Fuentes Carlos.
Nuevo Tiempo Mexicano.
Series Nuevo Siglo.
Aguilar. México, 1994.
pp. 55-80.
Imaginar el pasado, recordar el futuro
Recientemente, el periodista Raúl Cremoux nos preguntó
a un grupo de mexicanos: "¿Cuándo empezó México?"
Un tanto perplejo, consulté mi respuesta con un amigo
argentino, toda vez que la Argentina es, en América Latina, el polo
opuesto de México, tanto geográfica como culturalmente.
Mi amigo, el novelista Martín Caparrós, me contestó
primero con un famoso chiste:
"Los mexicanos descienden
de los aztecas. Los argentinos descendimos de los barcos".
Y es cierto: el carácter migratorio, reciente, de la Argentina
contrasta con el perfil antiquísimo de México.
Pero
Caparrós me dijo algo más:
La verdadera diferencia
es que la Argentina tiene un comienzo, pero Mexico tiene un origen.
Se puede decir con cierta facilidad cuándo comenzó algo. Es mucho más difícil entender cuándo se originó algo.
Yo quisiera poseer la convicción o la clarividencia necesarias para definir el origen de México, para ponerle fecha precisa a nuestro país, pero siempre me encuentro con numerosas dudas que se me vuelven preguntas:
¿Empezó "Mexico" cuando creció en su suelo la primera planta de maíz?
¿O aquella noche en que los dioses se reunieron en Teotihuacán y decidieron crear al mundo?
¿Comenzamos con la agricultura, o con el mito?
¿Con el hambre de la palabra, o con la palabra del hombre?
¿Quién dijo, en México, la primera palabra?
¿Hubo siquiera una primera palabra, o bastó escuchar el rumor desarticulado, el ladrido del perro, el trino del ave, la oración del sufriente, para convocar un mundo?
Y algo más: ¿Nació México aislado, singularmente, o somos, desde un principio, origen y destino de vastas migraciones, hermanados con el resto del mundo por los pies de muchos caminantes?
Hay diversos orígenes posibles para una tierra tan vasta, tan antigua y tan misteriosa como la nuestra, y todavía tan poco explorada hacia el pasado y hacia el porvenir: mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el enigma del crepúsculo y, en verdad, no se cuál es cuál, pues ¿no contiene cada noche el día que le precedió, y cada mañana la memoria de la noche que le dio origen?
No son, todas éstas, preguntas ociosas en el México de 1994, cuando los misterios del pasado y los del futuro parecen unirse para pedirnos, no sólo información, sino imaginación; no sólo razón, sino verdad. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Nuestro conflictivo presente nos obliga a todos a repensar la visión que tenemos de nuestro país.
Un pueblo, escribió el historiador francés Jules Michelet, tiene derecho a imaginar su futuro. Yo añado que tiene también el derecho a imaginar su pasado.
En el umbral de un nuevo tiempo mexicano, me detengo a celebrar un acto de la memoria y de la imaginación, invirtiendo los términos usuales del tiempo: quiero imaginar un pasado y recordar un porvenir, prometido en parte por ese pasado, desvirtuado otro tanto por él, obstaculizado a la vez que animado por cuanto hemos sido, somos y queremos ser.
Algo es cierto: nosotros hicimos el pasado y somos responsables de él,
a menos de que, conscientemente, queramos ser olvidados cuando, inevitablemente,
nosotros mismos seamos el pasado.
Las cenizas de Salgado
Regreso a una noche de lluvia un viernes del mes de agosto de 1988, después de las elecciones nacionales de julio.
Félix Salgado Macedonio, candidato a diputado del Frente Democrático Nacional (FDN) por el segundo distrito de Guerrero, subió a la tribuna del recinto legislativo de San Lázaro, constituido en Colegio Electoral, con dos costales al hombro. Desde la tribuna vació el contenido de los costales: miles de boletas electorales cruzadas a su favor y quemadas total o parcialmente, a fin de despojarlo de su victoria y dársela al candidato oficial del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Filiberto Vigueras.
