Rouquie, Alain.
Las fuerzas armadas.
America Latina, introducción al extremo occidente.
Siglo XXI. Mexico, 1989.
pp. 206-231.



Las fuerzas armadas

El autor analiza el papel de los militares en la formación del Estado Latinoamericano: 1) algunas posibles causas del poder militar, 2) influencia de los militares en el proceso democrático, 3) el nacimiento de los ejércitos modernos, 4) su influencia en la vida socioeconomica 5) el papel de las fuerzas armadas durante la guerra fría, 6) la era de la desmilitarización. El análisis termina con la exposición de las consecuencias políticas del poder militar en America Latina.

Tras los grupos sociales estratégicos, las instituciones. A tal señor, tal honor: los militares merecen el primer lugar. No es necesario subrayar su papel invasor en la vida publica de la mayoría de los países de America Latina. Si bien las instituciones armadas no plantean el mismo problema de identificación y definición que las clases y estratos de la sociedad, las fuerzas armadas y su manifestación sociopolítica, el militarismo, constituyen un tema difícil de aprehender con serenidad y un mínimo de rigor. Los observadores tienden a emitir juicios de valor sobre la acción extramilitar de las fuerzas armadas, ya sea que la aprueben o la denuncien. Algunos buscan responsables cuando no culpables de la usurpación militar. Dado que ésta es sentida como una patología de la vida política, una anomalía en relación con el bien supremo de la democracia pluralista, la impaciencia indignada tiende a descubrir explicaciones globales y hasta la clave única de ese fenómeno antes de describirlo y conocerlo. Por ello se han multiplicado las interpretaciones instrumentales y aproximativas, que no podemos simplemente ignorar. Sobre todo porque sólo es legítimo interesarse en los militares en cuanto tales si esas visiones metafóricas del militarismo, que trasladan la hegemonía marcial a "otra parte" histórica, geográfica o social y que consideran a los ejércitos indescifrables "caja negras", se revelan discutibles y hasta erróneas.

Algunas presuntas causas del poder militar

La continuidad histórica del militarismo, que no es sólo contemporáneo, parece haber tenido como consecuencia principal no el profundizar mediante la confrontación de experiencias múltiples nuestro conocimiento comparativo del fenómeno, sino oscurecer sus motores proyectando el presente sobre el pasado y más a menudo todavía el pasado sobre el presente. El peso de la historia se trasluce en la importancia adquirida por las interpretaciones deterministas de todos tipos, mientras la indignación cívicamente fundada frente a la traición de los pretorianos inspira diferentes versiones conspirativas de las intervenciones militares en la vida política.

Dado que el vocabulario del poder militar es español, como la cultura de la mayoría de los países del continente antiguamente colonizados por España, se concluyó apresuradamente que había allí un tipo de relación civil-militar propia del "mundo" hispano. Que una tradición jurídica "iberolatina" había originado una incapacidad democrática permanente de los estados latinoamericanos. La trivialización de los regímenes militares en todo el mundo subdesarrollado, y particularmente en África negra, para no hablar de la instalación en 1980 de una dictadura militar en el Surinam de habla holandesa poblado de descendientes de inmigrantes asiáticos, bastaría para hacer relativa la pertinencia de semejante tesis. Algunas veces se ha propuesto una versión más elaborada de esta explicación. Según esta formulación historicista, el militarismo de hoy sería el heredero y continuador del caudillismo de ayer, fruto de la anarquía de las guerras de independencia. Si bien veintiún años de régimen de dominación militar en Brasil (1964-1985) desmienten tal aserto, tomando en cuenta el carácter "negociado" y pacífico de la emancipación de la antigua colonia lusitana, la ausencia de continuidad que puede señalarse entre el poder depredador de los "señores de la guerra" del siglo XIX y las formas de gobierno que rigen a los estados contemporáneos, salta a la vista. En México, donde el caudillismo ha tenido un lugar destacado, del extravagante presidente Santa Anna a mediados de siglo a los conductores de hombres de la tormenta revolucionaria, no ha habido tentativa de alzamiento desde hace más de cuarenta años. Venezuela fue gobernada prácticamente desde la independencia y hasta 1940 por hombres fuertes que tomaron por asalto el poder central y no obstante, desde 1958, ese país se convirtió en modelo de democracia representativa estable. A contrario, parangones de inestabilidad y de presencia militarista hoy padecieron ayer, tras los disturbios y las incertidumbres de la independencia, largos periodos de dominación civil y de sucesión ininterrumpida de autoridades legales. La Argentina de 1862 a 1930, pero también Perú, Chile, Bolivia o El Salvador a fines del siglo XIX ilustran esta solución de continuidad entre el periodo poscolonial y la época del militarismo contemporáneo.

Por lo demás, para situar al militarismo en sus verdaderos límites históricos, conviene señalar que la asimilación de los jefes de banda de las luchas intestinas, militares aficionados, a menudo engalanados con rimbombantes grados, a los oficiales de carrera carece de fundamento. El caudillo, guerrero improvisado, nace en efecto de la caída del Estado colonial español y de la desorganización social. El oficial es el hombre de la organización y no existe sino por y para el Estado. Los ejércitos modernos son instituciones públicas burocratizadas que detentan el monopolio técnico de la aplicación de la violencia legal; los caudillos representan la violencia privada que se alza contra el monopolio estatal o sobre sus ruinas. No es confundiendo a los actores y sus naturalezas como ayuda el pasado a comprender el presente.

Más cerca de nosotros, la historia-complot, sustituida las mil de las veces por un economiscismo sin matices, ha concedido un primerísimo lugar a las interpretaciones instrumentalistas del poder militar. Desde los golpes de Estado de 1964 en Brasil y sobre todo de 1973 en Chile, la idea de que los ejércitos latinoamericanos son manipulados desde el exterior se ha abierto paso. Las responsabilidades de la usurpación militarista son de esa manera transferidas a la fuerza tutelar. Los militares del subcontinente son presentados como simples prolongaciones del aparato militar norteamericano, y defensores absolutos de los intereses de Estados Unidos.Según se dice, esos ejércitos no son más que los "partidos políticos del gran capital internacional", y la instauración de los regímenes autoritarios responde a las neceidades del desarrollo del capitalismo en su fase actual. Ya sea que el capital multinacional y la nueva division internacional del trabajo necesiten un poder fuerte y represivo de los movimientos sociales para garantizar las inversiones o, mejor aún, que el paso de la industria ligera a la industria pesada de los bienes de equipo no pueda realizarse en un marco democáritico y civil. Según esa hipótesis, los ejércitos aparecen de alguna manera como "programados" para asegurar la "profundización" del proceso de industrialización.

