Castrejón Diez, Jaime
La política según los mexicanos
Ed. Oceano. pp:40-66.
México, 1995.



Cultura y hábitus

La evolución de nuestro hábitus

Hasta aquí hemos analizado a la cultura de manera amplia y hemos analizado algunos de los aspectos de su manifestación en la cultura política en general. Ahora incursionaremos en el comportamiento político del mexicano de manera más concreta a través de su hábitus y de la revisión de su conducta, desde las más remotas etapas de formación de la vida política nacional.

La aportación indígena

Mucho se ha mencionado la influencia indígena en el desarrollo cultural del país y, efectivamente, las culturas prehispánicas contribuyeron, a través del mestizaje, al desarrollo de la cultura nacional. Pero para el caso concreto de la cultura política y el comportamiento cívico del mexicano, su aportación fue mínima por la tradicional resistencia de los grupos indígenas a la integración cultural, pese a la gran variedad y riqueza de sus culturas. La colonia, con el poderío militar español y la evangelización ocasionaron una asimilación dramática, que fue de hecho un genocidio cultural, por medio del cual se establecieron nuevos valores y formas de vida que los indígenas acataron resignados. No obstante, hoy existen etnias que no han sido asimiladas, como es el caso de las chiapanecas, los tarahumaras en el norte, los saris y yaquis en el Pacífico y muchos otros que, al aislarse, no participaron en la formación de una nueva sociedad ni del hábitus del México actual.

En Papeles de Nueva España se relatan diversos ejemplos del sometimiento de los pueblos después de la caída de Tenochtitlan. Una escena recurrente nos muestra a Cortés arribando a algún pueblo-después de una visita previa de sus capitanes-en medio de un gran recibimiento del cacique, quien le ofrecía su sometimiento al rey de España. Tales actos, repetidos a lo largo del territorio, originaron actitudes y comportamientos políticos aún observables en indígenas y campesinos mexicanos. Los pueblos aceptaban al rey magnánimo-pero distante-y a su representante, el virrey,-no tan magnánimo, pero cercano-, y se rendían totalmente, con la esperanza de ser tratados sin crueldad, como vasallos y no como esclavos.

"Varios millones de indígenas mantienen todavía relaciones con el Estado mexicano como un simple continuador de la política de la conquista a la que han estado sujetos desde hace casi cuatrocientos cincuenta años, pues el sistema político central se sigue comportando como sojuzgador, más o menos benévolo, pero incapaz (como lo fue también la corona española, que formuló tantas y tan benévolas leyes, por otra parte ideales) de impedir la degradación, parálisis y desorganización políticas y culturales de esos grupos indígenas que siguen manteniendo su lucha secular por conservar la identidad social que da significado a sus vidas."

El orden colonial

No es posible intentar comprender la cultura política del mexicano sin conocer el complejo orden colonial-la estructura política de la Nueva España-, de donde parten muchas de las prácticas actuales.

Inesperadamente España poseía un imperio cuyo territorio era muchas veces mayor que la península misma, pero a una gran distancia de la metrópoli. El soberano español se encontraba muy lejos de su nuevo ¦mperio y sus disposiciones eran interpretadas y ordenadas por quienes ejercían el gobierno directo: el Consejo Real y Supremo de Indias, cuya función era administrar y nombrar a los funcionarios, y el virrey, representante del rey, que ocupaba el primer nivel de gobierno en la colonia.

Sin embargo, al tratar de estructurar la vida colonial, la corona se enfrentó a una realidad no prevista y muy peligrosa: el rol político principal lo desempeñaba el grupo de conquistadores, quienes habían establecido de hecho una forma de gobierno y poseían el poder real en el nuevo continente.

Los conquistadores habían tomado posesión del territorio en nombre de los reyes españoles; al mismo tiempo, establecieron su presencia y una primera organización muy diferente a la que teóricamente había impuesto la corona para administrar el nuevo territorio. Si bien estaban sujetos a España-mientras el reino español establecía los mecanismos de administración y de gobierno-, se habían dividido el territorio e iniciado expediciones exploratorias en las que continuaron sometiendo a los naturales. Paralelamente, impulsaban nuevas empresas que, en última instancia, reconformarían la realidad socioeconómica del continente, con la creación de un imperio sin sujeción: el económico. Una vez que se hubo establecido un sistema de gobierno, muchos de los exconquistadores se convirtieron en hacendados y ricos mineros, con suficiente poder para enfrentarse a un rey distante y a un virrey débil cercano.

La audiencia era la instancia de gobierno creada ad hoc para limitar el poder de Los conquistadores, a través del uso de la justicia y de las decisiones administrativas. Por esta razón los virreyes eran sometidos a un juicio de residencia al concluir su administración, en el que debían justificar el gasto oficial y responder al consejo de Indias por todas las denuncias en su contra enviadas desde la Nueva España.

Desde el inicio, los reyes españoles desconfiaron de las propias instituciones políticas de la Nueva España, porque mantenían una precaria relación con los conquistadores y la iglesia. Los primeros eran vistos con tal recelo que para limitarlos se organizó una burocracia, especialmente predispuesta contra Hernán Cortés. Con el arribo de Nuño de Guzmán como enviado de la corona para continuar las acciones de descubrimiento y pacificación, se limitó y hostilizó aún más a Hernán Cortés.

Respecto a la iglesia, de acuerdo con los distintos arreglos diplomáticos con el Vaticano, el reino español controlaba los nombramientos y las actividades de las distintas órdenes religlosas. De esta forma el control político se lograba diluyendo la posible generación de liderazgos fuertes y haciendo que la metrópoli fuera en última instancia la que tomara decisiones.

Estas disposiciones originaron una práctica política poco ortodoxa y el nacimiento de una dualidad: lo legal y lo real, de la que derivó una clara diferencia entre el dicho y el hecho, que marcaría un parámetro en la práctica política normal de todo el periodo colonial e influiría decisivamente en la política del México independiente.

El virrey se convirtió en un prototipo de ejercicio del poder -que pronto trató de emularse en el México independiente: concentraba diversas funciones de gobierno y de la administración pública, era capitán general, presidente de la audiencia, superintendente de la real hacienda y vicepatrono de la iglesia.

El gobierno que se estableció en el siglo XVI se trasplantó de España pero con excepciones, ya que las distintas sociedades indígenas impidieron aplicar las políticas hispanas en forma general. Esto condujo a una fragmentación social y estructuró un feudalismo suigéneris, característico de una etapa anterior a la que vivía la península. "En el territorio novohispano resurge este sistema en una clara regresión histórica. Involución representada por el sistema de encomiendas, que expresaba el anhelo de reivindicar tradiciones culturales y conservar privilegios económicos y políticos existentes, ya en proceso de extinción en España."

