Florescano, Enrique
"Mitos mexicanos"
Ed. Aguilar, México 1995


El macho y el machismo
Manuel Fernández Perera

La figura prototípica del macho -no su genitor patriarcal, incuestionable y, casi por tanto, no sujeto a caracterología- es bastante reciente, aun considerando el brote ya antiguo del clásico Don Juan de Tirso de Molina, o su versión frívola y galante de la Ilustración y el Romanticismo. No son recientes, en cambio, sus rasgos distintivos y su papel central en todas las culturas del planeta, prácticamente desde milenios atrás (tal vez algún evolucionista al uso ubicaría al machismo en el meollo reptiliano del órgano cerebral). Sin embargo, mientras el macho fue impune -más aún, venerado, temido y obedecido ciegamente- y campeón por su estricto dominio, el mundo entero, no tuvo tal denominación. Así pues, el mito del macho es una creación moderna, una elaboración contemporánea que se proyecta hacia atrás en la historia, pero imposible de rastrear más allá de nuestro siglo: la mayoría de las luchas "feministas" de fines del siglo XIX fueron, en efecto, libertarias, pero no contaron con el espantajo del macho que sí se dio en nuestra época.

Habra que señalar, por principio de cuentas, que como con todos los prototipos cuajados en el añadido de leyendas, trazos esquemáticos, lugares comunes y dichos, la figura mítica del macho -añádase si se quiere el específico de "mexicano,"- es una creación social y una imagen colectiva. Y está anclada preponderantemente en los mecanismos de la dominación, la sujeción, la imposición y el avasallamiento tanto personal como social, porque es a todas luces evidente que las mujeres no son las únicas víctimas del machismo. Su manifestación más aparatosa es el patrón de comportamiento incivilizado.

Habría que añadir que la sujeción del género femenino por parte del masculino no es exclusivo de ninguna cultura, ni mucho menos de la especie humana Estamos entonces frente a un fenómeno de carácter universal y ancestral (aclaro: no el mito del macho sino la preponderancia del hombre en los ámbitos de la fuerza y el poder). Pero también habría que señalar enseguida que esto no implica una suerte de resignación determinista, sino el simple reconocimiento e identificación de su probable sustento en el resabio. Esto es, por una parte, una superioridad de la fuerza física (en la absoluta mayoría de los casos) y, por otra, su manifestación en el conjunto de los comportamientos y pautas de conducta heredados por la reproducción cultural.

Por asombroso que parezca, nunca antes como en la actualidad se había hecho tanta alharaca del mito del macho, precisamente cuando ya se le hinca el diente para desmembrarlo. Nuestra época, que ha ejercido la crítica y el análisis de este fenómeno, es la que más lo ha articulado en su intento, vano efectivo, de desarticulación.

El imperio ancestral del hombre siempre ha tenido manifestaciones culturales y representaciones dirigidas al despliegue social y a la consolidación de su poder. Cetros, coronas, tronos, altares, espadas, relámpagos, flechas, atavíos, y sus correspondientes en el terreno de los epítetos, invocaciones, formulismos; el culto al cuerpo, la fuerza física y la guerra, y todo tipo de ceremoniales, conformaron el gran aparato simbólico de la masculinidad y sus emblemas del poder. Sólo quedan vestigios remotísimos de cultos centrados en imágenes femeninas y el testimonio contundente de su suplantación absoluta y definitiva por la figura masculina, que asumió la preponderancia desde la religión hasta el comercio, desde el control político hasta la autoridad doméstica. Nuestro particular sistema. heredero del paterfamilias romano y el patriarca semítico -sus dos más evidentes cimientos, junto con el acusado masculinismo de las culturas indígenas-, ha reproducido hasta la actualidad esa hegemonía prácticamente sin rupturas aunque no sin descalabros.

