Lynch, John.
Las revoluciones hispanoamericanas.
Editorial Ariel.
Barcelona 1976.
El Balance
No todos los frutos de la victoria fueron dulces. La independencia fue una gran fuerza libertadora, pero la liberación podía ser usada tanto para ,bien como para mal. Al final, con profundo pesimismo, Bolívar tenía sus dudas: &laqno;Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de lo demás». Las naciones no se podían edificar en el curso de una sola generación. Era un logro suficiente ganarle la libertad a España, destruir aunque no crear. Pero había nuevos factores que favorecían un más positivo concepto de nación. La guerra revolucionaria era en sí una noble causa, en la cual los ejércitos insurgentes combatieron en gloriosas batallas, y el pueblo tuvo que hacer grandes sacrificios aunque de mala gana. Los hispanoamericanos tenían ahora su propio pasado, su propio honor militar, sus propios mitos revolucionarios. Se vieron obligados, además, a entrar en relaciones con otros estados, en Europa y en América, un proceso que los haría más conscientes de su propia identidad y más expuestos a las rivalidades nacionales. Algunos de los nuevos estados-Uruguay y Bolivia-encontraron su verdadera identidad precisamente en conflicto con sus vecinos americanos.
Los símbolos y el lenguaje del nacionalismo adquieron una nueva urgencia. En el Río de la Plata, la derrota de los invasores británicos en 1807 fue celebrada como una victoria argentina en el poema de Vicente López y Planes, &laqno;El triunfo argentino», que anticipó el uso del nombre de Argentina, un nombre ya consagrado en el uso local pero carente de connotaciones &laqno;coloniales». El Telégrafo Mercantil Propagó aún más la palabra, refiriéndose con frecuencia a las &laqno;ninfas argentinas», a Los &laqno;sabios e ilustres argentinos», y a la &laqno;capital de la Argentina». Los líderes porteños exultaron en la revolución de 1810 y pronto la coronaron con símbolos nacionales. Belgrano observaba &laqno;Bien puede tener nuestra libertad todos los enemigos que quiera, bien puede experimentar todos los contrastes, en verdad nos son necesarios para formar nuestro carácter nacional». El propio Belgra no diseñó la bandera azul y blanca de Argentina. López y Planes escribió la &laqno;Marcha patriótica» con música de Bias Parera, que en 1813 fue adoptada como himno nacional. 121 fue sólo uno del grupo de poetas y escritores-todos ellos tristemente escasos de talento- cuyos temas eran casi exclusivamente patrióticos. Cantaban a los héroes de la independencia, las victorias sobre los tiranos españoles, la grandeza de Argentina. Cuando se completó la independencia estas efusiones fueron coleccionadas y publicadas por las autoridades en un volumen titulado La lira argentina (1824), un gesto de esperanza en un momento en que la nación estaba amenazada, en el mejor de los casos por el federalismo extremo, en el peor por la completa anarquía
El nacionalismo mexicano, anticipado por la euforia intelectual del último período colonial, avanzó un paso más durante las guerras revolucionarias. Lucas Alamán escribió: &laqno;Independencia es una inclinación natural y noble en las naciones como en los individuos [...] mucho más cuando se presenta un porvenir lisonjero y se ofrecen a la vista grandes e incalculables ventejas». En los primeros días de la revolución, nacionalistas mexicanos como Morelos utilizaban el término &laqno;americano» para describir a su país, y se referían a sí mismos como &laqno;americanos», &laqno;la nación americana», &laqno;los ejércitos americanos». Apropiarse el nombre entero-como los Estados Unidos hicieron más decididamente-no era negar sino afirmar la nacionalidad. Como observaba Alamán: &laqno;Era muy común entre los mexicanos hablar de toda la América cuando se trataba de México, fuese por jactancia, o porque siendo México una parte tan principal de América, se creía que ésta había de seguir su ejemplo en todo. [... ] Todo esto prueba la idea exageradísima que los mexicanos se hacían de la importancia de su país».
¿Hasta qué punto los americanos consiguieron la independencia económica? El nacionalismo económico, la hostilidad a la penetración extranjera, el resentimiento ante los controles externos, estos ingredientes tardíos del nacionalismo latinoamericano estaban casi completamente ausentes de las actitudes de entonces. Mientras las nuevas naciones rechazaban el monopolio español, daban la bienvenida a los extranjeros que eran partidarios de la libre competencia y que aportaban el tan necesitado capital, los productos manufacturados y las especializaciones empresariales. América Latina era positivamente deferente hacia Gran Bretaña. Bolívar escribió: &laqno;La alianza con la Gran Bretaña es una victoria en política más grande que la de Ayacucho, y si la realizamos, diga Vd. que nuestra dicha es eterna. Es incalculable la cadena de bienes que va a caer sobre Colombia si nos ligamos con la Señora del Universo». Estas opiniones estaban llenas de interés particular y traicionaban la ansiedad de los jóvenes y débiles estados por encontrar un protector-un protector liberal- contra la Santa Alianza. En general, los dirigentes latinoamericanos sobreestimaban hasta qué punto sus países necesitaban protección: en realidad, las potencias de Europa no tenían ni los medios ni la voluntad de intervenir militarmente en las Américas. La doctrina Monroe, proclamada por primera vez en 1823, tuvo sólo escasa relevancia en aquel tiempo. Significaba poco para los latineamericanos y desde luego no iba dirigida principalmente a ellos: fue una declaración unilateral de los Estados Unidos, advirtiendo a los europeos contra las incursiones en las Américas, fuera para colonizar de nuevo o para recolonizar a los nuevos estados. Los Estados Unidos posteriormente no hicieron nada para llevar a la práctica la doctrina, a menos que sus propios intereses estuvieran en juego. Gran Bretaña también intentó alardear de protectora de los nuevos estados, sin más justificaciones pero con más éxito. Los latinoamericanos continuaban viendo al poderío naval británico y su potencia comercial como la mejor prenda de su seguridad. Y estaban dispuestos a invitar a una mayor penetración británica en sus países, hasta un punto que no sería tolerado por las generaciones venideras. &laqno;Yo he vendido aquí [el Perú] las minas por dos millones y medio de pesos, y aun creo sacar mucho más de otros arbitrios, y he indicado al gobierno del Perú que venda en Inglaterra todas sus minas, todas sus tierras y propiedades y todos los demás arbitrios del gobierno, por su deuda nacional, que no baja de veinte millones.» Éste no era el lenguaje del nacionalismo moderno. Pero ¿qué significaba? ¿Tenían los nuevos estados una elección realista entre autarquía y dependencia, entre desarrollo y subdesarrollo?