La monarquía española deseaba reproducir su orden político absolutista, pero las circunstancias imperantes en el nuevo mundo obligaron a adaptarlo, dando lugar en poco tiempo a un sistema diferente del peninsular. El virreinato estableció un gobierno basado en la interlocución con las fuerzas reales y aplicó las leyes en forma diferenciada, a través de la negociación, la represión, el control y una presión constante. Todo lo cual condujo a una modif¦cación sustancial de disposiciones del real consejo de Indias e incluso a su omisión. De ahí la gran corrupción que caracterizó a las instituciones políticas coloniales.

"Es notable constatar el interjuego dialéctico a través del cual la corona española terminó por adaptarse a esta situación y toleró, a pesar del absolutismo imperante en la península, el constante desacato a sus provisiones y leyes, lo cual encontró expresión en la conocida formula de que las órdenes reales podían acatarse aun cuando no fueran cumplidas".

Para los habitantes de la Nueva España esto tenía un valor adaptativo: había que aceptar el dominio lejano y hacer las modificaiones necesarias en corto. Todas las relaciones con la autoridad requerían adaptarse, para hacer las disposiciones reales vivibles. Aceptar la ley, pero no aplicarla se convirtió en la práctica cotidiana de gobierno y gobernados.

En cuanto al modelo ideológico, político y cultural, la actitud fue la misma: había que respetar y admirar las bellas ideas, hacerse eco de ellas, incluso ser su promotor, pero siempre que sólo fueran eso: ideas, porque la realidad era otra. La palabra es may bella... pero la realidad implica la sobrevivencia.

Así como el rey depositó el gobierno en el virrey, éste tuvo que delegar su ejercicio en otras manos para gobernar un territorio tan grande y heterogéneo. El virrey era el vértice de una pirámíde y quienes ejercían el poder en las distintas regiones también hicieron sus propias estructuras piramidales. El ejercicio del poder se definía entonces como una acción fragmentada que contenía en cada una de sus partes una estructura piramidal que lo hacía eficiente, con la condición de aceptar el mandato lejano. Ello, junto con el de encomienda, hacen de la Nueva España una estructura feudal; de ahí la explicación de muchas instituciones y actitudes que condicionan el comportamiento cívico del mexicano.

"Todavía en la actualidad el vértice del cono político, el 'señor presidente de la república', aparece alternativa o simultáneamente como un rey provisorio, protector y dador benévolo, y como un astuto y un equívoco doble de sí mismo, un alterRex, es decir un complejo conciliador, garante del crecimiento y la identidad de todos los mexicanos y poseedor del máximo poder, riqueza y privilegio. En una palabra, el arquetipo presidencial se presenta como el mítico y distante rey que aparece en sus formas más cercanas, concretas y pragmáticas como un vergonzante, limitado y tortuoso virrey de sí mismo."

El efecto de la actitud del criollismo en el comportamiento político del mexicano es muy fuerte; de hecho, casi determinante. "Los criollos derivaban su capacidad para tomar decisiones de su cercanía con el grupo español, en tanto fuente de legitimidad en el uso de la fuerza y la conciliación políticas." La cercania se convierte en capital político, en el sentido que lo utiliza Bourdieu; estar cerca se convierte en un verdadero medio de intercambio. A diferencia de la política de los países anglosajones y europeos, que tienen como base una ideología o un plan de acción, los grupos mexicanos se integran sobre la base de este concepto de cercanía. Un grupo de personas alrededor de un personaje con cercanía, hace al personaje y al grupo políticamente viables.

La cercanía es la base de toda estrategia política; quien la tiene, atrae seguidores, así se forma la cadena del grupismo; cuando el grupo le atina, obtiene el poder, y cuando no, se va a la banca. Estar bien parado, tener palancas, tener padrino: todas son expresiones políticas que expresan cercanía.

Tales actitudes coloniales fueron heredadas al México independiente particularmente a los partidos de notables-base de las actividades políticas del siglo XIX. Sus integrantes se distinguían por conocimientos, cultura o imagen pública, se colocaban en un estatus social y político de vanguardia. El grupo, como estructura, requería de un contenido político, que tomó de las teorías políticas más avanzadas o prestigiadas del momento, y que adoptó como parte integral del acervo ideológico que lo unía; unión accesoria, pues la cohesión del grupo se daba en torno al mejor colocado de sus miembros.

Esta estructura del partido de notables no tenía sólo inspiración política, sino una orientación cultural general-literaria, musical-que facilitó la consolidación del criollismo. La diferenciación de estructuras de poder, sobre todo las sociales y económicas en las que participaban exitosamente los criollos, se agudizó en la segunda mitad del siglo XVIII., con la centralización del imperio de la casa Borbón. Este centralismo redujo la participación de los criollos en el gobierno de la Nueva España y generó organizaciones de notables en los centros urbanos de la colonia-algunas se constituirían después en sociedades secretas-, como reacción a la nueva política del imperio.

Sobre el nacimiento de los "guadalupes", Virginia Guedea escribe: "El ocuparse de 'los asuntos del día' y discutir y opinar sobre lo que sucedía tanto en España como en sus dominios, muy particulamente en la Nueva España, se convirtió en una actividad que fue común a casi todos los sectores urbanos. Así, las ciudades y poblaciones del virreinato se politizaron [...] Se reflejaría sobre todo, y cada vez más, en la revisión de las propias circunstancias y de los propios intereses y más tarde en el replanteamiento de objetivos. La falta un poder central y los cambios en la organización política del imperio que le siguieron, brindaron a muchos de los novohispanos la oportunidad tanto de cuestionar al régimen colonial como de luchar por alcanzar el poder político dentro del virreinato, lo que les permitiría obtener una nueva ubicación en su estructura económica y sicial".

La difusión de las ideas de la Ilustración era el sustrato filosófico de estos círculos animados por una nueva concepción de identidad americana. De ahí surgió la primera ideología de nación que redondeaba el papel político de estos grupos de discusión. Así fue forjándose, al finalizar el periodo colonial, la idea de un partido secreto que apoyara la insurgencia y proposiera una alternativa para el gobierno del nuevo país independiente. Hubo dos asociaciones secretas de importancia, una en Jalapa y la otra en la ciudad de México. La primera, de f¦liación masónica, se conducía de acuerdo con los preceptos de la Sociedad de Caballeros Racionales de Cádiz, pero no se consolidó. La segunda, la de Los guadalupes, carecía de vínculos externos, pero tuvo una importante actuación en el proceso de independencia.

