relativa libertad de censura y su creencia en la posibilidad de una presentación objetiva de las noticias, los periodistas británicos se han asemejado más, históricamente, a sus correlatos norteamericanos que los periodistas de Francia, Alemania o Italia. Las diferencias entre Europa (incluyendo Inglaterra) y los Estados Unidos son, sin embargo, de consideración. Los periódicos europeos de calidad han estado y están aún mucho más interesados en cuestiones teóricas e ideológicas amplias, sobre la política pública. Los periodistas norteamericanos, si bien no exentos de preocupaciones políticas, se cuidan menos en cuanto a la ideología y a menudo procuran lucirse sacando a la luz malos manejos en puestos públicos. Esta insistencia, en cierto grado, sirve de sustituto de los intereses ideológicos. Refleja también un vigoroso ingrediente populista del liberalismo norteamericano. Tal vez tradicionalmente los norteamericanos hayan experimentado un intenso apego a su sistema sociopolítico, pero siempre se han mostrado precavidos ante aquellos en quienes delegaban el poder político.

Reflejando esta tradición y contribuyendo a ella, las leyes norteamericanas sobre difamación eran en general mucho menos rigurosas que las de la mayoría de las democracias europeas. Esto era cierto aun antes de que las decisiones de la Corte Suprema tomaran punto menos que imposible que una figura pública demandase con éxito a periódicos o estaciones de televisión. A diferencia de la mayor parte de las naciones de Europa, los Estados Unidos jamás han presumido del equivalente de una ley de secretos oficiales.

En Inglaterra, hasta hace poco, quienes eran elegidos para un cargo disponían de gran libertad. Esto era mucho menos cierto en la Europa continental, dada la rotundidad de las divisiones ideológicas. Pero incluso ahí era siempre considerable la brecha de estatus entre la gente de las noticias y las figuras políticas descollantes, y el campo de acción abierto al gobierno a fin de evitar la publicación de materiales "esenciales para la seguridad nacional" fue siempre mucho más vasto que en los Estados Unidos.

A diferencia de la mayoría de los países de Europa, Norteamérica ha carecido históricamente de una prensa nacional. Había revistas de circulación nacional (en los años 30 incluían Time y Life), cadenas periodísticas crecientes y, aun antes de la Segunda Guerra Mundial, algunos, muy contados, periódicos prestigiosos, como The New York Times, que presumían de tener influencia nacional. Sin embargo, el localismo era el tema dominante.

Todos estos rasgos de los medios norteamericanos predominaron hasta el periodo de la segunda posguerra. Inclusive en plena Gran Depresión, la mayoría de los norteamericanos carecía de especial conciencia de Nueva York o aun Washington. Casi todos aceptaban asimismo como buenos y acertados los parámetros culturales y sociales básicos de su sociedad, y opinaban que quienes desearan cambiarlos radicalmente tenían que ser extravagantes o perversos. Este modo de ver el mundo era reforzado por las imágenes procedentes de los periódicos, la radio y Hollywood. Los editores de periódicos eran relativamente conservadores, así como también quienes controlaban las ondas radiofónicas y las películas. En las industrias de la radio y el cine, los ejecutivos se empeñaban ante todo en distraer al público y obtener ganancias.

Los trabajadores de la prensa eran probablemente más liberales que los editores, y hasta había periodistas radicales. Pero las riendas de la autoridad estaban en manos de los editores, y los reporteros que aspiraban a conservar sus puestos no rebasaban la línea. Los editores y funcionarios de red también laboraban activamente en pro de las preferencias de sus anunciantes. A fin de cuentas, muchos de los programas de radio, si no es que todos, eran controlados directamente por los anunciantes que los patrocinaban.

La mayoría de las veces, la amenaza de presión económica no era la fuerza principal que había detrás del conservadurismo de los medios de comunicación. Noticias y entretenimientos adoptaron el punto de vista que adoptaron, en gran medida, porque los editores y casi todos los reporteros opinaban que así eran y debían ser las cosas. Elites decisivas de la sociedad norteamericana aceptaban el marco general del consenso liberal norteamericano, y la mayoría no se daban cuenta siquiera de que podían existir otras maneras de ver el mundo.