Desde luego tales interpretaciones se apoyan en cierta cantidad de circunstancias reales. Con mucha razón desde hace más de veinte años se insiste sobre la dependencia de los ejércitos latinoamericanos, con relación al Pentágono; se recuerda la influencia decisiva de Estados Unidos sobre los militares del subcontinente a través de los cursos de entrenamiento en las escuelas norteamericanas, sobre todo en la zona del Canal de Panamá. Se subraya la ascendencia estadunidense de la doctrina de la seguridad nacional que designa al enemigo interior como la amenaza esencial para los estados mayores de América del Sur, y da a los ejércitos como objetivo la defensa de las "fronteras ideológicas". Por último, el comportamiento de algunas multinacionales frente a gobiernos democráticos reformistas -véase a la ITT en Chile bajo la Unidad Popular- y la simpatía activa manifestada por los grandes intereses económicos extranjeros con respecto a las dictaduras serían pruebas suficientes del papel directo desempeñado por las multinacionales en la aparición de los regímenes militares. No obstante las interpretaciones instrumentalistas tienen, como todos saben, un alcance analítico limitado en la medida en que ignoran los mecanismos singulares de la producción de los procesos políticos. Asimilar los beneficiarios de un gobierno a sus instigadores y a sus socios comanditarios da muestra de una linda simplicidad escolástica y de un desconocimiento total de las mediaciones así como de las reacciones imprevistas y los "efectos perversos" que caracterizan a la acción colectiva.

Por otra parte, los regímenes autoritarios en América Latina no nacieron con la "internacionalización de los mercados interiores" que caracteriza a la fase presente del desarrollo. Si bien la formulación de esta teoría quiere decir que las inversiones extranjeras prefieren los regímenes de orden a los gobiernos populares, se trata de una verdad muy antigua y, para decirlo de una vez, de una perogrullada. ¿Cómo afirmar una correlación mecánica entre los movimientos del capitalismo internacional y la aparición de los regímenes autoritarios en el último periodo cuando la realidad se encarga de desmentir de manera tan cruda un enfoque considerablemente mitológico?

En efecto, ¿qué decir de la poca prisa de las multinacionales industriales por invertir en Chile a pesar de los Chicago boys, en el Uruguay "liberalizado" posterior a 1973 y en la Argentina abierta a todos los vientos bajo Martinez de Hoz, superministro de Economía de la dictadura de 1976? ¡El capital internacional será entonces capaz de instaurar regímenes de su conveniencia pero no aprovecharlos! Una prueba son las políticas de "desinversión" en Argentina de las sucursales de sociedades extranjeras entre 1978 y 1982. ¿Cómo explicar por último la ola de reflujo de las dictaduras a partir de la cual, de 1979 a 1985, los militares se retiraron a sus cuarteles en casi todos los países del subcontinente? Sorprendente versatilidad la del "imperialismo norteamericano" y de estos monstruos fríos que son los grandes conglomerados industriales. ¿Por qué se habría evaporado en 1985 la necesaria complementariedad del gran capital y el militarismo represivo que se estigmatizaba en 1976? Cierto, la voluntad política de los dirigentes de Washington, desde la década de los sesenta, de ganar a las élites militares del subcontinente para las perspectivas estratégicas de Estados Unidos, y de hacerlas actuar como relevo local del poderío estadunidense, es innegable. Pero hay cierta ingenuidad en afirmar que tal proyecto ha tenido un éxito total, y que todos los militares latinoamericanos, víctimas de una "estrecha socialización" en provecho del imperio, han renegado de sus valores nacionales. La definición de las misiones de los ejércitos del subcontinente por parte del Pentágono y los cursos de Panamá no impdieron la aparición de coroneles socializantes en Perú en 1968, bajo el régimen del general Velasco Alvarado, ni el gobierno progresista del general Torres en Bolivia a principios de a década de los setenta, ni en la misma época el régimen nacionalista de Torrijos en Panamá. Para no hablar de los jefes de la guerrilla guatemalteca de la década de los sesenta, entre los cuales figuraban los jóvenes oficiales, recién salidos de los cursos antiguerrilla del Pentágono. La ambivalencia de los adoctrinamientos de todos tipos es conocida desde hace mucho tiempo.

De hecho, el militarismocontemporáneo no aparece como fatalidad histórica ni como fatalidad geográfica: ni el determinismo cultural ni la manipulación externa dan cuenta de un fenómeno complejo donde las circunstancias nacionales y transnacionales se entremezclan. Si nos esforzamos por apreciar el papel político de los militares a largo plazo, advertimos entonces que es muy raro que no sean más que instrumentos pasivos de fuerzas internas o externas, aun cuando éstas se esfuerzan por cooptar el poder marcial. El papel político de los ejércitos no es idéntico ni en el tiempo ni en el espacio latinoamericano. Tampoco obedece a causas únicas o simples. Es la expresión de configuraciones sociales y modelos de desarrollo poco propicios para el orden representativo. Por otra parte, ese fenómeno obedece igualmente a la naturaleza de los ejércitos, a su inserción en la sociedad y el Estado. Cierto, las raíces últimas de la hegemonía marcial no se hallan en la sociedad militar, así como los ejércitos no son los primeros responsables de la inestabilidad crónica que sufren algunas naciones, cualesquiera que sean la ambición y la codicia de sus cuadros. Pero, ¿cómo comprender el poder militar sin intentar conocer a los ejércitos, su formación, su evolución y su modo de funcionamiento propiamente político?