En esta etapa todavía colonial podemos detectar con claridad un cambio de hábitus, derivado de la ausencia de un poder central. Las nuevas ideas abandonaron el mundo de la especulación para convertirse en acciones, pero no de manera volitiva sino por el vacio de poder y la incertidumbre política. A pesar de que existía consenso sobre la necesidad de la independencia, las opiniones se dividieron: unos, aun independientes, querían mantener las relaciones sociales de la colonia; otros aspiraban a un cambio más radical. Ambas tendencias se tornaron irreconciliables, dividieron al país y dieron paso a las constantes guerras intestinas que plagaron la primera etapa del México independiente.

El siglo XIX

Al finalizar el conflicto insurgente el vacío de poder volvió a presentarse y modificó nuevamente el hábitus, lo que provocó un efecto que prevaleció durante medio siglo de la realidad política del México independiente.

En su libro sobre Antonio López de Santa Anna, Enrique González Pedrero concede al ejército, como institución, un nivel de influencia superior, a partir de la integración del ejército trigarante. Al inicio de la guerra de independencia, la mayoría de los oficiales criollos pertenecían y se mantuvieron en el ejército realista y no fue sino hasta el final-cuando era indispensable concluir la guerra y que ésta redituara beneficios-que apoyaron y se unieron a los insurgentes, con lo que culminó el movimiento de independencia.

A partir de entonces, el ejército integrado por algunos oficiales insurgentes y una mayoría exrealista se convirtió en la mayor fuerza política nacional. "Por primera vez el ejército se hace cargo: con el Plan de Iguala se inicia una larga serie de intervenciones de ese ejército, como árbitro, en la política nacional. A partir de ese momento, el apoyo militar será indispensable para sostenerse en el poder. De hecho, serán militares los que ejerzan la más alta magistratura durante muchas décadas, con contadísimas excepciones... Mientras la clase media procura ir haciéndose poco a poco de parcelas de poder político-sobre todo en los cabildos municipales y en el congreso-, había quedado un vacío al removerse la instancia suprema de la corona española. Y ese vacío lo llenó el ejército."

En México, este rol sólo lo desempeñó el ejército, a diferencia del resto de la América española, donde al concluir las guerras de independencia el gobierno fue asumido por caudillos con ejércitos propios y poder real sobre sus regiones. Esto les permitió mantenerse en el poder político y circunscribió las guerras internas al ámbito de esos ejércitos. En México no había caudillos que reclamaran el poder a través de sus propias fuerzas; el ejército, como institución, era el fiel de la balanza en las luchas políticas y como tal determinó el hábitus durante casi cuarenta años.

Pero si el ejército era el fiel de la balanza, ¿quiénes eran los contendientes por el poder?

Este se caracterizó por la diferenciación de los grupos políticos. Una vez más la emulación hizo su aparición. Se sugirieron e intentaron respuestas similares a las utilizadas por el gobierno de Estados Unidos y el debate fue parecido, salvo por la presencia de las logias masónicas. Aun cuando la constitución de 1824 correspondía a una república federal, que reconocía la soberanía de los estados, los gobiernos aceptaban la constitución mas no la cumplían de acuerdo con la vieja tradición colonial. Algunos grupos muy conservadores deseaban una república centralista, otros un federalismo atenuado-ésta era la posición de los liberales moderados del rito escocés-y en el extremo opuesto se encontraban aquellos que deseaban una república federal y soberanía para los estados-ideas del rito yorkino. Así, los gobiernos estuvieron definidos por_a filiación del presidente en turno: Vicente Cuerrero era yorkino y federalista, Anastasio Bustamante y Nicolás Bravo pertenecían al rito escocés y eran centralistas-el segundo más moderado que el primer.

Con la caída definitiva de Santa Anna se anunciaba el fin de una etapa de diferenciación política. Los criollos habían intentado gobernar el país sin mucho éxito, manteniendo al ejército como árbitro. Nuevas instituciones se habían creado. Los conservadores dominaban la economía y su alianza con la iglesia fortalecía aún más su posición; la universidad formaba sus élites y preservaba la tradición. Por otro lado los centros liberates, especialmente los institutos científicos y literaries, empezaban a formar un tipo distinto de mexicano, más preparado, poco ligado al pasado colonial y a sus instituciones y, sobre todo, mestizo-el vacío de poder que nunca pudo ser llenado por los criollos, sería aprovechado por esta clase emergente.

Otra vez se transformaría el hábitus en la política mexicana. "Hacia la mitad del siglo, la situación difería: Los hijos ideológicos de Mora integraban una nueva generación francamente liberal y combativa. Provenientes de la clase media, de cunas criollas y, sobre todo, mestizas, estos jóvenes, preparados en los excelentes institutos científicos y literarios de la provincia, buscaron cauces distintos de los habituales en tiempos de la colonia: en vez de clérigos o militares, eran abogados, médicos, ingenieros. Lectores de Byron, Hugo, Lamartine, soñaban con lograr la independencia definitiva de México: la liberación con a todo el orden virreinal."

Las revoluciones de Europa y Estados Unidos lograron en un solo movimiento sus objetivos. No sucedió así en nuestra historia. Fueron necesarios dos grandes movimientos armados, la independencia y la reforma, a treinta y cinco años de distancia una de otra, para consolidar el objetivo original de 1810: la independencia definitiva de España.

Ello es explicable por el vacío de poder provocado por la crisis política del imperio español, que permitió a los criollos desplazar a Los peninsulares y apoyarse en una estratificación social que excluyó, de estos juegos de poder tanto a indígenas como a mestizos. Pero una vez que los criollos fracasaron en el intento de gobernar, su ciclo político se cerró para dar paso al siguiente estrato, el mestizo. Surgía una mentalidad muy diferente, que centralizaba sus reclamos en la inestabilidad provocada por el empeño criollo de mantener las instituciones coloniales, por la pérdida de la mitad del territorio, por la corrupción y por la ausencia de una política de igualdad. Tales reclamos mostraron el fin de una época y la necesidad de una nueva práctica política o hábitus. El planteamiento era claro: romper con las ideas conservadoras y acabar con la estructura colonial.

Las ideas de liberates y conservadores resultaban tan antagónicas y el papel del mestizo cobraba ya tal prominencia que inclusive al interior del ejército empezaron las divisiones, claro síntoma de lo que vendría: la división quitaría al ejército su papcl de fiel de la balanza, la lucha sería entre facciones. De hecho surgieron dos ejércitos, el conservador y el liberal, con un papel claramente diferenciado en las guerras de reforma y durante el imperio de Maximiliano. Era el fin de la paz negociada, no se repetiría el caso del ejército realista de criollos que se unía al insurgente, la lucha llegaría al final, a la lucha por la nación.