En el acto de vaciar sus sacos, Salgado Macedonio arrojó un puñado de polvo volcánico en el rostro de la política tradicionalmente practicada en México. Su Viernes de ceniza tuvo éxito. El Colegio Electoral negó los resultados oficiales de la elección, le dio a Salgado su legítima curul, y consoló a su opositor priista, Vigueras, con un escaño de representación proporcional.
Pero recordando las cenizas de Salgado, recuerdo también el brillante capítulo inicial del libro del poeta romántico francés, Alfred de Musset, Las confesiones de un hijo del siglo. Inclinado sobre el tránsito de la era napoleónica a la Francia burguesa de Luis Felipe, el poeta nos recuerda que el pasado y el porvenir nunca se divorcian totalmente, sino que uno y otro coexisten en nuestro tiempo. Cada paso que demos en nuestro siglo, concluye De Musset, toca al mismo tiempo un suelo de ruinas y otro de semillas.
Ruina y semilla, las cenizas de Salgado caen sobre nuestra tierra con su doble rostro de premonición y recuerdo: son las cenizas pero también los surcos de una tradición política que viene de muy lejos, se nutre de muchas tradiciones y alimenta muchos fuegos. Pues detrás de los sacos vaciados del diputado por Guerrero está toda la historia de México. Y aunque queramos arrojar las cenizas al viento, no podemos apagar el volcán de nuestra historia política ni prometer, como la Biblia, que derrumbaremos las montañas y elevaremos los llanos.
Llamémoslo tradición, llamémoslo pasado, llamémoslo, como lo he hecho a lo largo de estas páginas, tensión entre presente y pasado, entre tradición y renovación: tal es el latido del corazón histórico de México.
Sístole y diástole han sido, de una parte, el impulso centralizador, autoritario, religioso, conservador, y, de la otra, el movimiento descentralizador, democratizador, laico y modernizante. El primer movimiento, el centrípeto, se presentó originalmente con la máscara del monarca azteca, cuyo título oficial, el tlatoani, el señor de la gran voz, designa sus atributos autoritarios: el rey es el dueño absoluto de la palabra. La monarquía española le dio a México un sistema vertical y autoritario no demasiado distinto del de Moctezuma, pero con una variante: la metrópolis quedaba lejos de la colonia. De 1521 a 1700, los Austrias se mostraron remotos, paternalistas, pero astutos para minar las pretensiones de rango y poder autónomo de las élites criollas. Entre 1700 y 1821, en cambio, los Borbones, verdaderas hormigas dinásticas, centralizaron, intervinieron, modernizaron, convencidos de que la función de la corona hispánica era promover el desarrollo de la península y el de las colonias proporcionar la materia prima y la mano de obra barata necesarias para la prosperidad de España.
Bajo los Habsburgos, las élites coloniales midieron ingenios con la monarquía, creando sus propios sistemas de explotación de las minas, las haciendas y el trabajo indígena. Mientras Carlos V dejaba caer sobre la colonia novohispana una lluvia de leyes proclamando el dominio eminente de la corona sobre tierras, aguas y subsuelo y protegiendo a los indígenas y sus comunidades, la oligarquía criolla proclamaba su propio credo: "La ley se obedece pero no se cumple".
La distancia entre la corona y la colonia, entre la legalidad y la realidad,
entre la autoridad ejercida legítimamente y la abusada de facto:
el vacío fue llenado por la pléyade de los caciques, los jefes
locales y sus clanes -familias, asociados, guardaespaldas, matones a sueldo,
amantes- que gobernaban de hecho al México profundo, imponiendo su
capricho personal por encima de las instituciones públicas y las
leyes. El caciquismo sigue vivo, en México y en Latinoamérica,
a todos los niveles de la vida local y concreta.