Las guerras de independencia fueron destructivas para vidas y propiedades; el terror y la inseguridad provocaron, además, la huida de mano de obra y capitales, lo que hizo más difícil organizar la recuperación y aún más diversificar la economía. Los principales propietarios de capital-Iglesia y comerciantes-tenían poco interés en invertir en la industria en la ausencia de un mercado fuerte y protegido. Era más fácil permitir que las manufacturas afluyeran al mercado y prácticamente destruyeran la producción nacional. Y detrás de las manufacturas británicas llegaron banqueros, comerciantes y armadores británicos que venían a llenar el vacío empresarial dejado por España. Los hechos son indiscutiibles pero están abiertos a la distorsión. Los intereses extranjeros no podían controlar completamente a las economías nacionales. Aunque podían dominar la totalidad del comercio al por mayor en puertos o capitales, normalmente no podían llevar a cabo el comercio al detalle o apropiarse de los negocios del interior. Además, los británicos y otros comerciantes extranjeros no eran un grupo interno de poder, como Rivadavia aprendió a sus expensas en Argentina: no podían crear o sostener gobiernos y no podían dictar la política nacional.
La política la hacían los nuevos líderes y los grupos económicos nacionales. Éstos intentaban edificar sus particulares intereses dentro de una nueva metrópoli y reducir a las otras regiones o provincias a una especie de dependencia colonial. Capitales o puertos como el de Buenos Aires intentaron de este modo monopolizar los frutos de la independencia, interponiéndose como una fuerza controladora entre el comercio nacional y el de ultramar. Las subregiones tuvieron que insistir en la autonomía económica para protegerse a sí mismas; Uruguay y Paraguay optaron por la completa independencia; las provincias del interior de Argentina eligieron la vía del federalismo. En México, la industria textil artesanal tuvo menos éxito en protegerse contra los comerciantes de la capital que preferían importar las manufacturas británicas; la industria colombiana sufrió un destino similar. Las economía nacionales, por tanto, estaban divididas originariamente por rivalidades internas, por conflictos entre el centro y las regiones, entre el libre comercio y la protección, entre agricultores que buscaban mercados de exportación y los que favorecían a la industria o a la minería, entre los partidarios de las importaciones baratas y los defensores de los productos nacionales. En general los promotores de las exportaciones primarias y de las importaciones baratas ganaron la competición, y los británicos permanecieron a la expectativa para aproveoharse.
Pero en último análisis las posibilidades del desarrollo de las economías nacionales fracasaron ante la estructura social de los nuevos estados. La polarización de la sociedad latinoamericana en dos sectores, una privilegiada minoría que monopolizaba las tierras y los cargos públicos, y una masa de campesinos y obreros, sobrevivió a la independencia y continuó con gran ímpetu. Sin duda el subdesarrollo inmovilizó estas sociedades y prolongó su estancamiento. Posiblemente el crecimiento económico hubiera elevado los niveles de vida del pueblo y creado a una clase media nativa. Pero la rigidez social y los falsos valores sociales fueron a la vez la causa y el resultado del retraso económico. ¡Muchos terratenientes consideraban a sus propiedades como una inversión más social que económica, y su principal actividad económica era el consumo ostentoso. Incluso aunque el nivel de consumo de los grupos con rentas elevadas hubiera podido ser reducido, no había ninguna garantía de que los ahorros fueran a invertirse en la industria. En cuanto a los campesinos, eran víctimas de una grotesca desigualdad, y constituían un inevitable obstáculo para el desarrollo. Sin una reforma agraria no había posibilidades de elevar los niveles de vida de la gran masa del pueblo, y sin ésta no había posibilidades de desarrollo industrial. El sector agrario había dado tan sólo un paso con respecto a una economía esclavista. Unos campesinos que vivían al nível de subsistencia no podían ser consumidores de manufacturas; y los trabajadores urbanos gastaban demasiado en alimentos como para que les quedara algo para los artículos de consumo. En estas circunstancias no había un mercado de masas para la industria nacional: Latinoamérica compraba productos importados o se quedaba sin artículos de consumo. Mientras tanto, las nuevas naciones se hundían en las clásicas economías de exportación, produciendo materias primas,para el mercado mundial, explotando los recursos primitivos de la zona: tierra y mano de obra.
La institución económica básica, pues, era la hacienda, una organización relativamente ineficaz, que producía para el consumo nacional o para exportar al mercado mundial, absorbiendo demasiadas tierras y demasiado poco capital, y que se basaba en la mano de obra barata, temporera o servil. Pero la hacienda cumplía algo más que una función económica. Era una organización social y política, un media de control, base de la oligarquía dominante. La independencia fortaleció la hacienda. Mientras el estado colonial y sus instituciones se hundían, las haciendas se hacían más poderosas; en medio de la inseguridad de la revolución y de la guerra civil permanecieron firmes, como un bastión de sus propietarios, un refugio para muchos habitantes. Creció también a expensas de la Iglesia, continuando el proceso iniciado en 1767 cuando las vastas y altamente comerciales fincas de los jesuitas fueron rematadas a precios ridículamente bajos a los hacendados vecinos y a los nuevos terratenientes. El precedente no fue olvidado en los nuevos regímenes. Aunque la Iglesia en conjunto seguía siendo demasiado poderosa como para ser despojada, algunas instituciones eclesiásticas eran más vulnerables: las tierras de la Inquisición y de las órdenes religiosas fueron a veces confiscadas y vendidas a los compradores en cómodos plazos. Y los hacendados, apoyados por gobiernos complacientes, a veces se las arreglaban para liberarse de las hipotecas eclesiásticas sobre sus propiedades. Los terratenientes formaban la nueva clase dominante, prevaleciendo sobre los antiguos sectores coloniales de las minas, el comercio y la burocracia. Las ambiciones políticas de la nueva élite fueron aplacadas por los cargos públicos y la representación; y para satisfacer sus necesidades económicas estaban ya dispuestos a tratar con los extranjeros, y obtener de las naciones más desarrolladas del hemisferio septentrional el crédito, los mercados y las importaciones de lujo que la propia América Latina no podía proporcionar.
Aunque los hacendados no carecían de instintos nacionalistas -¿no era Rosas un nacionalista argentino?-, la hacienda era un obstáculo para el crecimiento de un estado nacional fuerte, una de las muchas bases rivales de poder y de fidelidades que desafiaban a las instituciones centrales. Los caudillos locales, los privilegios corporativos, los separatismos regionales o el federalismo, cada uno de estos reductos de poder sectario correspondía a un debilitamiento del desarrollo nacional. Los hacendados eran poderosos caciques locales que a menudo gobernaban sus distritos mediante decisiones personales. Y, en materias tales como el trabajo y la política social, su decisión era habitualmente la concluyente.