El nuevo grupo político lograría consumar la segunda parte de la independencia, al decretar la separación iglesia-Estado y dar paso a una estructura realmente nacional. Benito Juárez, Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Ignacio Manuel Altamirano, todo el conjunto de hombres liberates, actuaron de una manera drástica porque ya era urgente romper la mentalidad colonial, cuyas estructuras prevalecían en las élites conservadoras.

"La primera constitución plenamente liberal de la historia mexicana se juró frente a un crucif¦jo el 5 de febrero de 1857. Aunque la Ley Lerdo se incorporaría al texto, lo mismo que [...] la Ley Juárez [...] y la Ley Iglesias [...] el espíritu religioso de la nueva constitución no se apartaba de la constitución del 24 sino en un punto, no decretaba la exclusividad de la religión católica."

En cuanto Juárez llegó al poder, la separación de la iglesia y el estado se hizo realidad ­se confiscaron los bienes de la iglesia para que, con su circulación, se generara riqueza para otros sectores de la sociedad y restarle poder real a la iglesia misma­ y se suprimieron los fueros: ni clérigos, ni militares, ni aristócratas tendrían ya tribunales especiales. La igualdad ante la ley fue la gran bandera liberal que dio sustento al pensamiento político del momento.

Las leyes de reforma provocaron una reacción natural e inmediata del grupo conservador, que desembocó en la formación de su ropio ejército. El enfrentamiento de ambas facciones a lo largo de tres cruentos años destrozaron al país. Pero finalmente los liberales consiguieron sus objetivos: sujetar a la iglesia y al ejército al dominio del Estado nacional, y hacer explícito que todos, incluyendo los gobernantes, debían sujetarse al control de la ley.

"Por fin: la progenie de Mora y Alamán frente a frente, el antiguo partido del progreso contra el retroceso. Dos proyectos encontrados, dos orígenes sociales y étnicos, dos templos opuestos: los liberales y los conservadores... la guerra entre liberates y conservadores no se parecía a la revolución de independencia, no era una guerra popular, en ninguno de los dos sentidos de la palabra: no era bien vista por el pueblo ni contaba con apoyo activo. Era una guerra con raíces religiosas, sobre todo, pero también étnicas, sociales y económicas entre las minorías rectoras."

En 1860, al acercarse su derrota, los conservadores buscaron una alianza con Francia para frenar el dominio liberal mexicano, y el país fue sometido no sólo a la guerra civil sino también a una intervención extranjera. El imperio de Maximiliano y la lucha que se desató fueron continuación de las guerras de reforma; de hecho, el deseo de los conservadores era derrocar a Juárez, establecer una nueva forma de gobierno y, sobre todo, anular las leyes de reforma.

Con el fin de la intervención francesa y la destrucción del segundo imperio, el 15 de mayo de 1867, Juárez consolidó la república liberal. El concepto nacional prevaleció y se situó como parte integral de la cultura mexicana, al igual que el repudio a quienes se opusieron a la total independencia de México, por defender posiciones conservadoras. Desde luego, ello tuvo un fuerte impacto en la cultura política de la agotada nación, que a partir de entonces negó toda posible aportación cultural de los conservadores. Esto se tradujo en la construcción de lo que Enrique Krauze llama panteón civil de los héroes, que no es sino la beatificación de los prohombres de la causa liberal, que adquirieron entonces un papel central en la definición de la mexicanidad.

Con Juárez empezó a gestarse, en el hábitus político mexicano, el poder legislativo bicameral que habría de permitir al presidente-pese a suliberalismo- evitar una real división de poderes, que le restase fuerza en la conducción del país. El periodo de gobierno de Benito Juárez-en medio de dos guerras-exigió que se le invistiera con poderes extraordinarios, bajo un régimen de suspensión de garantías. Pero ello no frenó la lucha interna entre los propios liberates, reflejada en la lucha constante entre Juárez y el congreso. Éste trató de crear la segunda cámara, el senado, como cámara del presidente, para corregir el asambleísmo desatado en el congreso-que llevó a Morelos y a Iturbide a la muerte. Sin embargo el congreso no permitió su instauración sino hasta la muerte de Juárez, cuando Lerdo de Tejada fue presidente.

Actualmente, el senado conserva sus características originales: como cámara del presidente es un organismo rígido, con escaso debate, que solamente funge como sello legitimador de las acciones del ejecutivo. Su calidad de cámara colegisladora, que revisa y da curso a las iniciativas o las detiene, permite al presidente evitar un estilo parlamentario como el que predominó después de la independencia y hasta la reforma.

Mantener la república sobre las condiciones adversas fue un gran mérito de Juárez; pero cambiar la mentalidad de los mexicanos, romper con el pensamiento colonial y abrir a los mestizos el acceso a la política, fueron las importantes aportaciones de su régimen.

A su muerte, surgió el liderazgo de Porfirio Díaz, reputado militar en la guerra contra los franceses, cuyo proyecto se planteó como una continuación del liberalismo, pero en una nueva versión, la positivista. "Juntos [Juárez y Díaz], en más de medio siglo de gobierno patriarcal, consolidarían en distintos aspectos a México como nación. El primero, en su forma política, su régimen laico de libertades, sus dimensiones geográficas definitivas y su lugar modesto pero respetado entre las naciones. El segundo, en su orden y seguridad internos, la paz y el crédito al exterior, el progreso económico y, con todo ello, la conciencia de la nación sobre sí misma."

La llegada al poder de Porfirio Díaz encuentra un hábitus político estructurado y legitimado por las luchas contra los franceses y contra los conservadores. Así, pese a su rebelión contra el gobierno juarista con el Plan de la Noria, inicia el culto al nuevo héroe nacional, Benito Juárez. La construcción de monumentos y la celebración de actos conmemorativos generaron una conciencia política denominada por muchos autores como la subcultura del acto cívico o creación de los mitos históricos, que no es sino la utilización de la épica de los movimientos vencedores como un continuo histórico legitimante del gobierno en turno. Todo aquel que se desviara de esta visión histórica fue considerado, a partir de entonces, un traidor a la patria, un antimexicano.

Como heredero de las guerras de independencia, de reforma y de la intervención francesa, Porfirio Díaz concentró en su figura la representación de la mexicanidad, lo que legitimó automáticamente su gobierno y le facilitó el ejercicio del poder para imponer un cambio de actitud: acabó con las guerras civiles, restauró el orden, consumó el avasallamiento del poder legislativo. Con esto centralizó aún más el poder en su propia persona y se empeñó en atraer la inversión extranjera en ese momento indispensable para el desarrollo económico del país.