Los hijos de César Augusto y Santo Tomás
Pero dos factores más, y mucho más filosóficos, deben ser evocados si queremos entender la tradición política mexicana. Uno es el hecho de que, durante trescientos años, México, junto con toda la América española, fue a una sola escuela política, la de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Las enseñanzas de la escolástica católica se encuentran grabadas en el alma misma de la política mexicana. Proponen una meta superior, el bien común, a la cual quedan supeditados todos los demas valores, sobre todo los individuales. Priva la comunidad sobre el individuo. Y los valores de la comunidad no son obtenibles mediante el capricho electoral sino en virtud de la unidad ejercida por un solo hombre en nombre de todos. La gracia política, como la divina, no se obtiene sin intermediarios. A la jerarquía eclesiástica le corresponde la mediación de la gracia, afirma San Agustín en su histórica disputa con el hereje Pelagio, para quien, contrariamente, la abundancia de la gracia de Dios era asequible a cualquier moral; Lutero heredo a Pelagio; nosotros, a San Agustín.
El otro factor común es el del derecho romano y las prácticas imperiales de Roma. La gran revolución jurídica de Roma fue la publicación de la Ley de las XII Tablas a mediados del siglo V a fin de ser hecha pública y conocida por todos: la ignorancia de la ley, por ello, no excusa su cumplimiento; pero, también el capricho autoritario queda excluido, así lo sancione la costumbre.
Bajo Augusto, sin embargo, la publicidad del derecho escrito sufrió una modificación notable. La Ley Triboniana dio todo el poder a César. Pero en la práctica, César debía confrontar realidades socioeconómicas, promoviendo a su propia meritocracia, fiel a Augusto. La burocracia cesárea se convirtió en el centro del poder imperial y en el fiel de la balanza en las pugnas promovidas por César entre la nobleza y la plebe a fin de fortalecer al imperio. De este modo, César podía favorecer un día a la nobleza para socavar a los demagogos populistas, pero al día siguiente podía favorecer al pueblo para socavar las ambiciones de la nobleza. Manipulación, pero también compromiso.
Las políticas imperiales romanas, benditas por la filosofía política católica, legitimaron al imperio español. El precio a pagar fue el sacrificio de la cultura democrática de la España medieval -Cortes, cartas ciudadanas, poderes judiciales independientes, protección de intereses económicos de la clase media- fatalmente condenada por la victoria del joven emperador Carlos V contra las Comunidades de Castilla en Villalar. El año es 1521, el mismo en que México-Tenochtitlán se rinde a Cortés. Si alguna vez un conquistador deseó crear un orden democrático en América, no lo demostró, ni la corona se lo hubiese tolerado.
Cuando nos independizamos de España en 1821, tres siglos después de la conquista, el movimiento liberal y modernizante decidió dejar atrás el pasado. Junto con las demás repúblicas hispanoamerieanas, nos lanzamos a la imitación extralógica de las leyes francesas, britanicas y norteamericanas, convencidos de que su simple transferencia a nuestro suelo pobre, explotado e injusto, nos convertiría instantáneamente en sociedades prósperas y democráticas. Este ejercicio de la Democracia Nescafé olvidó una cosa pero consagró otra. Olvidó que no podía haber sociedad democrática sin continuidad cultural. La renuncia independentista al pasado indígena, juzgado bárbaro, y al pasado español, juzgado oscurantista, nos obligó a improvisar una cultura democrática inexistente. En cambio, la nación fue eregida como un compromiso entre el imperialismo español derrotado y los separatismos caciquiles (las republiquetas en Suramérica) animados por el derrumbe del imperio español ayer como por el del imperio soviético hoy.