El nuevo nacionalismo estaba casi por entero desprovisto de contenido social. Las masas populares tenían escasa devoción por las naciones en las que vivían; durante las guerras estaban sujetas al alistamiento forzoso y posteriormente a un estrecho control. La ausencia de cohesión social hacía que idealistas como Bolívar desesperaran de crear naciones viables. Los esclavos negros, y los peones vinculados que los sucedieron, recibieron muy pocuo de los beneficios de la independencia, y tenían escasas razones para albergar un sentido de la identidad nacional. También la población India permaneció indiferente a la nacionalidad. Los indios no se integraron en las nuevas naciones. Como surgieron de la colonia, eran gente aislada y hasta cierto punto protegida, que mantenía estrechas relaciones con la hacienda o con la comunidad India, no con el estado. La estructura colonial de castas, de la cual formaban parte, no sobrevivió a las guerras de independencia, puesto que la sociedad de castas generaba tensiones entre sus componetes que amenazaban con destruir el orden tradicional en un holocausto de violencia sociorracial. Los criollos estaban obsesionados por el espectro de las guerras de castas. Y hasta cierto punto la cronología de sus conversiones a la independencia dependía de dos factores: la fuerza de la agitación popular y la capacidad del gobierno colonial de controlarla. En México y en Perú, donde las autoridades virreinales tuvieron la fuerza y los medios suficientes para gobernar de modo efectivo, los criollos no desertaron del amparo del gobierno imperial. Pero cuando se pensaba que el gobierno colonial era débil y la explosión social inminente-como en el norte de Sudamérica-la obsesión de los criollos por la ley y el orden y su ansiedad por mantener intacta la estructura social Los persuadió a luchar por el poder desde muy pronto. En cualquier caso, la revolución popular dio una nueva dimensión a la revolución, que motivó en los criollos momentos cercanos al pánico. Había, pues, una conexión causal entre el radicalismo de las masas y el conservadurismo de la independencia. Hispanoamérica conservó su herencia colonial, no porque las masas fueran indiferentes a la revolución criolla, sino porque eran una amenaza para alla. Durante las guerras de independencia las revueltas populares, aunque no tuvieron éxito, amenazaron lo bastante a los criollos como para compelerles a controlar más estrechamente la revolución; tuvieron que mantener a raya el resentimiento de los indios y la ambición de los pardos y de los mestizos. Y después de las guerras intentaron aliviar la tensión que había en la estructura social mediante la abolición del sistema de castas -al menos en la ley-y crear una sociedad de clases, mitigando a la vez la situación y manteniendo su predominio social y económico.
Los indios, sin embargo, permanecieron como un pueblo aparte, ignorados por los conservadores y hostilizados por los liberales. Estos últimos consideraban a los indios como un impedimento para el desarrollo nacional, y creían que su autonomía e identidad corporativa debía ser destruida para obligarlos a entrar en la nación a través de la dependencia política y la participación econórnica. El liberalismo doctrinario fue el responsable de muchos de los irreparables daños sufridos por la sociedad india en el siglo XIX. Los patriotas peruanos proclamaban: &laqno;Nobles hijos del sol [...] vosotros indios, sois el primer objeto de nuestros cuidados. Nos acordamos de lo que habéis padecido, y trabajamos por haceros felices en el día. Vais a ser nobles, instruidos, propietarios». La promesa final era la más siniestra. La legislación en Perú, Nueva Granada y México intentó destruir las entidades comunales y corporativas para movilizar las tierras y fondos de los indios y forzarlos a abandonar el estatuto especial que tenían en una sociedad de laissez-faire. Esto suponía la división de las tierras comunales indias entre los propietarios individuales, teóricamente entre los propios indios, en la práctica entre sus poderosos vecinos blancos. La política liberal no integró a los indios en la nación; los aisló todavía más en su desesperada pobreza, que tenía como única salida la rebelión ciega e inútil. No todos los frutos de la revolución fueron dulces y compartidos.
El sistema político de los nuevos estados representaba la determinación criolla de controlar a indios y negros, la fuerza rural de trabajo, y contener a las castas, la más ambiciosa de las clases bajas. Esto también se reflejó inevitablemente en las divisiones económicas y en los intereses regionales. ¿Cuáles eran las instituciones más apropiadas para llevar a cabo estas tareas? Los conservadores y los liberales, productos de la misma élite, tenían respuestas diferentes, aunque no firmemente diferentes. Un conservador colombiano señaló la irritante suficiencia de los liberales: &laqno;Ellos solos dicen verdad, ellos solos son hombres honrados, ellos solos son patriotas. Los que no se pertenecen son falsarios, traidores, absolutistas». Pero concedía que al menos los liberales tenían una doctrina coherente, mientras que los conservadores representaban sólo grupos personales. La distinción no era enteramente válida. Es verdad que los liberales tenían una política: defendían el gobierno constitucional, las libertades humanas básicas, el laíssez-faire economico, la oposición a los privilegios eclesiásticos y militares. Pero un conservador como Lucas Alamán, en México, tenía también sus principlos, basando su apoyo a la Iglesia y a las instituciones sociales tradicionales en un profundo escepticismo respecto a la perfectibilidad humana, una firme creencia en la ley y el orden, y un vívido recuerdo del terror y de la anarquía del año de 1810. Hasta cierto punto, liberalismo y conservadurismo representaban intereses diferentes, los grupos urbanos contra los rurales, los valores empresariales contra los aristocráticos, la provincia contra la capital. Pero el alineamiento en estos intereses a veces se disolvía, dejando un residuo de ideas y convicciones como principal factor de división. Y siempte había un elemento de oportunismo. En teoría los liberales eran favorables al federalismo, suponiéndolo una forma de gobierno descentralizada y democrática, mientras que los conservadores pedían un ejecutivo fuerte y un control central. Pero, cuando se les presentó la oportunidad, los liberales impusieron el liberalismo mediante instituciones centralizadas en un régimen unitario, como propugnaron Rivadavia y Sarmiento en la Argentina. Y para mantener su control sobre las provincias particulares, o por si acaso se veían &laqno;fuera» del poder, cabía la posibilidad de que los conservadores se convirtieron en federalistas. El federalismo, pues, no era necesariamente una fuerza &laqno;progresiva». También solía ser una forma de gobierno costosa. La proliferación de gobiernos y de legislaturas estatales era un medio por el cual las clases dominantes controlaban los cargos públicos y los favores políticos en sus regiones y creaban empleos y sinecuras para sí mismas. Con su crecimiento, las clases burocráticas, federales y provinciales, se convirtieron en intolerables parásitos de los nuevos estados; como lamentaba Bolívar, &laqno;no hay pueblo, por pequeño que sea, que no tenga un juez de derecho y otros empleados absolutamente inútiles; no hay ciudad, por insignificante que sea, que no tenga una corte de justicia y mil otros tribunales que devoran las pocas rentas del estado». Además, los nuevos estados tenían gastos desconocidos en el gobierno colonial. Los congresistas, los jueces, los ministros, los diplomáticos tenían que recibir sus salarios, había que financiar nuevas escuelas, hospitales y rudimentarios servicios sociales, aparte de los ingresos que los borócratas, hijos o clientes de la clase dominante, consideraban como su justa parte del botín.