Entre tanto, la naturaleza de los medios masivos norteamericanos cambiaba. Al igual que en tantas otras zonas. Los cambios eran función tanto de la tecnología como de la riqueza. Los mejoramientos en la comunicación condujeron al desarrollo de periódicos con grandes públicos nacionales, tal como el desenvolvimiento del avión de retropropulsión, la posesión universal de automóvil y el sistema nacional de carreteras contribuyeron a la superación de las diferencias y aislamientos regionales.

La radio había generado auditorios nacionales y, para los años 30, las cadenas de periódicos se extendían y las revistas nacionales de gran circulación modificaban la conciencia de los norteamericanos. Un grupo relativamente reducido de emisiones de los medios iba determinando cada vez más la manera como era presentado el mundo a los norteamericanos. Este grupo nacional de medios tenía en gran medida su centro en Nueva York, en segundo lugar en Los Angeles y, por lo que toca a las noticias políticas, en Washington.

Esta tendencia no fructificó hasta fines de los años 50 y principios de los 60, con la emergencia de la televisión. En 1958 el número de televisores era casi igual al de hogares norteamericanos, y se inició realmente la era de la televisión, dominada de inmediato por las tres redes principales, con centro en Nueva York. En vista del costo de producción de los programas, los afiliados locales dependieron de las redes tanto para el entretenimiento como para los programas de noticias. Así siguen las cosas. Si bien algunos aspectos han cambiado, las decisiones en cuanto a programación son tomadas por relativamente pocas personas, en unas cuantas poblaciones clave. La cablevisión acaso altere aún esta pauta, pero hasta el momento no lo ha logrado.

Por su naturaleza misma, la televisión añadió dimensiones nuevas a la comunicación de información y alteró radicalmente las reglas del juego. A mediados de los años 60 la televisión estaba ya cambiando a los Estados Unidos.

Dada la naturaleza de la red televisiva y su necesidad de auditorios de masas, así como la naturaleza del medio y la información que transporta, el hincapié de las noticias televisadas tiene por fuerza que centrarse en lo personal y lo dramático antes que en lo abstracto y discursivo. La acusación hecha por expertos y otros-que las noticias por televisión necesariamente recalcan la distracción-acaso no sea resultado de decisiones conscientes. El sociólogo Herbert Gans sostiene, por ejemplo, que los periodistas no permiten que la cobertura sea determinada por cuestiones de atractivo al auditorio. Con todo, tales consideraciones tienen que ejercer alguna influencia. Los locutores, productores y directores desean públicos que sintonicen, no que apaguen.

Las decisiones en cuanto a programación se basan a menudo en apreciaciones instintivas de los auditorios por parte de quienes se encargan de la producción. Así, los valores de tales personas intervienen sobre un modo de tomar decisiones en un intento por atinar o fallar. A decir verdad, tienen más posibilidades de maniobra de lo que reconocen. Los auditorios no se pierden o adquieren tan rápida y fácilmente como se supone. En un tiempo, pongamos por caso, se creía que los reporteros de televisión tenían que ser varones blancos y protestantes, a fin de captar auditorios. Esto ha cambiado hoy por hoy conforme aparecen ante las cámaras más y más mujeres, negros, latinos y asiáticos, sin disminución ostensible de atención por parte del público.

Es difícil separar los efectos de la televisión como instrumento de comunicación del hecho de que sea una empresa comercial, pero las consecuencias para ciertos aspectos de la vida norteamericana son evidentes. Mucho más que los periódicos, la radio o el cine, la televisión proporciona a su público un sentido de que lo que ve es la verdad. El público ve acontecimientos como si ocurrieran en la sala de su hogar. Historias, documentales y hasta teatro adquieren una realidad con la cual los demás medios no pueden competir. Los sucesos son vistos "tal como suceden". La palabra escrita puede ser dejada de lado, al igual que la palabra hablada, pero las imágenes vistas en la intimidad de nuestros hogares son demasiado precisas.