Los elementos de la historia:
periodización y variedad de las experiencias nacionales

Si bien no existe militarismo propiamente dicho antes del nacimiento de los ejércitos permanentes y de los oficiales de carrera, las instituciones militares en su origen son semejantes a las naciones donde aparecen. Como reflejo de las especificidades de la sociedad nacional, son igualmente reveladoras de la naturaleza y del grado de perfeccionamiento del Estado nacional. Como ramas armadas del aparato estatal, no pueden más que ajustarse a las modalidades de su desarrollo. Por lo demás es por ello que no se puede asimilar los ejércitos de la mayoría de los países de América del Sur a los de algunas naciones del Caribe o de América Central, no sólo a causa de sus dimensiones sino sobre todo en función de la aparición tardía del Estado en esos países, así como del carácter colonial de su surgimiento. De esta manera Nicaragua, República Dominicana, Cuba, Haití -pero no Guatemala o El Salvador-, que llegaron tarde a la construcción estatal, y que a principios del siglo XX acababan de salir de las guerras de clanes y caudillos, padecieron un largo periodo de ocupación norteamericana destinada (según la formulación del "corolario" Roosevelt [Theodore] de 1904) a terminar con el "relajamiento general de los lazos de la sociedad civilizada" que, según Washington, afectaba a esos países. Antes de retirar su "protección", Estados Unidos se esforzó por poner en pie en esos países guardias civiles organizadas por los marines. Según la idea de su creador, esas guardias nacionales debían ser independientes de las facciones en pugna e imponerse a los "ejércitos" privados garantizando así el orden, la paz y la defensa de los intereses estadunidenses. Pero si bien esas fuerzas irregulares cumplieron su misión en lo refente a ese último punto, no constituyeron el inicio de una construcción estatal coherente y autónoma. En por lo menos dos países sometidos a ese tratamiento, las "guardias nacionales" legadas por la ocupación yanqui se transformaron, en el contexto patrimonial de las sociedades de Nicaragua y de República Dominicana, en ejército privado de su jefe, y luego en "guardianes de la dinastía" de los Trujillo y los Somoza.

En los países de América del Sur, e igualmente en algunos estados de América Central, podemos distinguir tres grandes etapas de la evolución de los ejércitos y de su papel -con fluctuaciones paralelas a los azares de la diplomacia continental y disparidades notables provenientes de las historias nacionales y de su irreductible singularidad.

- Primer periodo: de 1869 a la década de los veinte, los ejércitos se forman.

-Segundo periodo: hacia 1920-1930, entramos en la era militar. Los ejércitos profesionalizados se convierten en actores de la vida política.

-Tercer periodo: a principios de la década de los sesenta, el papel de los ejércitos se internacionaliza, en el marco de la hegemonía de Estados Unidos y bajo el efecto de la guerra fría. En esta nueva etapa se destacan secuencias cortas y contrestantes, en función de la coyuntura mundial y de las políticas de Washington.

El nacimiento de los ejércitos modernos

Los ejércitos son símbolos de soberanía. También son emblemas de progreso técnico y de modernidad a la vuelta del siglo. La creación de ejércitos permanentes dotados de un cuerpo de oficiales, de una oficialidad profesionalizada, forma parte del proceso de modernización extravertido que es inseparable del crecimiento "hacia afuera" de las economías nacionales. No carece de importancia el que la modernización del aparato de Estado haya comenzado por su rama militar. Como es de sospecharse, los ejércitos de naciones dependientes, no industrializadas, no pueden transformarse y elevar su nivel técnico si no es que por préstamo exterior. Esta modernización dependiente se efectúa no sólo mediante la compra de armas a los países europeos productores sino también por la adopción de modelos de organización, entrenamiento, y de las doctrinas de guerra de los países avanzados de la época. A principios de siglo, existen dos grandes ejércitos, por lo demás enemigos, dos modelos militares universales: el de Alemania y de la tradición prusiana, y el de Francia. Entre la guerra de 1870 y la primera guerra mundial, esos dos países se entregarán en América del Sur a una despiadada lucha de influencia, prolongación de sus rivalidades en Europa. No es desdeñable lo que está en juego. La elección de un modelo militar por parte de un país latinoamericano significa el establecimiento de relaciones privilegiadas en el terreno diplomático, y sobre todo en el del comercio de armas.

Las elecciones de los países sudamericanos están directamente inspiradas por sus propias rivalidades, así como por los imperativos europeos del momento. Fue así como Argentina y Chile recurrieron a misiones alemanas para reformar sus ejércitos, mientras que gran cantidad de sus oficiales partían a cursos de formación al otro lado del Rin a principios de siglo. La germanización de esos dos ejércitos fue muy profunda: concernía no sólo al armamento, los uniformes o el paso militar, sino también a los reglamentos internos, la organización de las unidades y la visión de los problemas internacionales. Sin duda no es totalmente casual si Chile y Argentina fueron los dos países que resistieron el mayor tiempo a las presiones de Estados Unidos para hacerlos abrazar la causa aliada en la segunda guerra mundial -Argentina por su parte declaró la guerra al Reich en 1945. Chile, que se convirtió en una especie de Prusia latinoamericana, incluso sirvió de relevo a la germanización de otros ejércitos del continente a los que envió misiones militares y recibió efectivos para su entrenamiento. Fue el caso de Colombia y Venezuela, de Ecuador y hasta de El Salvador. Por su parte, Perú y Brasil echaron mano de Francia. Los franceses, inspirándose en su experiencia colonial, reorganizan e instruyen al ejército peruano de 1896 hasta 1940 con la única interrupción de 1914-1918. Los brasileños, vacilantes, esperan el final de la guerra para contratar en 1919 una misión francesa, dirigida por Gamelin, que transforma de todo a todo, y hasta 1939, al ejército nacional. Esa huella fue profunda y duradera: prácticamente, de 1934 a 1960, todos los sucesivos ministros de Guerra fueron formados por los franceses. La admiración de los oficiales brasileños por sus modelos sólo se comparaba con la de los argentinos por sus tutores alemanes.

Esta "cooperación" militar tan completa y duradera parece no ser políticamente honerosa para sus beneficiarios. Alemania y Francia no son potencias dominantes en el terreno económico, aun cuando se esfuerzan por estar presentes en diversos sectores en América Latina. La metrópoli económica indiscutible es Gran Bretaña, que se conforma con formar a los marinos y construir barcos de guerra para los latinoamericanos. De esta manera la dependencia es diversificada. No ocurrirá lo mismo al final de la segunda guerra mundial.

El reclutamiento de los oficiales y su formación en las escuelas especializadas así como la instauracioón del servicio militar obligatorio son las dos reformas centrales para la modernización de los ejércitos latinoamericanos. El "viejo ejército" de soldados de carrera reclutados por enganche, o enviados al "frente" por los tribunales para purgar su pena, formaba a sus oficiales en la práctica, las más de las veces hijos de buenas familias provistos de la recomendación de un "padrino" influyente. Con la conscripción todo cambia. La tropa esta compuesta de "civiles", y los oficiales son profesionales permanentes que han recibido una preparación técnica. El servicio universal de responsabilidades particulares al nuevo ejército: la de inculcar una formación cívica moral al futuro ciudadano y la de desarrollar su espíritu nacional. Establecido entre 1900 en Chile, y 1916 en Brasil, el servicio universal precede en la mayoría de los países al sufragio universal. El ciudadano es militar,antes de ser elector. Un detalle cronológico que no es insignificante. Además, el reclutamiento por mérito y la formación de los oficiales en el molde común de las escuelas militares les dan un lugar particular en el Estado. Cooptados por sus pares y liberados del favor de los notables, esos of iciales de escuela constituyen un cuerpo de funcionarios públicos estables y permanentes, de carreras reguladas, que contrasta con el resto del aparato de Estado, donde dominan los aficionados intercambiables.