Uno de los principales gastos era el presupuesto militar. El tamaño y el costo de los ejércitos sobrepasaban de toda proporción con sus funciones, particularmente después de que las últimas bases españolas habían sido eliminadas; porque era necesario poco discernimiento para percatarse de que los invasores europeos tendrían escasas posibilidades de sobrevivir en una América Latina independiente. De este modo, en los nuevos estados había lo que en la práctica podían considerarse como ejércitos de ocupación, cuya función principal era el bienestar de sus miembros. Licenciarlos era difícil porque era caro. En la inmediata postguerra el ejército colombiano estaba compuesto por un número que oscilaba entre los veinticinco y los treinta mil hombres, y su presupuesto representaba las tres cuartas partes de los gastos totales del gobierno de Santander. Los ejércitos republicanos eran instituciones relativamente democráticas: aunque la aristocracia criolla monopolizaba los altos mandos, hombres de origen humilde e incluso pardos podían hacer carrera en los cuadros medios del ejército. Pero los salarios eran escasos y casi siempre se pagaban con retraso; los resultados inevitables eran las deserciones, los amotinamientos, el pillaje y la delincuencia general. Lejos de proporcionar la ley y el orden, el ejército era a menudo la causa primera de la violencia y la anarquía. Según un informe de Venezuela, &laqno;dado el empobrecido estado del Tesoro, las tropas han estado sin pagas durante mucho tiempo, el resultado de lo cual se ha empezado a manifestar ya en la deserción de casi todas las acuarteladas en Valencia, marchando los soldados insatisfechos hacia las llanuras del Apure, cometiendo toda clase de depredaciones y de irregularidades». Los grandes ejércitos libertadores y sus sucesores, pues, eran vistos por los civiles con mezcla de sentimientos. Los liberales eran positivamente hostiles a los ejércitos fijos, prefiriendo las milicias estatales; e intentaron varios ardides para alejar la amenaza de los militares, prohibiendo la unión de los mandos civil y militar, subordinando el ejército al gobierno civil, y sobre todo aboliendo el fuero militar. Pero los militares se agarraban a su fuero como un remanente vital de privilegio, en un tiempo en que las perspectivas económicas eran pobres. Al contrario de otros grupos de poder, los hacendados y la Iglesia, los militares no tenían una fuente independiente de ingresos. Por lo tanto, se sentían tentados a dominar el estado y controlar la distriboción de los recursos. Latinoamérica se convirtió en el prístino hogar de los golpes y de los caudillos.
El caudillo era un jefe militar. Nació del perenne y universal instinto humano en tiempo de guerras de conceder poderes absolutos a un hombre fuerte, un solo ejecutivo que pueda reclutar tropas y requisar los recursos. El régimen colonial se mantenía con un mínimo de sanción militar. Pero el movimiento de independencia fue una guerra, en algunas regiones una larga guerra, y las guerras crean a los guerreros. El papel preponderante de los soldados, en un tiempo en que las instituciones civiles se están desintegrando, significa que los soldados no sólo combaten en las batallas sino que dominan la política. La revolución americana, pues, engendró el militarismo y produjo la personificación del militarismo, el caudillo. Porque la revolución introdujo una característica desconocida para la anónima burocracia del régimen colonial: el personalismo, la lealtad a un individuo. Los ejércitos revolucionarios no eran ejércitos profesionales, ni tampoco los caudillos eran necesariamente soldados profesionales; los ejércitos surgieron como un informal sistema de obediencia de varios intereses, que los caudillos representaban y podían reunir. El militarismo luego fue perpetuado por los conflictos de la postguerra, entre unitarios y federales en Argentina, entre estados vecinos como Colombia y Perú, y entre México y los Estados Unidos en el norte.
Aunque originariamente el caudillo era un jefe militar, también respondía a los grupos civiles de presión de varias clases. En algunos casos representaba a una élite vinculada por el parentesco; éste fue el papel de Martín Güemes, que era creación de un grupo de poderosos estancieros en Salta, formado y controlado por ellos, y que no poseía ningún poder personal al margen de esa estructura de parentesco. Mas por lo común los caudillos simplemente representaban intereses regionales. A veces eran poco más que los que estaban &laqno;fuera» combatiendo con los que estaban &laqno;dentro». Pero, de modo característico, en Argentina, el caudillo defendía los intereses económicos regionales contra la política del centro. A su vez, como el centro habitualmente utilizaba la fuerza, las regiones podían encomendar su defensa a un fuerte guerrero local. Algunos caudillos-Quiroga, &laqno;el tigre de los llanos», era uno de ellos-adquirieron su posición política como delegados del centro más que como representantes de su propio pueblo. Pero había una fácil transición desde la autoridad delegada al liderazgo local. Y muchos caudillos-Venezuela, al igual que Argentina, proporciona ejemplos-fueron locales, hasta que se convirtieron en nacionales, federales hasta que se convirtieron en unitarios. A escala nacional, un golpe afortunado podía dar recompensas espectaculares.
Llegados a este punto, surge otra imagen del caudillo: el candillo como
benefactor, como distribuidor de clientela. La independencia proporcionó
a los criollos lo que habían largamente ambicionado: el acceso a
los cargos públicos. Este particular fruto de la independencia se
les subió a la cabeza y se atiborraron sin pensar en sus consecuencias.