La televisión ha derribado barreras regionales y de clase en grado muchísimo mayor que los demás medios de comunicación. Libros y periódicos se segregan según áreas y lectores. Sólo gente bien instruida puede leer libros serios, y el estilo de The New York Times sólo puede atraer a quienes disfruten de cierto nivel de instrucción y recursos. La radio empieza a echar abajo esta segregación del conocimiento, pero la televisión llega mucho más lejos. Hay programas que atraen a auditorios más selectos y que sólo éstos ven, pero en la medida en que la televisión busca el mínimo común denominador y lo encuentra, los norteamericanos, como grupo, son expuestos a los mismos temas y de la misma manera.

La televisión rebasa asimismo las lindes regionales en lo que respecta a recuperación de información. Las mismas voces, los mismos acentos y el mismo estilo de vida llegan a las áreas rurales de Arkansas con igual facilidad que al Upper East Side de Manhattan. Hubo, época en la que un joven procedente del campo o de una población pequeña experimentaba un auténtico choque cultural al ingresar en una selecta escuela superior del Este o sencillamente en una universidad estatal importante, percibiendo por vez primera diferentes estilos de vida. La brecha cultural entre el medio norteamericano rural, el de las poblaciones pequeñas y el de las zonas metropolitanas de los Estados Unidos, se ha angostado considerablemente.

Los efectos de los nuevos estilos metropolitanos creados en Nueva York o Los Angeles se difunden hoy mucho más rápidamente que en otros tiempos.

Este proceso se inicia pronto, en la infancia. Como señala el profesor de comunicación Joshua Meyrowitz [véase Facetas 82], las culturas en que el conocimiento depende de la capacidad de leer requieren bastante preparación antes de que sea posible penetrar en muchos de los secretos de la vida adulta. La televisión ha derribado esta barrera. Los niños pueden ver programas de televisión-y lo hacen-que tratan del comportamiento de los padres "entre bastidores" y que les dan a conocer temas que de otra suerte no encontrarían hasta mucho después en la vida. Los niños pequeños son sometidos a los noticieros casi a diario. La mayor parte de los llamados programas familiares se ocupan de asuntos con los cuales no habrían estado familiarizados los niños de hace 25 años. Todo esto ha desempeñado un papel importante, a más de otros factores, en el debilitamiento de los vínculos tradicionales de la iglesia, el grupo étnico y el vecindario. La televisión ha contribuido a la movilidad social y geográfica en los Estados Unidos tanto como la revolución en los transportes, en parte por haber permitido a los norteamericanos sentirse igualmente a sus anchas en Oklahoma, la ciudad de Nueva York; o Dallas. Ha homogeneizado la cultura norteamericana y la ha nacionalizado.

Es imposible comprender la revolución que se dio en los valores y actitudes norteamericanos en los años 60 y 70 sin tener en cuenta la influencia de la televisión sobre la vida norteamericana, incluyendo su supresión de viejas barreras y su debilitamiento de viejos nexos. En los años 20, la nueva ética terapéutica de la autorrealización sólo alcanzaba a impregnar un segmento reducido de la clase media alta metropolitana de los Estados Unidos. Llegados los años 70, la mayoría de los nacionales la aceptaban rápidamente. No es sorprendente que pocos se den cuenta cabal de cuán rápido ha sido el ritmo del cambio. Los acontecimientos de los 60, incluyendo la veloz pérdida de fe en las instituciones norteamericanas y la legitimación de modos de vida otrora desviados, no hubieran podido darse en una era sin televisión.

Los Estados Unidos se han convertido en una cultura sin delimitaciones firmes. Los vínculos primordiales de los norteamericanos, hacia la familia, la localidad, la iglesia y el comportamiento tenido por apropiado, se han desgastado y los norteamericanos han perdido su "sentido de lugar", según lo plantea Meyrowitz. No sólo a ellos les ocurre. Tal experiencia es crecientemente compartida por europeos occidentales, japoneses y acaso hasta rusos, aunque de seguro la televisión no es el único factor que interviene. La revolución es real, y nueva la época en que vivimos.