Enfrentado al sueño liberal, el partido conservador mexicano apoyó la continuidad del orden colonial. Los liberales querían un país legal. Pero sus fachadas constitucionales sólo escondían al país real que los conservadores querían conservar. Entre el estira y afloja de ambos se creó un vacío político: la discordia y la sangría permanentes. La anarquía alternó con la dictadura. México, dice Enrique González Pedrero, se convirtió en el país de un sólo hombre: Santa Anna, déspota y anarquista a la vez. País a la deriva, México perdió la mitad de su territorio en una guerra injusta iniciada por los Estados Unidos en nombre de su destino manifiesto y estuvo a punto de perder la otra mitad avasallado por las armas del Segundo Imperio Francés, la corona de sombras de Maximiliano y Carlota y la traición del partido conservador, que se anuló a sí mismo como factor político por largo tiempo. La pérdida de los territorios de Texas a California fue la última desagregación del imperio español en Tierra Firme.
La reacción contra Santa Anna fue la revolución liberal encabezada por Benito Juárez. Fue el primer gran triunfo de la facción modernizante, laica, procapitalista (y por ello luterana, protestante) en la historia de México. Separó a la iglesia del Estado, estableció la supremacía del poder civil, despojo a la iglesia, la aristocracia y el ejército de sus privilegios seculares, que todos ellos habían retenido como fundadores del México colonial.
Juárez quiso trasladar estos poderes a una clase media y empresarial democrática, individualista y capitalista. Pero había que pagar dos precios, y fueron tan altos que hicieron imposible el triunto real de la república restaurada. Primero, los derechos comunitarios del campesinado y de las comunidades indígenas fueron denegados a favor de la expansión capitalista: el campesino y el indio fueron reducidos de nuevo a la esclavitud, esta vez en nombre del progreso liberal. Y, en segundo término, la república centralista tenía que ser defendida, primero contra la intervención y el imperio, en seguida como necesidad política, para importar el progreso desde arnba a una población paupérrima, antigua, tradicionalista, invisible.
La república liberal tenía, por todo ello, que ser tan centralizadora como su contrapartida conservadora.
Lo que Juárez sí logró crear es otro de sus múltiples méritos, acaso el mayor de todos -fue un Estado donde antes había un vacío. Porfirio Díaz aprovechó magistralmente la existencia del Estado juarista para darle un contenido autoritario, desarrollista, despótico, que empezó por proteger los intereses de las clases medias, pero terminó enajenado a los intereses económicos extranjeros. Éstos tenían escaso interés en el desarrollo social de México aunque muchísimo en obtener ganancias rápidas de la explotación de materia prima y mano de obra barata.
Díaz terminó por presentarse como testaferro de estos intereses, reprimiendo a las nuevas fuerzas sociales nacidas de las revoluciones decimonónicas -empresarios locales, incipiente clase obrera, intelectuales, pero también clase campesina tradicionalista-: Río Blanco, Cananea, las carceles de Ulúa, las campañas del Yaqui y el Mayo, Valle Nacional: el México Bárbaro. O, como lo definió Francisco Bulnes, el caos congelado.
Cuando el caos se derritió, su nombre fue la revolución.
El compromiso revolucionario
La Revolución mexicana fue un intento -el mayor de nuestra historia- de reconocer la totalidad cultural de México, ninguna de cuyas partes era sacrificable.
Las grandes cabalgatas de los hombres de Pancho Villa desde el norte y de los guerrilleros de Emiliano Zapata desde el sur rompieron las barreras del aislamiento tradicional -indígena y colonial- entre mexicanos.
Ahora, el movimiento revolucionario de todos los mexicanos, a lo largo y ancho del país, funda un nuevo tiempo, el tiempo del reconocimiento mutuo, la aceptación de todo lo que hemos sido, el valor otorgado a todas y cada una de las aportaciones que hacen, de México, una nación multicultural en un mundo, a su vez, cada vez mas variado y pluralista. No nos enganemos: la Revolución mexicana fue una revolución verdadera, tan profunda y decisiva para los destinos de nuestro país como lo fueron las revoluciones francesa, soviética y china, o la norteamericana en sus dos etapas (Washington en el siglo 18, Lincoln en el siglo 19) para los suyos.