Bolívar consideraba a los nuevos barócratas como parásitos
que estaban devorando a la revolución antes de que se hubiera completado,
utililizando el gobierno como un servicio para su bienestar. No había
administración civil, ni exámenes de conpetencia, y por supuesto
escasa seguridad; porque los nombramientos se llevaban a cabo de acuerdo
con un sistema de reparto, los gobiernos entrantes reemplazaban a los antiguos
funcionarios por sus propios clientes. El caudillismo, personalista como
era, se ajustó enseguida a ese papel. Los caudillos podían
atraer a una necesaria clientela prometiendo a sus seguidores cargos públicos
y otras recompensas cuando llegaran al poder. Y los clientes se vinculaban
al posible patrón en la esperanza de ser preferidos una vez que éste
hubiera llegado a la cumbre. Era considerado como mucho más seguro
aceptar una promesa personal de un caudillo que una anónima garantía
de una institución, fuera legislativa o ejecutiva. De este modo las
necesidades mutuas de patrón y clientela fueron uno de los sostenes
del caudillismo en los nuevos estados. Pero la recompensa más preciada
era la tierra, y un caudillo no era nada si no podía conseguir y
distribuir tierra. A pesar del espúreo populismo asumido por algunos
caudillos, éstos no eran reformadores. Rosas era un demagogo que
se identificaba con los gauchos primitivos para dominarlos y explotarlos.
Esto lo hizo despiadadamente, viendo en ellos tan sólo a peones o
conscriptos. La principal recompensa de la revolución, la tierra,
fue reservada para sus partidarios de élite. Sarmiento lo entendía
así cuando preguntaba:
¿Quién era Rosas? Un propietario de tierras.
¿Qué acumuló? Tierras.
¿Qué dio a sus sostenedores? Tierras.
¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios?
Tierras.
El caudillismo perpetuó el latifundismo.
La desorganización de la economía, debida a las guerras revolucionarias y al subsiguiente subdesarrollo, dejó un gran excedente de desempleados que se alistaban en los ejércitos de los caudillos, lo que les daba la ilusión de una participación. Pero la relación precisa entre caudillismo y subdesarrollo es oscura. Los caudillos se dieron en regiones dominadas por las haciendas, donde provincias enteras eran propiedad de unas pocas familias, donde los grandes propietarios, cuya fuerza residía en sus fincas y en sus dependientes, se disputaban el poder. El ambiente social, la actividad económica, la mentalidad de la hacienda, todo destilaba autoridad, obediencia y valores señoriales. Incluso en el supuesto de que el caudillo no fuera en realidad uno de los grandes terratenientes, incluso si procedía de los márgenes del complejo rural, debía continuar en contacto con el sistema y utilizar las relaciones sociales establecidas para juntar poder y reclutar su propia clientela. Como, bajo el impacto de la revolución y de la guerra civil, el estado creció débil y la hacienda fuerte, los hacendados consiguieron una posición en la que no sólo controlaban el estado sino que eran el estado. En la época de los caudillos, la mayor parte de las repúblicas hispanoamericanas parecían poco más que aglomeraciones de haciendas.
El caudillismo reflejaba la debilidad de las instituciones republicanas,
que ni tranquilizaban ni convencían, y que no podían de modo
inmediato cubrir la brecha dejada por el colapso del gobierno colonial.
Pero el ascenso y caída de los caudillos, el frecuente cambio de
presidentes, los repetidos golpes, la suspensión de las constituciones,
el constante clamor político, enmascaraban la estabilidad básica
y el aguante de las sociedades en la postindependencia, que hacían
de América Latina uno de los lugares menos revolucionarios del mundo.
Porque éstos eran cambios superficiales, luchas por el poder que
se celebraban dentro de la propia clase dominante, conflictos de facciones
que no tenían nada de revolucionarios, y que no afectaban a las masas
populares. La independencia fue una fuerza poderosa pero finita, que se
abatió sobre Hispancamérica como una gran tormenta, barriendo
los vínculos con España y la fábrica del gobierno colonial,
pero dejando intactas las profundamente arraigadas bases de la sociedad
colonial. Los campesinos mexicanos decían que era el mismo fraile
en diversa mula, una revolución política en la cual una clase
dominante desplazaba a otra. La independencia política era sólo
el principio. América Latina seguía esperando-todavía
espera-revoluciones en su estructura social y en la organización
económica, sin las cuales su independencia seguirá siendo
incompleta y sus necesidades permanecerán insatisfechas.
Personajes principales:
ABASCAL Y SOUSA, José Fernando de (1743-1821). Virrey del Perú en los años de crisis 1806-1816; defensor incondicional del imperio, enemigo tanto del español como de la independencia americana.
ALAMÁN, Lucas (1792-1853). Estadista e historiador mexicano; hijo de una adinerada familia de propietarios de minas en Guanajuato; simpatizante de los valores y de la estructura social españoles pero partidario de la independencia política en 1821; su conservadurismo estaba atemperado por un gran interés en el desarrollo económico.
ALVEAR, Carlos de (1789-1852). Oficial argentino en el ejército español que volvió de Europa al mismo tiempo que San Martín para servir a la causa de la independencia, primeramente como militar, luego como supremo dictador en 1815; exiliado en Brasil.
ALZAGA, Martín de (1756-1812). Rico mercader español hecho a sí mismo en Buenos Aires; centro de la resistencia realista, al liberalizante virrey Liniers (1808-1809), luego al régimen independiente desde 1810; ejecutado por conspiración en 1812.
ARTIGAS, José Gervasio (1764-1850). Caudillo gaucho de la Banda Oriental, que dirigió el primer movimiento uruguayo de independencia contra España, Buenos Aires y Portugal; nacionalista, federalista extremo, y hasta cierto punto populista; derrotado por los invasores portugueses en 1820, pasó el resto de su vida en forzoso exilio en Paraguay.
BELGRANO, Manuel (1770-1820). Intelectual criollo que utilizó su posición como secretario del consulado de Buenos Aires (1794) para promover la causa del desarrollo económico del Río de la Plata; desempeñó un papel dirigente en la Revolución de Mayo y después como general de un ejército patriota, mandando las fracasadas expediciones a Paraguay (1810-1811) y al Alto Perú (1812-1813).
BOLÍVAR, Simón (1783-1830). El más grande de los libertadores; hijo de una rica familia venezolana, se educó en un ambiente ilustrado, viajó mucho, trascendió su clase e intereses nacionales y buscó la liberación de todos los pueblos y los países de la América española; fue personalmente responsable de la liberación de Venezuela, Nueva Granada, Quito y Perú; era un soldado de genio, un pensador político informado y sus generosos instintos liberales fueron gradualmente erosionados por la violencia y la anarquía de las nuevas sociedades y por la desintegración de los nuevos estados; murió de tuberculosis camino del exilio, desesperado de la capacidad de Hispanoamérica para la estabilidad y el progreso.
BOVES, José Tomás (1770-1814). Emigrado asturiano y aventurero, que se convirtió en caudillo realista en Venezuela oriental y dirigió a los llaneros en la violenta contrarrevolución de 1814, hasta su muerte en combate.