Hoy la realidad pública es tal que conocemos y cultivamos estrechas e intensas relaciones con figuras públicas de todo género, aparte de aquellas personas con quienes vivimos y trabajamos, en una medida muy superior a la de otros tiempos. Las estrellas de la televisión, desde los locutores hasta los intérpretes de rock o los políticos, se han vuelto amistades seudoíntimas.

El impacto de la televisión sobre la sustancia de la política ha sido cuando menos tan grande como su impacto en nuestra vida personal. El contemplar acontecimientos políticos, las expresiones de los rostros y los movimientos de manos y ojos durante una entrevista, añade una dimensión concreta a las figuras políticas, así como acaso reduzca los elementos abstractos del mensaje trasmitido. Los políticos que sudan ante la televisión (como Richard Nixon en los debates de los años 60 con John Kennedy) pierden puntos.

Políticos y otras personas son atrapados exhibiendo en escena un comportamiento que en otras épocas sólo se habría dado entre bastidores, derribando con ello la barrera entre ambos terrenos. En lo impreso, por ejemplo, los políticos y otros están en condiciones de formular cuidadosamente sus pensamientos. Disimulan sus dudas, su fastidio, sus prejuicios, al presentar declaraciones públicas. En la era de la televisión esto resulta mucho más difícil, especialmente en ocasiones de crisis. Como la televisión está en todas partes, todos tenemos creciente acceso al comportamiento reservado. Los norteamericanos-y no sólo ellos-anhelan grandes guías. Con todo, su ambivalencia hacia la autoridad es tal que asimismo disfrutan con las debilidades de dichos dirigentes. La televisión satisface inevitablemente este segundo deseo. Al hacerlo, disminuye la posibilidad de generar grandes líderes.

La revolución televisiva ha afectado a periódicos y revistas. En parte los ha obligado a orientarse hacia el reportaje profundo, del tipo que la televisión maneja con efectividad mucho menor. Por otra parte, la revolución en los medios de comunicación ha fomentado este modo de informar, parcialmente por razones de competencia, y en parte porque la televisión ha creado una nueva atmósfera, en pos de los mismos efectos dramáticos fuera de escena que la televisión logra. Vietnam y Watergate pueden haber contribuido al desarrollo de una prensa adversaria, pero también influyeron los supuestos alterados del personal de los medios en cuanto a lo que constituye las noticias y al modo de tratar a las figuras políticos. Fue el reportaje de televisión, también, el que hizo a los periodistas apreciar que podían hacer las noticias aparte de informar de ellas, por mucho que todavía abundan quienes continúan negando que esto esté a su alcance.

Durante los 60 y 70 la influencia de la televisión siguió creciendo. Limitada en un tiempo por necesidades de equipo en gran escala, el cambio tecnológico permitió crecientemente a la televisión cubrir el mundo entero al vuelo y trasmitir imágenes casi instantáneamente desde cualquier parte del globo o hacia él.

Con la ubicuidad de la televisión creció su credibilidad. Aprovechaba a los expertos y, a decir verdad, los creaba, definiéndolos como tales en emisiones de noticias y de pláticas. La televisión fue empleada por varios grupos, incluyendo terroristas, a fin de atraer la atención nacional e incluso mundial y de esta manera ganar influencia. Estuvo en condiciones de legitimar a los terroristas presentando acontecimientos desde su punto de vista. Una y otra vez estableció agendas definiendo distintas cuestiones como importantes. Aun llegó a establecer los parámetros merced a los cuales dichos puntos serían discutidos.

Paradójicamente, el advenimiento de la televisión incrementó la influencia de algunas pocas publicaciones impresas del este del país, como The New York Times, Time, Newsweek, The Washington Post y The Wall Street Journal. Con las fuentes de las noticias políticas concentradas cada vez más en Nueva York y Washington, y con el aumento en la cultura de los responsables de producir, dirigir y exponer las noticias, los periódicos y revistas clave de la Costa Este adquirieron entonces una renovada importancia.