En la Edad Moderna, y más concretamente desde la Ilustración, se ha ido minando de modo progresivo esa supremacía con el aliento, por otra parte, de la participación y la presencia pública de la otra mitad (y un poquito más) de la especie: la muier (y en fechas muy recientes, de las llamadas "minorías sexuales' como actores protagónicos). Se ha tratado, en lo fundamental, de la crítica consistente del poder político concentrado en una solo persona y de su creciente atribución a otros cuerpos sociales: la burguesía, el campesinado, el proletariado, el pueblo, las mesas, por medio del Estado y de instituciones políticas representativas. Un amplio y vasto movimiento de alcances universales que de ninguna manera podría ser reducido a la mera cuestión del género, aunque lo ha implicado sin duda, y que se ha multiplicado en incontables luchas libertarias con honda repercusión en las representaciones colectivas, el imaginario social, los estilos de vida y las culturas que las han asumido -por supuesto, transformándolas.

El mito moderno del macho podría tomarse como un producto secundario de la tendencia caracterológica introducida por los estudios psicológicos; sería contrapartida de la tipología de la mujer histérica, la clasificación de las perversiones, la sexualidad infantil y otros patrones de conducta que se fueron fraguando poco a poco desde el siglo XVIII y que alcanzaron su consumación en las teorías de Sigmund Freud y otros psiquiatras. Tendría equivalentes en otros intentos de fijar y reglamentar con criterios pretendidamente científicos las patologías, perturbaciones, desviaciones, traumas, complejos y otras manifestaciones tipificadas como anormales o aberrantes. Esto es, los meandros de la psique, antes patrimonio exclusivo de las regiones y las doctrinas espirituales que la llamaban "alma" o "espíritu".

Nuestro siglo fue particularmente pródigo en este tipo de análisis -no pocas veces imbuidos de férvida imaginación y desatada fantasía-, que en sus afanes de aguda observación y disección a ultranza llegaron a generar postulados tan traídos de los pelos como el que vislumbraba la latente homosexualidad del donjuán, o su fatídica desgracia trahumante al no poder encontrar plena satisfacción con una sola mujer, y muchas otras patrañas más que llegaron a calar en la opinión general y a volverse lugares comunes, integrándose al mito (En lengua española, algunos trabajos del Dr. Gregorio Marañón sobre cuestiones sexuales y del uranismo, a partir del Corydon de André Gide, fueron sonados y parecieron bastante atrevidos alrededor de los años veinte.)

El mito contemporáneo del macho es un evidente resultado de toda esta carga ancestral tan atropelladamente expuesta hasta aquí. Y el del macho mexicano tiene una acreditada genealogía en las figuras masculinas del poder a lo largo de la historia, que bastaría con enumerar: los señores de la guerra y las castas gobernantes indígenas, los conquistadores, los encomenderos, los colonizadores, la organización y todos los representantes de la Iglesia católica, los gachupines, los criollos, los caciques (también los indios), los terratenientes, los capataces, la organización y todos los representantes del ejército, la clase del poder económico y político y los padres de familia, entre los más conspicnos. Esta permanente presencia autoritaria masculina es testimonio de un legado y un eje de transmisión que no puede ser desconocido, sobre todo porque continúa imperando en el nervio social mayoritario.

La cultura contemporánea se ha encargado de dar al mito del macho sus más prototípicas representaciones, patrones de conducta, atributos imprescindibles y demás alardes de su configuración. Tal vez los más socorridos y reconocibles se encuentren en el cine, aunque desde el principio lindaron con la caricatura. Trátese del remedo de sheik o de gaucho castigador encarnado por Rodolfo Valentino en las películas mudas que impresionaron al público en las primeras décadas del siglo; trátese entre nosotros, y sin mucha proporción guardada, del alicaído burlador de Santa. Pero sobre todo esa fanfarronada, ese fantoche, ese gracioso de comedia con atuendo dizque campirano que es el charro cantor.

Todo es ya en este último caso pura teatralidad, impostación, falsete. A pesar del éxito popular, de la adopción de la figura por el público y de su permanencia apuntalada en la concomitante mitología nacional, no es posible tomar nada en serio: es ya puro mito en vías de disolución, sin continuidad posible; un amasijo de latiguillos, gracejadas, gestos y desplantes "bravíos" representados en un escenográfico medio rural que aderezan las canciones y que la fotografía vuelve despotismo de la patria. El personaje es el conglomerado de sus ademanes desafiantes, la reiteración nominalista ("Yo soy Fulano de Tal que es su padre"), el afán de superioridad, la presunción de nunca pero nunca "rajarse" (en todas sus acepciones), un infatigable procesador de alcohol, el encanto infalible de su voz atenorada y el pregón de su oriundez: un señorito, un playboy de campo avant la lettre. Compárese este fetiche con la recia figura patriarcal, más cercana a lo decimonónico, que caracterizó en muchas películas Fernando Soler, para darse una idea de las distancias no sólo en cuanto a verdadera vena dramática sino, sobre todo, por lo que toca a las representaciones de la masculinidad.