Por estas razones no se crearon estructuras intermedias-organizaciones y partidos políticos-, y los grupos que tuvieron la posibilidad de consolidarse nunca se definieron estructuralmente. De hecho el porf¦riato fue un periodo sin partidos, manejado a nombre del presidente.

Durante ese periodo Estados Unidos consolidó el sistema bipartidista, después de que a mediados del siglo-con la presidencia de James Buchanan-los partidos se unificaron en uno solo, el Demócrata-Republicano, partido síntesis que agrupó toda la actividad política y estabilizó al país. En franca emulación, Porfirio Díaz trató de que México adquiriera una imagen de unidad nacional que le permitiera consolidarse políticamente, mediante la creación de un partido síntesis que aglutinara tanto a liberales como a conservadores-pese a la deificación de los héroes liberales y al anatema para los protagonistas conservadores-, y generara después un sistema bipartidista. Sin embargo, la creación del Partido Liberal-Conservador no tuvo ese efecto y languideció rápidamente tras el primer proceso electoral, porque Díaz no estaba dispuesto a compartir su poder.

El centralismo, con un dominio total sobre los poderes legislativo y judicial, se extendió hacia los gobiernos estatales con la designación de gobernadores y la creación de un cargo burocrático que haría su aparición en todos los municipios y regiones del país para mantener el equilibria del régimen porfirista: el político.

El régimen porfiriano, como culminación de la expresión de la república liberal, significó un cambio de hábitus muy importante, reflejado en el comportamiento político del mexicano. a través de una sociedad holística y jerarquizada, sometida al autoritarismo, que venía dibujándose desde la conquista en el siglo XVI.

Para concluir esta visión del México del siglo XIX-que se extiende haste 1910-, es necesario precisar ciertas consideraciones ideológicas determinantes del rumbo histórico de México durante esa centuria.

La lucha ideológica y la discusión suscitada alrededor de las ideas de la llustración fueron el impulso que condujo a los distintos actores políticos a tomar el escenario central de la vida del país y realizar el movimiento de independencia. Pero su influencia no acabó ahí el debate de la Ilustración habría de predominar a lo largo de la formación política de la nueva nación, especialmente durante la segunda parte del siglo XIX.

La idea de modernidad nació de la Ilustración para definir a una sociedad culturalmente diferenciada-desde el punto de vista estructural-funcional; dominada por una economía de mercado o capitalista y una compleja división del trabajo que implicaba industrialización y urbanización, ciencia y tecnología, político y ético, y regida por un autoritario ligado con el Contrato Social, con ciertas ideas acerca del yo y con una concepción de la historia implícitamente teleológica y explícitamente optimista. Tales ideas estructuraron la dicotomía del siglo XIX, que tan profundos efectos tuvo en el país.

Los defensores de la tradición-Los conservadores-eran anti-Ilustración. Pretendían mantener lo conocido como una forma de vida; defendían las instituciones fincadas en estas tradiciones, como la iglesia, la estratificación social, Los mitos y la forma de vida colonial creían que la cultura mexicana debía florecer apoyada en estas instituciones, bajo una concepción de nación apenas diferenciada por la evolución de las tradiciones trasplantadas de España a este nuevo ambiente; argüían que el florecimiento cultural del siglo XVII así lo probaba, por lo que eran necesarios un sistema de gobierno y un pensamiento ad hoc que estructurara a la sociedad.

Quienes apoyaban la Ilustración se pronunciaban contra las tradiciones, la iglesia y la superstición; se inclinaban hacia la ciencia, con la convicción de que el atraso del país se debía a la ignorancia-origen de la miseria humana; procuraban llevar el conocimiento a la población, ya que sólo la ciencia conduciría a la sociedad hacia el progreso. En esta corriente se encontraban las logias masónicas que, aún cuando se agrupaban en diversas tendencies, mantenían una lucha común contra la iglesia, a la que calificaban como una estructura de superstición que anclaba a la sociedad en el atraso.

En medio de ambas corrientes, la gran masa popular observaba la lucha y padecía las secuelas de la inestabilidad política, unas veces tomando partido por los conservadores y por mantener el respeto a la iglesia, y otras, las más, a favor de los liberates.

Como producto de las ideas liberates, se dio gran impulso a los conceptos de educación y de desarrollo de las ciencias naturales, desde las leyes de Valentín Gómez Farías sobre educación hasta la obra de Gabino Barreda-figura de gran relieve durante el régimen juarista-, quien trasladó el positivismo francés a nuestro país y creó instituciones tan importantes como la Escuela Nacional Preparatoria. Con Porfirio Díaz también tuvo gran relevancia el pensamiento educativo, aunque no se pensaba aún en la educación universal. Las grandes figuras de la pedagogía mexicana: Carrillo, Rébsamen y Laubscher, presentes tanto en el desarrollo de la Escuela Normal de Orizaba como en el Congreso Educativo de 1887, adquirieron un papel singular en el impulso del concepto educativo de la Ilustración. Poco después aparecería una figura con gran influencia, tanto para la educación en general como para el restablecimiento de la Universidad Nacional: don Justo Sierra. También fue notable la labor de Ezequiel Chávez, quien pugnó por establecer una escuela de altos estudios que formara a los maestros que prepararían a los profesionales de la nueva universidad. Este auge educativo continuó hasta 1910, como lo muestra el discurso pronunciado por Justo Sierra con motivo de la reinauguración de la universidad-realizada como parte de los festejos del centenario de la independencia-, en el que se manifiesta la consolidación de los conceptos de la llustración y del positivismo en una nueva visión optimista de la educación y en una clara definición de lo nacional.

La revolución mexicana

México inició el siglo con una estructura de pensamiento que determinó la cultura política de los mexicanos. La característica central de nuestro sistema político, conformada por figuras fuertes como Santa Anna, Juárez y Díaz: el presidencialismo mexicano y el consecuente avasallamiento de los poderes judicial y legislativo.

El hábitus del siglo XX se inserta en el de sociedad jerarquizada con un gobierno autoritario, cuya estratificación social casi estableció una división de castas.

Políticamente, iniciamos el siglo con una ausencia casi total de partidos políticos; con un férreo control ejercido por gobernadores y prefectos políticos para fortalecer el poder presidencial; con una separación de la iglesia y el Estado y una amplia tolerancia a la tradición liberal, que no generara fricciones con lajerarquía eclesiástica; y con una profunda desconfianza hacia Estados Unidos, tanto por su intervención en nuestros asuntos internos como por la pérdida del territorio. La fuente de legitimidad política era la interpretación de la historia, la paz y el orden.

Este hábitus sólo era asimilado y comprendido críticamente por la población urbana del país. Pero 95% de la población, que era esencialmente rural, lo aceptaba con ciega sumisión como al gobierno mismo. Las ideas liberates generaron en la práctica grandes desigualdades e injusticias que agudizaron las contradicciones del sistema y provocaron el estallido revolucionario. Llevar el proyecto liberal a sus últimas consecuencias produjo las causas de su propia caída.