La televisión nacionalizó y estandarizó las comunicaciones en un grado nunca antes alcanzado en los Estados Unidos. Los estilos y modas de Nueva York y Washingron se volvieron estilos y modas nacionales. Si The New York Times era leído por las elites de Nueva York y Washington y por aquellos que preparaban las noticias para las redes de televisión, también era leído en otras partes. Y aún si no fuese leído, los puntos que considerase importantes y su actitud hacia ellos se convertirían en bien común del país. Lo mismo ocurre con The Washington Post y otros medios masivos, que comparten con la televisión la posibilidad de establecer agendas y hasta influir intensamente sobre el marco en el cual son debatidas las cuestiones políticas y sociales.

Al mismo tiempo que crecían el papel y la influencia de los medios, la televisión en particular, cambiaba la naturaleza de la comunidad periodística, así como la relación entre los periodistas y los propietarios de los periódicos o medios de información de masas, aquellos que controlaban las redes de televisión. En los viejos tiempos, los periodistas, al igual que la mayoría de los norteamericanos, empezaban a trabajar después de graduarse en la escuela secundaria, si no es que antes. Si bien algunos periodistas y ejecutivos de publicaciones de primera procedían de ambientes de clase media alta, el periodismo era la mayoría de las veces una fuente de movilidad social para la juventud de la clase trabajadora y la clase media baja. Las simpatías generalmente demócratas de los reporteros de los años 30 eran en parte función de sus antecedentes de clase.

Después de la Segunda Guerra. Mundial el cuadro cambió. Más y más hombres y mujeres jóvenes de clase media alta empezaron a buscar trabajos en el periodismo y la televisión como medio de participar en carreras emocionantes y creativas, con impacto en la sociedad. Hoy, en comparación con los hombres de negocios, los periodistas que laboran para los principales medios de comunicación de la nación es mucho más probable que procedan de medios relativamente acomodados y que se hayan graduado en universidades selectas.

Los periodistas ocupan el filo cortante de la sociedad norteamericana, escasamente delimitada. Según lo demuestran muchos estudios, son tanto productos como creadores de la nueva cultura norteamericana o internacional. Sus perspectivas son liberales y cosmopolitas y, pese a denegaciones rituales, no desconocen la influencia que han adquirido. Su lealtad a la transmisión de noticias trasciende cada vez más las normas estrechamente definidas del interés nacional. Tienden asimismo a moverse sobre la superficie de los acontecimientos, y los juicios que presentan al público en la televisión o la prensa suelen basarse en un conocimiento somero de los asuntos de que se ocupan. Fueron educados en universidades escogidas pero no son sabios, y sus carreras tienden a desalentar la actividad sabia.

Los periodistas aprenden leyendo periódicos y revistas y-lo cual es más importante-hurgando para averiguar las ideas de aquellos a quienes entrevistan, hasta adquirir cierta sutileza superficial a las cuestiones que el país enfrenta. Esto es en parte cuestión de temperamento y elección y explica por qué son periodistas y no expertos, pero es asimismo consecuencia de su trabajo. Al laborar bajo rígidos programas y estar obligados a vérselas con un grave asunto tras otro, carecen de tiempo para investigar a fondo el material. No obstante, un escepticismo subyacente hacia las instituciones y la autoridad tradicionales y hacia los grupos tradicionales los impulsa casi instintivamente a dar mayor crédito a ciertos grupos e individuos que a otros. Es probable que confíen más en mujeres que sean dirigentes feministas que en las mujeres opuestas a la agenda feminista, o que hagan caso a los científicos que apoyan las causas ecologistas antes que a los científicos que se muestran escépticos al respecto, aunque estos últimos sean más representativos del consenso en la comunidad científica.