Los ejércitos entran en escena

Las nuevas responsabilidades cívicas nacionales, y la autonomía de que disponen esos cuadros no incitan a los nuevos ejércitos a jugar a hacerle al mudo (en francés, la grande muette es el ejército activo. La expresión se deriva del hecho de que hasta 1945 los militares no tenían derecho a voto). Aquellos que habían creído que la profesionalización era la señal del apoliticismo se equivocaron.

Las tareas de edificación nacional y estatal, la importancia de las funciones de defensa interna no predisponen a la neutralidad. Los recursos políticos que las reformas dan a los oficiales hacen el resto: esos técnicos que se perfeccionan sin cesar tienen a su cargo el contingente, por ende la juventud del país y su futuro. ¿Acaso no son también los mejores conocedores de las situaciones internacionales cuyos peligros deben escrutar? ¿Cómo no iban a desarrollar esos profesionales del patriotismo, pioneros de la modernización del Estado, una "conciencia de competencia" que los conduce a intervenir en los asuntos públicos con todo su peso específico?

El activismo político de los militares en cuanto cuerpo, que difiere de los pronunciamientos tradicionales de generales ambiciosos o descontentos, se expresará en gran cantidad de países de manera espectacular en la década de los veinte y los treinta. En aquel entonces los oficiales se sublevan las más de las veces contra el status quo. Los ejércitos entran en escena si así puede decirse por la izquierda. Esas manifestaciones de sectores minoritarios, es cierto, de las fuerzas armadas, generalmente son de temible eficacia. En Chile, en 1924, jóvenes oficiales obligan a un Parlamento conservador a aprobar de urgencia una serie de leyes sociales que andan rodando desde hace meses. Luego exigen la disolución de la Cámara: comenzará un periodo de agitación, de inestabilidad y de reformas colocadas bajo el signo militar que no terminará sino hasta 1932. El espíritu reformador de los oficiales alcistas de 1924-1925 encarna sucesivamente en la dictadura del general Ibañez (1927-1931) y luego fugazmente, pero no sin brillo, en la efímera república socialista de junio de 1932 instaurada por un excomandante de la Aviación, el comodoro Marmaduke Grove, fundador del partido socialista que casi cuarenta anñs después llevará a Salvador Allende al Palacio de la Moneda.

En Brasil, desde 1922, jóvenes oficiales, los tenentes (tenientes), participan en rebeliones esporádicas, improvisadas y sin plan de conjunto, originadas por un malestar político militar difuso frente a la corrupción y las prácticas viciadas de la "vieja republica". El sacrificio de un puñado de tenientes sublevados en el fuerte de Copacabana en julio de 1922, año del centenario de la independencia, se convierte en el símbolo de una aspiración a la pureza y a la justicia en la cual se reconocen las clases medias brasileñas. Nuevos movimientos tenentistas se producen en 1924 en el sur. El fracaso de uno de ellos, prolongado por la "larga marcha" de sus supervivientes a través de la inmensidad del país, se transforma en gesto heroico en favor de la "regeneración" de Brasil. Es la famosa columna Prestes-Costa la que termina lamentablemente tres años después en Bolivia sin haber arrastrado a los caboclos del interior. Por su parte Luis Carlos Prestes, el "caballero de la esperanza", cantado por Jorge Amado, abandona el ejército por el partido comunista del que se convertirá en secretario general. Los otros tenentes se encontrarán en su mayoría detrás de Vargas en la revolución de 1930 que pondrá fin a la república oligárquica. Algunos de ellos serán los inspiradores y responsables del régimen militar de 1964, prueba de la ambigüedad política del tenentismo.

El militarismo reformista toca igualmente a Ecuador en 1925. Una liga de jóvenes oficiales derroca al presidente liberal sostenido por la burguesía exportadora y financiera de Guayaquil. Es la revolución llamada juliana porque tuvo lugar en julio. El primer golpe de Estado de la historia ecuatoriana que no fue un arreglo de cuentas entre grupos dirigentes tiene como objetivo "la igualdad para todos y la protección del proletariado". Durante cinco años, hasta que un golpe de Estado militar, este conservador, ponga punto final a esta experiencia reformista en provecho de las fuerzas más reaccionarias de la Sierra, serán promulgadas las primeras leyes sociales y creadas instituciones que permitan ponerlas en práctica.

Es más tarde cuando en Bolivia jóvenes oficiales, tras la derrota de su país en la guerra del Chaco (1932-1935) que lo oponía a Paraguay, arrebatan el poder a los políticos tradicionales considerados incompetentes y corruptos con la intención de efectuar reformas y luchar contra el dominio de los intereses extranjeros, particularmente petroleros, a los que atribuyen una responsabilidad decisiva en el conflicto de 1932. La fraternidad de las trincheras no contribuyó poco a la formación de una conciencia nacional boliviana. De esta manera los coroneles Toro y Busch presiden de 1936 a 1939 un régimen autoritario antioligárquico y progresista, teñido de xenofobia. Algunas leyes sociales, medidas destinadas a extender el control del Estado en el sistema financiero y los recursos del subsuelo -la Standard Oil es nacionalizada- chocan con el poder de grandes sociedades extractivas. Generales ligados a la rosca minera dejan destruir a partir de 1939 lo que los coroneles habían instaurado. No obstante, en 1943, el comandante Villarroel, apoyado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario que expresa las aspiraciones de renovación de la "gencración del Chaco", se apodera del gobierno. Acusado de simpatías pronazis, se esfuerza con un estilo autoritario por movilizar a las masas desheredadas a partir de un programa de profundas reformas sociales que amenaza directamente los intereses mineros y latifundistas. Una insurrección "popular" en La Paz, desencadenada por la oposición "democrática" que favorece Estados Unidos, pone fin, ahorcando al presidente, al régimen "nacionalmilitar", para gran satisfacción de los "señores del estaño".