La lucha antirreleccionista y la participación de Francisco I. Madero trataron de romper este hábitus político con la utilización de ideas como la democracia y la circulación de élites. Pero la decadencia del régimen porfirista lo frenó por la profunda obstinación del presidente de no construir un cuerpo de poder que proveyera sucesores para el sistema.

El breve régimen maderista señala el agotamiento del sistema y de su personaje central, pero no establece un nuevo hábitus ni un nuevo sistema. Algunos autores consideran a Madero como el precursor de la transformación, pero fue la sangrienta revolución, iniciada después del asesinato de Madero, la que realmente rompió toda estructura política. Por muchos años el escenario central fue dominado por la violencia, con la que se transformó el hábitus del mexicano y lo diferenció del siglo XIX.

El efecto inmediato de la revolución fue la creación de muchos ejércitos y el surgimiento de un fenómeno común a los otros países de América Latina: el caudillismo.

En México, la figura del caudillo encarnó en líderes militares, con un poder real basado en las armas y en la turbulencia social, carentes de apoyo jurídico y de una lógica propiamente política-aunque su afiliación a la causa fuera formalmente ideológica-, pero con gran capacidad de negociación con la sociedad y con otras fuerzas políticas. La atomización del poder, consecuencia natural del caudillismo agudizó la crisis política en varias ocasiones. En este contexto, la respuesta a la inestabilidad se buscó en otra dirección: una nueva constitución que mantuviera los avances liberates e incluyera las aportaciones del pensamiento revolucionario.

Así, el constitucionalismo cobró gran fuerza, aunque la constitución de 1917 por sí solo no implicaba el regreso a la paz, porque el caudillismo impedía la integración nacional. Los gobiernos revolucionarios eran amenazados continuamente por sublevaciones, que eran síntoma claro del candillismo exacerbado, especialmente en las épocas de elección presidencial, por lo cual la vida política nacional se decidía a través de las alianzas de los caudillos. La democracia y el sufragio efectivo eran ideas muy lejanas.

Correspondió a Plutarco Elías Calles frenar el caudillismo y acabar con la inestabilidad de cada cuatro años, ocasionada por el proceso electoral, con la creación de un partido que conjuntara a todas las fuerzas nacionales para mantener el poder revolucionario.

El establecimiento del Partido Nacional Revolucionario logró rápidamente sus objetivos y estabilizó el proceso electoral, aunque para ello debió entregarse la conducción de los asuntos locales a los caudillos . Así se establecieron hegemonías en los estados de la república y el caudillismo se transformó en cacicazgos, lo que marcaría profundamente al sistema político nacional.

El hábitus político se había modificado, seguía siendo autoritario y la sociedad continuaba jerarquizada, pero de una manera diferente: Los revolucionarios-dispuestos siempre a mantener los beneficios de su triunfo-establecieron nuevas reglas, lo que invertía la pirámide social del porfiriato; los no revolucionarios fueron marginados, aun cuando algunos lograron colocarse en el régimen triunfante. El comportamiento social fue como el de cualquier revolución: se pretendía acabar con el régimen antiguo y establecer otro con nuevos líderes, los cuales asumieron las posiciones de mando y con ellas todos los privilegios.

El presidencialismo se había restablecido en 1917, pero no se consolidó sino hasta la creación del Partido Nacional Revolucionario. Los poderes continuaron avasallados tanto en los gobiernos de los estados como a nivel federal. La figura de partido único, con pequeñas disidencias temporales, se mantuvo durante muchos años. El control político nacional se ejerció centralmente y en los estados se respetó la fuerza de los caudillos y caciques. La separación iglesia-Estado se hizo tensa y la guerra cristera obstaculizó la integración del país durante un largo periodo. Pero se mantuvo el poder legitimante de la tradición liberal y de la interpretación de la historia, a la que se agregó el panteón de los héroes revolucionarios. Los villanos siempre han sido los perdedores. La línea histórica es una sola.

El háibitus tradicional

Con Calles, se instituyó el programa de gobierno como parte integral del proyecto revolucionario y la constitución fue considerada el macroproyecto nacional. Los planes de gobierno­sexenales desde que se introdujo el concepto de planeación alemán­ pretendían construir una nación sobre las ideas de la revolución, cuya orientación ideológica era incontrovertible. Aquel que se atreviera a oponerse al plan de gobierno era considerado traidor a la patria y retrógrado, entre otros calificativos políticos de desprecio y censura.

Por su parte, el presidente Lázaro Cárdenas introdujo al hábitus tres fuertes componentes: una mística revolucionaria basada en el nacionalismo, una política exterior de confrontación con Estados Unidos y una política económica proteccionista que buscaba la autosuficiencia del país. Todo ello definió al sistema político imperante hasta la década de los ochenta.

Así surgió la noción de fraude patriótico , que significaba asegurar el triunfo electoral por los medios que fueran, sin importar la voluntad popular, para garantizar el establecimiento total del proyecto revolucionario: el repárto agrario, la expropiación petrolera, la nacionalización de la energía eléctrica y, mucho después, la nacionalización de la banca, la creación de empresas paraestatales y el estatismo, que configuró el hábitus predominante por medio siglo.

El vaivén sexenal se definió como la teoría del péndulo, que significaba una forma de autocorrección. Si un presidencial hacía énfasis en lo económico, el siguiente se dirigía a lo social y a lo político para equilibrar y hacer viable el sistema de gobierno. Desde luego, se mantenía siempre una lealtad absoluta al proyecto, aun cuando empezaba a surgir la sensación de que su infalibilidad era irreal.

Las autocorrecciones del sistema condujeron al modelo de desarrollo estabilizador, iniciado en el periodo presidencial de Miguel Alemán, y lo saturaron. La ampliación de los servicios educativos y asistenciales incrementó el promedio de vida del mexicano, disminuyó las enfermedades y aumentó la población. La mayor escolaridad, especialmente en los centros urbanos y en las regiones de alto empleo, propició una clase media contestataria y activa que empezó a utilizar la confrontación e incluso el conflicto para conseguir respuesta a sus demandas insatisfechas y para que el gobierno modificara su política social. Este método se generalizó y funcionó no sólo para obtener satisfactores materiales, sino también para exigir trato justo y respeto a los resultados electorates.

