Florescano, Enrique
"Mitos mexicanos"
Ed. Aguilar, México 1995
El guerrillero
Carlos Montemayor
Las ideologías dominantes del siglo XX nos han hecho olvidar la dimensión que el guerrillero ha tenido en México.
Quizás nunca pensó el guerrillero mexicano que enfrentaría un combate desigual, como todos sus combates, contra el abigarramiento ideológico de este fin de siglo. Por la adversión exacerbada ante todo lo que pareciera marxista, comunista, socialista, castrista o maoista, se redujo a menudo al guerrillero a un segundo, aunque polémico plano, de la vida social y política de México. El primer plano lo ocupa la contundencia de los contingentes militares o paramilitares, la versión oficial de los funcionarios públicos en turno y los análisis, cuando los hay, de grandes intelectuales que los derrotan con la lucidez de una ideología contraria o que los justifican con la pasión de una ideología compartida. Cada uno de estos actores políticos ha dejado su imprenta en la imagen del guerrillero y un breve repaso de esta facetas nos ayudaría a enlistar los rasgos no de lo que es el guerrillero, sine de lo que han deseado que sea.
Ante todo, los militares, políticos e intelectuales de nuestro tiempo han logrado convencer a muchos mexicanos de que el guerrillero es producto de una ideología y no de una realidad social represiva y que, por tanto, sólo han aparecido en nuestro siglo a partir de la lectura oportuna o tardía (según el analista que lo impugne o lo elogie) de libros que lo radicalizaron.
No hay duda en el siglo XX de esta carga ideológica del guerrillero. Sin su lucha, sin su estrategia, los movimientos libertarios en el mundo hubieran sido imposibles. El guerrillero es una piedra angular en la gran revolución China que se sacudió la barbarie oriental y occidental. Es fundamental en el Vietnam que se liberó de la barbarie norteamericana. Lo fue en las luchas libertarias de Africa. Lo fue en las luchas libertarias de América Latina desde el río Bravo haste la Patagonia. Lo fue en la España franquista. En Italia. En Irlanda. En Palestina. En Corea. En Argelia. En todos los continentes del siglo XX el guerrillero fue un llamado a la libertad, al cambio social para una vida más justa, más humana, más digna. Algunos de esos guerrilleros se prepararon militar e ideológicamente en Corea, China, la Unión Soviética, Francia; con veteranos argelinos o egipcios, y en Cuba, Nicaragua o El Salvador.
Es decir, el guerrillero del siglo XX es un fenómeno internacional. El guerrillero fue un trabajador militar y político que en muchos sitios se propuso el cambio social del mundo. El guerrillero mexicano se preparó también en muchos centros y combatió en Cuba, en Perú, en Nicaragua, en El Salvador, en Colombia, en Venezuela, en México. Su aliento libertario no se fortalecía por sus resultados, por el destino gloriosamente alcanzado o terriblemente frustrado de su empeño; su fuerza residió en el despertar hacia una libertad por la que luchó y fue derrotado, mutilado, torturado, encarcelado o asesinado.
Este carácter internacionalista del guerrillero del siglo XX tuvo como contrapartida una respuesta militar que también rebasó fronteras y soberanías simuladas o reales. En esta lucha varios ejércitos sobresalieron desmedidamente: el norteamericano en el mundo; en nuestro continente, el brasileño, el argentino, el guatemalteco. No quiero disminuir la importancia de otros ejércitos como el francés, el inglés, el español, el italiano, el alemán, el chileno, el israelí, en su momento el soviético y, por supuesto, el mexicano.
Las guerrillas urbanas de tipo nacionalista o de radicales marxistas en Europa y en América Latina provocaron una estrategia contraguerrillera letal para los núcleos insurrectos. Y las guerrillas nacionalistas, campesinas o indígenas provocaron una estrategia antiguerrillera letal para la población civil, no sólo para los núcleos guerrilleros. Ambos casos los hemos vivido en México. Y es indudable que la más cruenta de las respuestas militares se ha dada al sofocar las guerrillas campesinas o indígenas, como intenté mostrarlo en la novela Guerra en el paraíso. La barbarie, el asalto a poblaciones enteras, el arrasamiento de territorios, de rancherías o de pequeñas comunidades, ha sido la respuesta ominosa que los ejércitos y los gobiernos han dado a las insurrecciones libertarias. Es decir, a la labor de masas o al convencimiento de comarcas enteras que apoyan la insurrección guerrillera, la respuesta militar opuso el arrasamiento de pueblos, el cerco asfixiante para el traslado de víveres, medicinas y personas, y la violación indiscriminada de derechos humanos. Es la secuela que tras los guerrilleros han dejado los ejércitos de todo el mundo, desde el norteamericano, que los encabezó en Vietnam, hasta el nuestro, que lo hizo por última vez en Guerrero. Por última vez, porque todos deseamos, incluso quizás el ejército mismo, que no vuelva a suceder en Chiapas.
La polarización ideológica de este siglo nos ha llevado a olvidar que el guerrillero en México ha sido tradicionalmente campesino, que forma parte o responde a las insurrecciones indígenas o campesinas, y que no proviene de una influencia ideológica determinada, sino que más bien canaliza, a través de una ideología dominante en ese momento, la conciencia profunda de insurrección, de libertad, de dignidad, que su comarca padece o vive. La religión fue la ideología aparente en Tomochic y los mayas de la Guerra de Castas en el siglo pasado y de los cristeros en este siglo. Pero la tierra ha sido el eje persistente en todos los casos, desde los zapatistas de Morelos en 1910, hasta los zapatistas de Chiapas en 1994.