La Revolución mexicana, en las palabras del historiador Enrique Florescano, "no es una ilusión ideológica de cambio, es un cambio real que revoluciona al Estado, desplaza violentamente a la antigua oligarquía dominante, promueve el ascenso de nuevos actores políticos, e instaura un nuevo tiempo, el tiempo de la revolución..."
Ese tiempo revolucionario nace de una nueva herida: un millón de muertos en diez años de encarnizados combates; una incalculable destrucción de riqueza...
Muchas de estas heridas cicatrizan gracias al logro mayor de la Revolución: el proceso de autoconocimiento nacional, el descubrimiento de una continuidad cultural que ha sobrevivido a todos los avatares de la historia, pero que aun no se refleja plenamente en las instituciones políticas y económicas del país.
Es en la cultura donde la revolución encarna: pensamiento, pintura, literatura, música, cine... Pues revolución que acalla las voces de la creación y de la crítica, es revolución muerta.
La Revolución mexicana, con todos sus defectos, no silenció a sus artistas: México entendió que la crítica es un acto de amor, y el silencio una condena de muerte.
Somos lo que somos gracias al autodescubrimiento de los años de la revolución.
Somos lo que somos gracias a la filosofía de José Vasconcclos, a la prosa de Alfonso Reyes, a las novelas de Mariano Azuela, a la poesía de Ramón López Velarde, a la música de Carlos Chavez, a la pintura de Orozco, Siqueiros, Diego Rivera y Frida Kahlo...
Nunca más podremos ocultar nuestros rostros indígenas, mestizos, europeos: son todos nuestros.
El espejo de Quetzalcóatl se llenó de caras: las nuestras.
El tiempo de la revolución establece, sin embargo, un compromiso indiscutible.
En esencia, es este: organicemos al país devastado por la anarquía y la guerra.
Creemos instituciones, creemos riqueza, creemos progreso, educación, salud, y un mínimo de justicia social.
Pero, a fuer de buenos escolásticos, mantengamos la unidad, contra la reacción interna, contra las presiones norteamericanas, para lograr las metas de la Revolución: alcancemos el bien común tomista, gracias a la intercesión de la jerarquía agustiniana.
La gracia divina -es decir, la democracia- no la alcanzan los fieles es -decir, los ciudadanos- por sí solos.
Evitemos las dictaduras militares, las permanencias prolongadas en el
poder, los factores del desequilibrio latinoamericano. El ejército
se vuelve institucional, la presidencia también: todo el poder para
Cesar, pero sólo por seis años, nunca más. No reelección,
como lo pidió Madero al iniciar la Revolución en 1910. Pero
Madero también pidió sufragio efectivo. Y este, pleno, transparente,
creíble, luchamos por alcanzarlo. Estamos luchando por alcanzarlo.
No nos rendiremos hasta alcanzarlo.
Cómo funcionó el compromiso
La Revolución, primero épica de la sociedad contra la tiranía, en seguida tragedia de la Revolución contra sí misma, desemboco en un compromiso que trató de equilibrar a las fuerzas en pugna. Se trató, en realidad, de concesiones que la facción carrancista, y luego obregonista, triunfantes, le hicieron a la facción zapatista y villista, derrotadas, aunque muchos de los principios acordados en favor de éstas ya estaban incluidos en los programas de Carranza.
La Revolución comprometida reconoció los derechos de las comunidades agrarias y le otorgó a la clase obrera protección constitucional.
Detrás de estas excepciones extraordinarias al liberalismo clásico, sea en la versión purista de Juarez o en la pervertida de Díaz, se encontraba, sin embargo, un homenaje a la tradición filosófica católica -al mismo tiempo que se perseguía a su iglesia. La revolución secularizó a Santo Tomás y le concedió al Estado nacional los atributos escolásticos de la teleología del bien común mediante la unidad nacional en contra de la reacción interna; en contra de los hacendados que le daban la bienvenida a los maestros vasconcelistas cortándoles orejas y narices; en contra de las compañías extranjeras que alquilaban guardias blancas para liquidar a los obreros sindicalistas; en contra de las constantes presiones de los gobiernos de los E.U.