Se trataba de la expresión de una sociedad descontenta que, frente al agotamiento del modelo económico y la fractura del hábitus, encontró en la manifestación y la protesta públicas un medida para influir en la toma de decisiones. Esta actitud de inconformidad abierta fue incorporada al hábitus desde los conflictos universitarios de 1966 y especialmente en los de 1968. La primera respuesta oficial a este cambio de hábitus se dio en las campañas políticas priístas, que cambiaron los mítines por reuniones de trabajo y consultas populares y abandonaron el discurso político retórico por uno más pragmático.

A partir de entonces se ha verificado un cambio notable en la estratificación social. La nuestra continúa siendo una sociedad de grandes diferencias, con una amplia brecha social y económica entre clases altas y clases populares. A mediados de siglo, el enorme crecimiento del estrato medio dio una fisonomía diferente a la sociedad mexicana: parecía el inicio de la modernidad. Después, con el colapso de la economía, la clase media empezó a perder fuerza y un importante sector de ella se proletarizó no sólo económicamente sino también en su pensamiento. El efecto neto de este fenómeno se observó en las zonas urbanas, en el desarrollo de la política intramuros de las universidades y en su posterior derramamiento hacia los otros espacios.

El esfuerzo industrializador de los cuarenta había generado una clase empresarial cuya filosofía era desarrollarse primero y competir después, para lo cual era indispensable una fuerte política proteccionista que cobijara a la incipiente industria mexicana. Muchas empresas florecieron lucrativamente pero no se desarrollaron, porque el sistema generó una actitud empresarial de grandes utilidades y poca inversión en la planta industrial; de hecho, la tecnología nunca uvo un papel relevante. Paralelamente, las industrias trasnacionales establecieron filiales mexicanas o empresas en sociedad con mexicanos, que se desarrollaron al nivel de sus contrapartes en el extranjero, no sin ser satanizadas porque amenazaban al Estado-nación y al nacionalismo. Esto provocó la exacerbación de tal valor político en épocas de crecimiento económico, bajo la idea de constituirse en dique de contención para las trasnacionales.

Muchos consideran que al agotarse el modelo de desarrollo estabilizador también llegó a su fin el sistema político correspondiente al periodo del nacionalismo populista, iniciado por Lázaro Cárdenas, fincado sobre el tradicionalismo revolucionario y sobre un centralismo que sólo concedía poderes periféricos al sistema de cacicazgos.

Pero cuando las reacciones a las prácticas caciquiles comenzaron a crear problemas, fue necesario ponerles fin. Las grandes limitaciones de las clases populares requerían de inversión no sólo en desarrollo industrial sino también en desarrollo social, en los servicios básicos que el crecimiento demográfico y la urbanización hacían urgentes. La tarea era buscar una nueva filosofía política donde fundamentar los programas de gobierno concebidos para recibir el apoyo popular, la lealtad de la masa. Así se inició, en el periodo del presidente Luis Echeverría, la segunda etapa populista de nuestro país.

En esta etapa se alcanzó el punto más alto del burocratismo, con el enorme crecimiento del Estado y la estatización de diversas actividades productivas. El populismo y el paternalismo exacerbados pretendieron ofrecer una respuesta rápida a quienes empezaban a integrar el grupo de los inconformes. Pero, sumados a Los problemas geopolíticos del momento, generaron una gran crisis económica, que en sus inicios alguien llamó pequeño problema de flujo de caja y se tornó en una espiral inflacionaria y una devaluación constante que resquebrajó la estructura económica del país.

Este populismo resultó muy costoso a México, porque requirió de una inversión nacional orientada a apagar los focos de descontento social: marginación, falta de empleo, carencias de servicios y un sistema educativo atrasado y sin posibilidades de evolución. Esta etapa contó, además, con un elemento que provocó gran angustia en el país: la guerrilla. Autoestablecida como movimiento de izquierda socialista, en ocasiones marxista-leninista y en otras maoísta, la guerrilla significó una expresión extrema de deterioro y marcó la necesidad de ampliar la política social a un costo tan alto que implicó la caída económica nacional.

Al finalizar la administración de Gustavo Díaz Ordaz, la deuda externa ascendía a tres mil millones de dólares, cantidad todavía controlable, más o menos similar a la de otros gobiernos, si se consideran los sistemas de redocumentación y los nuevos préstamos que sustituían a los ya vencidos. En 1976, al concluir el gobierno de Luis Echeverría, la deuda externa llegó casi a los veinte mil millones de dólares; se había abandonado el esquema del control fiscal estricto y de gran disciplina hacendaria, para dar lugar a una política de respuestas inmediatas a inversiones no planificadas pero sí urgentes.

Dentro de este hábitus tradicional y a lo largo de más de medio siglo, el sistema político mexicano se orientó hacia el equilibrio interno, tanto político como económico. La centralización de las acciones fortalecieron al gobierno federal en dertimento de los gobiernos estatales y municipales, que paulatinamente fueron perdiendo poder hasta el extremo de ejercerlo marginalmente. El mismo esquema se reprodujo al interior del Partido Revolucionario Institutional, donde se le otorgó al primer mandatario el control de todas las actividades del país. Así, el presidente de la república ejerce actualmente las funciones de jefe de estado, jefe de gobierno, jefe de partido y, por añadidura, jefe de las fuerzas armadas. Se consolidó lo que ya habíamos señalado: la concentración de poder en la figura presidencial limitó la división de poderes en favor del ejecutivo, que avasalló al legislativo y al judicial.

Durante casi un siglo, la estructura política ha sido reflejo del presidencialismo. La piramidación municipi-estados-capital de la república lesionó y desdibujó la soberanía de los estados y la autonomía de los municipios a lo que se sumaba un sector productivo controlado y una política partidista corporativizada y sujeta. En ese lapso, el Estado mexicano propietario, centralista y presidencialista, impulsó el denominado sistema tradicional.

El viraje del sistema político

Robert Pastor, en su libro Whirpool, ofrece un espectro de cuatro dimensiones que explican las rezones por las que puede preverse el abandono de antiguas posiciones en aras de una nueva filosofía política y de un sistema más evolucionado: "El viejo sistema político mexicano estaba construido en cuatro bloques: una mística revolucionaria, una política exterior antiEstados Unidos, una productividad limitada por una estrategia económica y un partido fuerte, dominante. En una región afectada por la rigidez social, México tenía una mística entre los intelectuales que consideraban que continuó siendo revolucionaria mucho después de la revolución".

Nuestro país se consideraba a sí mismo un bloque, un dique de contención a la penetración del estadunidense. Esto le confería a México cierta posición de prestigio entre otras naciones latinoamericanas y le daba estatus para negociar con Estados Unidos.