Argentina desentona un poco en ese concierto militar si no es que progresista, por lo mcnos siempre hostil al status quo. El primer golpe de Estado del siglo que derroca a un gobierno legal democráticamente elegido es netamente conservador. En septiembre de 1930, el general Uriburu y los cadetes del Colegio Militar echan del poder a Yrigoyen -el presidente radical, candidato elegido de los estratos medios y populares- con los aplausos de la oligarquía. La restauración de las élites conservadoras está a la orden del día. El sistema de "democracia ampliada" instaurado en 1912 será remplazado por un régimen representativo de participación restr ingida suavizado por el fraude. En cuanto a Uriburu, es favorable a una revisión constitucional en un sentido corporativista que fracasa. Está rodeado de impetuosos capitanes de tendencias fascistas a quienes volveremos a encontrar como coroneles o tenientes coroneles "nacionalistas" durante el golpe de Estado de junio de 1943 de donde surge el peronismo.

Si hubiera que hallar una característica común para las orientaciones políticas de los militares de los diferentes países durante este periodo, podríamos decir que está marcada con el signo del nacionalismo. La ambigüedad de comportamientos, a menudo más autoritarios que reformistas hasta en las experiencias "revolucionarias", remite siempre a la voluntad de fortalecer, incluso mediante la justicia social, el potencial económico, humano y por ende militar de la nación. Orientación que se enfrenta a las políticas de desarrollo autonómo o autocentrado que florecen en ese entonces y persiguen el objetivo de "sustituir las importaciones".

La guerra fría en el Nuevo Mundo

La sombra proyectada del conflicto Este-Oestc llega muy tarde a América Latina, esfera de influencia "reconocida" de Estados Unidos desde 1945. Esta nueva circunstancia política se remonta si no a la entrada de Fidel Castro a La Habana, por lo menos a la ruptura del régimen castrista con Estados Unidos en 1960-1961. Un régimen comunista se instalaba a un centenar de kilómetros de Florida en el "Mediterráneo estadunidense". Y ese "primer territorio libre de América" pretendía constituir un modelo para los países hermanos de la región.

Desde fines de la segunda guerra mundial, que consagró la hegemonía total de Estados Unidos en el continente, paralela al debilitamiento de Gran Bretaña, antigua metrópoli económica, y de los otros países europeos, vencedores o vencidos, Estados Unidos instauró los instrumentos diplomáticos y luego los dispositivos militares necesarios para una coordinacion (ligera) de los ejércitos latinoamericanos bajo el báculo del Pentágono. En 1947, el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), firmado en Río de Janeiro, establece los principios dc una solidaridad colectiva frente a una agresión extracontinental. En 1948, la Carta de Bogotá (que crea la Organización de Estados Americanos) prevé modalidades de resolución pacífica de los conflictos entre estados miembros. Cuando estalla la guerra de Corea. Estados Unidos firma (entre 1952 y 1955) tratados bilaterales de asistencia militar con una docena de países de América Latina, en el marco de la Mutual Security Act votada por el Congreso en 1951. Ni hablar de una integración defensiva del tipo de la del Atlántico Norte. América Latina no es una zona de alta prioridad militar. El comunismo allí no representa para Washington un peligro presente, a pesar de la "advertencia" guatemalteca de 1954. No obstante, a principios de la década de los sesenta, el desafío cubano modifica las concepciones estratégicas de Estados Unidos. Con el impulso del Pentágono, los ejércitos del continente adoptan nuevas hipótesis de guerra en función del tipo de amenaza que supuestamente tendrán que afrontar en adelante: esta "mutación kennediana" del papel de los militares latinoamericanos implica una redefinición del enemigo y la adopción de doctrinas llenas de consecuencias políticas inmediatas. En adelante se privilegia la lucha contra el "enemigo interior". Frente al peligro de "subversión comunista", las fuerzas armadas del continente se entrenan para la lucha contrarrevolucionaria. La seguridad nacional remplaza a la defensa nacional. La vigilancia y el alarmismo antisubversivo de los militares fomentados por Washington desembocan en la persecución del comunismo en todas partes. Cualquier tentativa de cambio social, sobre todo si consigue el apoyo de partidos de izquierda locales, es asimilada a la revolución. En ese clima de tensión, los ejércitos se oponen pues a cualquier reforma y a cualquier política exterior no alineada con el país líder del "mundo libre". Es así como, de 1962 a 1967, los nuevos "cruzados de la guerra fría" desencadenan golpes de Estado en serie en nueve países de la región. Los ejércitos derrocan preventivamente a gobiernos considerados demasiado débiles con respecto al peligro comunista o demasiado tibios en su solidaridad con Estados Unidos. Es la época del gran temor al castrismo en América Latina. En muchas partes florecen guerrillas, sin gran éxito, por lo demás, hasta 1968.

Fecha

País

Presidente derrocado

marzo 1962

Argentina

Arturo Frondizi

julio 1962

Perú

Manuel Prado

marzo 1963

Guatemala

Miguel Ydígoras Fuentes

julio 1963

Ecuador

Julio Arosemena Monroy

septiembre 1963

Rep. Dominicana

Juan Bosch

octubre 1963

Honduras

R. Villeda Morales

abril 1964

Brasil

João Goulart

noviembre 1964

Bolivia

V. Paz Estenssoro

junio 1966

Argentina

Arturo Illia

En efecto el gobierno de Cuba, acusado desde 1960 de "exportar" la revolución y expulsado de la organización interamericana, intento transformarse en centro mundial de difusión y de iniciativa revolucionarias. De esta manera se reunía en La Habana en enero de 1966 la Conferencia Tricontinental, nuevo Bandung revolucionario. Y en julio-agosto de 1967, en la capital cubana, la Conferencia de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad) consagraba oficialmente los múltiples intentos de establecimiento de focos "guerrilleros" de acuerdo a la estrategia castrista en América Latina. Sin embargo en Bolivia, una audaz tentativa de hacer de los Andes la Sierra Maestra de América del Sur tuvo como saldo la muerte, en octubre de 1967, del mítico lugarteniente de Castro, Ernesto Guevara... Ese fracaso marca el principio de la desvinculación cubana y simboliza el final de una etapa. La tensión provocada por esta nueva realidad internacional que es el "castrismo" tiene momentos álgidos, como la tentativa de invasión de Cuba por mercenarios apoyados por Estados Unidos, en abril de 1961, o más aún la crisis de los misiles de octubre de 1862, que repercute en la vida política de los estados de la región. La intervención militar estadunidense en la guerra civil dominicana en 1965, para evitar una "nueva Cuba", constituye igualmente una cresta de esta tensión.