BUSTAMANTE, Carlos María de (1774-1848). Hombre de leyes, patriota e historiador mexicano de la revolución; sincero liberal, se unió a los insurgentes en 1812, y fue hecho prisionero durante la contrarrevolución; apoyó el movimiento de independencia de Iturbide en 1821 y después fue detenido por sus actividades parlamentarias.
CABALLERO Y GÓNGORA, Antonio (1723-1796). Eclesiástico español, obispo de Mérida (1775-1778), arzobispo de Bogotá (1778- 1779), virrey de Nueva Granada (1782-1789) y arzobispo de Córdoba (1790-1796); un conservador en asuntos de Iglesia y Estado que gobernó Nueva Granada con integridad pero exclusivamente en interés de España.
CALDAS, Francisco de (1770-1816). Erudito y patriota; dirigente de la Ilustración en Nueva Granada y partidario de la independencia; ejecutado durante la contrarrevolución española de 1816.
CANTERAC, José de (1787-1836). Jefe del estado mayor del ejército realista en Perú en los últimos años del dominio español.
CARLOS III (1716-1788). Rey ilustrado de España que presidió la reforma administrativa, económica y militar del imperio español y reforzó el control metropolitano.
CARLOS IV (1748-1819). Rey de España desde 1788 hasta su forzada abdicación de 1808; su ineptitud combinada con la influencia de su mujer María Luisa y de su favarito Manuel Godoy llevó al gobierno español a un gran descrédito, principalmente en Hispanoamérica.
CARRERA, José Miguel (1785-1821). Oficial hijo de una poderosa familia chilena que se unió al ejército revolucionario en Chile en 1810 y se convirtió en dictador militar (1811-1814); aunque luchó y huyó con O'Higgins en Rancagua, siempre fue un obstinado y conspirador enemigo del 1iberador chileno hasta su ejecución en 1821 en Argentina.
CASTELLI, Juan José (1764-1812). Hombre de leyes criollo que desempeñó un papel dirigente en la Revolución de Mayo en Buenos Aires como teórico y como activista; menos afortunado en la dirección de la expedición al Alto Perú de la cual valvió para ser juzgado y caer en desgracia.
COCHRANE, Thomas, décimo conde de Dundonald (1775-1860). Oficial naval británico, brillante pero difícil, alistado para mandar la Armada Chilena, que utilizó para limpiar el Pacífico del poder naval español, escoltando la expedición libertadora al Petú y aumentando su propia fortuna.
DORREGO, Manuel (1787-1828). Estadista argentino, después de servir militarmente a la causa revolucionaria en el Río de la Plata y exiliarse en Los Estados Unidos, se convirtió en gobernador provisional de Buenos Aires y, en 1827, en gobernador; federalista porteño, fue asesinado por los unitarios.
EGAÑA, Juan (1768-1836). Peruano de nacimiento, chileno por elección; precursor intelectual de la independencia y activista político desde 1810; conservador excéntrico, escritor prolífico y prolijo, principal autor de la impracticable constitución chilena de 1823
ELÍO, Francisco Xavier de (1766-1822). Gobernador español de Montevideo (1807-1809); organizó una junta ultraespañola en 1808 en oposic¦ón al virrey Liniers y a cualquier forma de liberalismo, en 1811 era un virrey sin virreinato, acosado por Artigas y Buenos Aires.
FERNANDO VII (1784-1833). Hijo de Carlos IV, a quien sucedió durante un breve tiempo en 1808 antes de ser forzado a abdicar en Napoleón; algunos de los primeros revolucionarios en Hispanoamérica declararon gobernar en nombre de Fernando VII pero pronto se quitó su máscara, especialmente después de la Restauración en 1814 cuando impuso un feroz despotismo e intentó recuperar sus posesiones americanas mediante la fuerza; odiado por los liberales, fue desaprobado por los conservadores cuando, en 1820-1823, fue forzado a aceptar el constitucionalismo, minando así los vestigios de realismo en América.
FRANCIA, José Gaspar Rodríguez de (1766-1840). Hombre de leyes paraguayo que apareció como el hombre fuerte de la independencia paraguaya; hostil a Buenos Aires, en reacción a cuyas exigencies cerró herméticamente Paraguay; implacable hacia españoles y criollos, paternalista hacia las masas indias, estableció el control estatal de la economía.
FREIRE, Ramón (1787-1851). Patriota y militar chileno que se convirtió en el dirigente de los liberales que se oponían a O'Higgins; director supremo (1823-1826), presidente (1827); su régimen, notable por la anarquía y la creciente resistencia conservadora, culminó en su derrota y exilio.
GÁLVEZ, José de (1729-1786). Administrador español, inspector general en Nueva España, ministro de las Indias, marqués de Sonora; reformista, entrechamente vinculado a la creación del sistema de intendencias y otros cambios imperiales.
GUADALUPE VICTORIA (Manuel Félix Fernández) (1789-1843). Revolucionario mexicano, uno de los pocos que mantuvo viva la causa de Hidalgo y Morelos; actuó clandestinamente durante la contrarrevolución; se unió al movimiento de independencia de Iturbide en 1821, sin convicción; presidente (1824-1829).
HIDALGO Y COSTILLA, Miguel (1753-1811). Revolucionario mexicano, cura de Dolores, hombre de ideas avanzadas que dirigió la primera revolución mexicana, una violenta protesta social en la cual las masas indias amenazaron tanto a los criollos como a los españoles, y provocó una contrarrevolución de las fuerzas de la ley y el orden; derrotado y ejecutado por las fuerzas criollas y españolas, pero considerado en México como el padre de la independencia.
HUMBOLDT, Alexander van (1769-1859). Científico y viajero alemán; sus observaciones en Venezuela, Cuba y México fueron minuciosamente recogidas en obras que continúan siendo las más iluminadoras fuentes de información y comentarios sobre el imperio español en los años en torno a 1800.
ITURBIDE, Agustín de (1783-1824). Militar y terrateniente mexicano que luchó junto a los realistas contra la revolución social de Hidalgo y de Morelos; cuando España volvió al llevó a México a la independencia (1821); su conservadurismo político y social se expresó en su forma de gobierno, un imperio con él como emperador; forzado por los republicanos a la abdicación y el exilio en 1823, intentó volver en 1824, y fue capturado y fusilado.
LA MAR, José de (1778-1830). Oficial criollo (nacido en Cuenca), primero al servicio de España, luego, habiendo entregado El Callao a San Martín, al servicio del Libertador (1821); Bolívar lo tenía en alta consideración, pero demostró ser hostil a la presencia colombiana en Perú; presidente del Perú (1827-1829).