Igualmente interiorizada en la conciencia de la Revolución, la heredad romana se impuso de manera práctica. Que bueno que existan leyes escritas que, públicamente, declaran los ideales, así como las legitimaciones, revolucionarios. Pero un gobierno tiene que habérselas no sólo con el país legal, sino con el país real: educarlo, comunicarlo, financiarlo, pero también formarlo políticamente. La Ley Triboniana no escrita de los Césares mexicanos fue muy parecida a la de César Augusto: creemos una poderosa burocracia oficial, patrocinemos organizacioncs tanto empresariales como popularcs, y manipulémoslas a favor de nuestro propio poder político.
No estoy diciendo que el Partido Revolucionario Institucional fue fundado por el matrimonio non sancto de César Augusto y Santo Tomás. Sin embargo, su permanencia, sus logros, y finalmente, sus fracasos, son consonantes con el hecho de que un partido político, sirviente, casi indistinguible del Estado, fue más allá de las dos tradiciones en pugna de la historia mexicana y creó una síntesis suprema de nuestra cultura política: liberal y conservadora, cristiana pero laica, revolucionaria aunque reformista, tradicionalista a fuer de modernizante, intervencionalista y laissez-fairista a la vez: un eclecticismo tan contradictorio, aunque fascinante, como la imagen de la Vírgen de Guadalupe adornando los sombreros de las guerrillas zapatistas en el acto de invadir, con propósitos nada sagrados, las iglesias rurales.
Sin embargo, algo a lo que, a pesar de toda su capacidad sintética, el partido de la revolución nunca renunció, fue el centralismo, la dominación de la vida política del centro hacia la periferia y de la cima a la sima.
EI PRI fue fundado primero como el Partido Nacional Revolucionario (PNR) por el llamado jefe máximo, Plutarco Elías Calles, en 1929, a fin de superar el faccionalismo militar que dividía a México y convertía a cada elección en una fiesta de las balas sustituyendo, según las palabras de Calles, a los individuos con las instituciones.
Fue Lázaro Cárdenas, presidente entre 1934 y 1940, quien le dio su verdadera forma y contenido al sistema. Cárdenas organizó a todas las fuerzas que habían contribuido a la Revolución -campesinos, obreros, clases medias en corporaciones dentro del Partido. No fue un gesto banal. Lo acompañaron actos revolucionarios que afianzaron las alianzas de las clases sociales con el Estado y su partido y, a través de ellos, con la nación, sus metas, su independencia y bienestar.
La reforma agraria no sólo les dio tierras a las comunidades; multiplicó, al principio, la producción, liberó al campesino de su inmemorial esclavitud a la hacienda y el latifundio, arrojándolo a un remolino que aún no termina: millones de campesinos desarraigados habrían de emigrar a las ciudades para ofrecerle trabajo barato a la industrialización naciente, o para convertirse en subproletarios a la deriva en las ciudades perdidas de las periferias metropolitanas. Millones más habrían de emigrar al norte, a los E.U. y Canadá, y aún más, tres millones dc campesinos, cada año, habrían de pasar de la agricultura de subsistencia a la agricultura para la exportación.
La nacionalización del petróleo en 1938, la creación de una infraestructura nacional (salud, educación, comunicaciones, agencias de financiamiento estatal), la protección a los sindicatos oficiales, el crecimiento de la industria y de un proletariado industrial abundante y mal pagado, las exenciones fiscales y un mercado cautivo, aislado de la competencia externa, y, después de la segunda guerra mundial, hábil en el manejo de la sustitución de importaciones, crearon una clase empresarial que, por más que criticase la retórica de la Revolución, se aprovechó sin miramientos de sus políticas.