Una nueva coyuntura se perfila en 1968, cuyos efectos se harán sentir sobre las orientaciones políticas de los militares latinoamericanos hasta 1973. Se produce un innegable "deshielo" interamericano, que permite a las tendencias nacionalistas de los ejércitos dejarse oír tras un periodo durante el cual, en virtud de la "teoria de las fronteras ideológicas", la nebulosa "occidental y cristiana" parecía haber remplazado al Estado-nación en la jerarquía de las lealtades militares. Esta distensión es debida a causas múltiples y concomitantes. En Cuba se inicia un periodo de repliegue. Los problemas domésticos toman la delantera sobre la solidaridad internacionalista. La presión de la Unión Soviética. cuya ayuda económica, financiera y militar es indispensable para la supervivencia de la experiencia cubana, y que habia dado a conocer su desacuerdo con el "aventurerismo" de la política de lucha armada preconizada por Cuba, tuvo mucho que ver también en el aplazamiento de la esperanza de crean "varios Vietnam" en América Latina o de establecer una "segunda Cuba" en el continente. En Estados Unidos, si bien no se olvidó la existencia de un Estado comunista en el Caribe, el estancamiento vietnamita y la interminable crisis de "Medio Oriente" eclipsaron la "amenaza castrista". La nueva administración republicana de Nixon adopta una política de low profile con respecto a América Latina.

Es en esas circunstancias como los militares que se apoderan del poder entre 1968 y 1972 en los estados del continente restablecen el nacionalismo reformista de principios de siglo. Para los militares peruanos en torno al general Velasco Alvarado, que derroca a las autoridades civiles en octubre de 1968, así como para el general Torrijos que toma el poder en Panamá casi simultáneamente, la hora de la "revolución por el estado mayor" ha sonado. Una versión inconsistente de ese "pretorianismo radical" aparece igualmente en Ecuador donde el general Rodríguez Lara se proclama en febrero de 1972 "revolucionario, nacionalista, social humanista y en favor de un desarrollo autónomo". En diciembre del mismo año, también los oficiales hondureños ponen el arma a la izquierda e instalan un gobierno militar encargado de "actualizar la economía y la sociedad nacional", sobre todo mediante una reforma agraria. En Bolivia, el oportunista viraje a la izquierda de un régimen militarizado conservador bajo el general Ovando, desemboca en el efímero gobierno popular del general Torres, sostenido por los partidos marxistas y los sindicatos, erigidos en "doble poder" en un desbordamiento de lirismo neoleninista que provoca un contragolpe de Estado de la derecha militar. A ello podrían añadirse evoluciones paralelas, como el breve éxito de un nacionalismo militar en Argentina en los primeros meses del peronismo restaurado en 1973. Así vemos que en la reunión de comandantes en jefe de los ejércitos americanos de Caracas ese año, el comandante peruano Mercado Jarrín y su homólogo argentino el general Carcagno oponen a la "doctrina de la seguridad nacional" teorías heréticas sobre la seguridad económica, el desarrollo autónomo y la justicia social. Esta "escampada" o esta aventura fueron de corta duración.

1973, año del desmantelamiento de la Unidad Popular Chilena por militares hasta entonces respetuosos de la democracia, también es aquel en que la "Suiza de América del Sur", el modesto Uruguay, cae bajo la férula de sus legiones. En marzo de 1976, una nueva intervención militar en Argentina entierra las esperanzas de una instauración duradera de la democracia: los militares no dejaron el poder tres años atras sino para regresar fortalecidos. Los tres regímenes que surgen entonces tienen en común su carácter sangriento1 y represivo, su voluntad contrarrevolucionaria de hacer para siempre imposible el regreso de la subversión o de la hidra del comunismo. Las reformas socialistas efectuadas pacíficamente por un gobierno legal en Chile, la debilidad del sistema democrático frente a guerrillas ya militarmente vencidas en Uruguay y Argentina fueron los pretextos que los militares de esos tres países utilizaron para importar su dictadura terrorista.

¿La era de la desmilitarización?

Lo propio de 1os regímenes militares en América Latina es su inestabilidad así como su carácter provisional o, por lo menos, no permanente. Tampoco es sorprendente el que hasta los más feroces de ellos hayan cedido poco a poco el lugar a los civiles, y que las instituciones representativas hayan sido nuevamente restauradas. Si bien no es sorprendente el que las dictaduras se liberalicen restableciendo las libertades y los derechos de los ciudadanos o que organicen su propia institucionalización por vías democráticas, y hasta que abandonen un poder que se les escape a causa de repetidos fracasos o de una discordia insuperable entre sus dirigentes, sin duda es más raro ver un reflujo de regímenes militares como el que comienza en 1979. Evidentemente este reflujo es semejante a la oleada militarista que sumergió al continente de 1962 a 1976. Así, la desmilitarización que comienza con las elecciones ecuatorianas de 1979, seguidas por el regreso a la democracia de Perú en 1980, de Honduras en 1981, de Bolivia en 1982, de Argentina en 1983, de Uruguay y Brasil en 1985, no deja fuera de este universo representativo en expansión más que a la arqueodictadura paraguaya y al Chile del general Pinochet. Ciertamente haríamos mal en confundir bajo una misma etiqueta evoluciones y procesos muy diferentes. El retiro de los pretorianos no tiene en todas partes las mismas causas ni la misma amplitud, aun cuando un efecto de contagio y una coyuntura favorable están presentes en todos los casos. En Honduras, una dictadura militar más bien civil fue remplazada, al término de elecciones libres, por un régimen constitucional enormemente militarizado, a causa particularmente de los conflictos centroamericanos. Los militares argentinos se derrotaron a sí mismos por el fracaso de su lamentable aventura del Atlántico sur en 1982, que no hacía sino agregarse a su siniestro record en la violación de los derechos humanos. En Uruguay, cláusulas constitucionales transitorias negociadas con los partidos dan a los militares, que controlaron hasta el final la transición, cierto derecho de fiscalización temporal sobre la democracia recuperada. Por último en Brasil, donde el régimen semiautoritario y semicompetitivo desde 1974 nunca había suprimido totalmente los procedimientos representativos ni proscrito a los partidos o cerrado las asambleas, la apertura iniciada en 1974 y que debía permitir la "legalizacion" del regímen o su legitimación constitucional desembocó, a pesar de las "elecciones de quien pierde gana" y de los diversos subterfugios jurídicos para permitir al partido oficial minoritario conservar el poder, en una victoria de la oposición democrática que nada permitía prever. A pesar de la negativa de restablecer la elección directa del presidente dc la República por sufragio universal, la dinámica de la democracia modificó las previsiones del poder asegurando la victoria del candidato de las oposiciones, Tancredo Neves, coya repentina desaparición no frenó el proceso de democratización.