LA SERNA, José de (1770-1831). Último virrey del Perú; comandante en jefe en Alto Perú y Perú; liberal, remplazó al virrey absolutista Pezuela en el golpe de enero de 1821; negoció con San Martín pero continuó siendo imperialista; derrotado en la batalla de Ayacucho, se rindió a los libertadores.
LAVALLEJA, Juan Antonio (1786-1853). Patriota y dirigente militar uruguayo que activó el segundo movimiento de independencia cuando dejó Buenos Aires por la Banda Oriental (l9 de abril de 1825) a la cabeza de una fuerza revolucionaria, los &laqno;treinta y tres orientales».
LINIERS, Santiago (1753-1810). Oficial naval francés del servicio colonial español, organizó una victoriosa resistencia de Buenos Aires contra los invasores británicos (1806-1807); virrey liberal (1807- 1809), parcial hacia los criollos, pero lo bastante realista como para ser fusilado por contrarrevolucionario en agosto de 1810.
LUNA PIZARRO, Francisco Javier de (1780-1855). Sacerdote y republicano peruano, no totalmente consistente en su actitud hacia la independencia, pero en general liberal en política, hostil a la intervención extranjera en Perú y al militarismo.
MARIÑO, Santiago (1788-1854). Dirigente patriota en Venezuela, el &laqno;libertador de oriente»; hostil a Bolívar, pero colaborador suyo al final y jefe de estado mayor en la batalla de Carabobo; poderoso militarista en el período de postindependencia.
MILLER, William (1795-1861). Oficial británico, capitán comisionado en el ejército de los Andes en octubre de 1817, teniente coronel en 1820 brigadier-general en 1823; destacado servicio militar en Perú seguido por su nombramiento de gobernador de Potosi (1825).
MIRANDA, Francisco de (1750-1816). Revolucionario y &laqno;precursor» venezolano que en su largo exilio en Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña buscó vanamente ayuda internacional para la liberación de la América Hispana; dirigió una abortada expedición a Venezuela en 1806; regresado en 1810 para trabajar junta con Balívar por la independencia; recibió poderes dictatoriales en abril de 1812 pero capituló ante los realistas en julio, por lo cual fue arrestado por los líderes revolucionarios y entregado al enemigo; murió en prisión en España.
MONEAGUDO, Bernardo de (1789-1825). Revolucionario argentino que abogaba por la dureza contra España y los españoles; estuvo con el ejército de San Martín en Chile y en Perú donde fue nombrado ministro de la guerra y luego de asuntos exteriores; estrechamente unido a la política de San Martín y a las propuestas de monarquía, pero impopular entre los peruanos y expulsado en julio de 1822; asesinado en Lima en 1825.
MONTEVERDE, Juan Domingo (1772-1823). Ofidal naval español que desde la Venezuela occidental dirigió las fuerzas realistas que derrotaron a la primera república; estableció un reino de terror y dictadura personal que deslució la causa española y al cual puso término la segunda república de Bolivar en 1813.
MORELOS, José María (1765-1815). Revolucionario mexicano, cura y guerrillero que tomó el mando de la primera revolución social después de la ejecución de Hidalgo; intentó salvar a la revolución de la anarquía y la violencia indiscriminada, y, sin abandonar los objetivos sociales radicales, ampliar su base política; los criollos no le respondieron y, después de una inicialmente brillante y después vacilante campaña militar, Morelos fue capturado y ejecutado; uno de los más inspirados, más radicales y más trágicos revolucionarios americanos.
MORENO, Mariano (1778-1811). Hombre de leyes y revolucionario criollo que desempeñó un papel dirigente en la política de la preindependencia y en la Revolución de Mayo; defendió la independencia absoluta y la dureza contra la contrarrevolución; director de la Gaceta de Buenos Aires; radical y unitario, dimitió de la junta de gobierno en diciembre de 1810 cuando fueron admitidos delegados del interior conservadores; aceptó una misión diplomática en Inglaterra pero murió durante el viaje en marzo de 1811.
MORILLO, Pablo (1778-1838). General español, veterano de Trafalgar y de la Guerra de Independencia; en 1815 mandó la expedición de los diez mil enviados por Fernando VII para aplastar a la revolución americana; tenaz soldado profesional, volvió a imponer vigorosamente el poder español en Venezuela y Nueva Granada; su despiadada política hacia los insurgentes fue contraproducente y no enteramente de su gusto; firmó un armisticio con Bolívar en noviembre de 1820 y aprovechó la oportunidad para volver a España.
NARIÑO, Antonio (1769-1822) Precursor y revolucionario colombiano; republicano liberal; preso y exiliado antes y durante la guerra de independencia; centralista en media de la anarquía federalista, fue nombrado presidente del Congreso de Cúcuta por Bolívar en 1821.
O'HIGGINS, Bernardo (1778-1842). Libertador chileno; hijo de Ambrosio O'Higgins, irlandés del servicio colonial español, y de madre chilena; educado en Inglaterra, donde fue influido por Miranda; ya convertido a la independencia en 1810 y en 1813 comandante en jefe patriota; después de la derrota de Rancagua (1814) se reunió con San Martín en Mendoza; su historial revolucionario fue debidamente recompensado cuando se convirtió en director supremo del Chile liberado; su régimen fue de ilustrado, pero su liberalismo radical y su falta de sentido político le hicieron vulnerable; forzado a abdicar en 1823, pasó el resto de su vida en Perú.
OLANETA, Pedro Antonio de (muerto en 1825). Comerciante español que se convirtió en general realista y tuvo el mando en el Alto Perú; absolutista, se opuso a la liberación americana y al español, y fue finalmente derrotado por Sucre, en 1825, muriendo en combate.
O'LEARY, Daniel Florence (1801-1854). Irlandés, alistado en 1817 al servicio de Venezuela, y desde la espectacular invasión de Nueva Granada cercano colaborador de Bolívar; en 1820 se convirtió en edecán del libertador, acompañándolo de allí en adelante en Venezuela, Quito, Perú, Alto Perú y Colombia; realizó misiones especiales en Chile, Bogotá, Venezuela y Antioquia; autor de unas Memorias, la más rica narración contemporánea de la revolución norteña.
PÁEZ, José Antonio (1790-1873). Caudillo venezolano, producto de los llanos y dirigente de los llaneros en la guerra de independencia; mantuvo difíciles relaciones con Bolívar, separó a Venezuela de la unión de la Gran Colombia, y se convirtió en primer presidente de aquel país (1830); fue uno de los más afortunados caudillos de la revolución, que partió de la nada y llegó a ser uno de los mayores terratenientes de Venezuela.