Pero lo mismo ocurrió con las demás clases durante el cardenismo, y ésta es la gran diferencia entre don Lázaro y sus sucesores. Cárdenas sentó las bases para el crecimiento anual de 6 por ciento que México sostuvo entre 1940 y 1980. Construyó la casa que luego paso a habitar la burguesía mexicana. Junto con el Producto Nacional Bruto, crecieron los salarios reales y el poder adquisitivo de toda la sociedad. Aunque las clases medias y superiores fueron favorecidas, las clases trabajadoras y los campesinos recibieron una parte mayor del ingreso nacional que nunca, antes o después. El crecimiento con justicia social: este ideal se logró bajo Cárdenas, pero no el otro elemento de la troika: la democracia política. Pues junto con el desarrollo y la justicia, Cárdenas legó un sistema político sui generis cuyas piezas centrales eran el Presidente y el Partido, ambos al servicio de un Estado nacional que al cabo -esperabamos- fortalecería a México, salvándolo de la anarquía interna y de la presión externa, haciendo posible que el país se impusiera sus propias metas independientes. Para lograrlo, Cárdenas, a la vez, se impuso a si mismo ciertos fines y ciertos límites.
Calles fundó el Partido y se estableció a sí mismo como el jefe máximo, prolongando su poder como el rey detrás del trono más allá de su propia presidencia no reelegible. Cárdenas, escogido por Calles igual que Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, expulsó sin mayor ceremonia al jefe máximo, que abordó un avión rumbo a Los Angeles vestido con su pijama y con un ejemplar de Mein Kampf bajo el brazo. Cárdenas procedió entonces a establecer las nuevas condiciones de la presidencia mexicana: todo el poder para César, pero sólo durante un periodo no renovable de seis años. César no podría sucederse a sí mismo, pero tenía el dcreeho -como Augusto- de designar a su sucesor. El Delfín así escogido, dado el poder del Partido sobre el sistema electoral, fatalmente sería el nuevo César y ejercería sus plenos poderes durante seis años solamente, respetando la regla de la no reelección y designando a su propio sucesor. And so on, and infinitum.
Durante cinco décadas, el esquema funcionó. El descontento nacional lo expresaban candidatos disidentes: José Vasconcelos en los años treinta, Juan Andrew Almazán y Ezequiel Padilla en los cuarenta, Miguel Henríquez Guzmán en los cincuenta. Pero, fundamentalmente, el Partido no permitió que se destejiera su loca tela de Penélope, adicionando éxitos aun cuando los fracasos empezaban a asomar.
El éxito mayor fue la estabilidad política y la paz social. Mientras la América Latina zigzagueaba entre la dictadura y la anarquia y la democracia transitoria era derrocada una y otra vez por el poder castrense, México mantuvo la continuidad constitucional y el desarrollo económico.
("¿Cuál es su deseo mayor como presidente de la Argentina?", le pregunté a Raúl Alfonsín en Buenos Aires. "Concluir mi mandato en la fecha constitucional", me contestó el presidente. "¿Cuándo fue la última vez que eso ocurrió aquí?", insistí. "Ya no recuerdo -dijo Alfonsín-. ¿Hace cincuenta, sesenta, años? ¿EI general Justo? o ¿Roberto Ortiz?". "En México hemos tenido, desde 1934, nueve sucesiones puntuales". Alfonsín no logró su meta: renunció a la presidencia semanas antes de la fecha constitucional).
En un escenario nacional de composición heterogénea -racial, cultural, geográfica, económica- México logró lo que Argentina, a pesar de su homogeneidad, no pudo. Acaso las contradicciones y la variedad mismas de la experiencia mexicana nos obligaron a buscar la síntesis y la estabilidad. Acaso esto era lo que el país, después de veinte años de guerra civil y un millón de muertos, quería.