Si bien es cierto que las dictaduras también mueren, no lo es menos el que su postración y su fallecimiento no carecen de relación con la coyuntura. Los efectos de la crisis económica y del endeudamiento exterior sobre sus bases sociales no podrían ser ignorados. Esos regímenes que trataban de legitimarse a través de sus éxitos económicos o por lo menos por las ventajas que otorgaban a algunos estratos sociales privilegiados, se hallan socavados y puestos al desnudo por el hundimiento económico. Por lo demás la erosión de su apoyo se traduce inmediatamente en el súbito crecimiento de la "demanda democrática", que afecta a sectores hasta entonces poco exigentes en materias de participación cívica. Sin duda la política de Estados Unidos con respecto a las dictaduras también desempeña igualmente un papel determinante. Menos por el hecho de que algunos sectores del aparato de Estado norteamericano dejen de favorecer manejos antidemocráticos que porque la política oficial de Washington consiste en apoyar resueltamente a las democracias dando eventualmente con la puesta en las narices a los aprendices de dictadores, mientras los intereses norteamericanos no estén en juego.

Asimismo la política de derechos humanos de Carter contribuyó, a pesar de algunas torpezas contraproducentes, a poner en marcha el movimiento. Incluso logró hacer abortar golpes de Estado victoriosos. Fue el caso de Bolivia donde el coronel Natusch Busch se apoderó del poder en octubre de 1979 pero sólo pudo mantenerse diecisiete días a causa del ostracismo de Washington y de los países vecinos, miembros del Pacto Andino, alentados por Estados Unidos. No obstante, en julio de 1980, el general García Meza instauraba con éxito un régimen militar que duró más de dos años a pesar del oprobio internacional: el presidente Carter, al final de su mandato, ya no tenía autoridad suficiente para oponerse. Una de las singularidades de esta ola de desmilitarización, es que la llegada de una administración republicana y de un presidente en los antípodas del moralismo de su predecesor y decidido a fortalecer el poderío americano en el mundo no generó en ese terreno cambios espectaculares. La política dura de Reagan en América Central y el Caribe para "contener" al comunismo, de ninguna manera se tradujo en América del Sur en una complacencia contrarrevolucionaria con respecto al militarismo usurpador. Una prueba: durante los cuatro años de su primer mandato presidencial ninguna democracia sucumbió a un golpe de Estado en el continente, incluso en situaciones tan precarias como las del gobierno de Bolivia, de 1982 a 1985. En ese país, a pesar de la debilidad y la división del poder legal enfrentado a un ejército siempre dispuesto a instalar a uno de sus generales en la presidencia, las múltiples tentativas de alzamiento fueron cortadas de raíz.

Pueden hallársele distintas razones a esta aparente paradoja. La primera, y la más profunda, podría ser que los "encargados de la toma de decisiones" estadunidenses comprendieron, después de Cuba y Nicaragua, que apoyar a dictaduras impopulares porque son firmemente proestadunidenses es el mejor medio para dejar la mesa puesta al comunismo, mientras que ninguna democracia en ese continente ha permitido hasta ahora la instalación de un régimen marxista leninista. La segunda hipótesis, la más verosímil por ser la más coyuntural, es que la política centroamericana de Estados Unidos, su hostilidad militante contra el régimen sandinista y su asiduo apoyo al gobierno de El Salvador contra las guerrillas se justifican por la defensa de la democracia contra el "peligro totalitario". La eficacia de esa cruzada democrática no puede sino ser reforzada por una política sudamericana de disuasión del militarismo. Ese apoyo táctico a los civiles y al orden representativo, que algunos asimilan erróneamente al benign neglect de la América del Sur bajo Nixon, no se realiza sin tomar en cuenta igualmente la ineficacia económica de los militares y el peligro que representa su creciente impopularidad.

Si bien las elecciones no son la democracia, el "crepúsculo de las tiranías" tampoco significa que el paréntesis militar se haya cerrado para siempre. El presente de 1961 invita a la prudencia: un sólo dictador subsistía en aquel entonces en toda América del Sur, el general Stroessner en Paraguay. Sabemos lo que ocurrió a partir del año siguiente. Para los gobiernos civiles que se instauran en la primera mitad de la década de los ochenta, la herencia de los militares es pesada. En la mayoría de los casos, una deuda externa que, con algunas excepciones, no tiene contrapartida ni en infraestructuras útiles ni en inversiones productivas, un elevado desempleo, a veces daños irreversibles al tejido industrial, para no hablar de las múltiples secuelas de las violaciones de los derechos humanos. El balance que tienen que enfrentar es pues sombrío y no facilita el establecimiento de regímenes de participación donde los conflictos sociales pueden manifestarse libremente. El desafío es tanto mayor cuanto que tras los años de "vacas flacas" la opinión pública, y sobre todo los más desfavorecidos, esperan del regreso a la democracia si no un milagro, por lo menos un mejoramiento tangible de sus condiciones de vida. Además de eso, no hay que olvidar que los militares, si bien dejan el gobierno, no abandonan totalmente el poder. Aún cuando, en la mayoría de los casos, no logren institucionalizar su derecho de fiscalización sobre el funcionamiento de la democracia, están presentes. El aparato de control político/policiaco organizado bajo su tutela queda generalmente en sus manos, ya se trate de tentaculares redes de informaciones o de comandos paramilitares de financiamiento extrapresupuestario. El poder militar, espada de Damocles o estatua del comendador, sigue pues constituyendo un elemento de la vida política en la mayoría de los Estados recientemente democratizados. La desmilitarización es una tarea de larga duración.

Modelos y mecanismos de la militarización

No existe una sola explicación dcl poder militar en América Latina, y tampoco hay un sólo tipo de régimen de dominación marcial, idéntico a través del tiempo y el espacio. Desde luego todos los estados militares tienen un aire de familia a causa de la naturaleza de la institución que usurpa el poder, pero las formas de los gobiernos militares son relativamente variadas. Podemos distinguir esos regímenes según criterios políticos, objetivos o pretensiones institucionales por una parte, con relación a la cultura política nacional por la otra y finalmente en función de la naturaleza de sus proyectos socioeconómicos.

Dejando de lado las dictaduras patrimoniales o "sultanísticas", para hablar como Max Weber, cuyo carácter militar es a veces discutible, podemos distirguir en el caso de los dos primeros criterios: 1) gobiernos militares provisionales y regímenes constituyentes; 2) un militarismo reiterativo y cuasiinstitucionalizado frente al cataclismo autoritario o al militarismo catastrófico.