A pesar de cierto escepticismo hacia los académicos y los estilos de la academia, los periodistas educados en universidades selectas propenden mucho más que sus correlatos de la anterior generación a dirigirse a los académicos y otros intelectuales para conocer sus puntos de vista. De este modo, los intelectuales son ahora invitados a entrevistas televisadas acerca de sus libros, los medios nacionales de comunicación reseñan libros más serios y hay profesores que escriben artículos de opinión para varias publicaciones. En cierto sentido, los medios nacionales han puesto a los intelectuales mucho más en el centro del escenario norteamericano que en otros tiempos. La otra cara de la moneda es que muchos intelectuales, académicos o no, conforman y divulgan sus obras con el fin de obtener atención de los medios. La televisión y la prensa nacional han creado, de hecho, una nueva fuente de adelanto social y académico para los intelectuales. Los artículos y reseñas en las revistas profesionales se han vuelto menos importantes como determinantes de a quién se le otorgan cargos o subsidios en comparación con tiempos anteriores. Un porcentaje del público mucho mayor que antes lee acerca de la ciencia y las ciencias sociales y participa en decisiones políticas fundándose en dichas disciplinas.

La influencia incrementada de los medios nacionales y la naturaleza y punto de vista cambiantes de los periodistas se han acompañado de una modificación en la estructura del poder de los principales medios. Muchos editores siguen siendo bastante conservadores, especialmente en las provincias. A decir verdad, tal como lo señala el crítico de medios de comunicación Ben Bagdikian, en la nación hay más periódicos que apoyan a los candidatos republicanos que a los demócratas. Sin embargo, el poder de los editores ya no es el de hace 40 años. La mayor parte de los estudios indican que, con algunas excepciones, los editores y hasta los redactores aflojan ahora más las riendas a los reporteros, y también éstos sienten que esto ocurre.

La influencia de los anunciantes sobre el contenido tanto de los periódicos como de la televisión ha declinado. Los anunciantes se dieron cuenta creciente de que no podían ni debían intentar influir sobre el contenido de las noticias reportadas. A fin de vender sus productos, deben hoy dirigirse a las publicaciones accesibles a los públicos que desean alcanzar. Incluso durante los años 60 muchos llegaron a anunciarse en publicaciones contraculturales hostiles a la comunidad de los negocios, perdieron también control sobre la programación de televisión. En los primeros días de la televisión, las agencias y patrocinadores publicitarios decidían a veces gran parte del contenido de los programas de televisión y hasta llegaban a producirlos.

Al concluir la primera década, el control sobre los programas se había desplazado hacia las redes mismas y hoy por hoy, como señaló Bob Shanks en The Cold Fire, "los anunciantes tienen que aprovechar la televisión en las condiciones que se les ofrezcan, ya que la televisión es el más poderoso vehículo jamás inventado. . . Como me decía un publicista: 'Es mejor una mala televisión que ninguna'".

Editores y anunciantes no fueron los únicos desconcertados. Incluso los redactores hallaron que ya no podían controlar a su personal tanto como lo hubiesen deseado. Los brillantes, jóvenes y bien instruidos reporteros veían las cosas de cierta manera e insistían en pintarlas como las veían. En conjunto, los reporteros propendían más a considerar las cosas con una visión liberal y cosmopolita. Esta tendencia se inició en los años 50 y alcanzó el apogeo en los 60 y 70. En los 80, redactores y ejecutivos empezaban a recuperar algún control sobre el contenido de las noticias, pero tampoco mucho.

La comunidad artística de la televisión es también liberal y cosmopolita por su necesidad de capturar y conservar auditorios, para expresar plenamente impulsos que muevan al país en dirección progresista. No obstante, la programación de la televisión se ha tornado, en conjunto, más escéptica ante los estilos tradicionales y más inclinada a modos más nuevos de pensar. La mayor parte de los negociantes que aparecen en la televisión figuran como chillados o pillos, y la gran masa de teatro televisado que se ocupa de temas socialmente pertinentes se caracteriza por orientaciones cuando menos moderadamente liberales.

Si bien es posible encontrar numerosas continuidades con el pasado, la naturaleza y el papel de los medios de comunicación en la vida norteamericana han cambiado rotundamente en los últimos 30 años. Este cambio, constituye una revolución, si no es que una serie de revoluciones. Ha contribuido a cambiar los valores y percepciones de los norteamericanos, así como a alterar el funcionamiento de instituciones esenciales, de maneras fundamentales. Para bien o para mal, esta revolución continua.