No asombra en absoluto que al paso de una o dos generaciones quedara pulverizado este mito nacional del macho, que rebasó fronteras y se transplantó al sur de América, donde todavía son famosos los valentones mexicanos. Era un macho de papel... maché, como el Latin lover o el gigoló a la italiana. Tan fue así, que a la vuelta de otras dos o tres generaciones ya pareció entrañable y aun capaz de ser rescatado para jugar con (re)elaboraciones del mexicanismo de calendario o con escarceos de pretendida posmodernidad. Pero ya había tenido su abrupta caída, junto con la del cine, luego del desgaste natural de la comedia ranchera y la suplantación del charro por el galán urbano en los años sesenta (el remedo de remedo que encarnó Mauricio Garcés o el "Gordolfo Gelatino" de Los Polivoces y Mauricio Kleiff). De modo que el mito del macho mexicano fue bastante fugaz, aunque despierte y siga sintiéndose el rey al final de las borracheras.

No todo puede reducirse, por supuesto, a estas burdas y célebres representaciones del mito, que fueron ante todo productos de la industria cinematográfica para el consumo popular. El macho y el machismo tienen su cara oculta y siniestra, vigente aún en los más amplios sectores de la sociedad mexicana. El autoritarismo, la violencia física y moral, la hegemonía laboral aun en los más altos estratos, la supremacía en la familia y en muchos otros ámbitos, siguen siendo patrimonio del hombre, que ejerce su autoridad con las pautas impuestas del machismo. Y aún perviven y conservan su aura prestigiosa las supuestas virtudes viriles y la caracterología del macho. En lo fundamental, el ejercicio prácticamente exclusivo (y bastante atrabiliario) del poder para los hombres continúa siendo uno de los aspectos distintivos de la continuidad de su imperio.

Desde los años sesenta, pero más aún desde los setenta, se ha dado un continuo y creciente embate al machismo a través de distintos medios y en varios, que no múltiples ni mayoritarios, sectores. En él han tenido papel indiscutible y efectivo, naturalmente, las más interesadas y afectadas, las mujeres; pero no sólo ellas. El mito del macho mexicano ha tenido su transformación y ha ingresado (¿de manera definitiva?) en el terreno del desprestigio, así éste parezca en muchos casos meramente declarativo.

Pero los embates críticos al machismo y a su cargo de prejuicios e intolerancias -la actual y relativa capa caída del personaje prototípico- no han implicado, ni mucho menos, la desaparición del atavismo, tan integrado en el cuerpo social. En este punto no dejarían de escucharse las voces de los defensores del cambio gradual, sostenido par la vía educativa, ni las consignas radicales que demandan la aplicación urgente de medidas, generalmente coercitivas. En lo coloquial, el macho ha pasado a recibir los apelativos de "machín" y "machirrín", que emplean incluso los mismos designados, con una mezcla de ironía y cinismo (añádase la adopción general de un nuevo término no generado pero sí muy difundido por la televisión, el de "mandilón", y trácese la curva de una caída estrepitosa).

En no pocas ocasiones, en muchas referencias, como lugar común, se oye o se lee que México "es el país del machismo". Esta temeraria afirmación tiene su fundamento y justificación en el insistente grito mexicano de las borracheras, las canciones y las películas, porque en efecto resulta imposible encontrar en otras latitudes una equivalencia de esta afición mexicana de proclamar a los cuatro vientos cuán macho se es. Esta evidente compensación vicaria de la pesadumbre, la miseria, el sojuzgamiento, la impotencia... se vuelve representación y despliegue bravucón, característicos del machismo mexicano. Pero no puede conferir carta de exclusividad. Desconocer el machismo manifiesto en muchos otros pueblos y países, además de ser una crasa ignorancia, los priva, machistamente. de su derecho a ejercerlo cabalmente.