Los regímenes militares provisionales o caretakes son más bien raros en nuestros días. Son gobiernos transitorios y que se anuncian como tales tras el derrocamiento del poder en funciones. Se establecen como objetivo devolver el gobierno a los civiles según procedimientos legales. A veces precisan cuanto durará su misión desde su instalación. Los gobiernos que se instalan a la caída de Vargas en Brasil en 1945 o tras la caída de Perón en Argentina en 1955 son muestras de ese modelo, que raramente se encuentra en estado puro. Revoluciones de palacio en regímenes autoritarios pueden igualmente preparar una transición marcial y provisional al orden constitucional: el breve mandato del general Lanusse que aseguró las elecciones de 1973 en Argentina o el más largo interregno del general Morales Bermúdez que sucedía a la "primera fase" del régimen militar peruano de 1968 responderían a la misma definición. No obstante tras la "revolución brasilena" de 1964, todos los regímenes militares latinoamericanos profesan manifiestamente intenciones constituyentes. En ese sentido, no fijan ningún límite a su existencia pero pretenden modificar las reglas del juego político o realizar cambios en el orden sociopolítico antes de transmitir sus poderes. La frase "tenemos objetivos y no plazas repetida hasta la saciedad por argentinos, bolivianos, uruguayos o chilenos resume bastante bien su justificación y especificidad.

Bajo el ángulo de la cultura política, el militarismo reiterativo o cuasiinstitucionalizado es uno de los modelos más frecuentes de la dominación pretoriana a pesar de la ideología política dominante, fundamentalmente liberal. Se caracteriza por la alternancia de gobiernos civiles y de regímenes rnilitares. La militarización de la política es el corolario de la politización de los militares, convertidos en interlocutores obligados de la vida pública. De la "república de los coroneles" salvadoreños que cuida su fachada constitucional, hasta 1972 por lo menos, a la Argentina posterior a 1930 donde una sucesión de intervenciones marciales y de regresos a los cuarteles marca una vida política pretorianizada, podemos hallar múltiples formas de esa hegemonía. En Bolivia, de 1964 a 1982, las facciones y los clanes militares se enfrentan y destrozan de manera que el poder fuerte no es menos inestable o frágil que los gobiernos civiles. En Brasil, la usurpación militarista de 1964, que era continuación de las "intervenciones rectificadoras" anteriores, frutos de la interacción entre grupos de oficiales y partidos, por el contrario puso en pie un sistema institucionalizado y relativamente duradero.

Frente a ese militarismo crónico que engendra regímenes múltiples, cíclicos y discontínuos cuya naturaleza militar por lo demás no siempre es patente, podemos distinguir un militansmo de ruptura en estados sin pasado o tradición de inestabilidad facciosa. El fenómeno autoritario reviste allí una dimensión catastrófica. Generalmente marca el final de un largo periodo de estabilidad constitucional. Uruguay y Chile han sufrido ese tipo de experiencia, que nos invita a apreciar el advenimiento de un régimen militar en función dc la cultura política nacional y de las formas institucionales anteriores.

Si consideramos los proyectos socioeconómicos de esos regímenes, evidentemente podemos oponer los gobiernos conservadores a los autoritarismos reformistas, aun cuando ese ejercicio no siempre es sencillo, a tal grado la institución militar Y su gusto por el orden uniforman los comportamientos y hacen poco claras las intenciones Si deseamos precisar un poco esta distinción, situarla en el tiempo v hacerla más completa, podemos -sobre la base de una literatura ya abundante, y por ende de cierto consenso de los observadores-considerar, en la década de los sesenta y los setenta cuatro modelos:

a) El modelo patrimonial de las dictaduras familiares, cuyo proyecto socioeconómico difícilmente va más allá de la prosperidad privada y el enriquecimiento dinástico. Somoza, último del apellido, lo atestigua hasta 1979 así como, más discretamente, la dictadura olvidada del general Stroessner en Paraguay.

b) Las revoluciones hechas desde arriba y su reformismo pasivo: el Perú del general Velasco Alvarado constituye su forma más clásica y acabada pero no la única, como hemos visto.

c) Los regímenes burocráticos "desarrollistas". Su objetivo: sustraer el desarrollo acelerado y "asociado" al capital extranjero al debate político y a las presiones sociales. El Brasil posterior a 1964 y la Argentina de 1966-1970 corresponden a esta orientación.

d) Regímenes terroristas y neoliberales: este último avatar del militarismo esta representado por las dictaduras que se establecen a partir de 1973 en Uruguay, Chile y Argentina. Su novedad se debe a la alianza de una violencia represiva inédita y del liberalismo economico más voluntarista, si no es que el más ortodoxo. Su ambición común es reestructurar la sociedad a fin de establecer si no un orden contrarrevolucionario permanente, por lo menos una vida política y social sin riesgo pare el statu quo.

La variedad de esas experiencias no habla en favor de una explicación única del militarismo latinoamericano. Lo cual de ninguna manera significa que la comprensión de ese fenómeno tenga que buscarse en la especificidades nacionales o esté totalmente prohibida El sentido v la naturaleza de las intervenciones militares están, como hemos visto, ligados a la coyuntura continental y particularmente las relaciones de Estados Unidos con América Latina aun cuando ese condicionamiento no tiene nada de mecánico. En el plano interior, la inestabilidad y la usurpación marcial no carecen de relaci6n con los problemas y las crisis de la participacion social y politica. La dialéctica entre dominación y apertura política está generalmente presente en las relaciones entre los ejércitos y el poder. Ya sea que los militares compartan 1a hostilidad de las minorías dominantes a una participación mayor, sentida como una amenaza a la estabilidad social o al desarrollo económico. O por el contrario, que a los militares les inquiete la incapacidad de una élite dirigente o de un gobierno aislado de crear un consenso movilizador, o más simplemente de gobernar eficazmente y sin sobresaltos. En el primer caso, un golpe de Estado conservador, o una intervención restrictiva son probables. En el segundo, es la apertura social controlada, y 1a reforma ceñida las que están a la orden del día. En efecto los ejércitos en América Latina no están por definición, naturaleza o formación al scrvicio de actores sociales o políticos internos o externos. Constituyen un factor en juego y asumen, en función de sus propios valores y de las hipótesis de guerra que elaboran, la defensa más o menos transitoria de ciertos intereses sociales. Por ello ni las matrices instrumentalistas ni el discurso conspirativo nos ayudan a comprender un fenómeno cuya innegable imposición no implica necesariamente la fatalidad.