Las guerrillas campesinas e indígenas no pueden explicarse por un influjo solamente ideológico y no pueden sofocarse por la aniquilación solamente del núcleo armado. Detrás del nucleo guerrillero hay centenares o millares de niños, de ancianos, de hombres y mujeres silenciosamente cómplices o activamente proveedores de información, alimento, rutas, ropa, armas, medicinas, correspondencia.
Levantamientos armados populares y fundamentalmente campesinos no aparecen de la noche a la mañana, no tienen un brote súbito o repentino. Y esta circunstancia de larga incubación de los movimientos los hace también resistentes a una represión fulminante. No siempre los levantamientos armados campesinos ponen en riesgo a la sociedad en su conjunto, es cierto, pero poseen una gran resistencia que a lo largo de siglos se ha mostrado como uno de sus rasgos distintivos.
La estructura indígena familiar de los campesinos mexicanos es muy sencilla y al mismo tiempo muy compleja. Son redes profundas de comunicación, de organización social y económica a lo largo de montañas, ríos y selvas. Es imposible que pasen inadvertidos grupos o individuos ajenos a las zonas. Las montañas y las selvas tienen más ojos que las ciudades. Por ello, es imposible que se establezca un grupo de adiestramiento militar y de acopio de armas en la clandestinidad absoluta. La guerrilla campesina e indígena crece bajo el silencio cómplice de la región entera. Un puñado de hombres armados no podría sobrevivir sin el apoyo de esta red familiar de las zonas indígenas. Los núcleos armadas o con preparación militar no son sino la punta de un iceberg. Los extensos y complejos lazos familiares penetran poblados y rancherías con un sistema de comunicación que al ejército le es imposible descifrar o anticipar sin recurrir al arrasamiento indiscriminado. Este soporte indígena y camprsino del guerrillero mexicano es el que los ejércitos se proponen desactivar de inmediato. Y es el rasgo que la oficialidad política en turno, sobre todo tratándose de administraciones revolucionarias, populistas o neoliberales, se niegan a aceptar, poque esto implica, reconocer que su poder no está validado popularmente.
El discurso oficial de gobernantes y el de intelectuales que ven afectado su prestigio por el desacomodo que la insurrección guerrillera provoca en sus tesis generales o personalísimas sobre el país, tiende a una descalificación que insiste en la delincuencia común o en el delirio anacrónico de ideologías superadas. Políticos e intelectuales sienten al guerrillero como un agresor de sus dominios. La incapacidad de reconocer que la insurrección es regional, popular o indígena, o provocada por la represión, la ceguera y la corrupción de cúpulas de poder, convierte a los guerrilleros en héroes y en bandidos. De esta discrepancia esencial proviene quizás la simpatía popular por el guerrillero y la imagen incesante de delincuente con que tiene que enfrentarse al ejército y después a la historia oficial. Es decir, esa discrepancia lo obliga, incluso en el campo histórico, a seguir actuando como guerrillero, como un insurrecto entre los papeles oficiales de la historia y del establishmento político.
El guerrillero es el delincuente común, el gavillero. Y para aniquilarlo se requiere arrasar con comarcas enteras y con cientos o millares de civiles que lo apoyan, lo encubren, lo sostienen al menos con el silencio. Ese criminal es el culpable oficial de la insurrección misma y el pueblo alzado en armas es su víctima. Así ha ocurrido en guerrillas indígenas, campesinas o nacionalistas desde el siglo XV hasta enero de 1994. Ese criminal es derrotado y tarde o temprano delatado y aniquilado. Y por su constancia, por su rigor popular, por su vanamente negada vinculación con las comarcas de las sierras, es indestructible ante las sucesivas versiones oficiales de México.
No siempre reparamos en que los guerrilleros surgen en las montañas. No siempre recordamos que hacia las montañas se repliegan los pueblos explotados y reprimidos. Nuestros indios, nuestros pueblos miserables, buscan las montañas. Ahí se concentra, se despliega la miseria nuestra. Ahí se incuban, en esa violencia social que son la miseria y la represión, los que esgrimirán la violencia armada como respuesta y bandera, como coraje y ansia de libertad. Ahí se resguardan los guerrilleros mexicanos. Ahí se resguardaron Vicente Guerrero, Juan Alvarez, Francisco Villa, Lucio Cabañas, Arturo Gámiz, Pablo Gómez. Ahí surgieron los combatientes de Tomochic. Y entre los pueblos indígenas y campesinos surgieron los valerosos, nítidos guerrilleros mayas de la Guerra de Castas, los Cristeros, los cañeros de Rubén Jaramillo; los zapatistas de los altos de Chiapas. Antes y después de 1994, México ha tenido y seguirá teniendo la insurrección guerrillera como la expresión natural, social, política, indígena, agraria, que nos avisa que debemos cambiar o que no somos aún lo que debemos ser. En cada momento los guerrilleros exigen de la sociedad entera un cambio. Y lo consiguen, a veces después de muertos, a pesar de todo. Las insurrecciones guerrilleras campesinas son una constante que no acaba aún y que siempre recomienza.
Ahora es Chiapas y nosotros. Ahora es nuestro turno de entenderlo.