PEZUELA, Joaquín de la (1761-1830). General español que después de mandar la contrartevolución en el Alto Perú fue nombrado virrey del Perú en 1816; absolotista, entabló una batalla perdida tanto contra San Martín como contra los liberates que había en sus propias filas; fue depuesto por un golpe militar realista en enero de 1821.
PIAR, Manuel (1782-1817). Mulato venezolano, exitoso jefe revolucionario en Oriente; influyente entre la gente de color, que intentó movilizar contra Bolívar; ejecutado por el libertador por traición y como advertencia a los racialistas.
PORTALES, Diego (1793-1837). Negociante chileno convertido en político que captó las fuerzas del conservadutismo contra los liberales y la anarquía y fue el inspirador del gobierno conservador de 1830.
PUEYRREDÓN, Juan Martín de (1777-1850). Revolucionario y estadista argentino; nombrado director supremo por el Congreso de Tucumán (1816); prestó apoyo esencial a la expedición de San Martín a Chile.
PUMACAHUA, Mateo (1740-1815). Indio peruano, cacique, realista, que dirigió a sus seguidores contra la rebelión de Tupac Amaru y los subsiguientes disturbios; desilusionado, cambió de campo y se convirtió en jefe de la revolución del Cuzco de 1814, abandonado por los criollos y perseguido por los realistas, fue capturado y ejecutado.
RIVA AGUERO, José de la (1783-1858). Rico peruano con un larga historial de simpatía independentista y por un breve lapso presidente del Perú (1823), pero con poca capacidad militar o sentido político; ambigua actitud hacia la ayuda exterior y dispuesto a colaborar con España antes que con Bolívar.
RIVADAVIA, Bernardino (1780-1845). Revolucionario y estadista argentino, que puso en práctica una ilustrada reforma, primer durante el triunvirato de 1811-1812, luego como ministro en la administración de Rodríguez (1820-1823) y presidente (1826-1827); sus planes de desarrollo económico e intransigente política unitaria le enajenaron poderosos intereses y se vio forzado a dimitir en julio de 1827, pasando la mayor parte del resto de su vida en el exilio.
RIVERA, José Fructuoso (1790-1854). Caudillo uruguayo que combatió a las órdenes de Artiges, se sometió a la invasión brasileña, pero se unió a la revolución en 1825 y desempeñó un principalísimo papel militar en su éxito; primer presidente de Uruguay (1830).
ROSAS, Juan Manuel de (1793-1877). Caudillo argentino, terrateniente, y jefe de un ejército gaucho privado; federalista de Buenos Aires, se opuso al liberalismo y unitarismo de Rivadavia, y terminó con ambos cuando se convirtió en Gobernador de Buenos Aires (1829-1832); dictador (1835-1852).
ROZAS, Juan Martínez de (1759-1813). Revolucionario chileno, nacido en Mendoza; sus conexiones familiares y su carrera pública en Chile le proporcionaron gran influencia entre los criollos; independentista en 1810, miembro de la junta de gobierno (1810-1811), del Congreso (1811) y de la junta provincial de Concepción (1811-1812); exiliado en Mendoza en 1812, donde murió.
SAAVEDRA, Cornelio (1760-1828). Oficial argentino de la milicia que se destacó durante las invasiones británicas de 1806-1807 y proporcionó la fuerza militar que respaldó a la Revolución de Mayo de 1810; nombrado presidente de la junta de gobierno; demasiado conservador para Moreno y otros radicales, sufrió un eclipse temporal si bien fue nombrado jefe del estado mayor del ejército en 1816.
SALAS, Manuel de (1754-1841). Distinguido intelectual y educador chileno que procuró reformar y desarrollar la economía chilena; miembro de los congresos de 1811 y 1823; exiliado a Juan Fernández durante la contrarrevolución de 1814-1817.
SÁNCHEZ CARRIÓN, José (1787-1825).. Patriota y teórico peruano de la independencia; republicano liberal, fue ministro en la administración de Bolívar en 1824 y en el gobierno peruano en 1825.
SAN MARTíN, José de (1778-1850). Gran libertador, soldado y estadista; nacido en la remota Misiones (Argentina); después de servir en el ejército español volvió a Buenos Aires en 1812 para unirse a la revolución, que llevó desde Argentina a través de los Andes a Chile y por la costa pacífica hasta el Perú, una estrategia concebida y ejecutada por su genio militar; en Perú titubeó, buscando una solución política y calculando mal el deseo peruano de independencia; después de muchos desengaños dejó el campo libre a Bolívar (1822) y se retiró a Europa, donde terminó sus días.
SANTA ANNA, Antonio López de (1797-1876). Caudillo mexicano que dirigió una revuelta contra Iturbide en 1822, la primera de muchas intervenciones políticas oportunistas que lo llevaron a la presidencia y a la dictadura.
SANTA CRUZ, Andrés (1792-1865). Mestizo del Alto Perú que combatió por España antes de combatir por la independencia; luego sirvió a las órdenes de San Martín y Bolívar; presidente de Bolivia (18291839).
SANTANDER, Francisco de Paula (1792-1840). Patriota y general colombiano promovido por Bolívar; vicepresidente de la Gran Colombia (1821-1828), demostró gran talento administrativo e intransigente liberalismo; en los nivéles personales y políticos existió poca simpatía entre él y Bolívar y sus relaciones se deterioraron; en el exilio entre 1828-1832; presidente de Nueva Granada (1832-1837).
SUCRE, Antonio José de (1795-1830). Oficial venezolano, el más talentoso y devoto de los oficiales de Bolívar; después de servir en Venezuela y Nueva Granada alcanzó sus mayores poderes de liderazgo en Quito, Perú y Alto Perú; primer presidente de Bolivia (1826-1828), donde intentó establecer una administración ilustrada; asesinado al sur de Colombia por sus enemigos políticos.
TORRE TAGLE, Cuarto Marqués de (1779-1825). Aristócrata peruano, gobernador de Trujillo; se declaró partidario de San Martín y la independencia en 1820, pero fue un hombre políticamente dudoso e intentó subvertir la posición de Bolívar; volvió a la fidelidad realista y murió durante el asedio del Callao.
TORRES, Camilo (1766-1816). Precursor y revolucionario colombiano cuyo Memorial de agravios se convirtió en una clásica declaración de las injusticias coloniales; federalista, anti-Nariño pero pro-Bolívar; ejecutado durante la contrarrevolución.
TUPAC AMARU, o José Gabriel Condorcanqui (1740-1781). Indio peruano, cacique y revolucionario; dirigió una gran rebelión India contra la administración española (1780), y fue capturado y ejecutado en el Cuzco.