Respecto a la estrategia económica proteccionista de la que habla Pastor es necesario señalar que produjo un crecimiento sostenido que duró de 1940 a 1982. Pero las crisis económicas forzaron a México a cambiar su estrategia. Por un lado, el ingreso tardío de México al GATT­si hubiéramos ingresado a ese organismo cuando se lo ofrecieron al presidente López Portillo, quizá hubiera sido posible una mejor negociación­ colocó a los industriales y a los financieros en condiciones extremas, que obligaron al Estado a ceder las empresas y los bienes que le habían permitido dominar la política interna. Por otra parte, al acercarse al liberalismo estadunidense en un esfuerzo por participar en el bloque comercial de América del Norte, el Estado mexicano decidió abandonar la propiedad de los medios de producción y vender la mayor parte de ellos a la iniciativa privada, aunque formalmente mantuvo su rectoría: situación más retórica que fáctica, ya que en los hechos ha sido cancelada.

La tremenda carga de la deuda ­contraída fundamentalmente con bancos estadunidenses­, la inflación galopante y la necesidad de apoyo del gobierno de Estados Unidos para tener acceso a los fondos del Banco Mundial y a los standby que permitirían a México mantener precariamente la estabilidad económica, fueron los elementos que, ya con el presidente De la Madrid, empujaron el péndulo a la derecha. Las ideas neoliberales se impusieron y se inició una racionalización que cambió prófundamente el hábitus nacional. Los primeros pasos fueron esencialmente económicos, pero con efectos culturales y políticos. El secretario de Programación y Presupuesto diseñó un plan de emergencia que evitó la moratoria de pagos y comenzó a dar resultados casi inmediatos. Probablemente fue por ello que Carlos Salinas de Gortari obtuvo la candidatura del PRI a la presidencia de la república y el triunfo en las elecciones más reñidas de la historia.

En el periodo de tránsito entre las presidencias de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, el mundo estaba en plena transformación y las ideologías ya no podían utilizarse para la interpretación de los nuevos hechos. La configuración de la Comunidad Económica Europea había avanzado a tal grado que se hablaba ya de una integración continental. Se hacía más difícil la penetración de países no europeos a esos mercados. Otros bloques comerciales empezaban a instrumentarse.

En 1988, el sistema político mexicano, con cierto grado de pluralismo, permitió la presencia de disidencias, las marchas populares y la toma de las calles. Esto le ocasionó una fractura más, que se evidenció en las urnas: por primera ocasión los resultados de las elecciones presidenciales no fueron contundentes. Al inicio del nuevo gobierno, las condiciones económicas internas se mantuvieron. La renegociación de la deuda y un programa de austeridad fueron las primeras acciones de la administración Salinas, ambas de evolución no inmediata, por lo que la inconformidad generó nuevas formas diversas de responder a la crisis y el plaralismo permeó de manera más profunda.

Surgieron conceptos como el de cultura empresarial, que prefiguraban un paradigma de la proyección del nuevo mexicano. En muchos casos, las concepciones educativas se orientaron en esa dirección. Políticamente, las concepciones centrales se alejaron del tradicional impulso a la justicia social y se enfocaron en la competitividad y la incursión en los mercados internacionales. Los objetivos sociales fueron remplazados por otros de naturaleza económica y competitividad exterior. La privatización de las paraestatales y el concepto empresarial se establecieron, se canceló el supraestatismo y se cuestionó el corporativismo. Lo social sucumbió ante un concepto político más fuerte: el sometimiento a las fuerzas del mercado. En la educación como consecuencia de esta nueva orientación de atención prioritaria a la demanda del mercado, se dio mayor flexibilidad a las instituciones privadas; de hecho se privatizó la educación, como ya sucedía en otros países (en 1977 la matrícula privada en México era de 4.5%, para 1993 ascendió a 25%).

La filosofía social se volvió pragmática, con el fin de participar en la sociedad global, la tecnología, la eficiencia y la exportación. El nacionalismo entró en una fase de decadencia y el internacionalismo sentó sus reales con la idea de los bloques económicos . Esta actitud trajo como resultado la necesidad de una redefinición del Estado y de la soberanía. Los cambios alcanzaron incluso lo que parecía intocable: la política agraria fue transformada constitucionalmente y se terminó con el laicismo histórico de México.

Como consecuencia de todos estos cambios, el grueso de la sociedad manifestó abiertamente el deseo de una real democratización y condenó el fraude patriótico, que en esos momentos dejó de serlo. Surgió un profundo escepticismo y una crítica severa a las instituciones como un nuevo elemento del hábitus, lo que generó una prensa más combativa-sin alcanzar los niveles de la prensa crítica de otros países.

En el proceso, los medios electrónicos cobraron gran importancia y adquirieron una función política sin precedente ni reglamentación ­es posible que en el futuro cercano continúen sin ser reglamentados, porque la desregulación se ha convertido en filosofía social. Presentar y comentar las ideas de los actores y partidos políticos ante un público mayor al de cualquier acto político, confiere un gran poder a los medios electrónicos, utilizado a discreción por sus dueños. Naturalmente este solo hecho introduce un factor de distorsión en la información que se difunde.

El gobierno abandonó el paternalismo pero no sus funciones tutelares, y se hizo más centralizado. La tensión con estados y municipios se agudizó porque el ejecutivo intensificó su dominio hacia los otros poderes y sus acciones se enfocaron fundamentalmente al área económica. Optó por cuidar con esmero su imagen externa, ya que el ámbito internacional adquirió el carácter de regulador de las acciones gubernamentales.

Este hábitus, que había sufrido cambios radicales en lo económico y lo social, resentía la falta de una transformación similar en lo político. Por eso el clamor general creció hasta convertirse en una verdadera masa crítica que exigía nuevas reglas políticas para arribar a una verdadera estadía democrática.

La evolución de nuestro hábitus implica una nueva realidad y nuevos retos que enfrentar. Un breve balance podría ayudarnos a definir el rumbo que debe seguir el país.

Frente a estos retos, el hábitus se ha ido modificando, pero sin cambiar definitivamente. Se puede atribuir, entre otras razones, al cuestionamiento generalizado a los planes y proyectos del gobierno, así como a la censura a prácticas tradicionales como la corrupción, que envuelve a personajes de los niveles políticos más altos y que ya resulta no sólo escandalosa sino ofensiva, pues entre más reducido es el poder adquisitivo del pueblo, más gigantescas son las fortunas que se acumulan inexplicablemente. También ha influido en el cambio de hábitus el rápido viraje del modelo ­del estatismo se pasó al neoliberalismo­, que trajo consigo continuos cambios en la constitución, hasta el punto en que ésta es sólo un documento de trabajo perfectible.

¿Cuál es el hábitus del mexicano del fin de siglo? ¿Cuáles son los cambios que ha sufrido la cultura nacional en la ruta al nuevo milenio?