El hecho es que, durante un largo tiempo, y gracias a las transformaciones revolucionarias que señala Florescano, México fue capaz de sostener el crecimiento, crear una infraestructura moderna, comunicar a un inmenso país incomunicado, liberar fuerzas sociales encadenadas durante siglos, efectuar una vasta transferencia de propiedad, motivar un gran movimiento de poblaciones, crear clases sociales modernas gracias a las iniciativas del Estado, educar a una gigantesca masa de iletrados y alentar la aparición de una nueva y enérgica república de ciudadanos urbanos y de clase media y proletaria.
Pero éste, el éxito mayor del sistema, pronto se volvió
contra el sistema, a medida que las limitaciones del mismo, la usura del
tiempo y la autocomplacencia de los gobernantes, propició el declive
de lo que, sin asomo de cinismo, llegó a llamarse "el milagro
mexicano".
La ruptura del compromiso
¿Por qué entró en crisis el compromiso revolucionario? ¿Por qué la crisis de un sistema de probado éxito, en terminos latinoamericanos, que durante seis décadas ofreció estabilidad política y crecimiento económico a cambio de poderes prácticamente ilimitados?
Entre 1920 y 1940, los tres grandes presidentes de la Revolución mexicana, Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, condujeron, con inteligencia y energía, la transición del viejo país rural, iletrado, incomunicado, semicolonial, al país en desarrollo, conflictivo, liberado y perpetuamente en ciernes de modernidad. La reforma agraria independizó a millones de campesinos secularmente atados al latifundio. Les dio libertad de movimiento; muchos emigraron a las ciudades y allí se convirtieron en obreros. La industrialización mexicana fue activada por la intervención del Estado, la nacionalización del petróleo y la creación de infraestructura. Y sobre todo, la educación extendida a millones de iletrados dio al país una fisonomía nueva, crítica, consciente de la historia y la cultura propias.
Lázaro Cárdenas culminó este proceso con un magnífico intento de conciliar el desarrollo económico, las libertades individuales y la justicia social. Sus sucesores, entre 1940 y el presente, pusieron, los más, el acento en el desarrollo por el desarrollo, regido parejamente por el Estado y su partido revolucionario institucional, con la entusiasta colaboración de una clase capitalista nacida del cambio revolucionario Algunos débiles intentos reformistas no bastaron para evitar que se congelara un sistema que dividía al país en dos: la nación modernizadora relativamente prospera y satisfecha de su milagro mexicano y la segunda nación, pobre, aislada y cuyo milagro, como en el poema de Ramón López Velarde, era el de la pura lotería: vivir al día.
¿Qué hacía falta para acelerar el ingreso al sistema de los olvidados, los rezagados, los acreedores sociales del propio sistema? La condición de la política paternalista que acabo de describir era simple aunque onerosa: El Estado y el Partido controlarían, para bien de todos, los mecanismos políticos nacionales. La falta de checks and balances, límites y contrapesos y de accountability, la obligación de rendir cuentas cuando los beneficios del sistema comenzaron a transformarse en las pérdidas del sistema, cuando las fuerzas originalmente liberadoras se agotaron convirtiéndose, a su vez, en fuerzas de iniusticia y enajenación, el sistema continuó como si nada, celebrándose a sí mismo e insistiendo en aplicar las fórmulas erosionadas del éxito a una nueva situación que las rechazaba.
Las cuarteaduras y tensiones aparecieron en todas las paredes del sistema. La alianza con el campesinado, con la clase obrera y con la comunidad empresarial perdieron suelo y perdieron techo a medida que el sistema centralista se mostró cada vez menos capaz de satisfacer las exigencias en aumento de los grupos sociales: ruptura del frente obrero con Ruiz Cortines y los movimientos independientes de Galván Vallejo y Othón Salazar; ruptura acentuada del frente obrero y del campesino con López Mateos y la muerte de Rubén Jaramillo; ruptura del frente juvenil de clase media con Díaz Ordaz y la matanza de Tlatelolco; ruptura del frente empresarial con Luis Echeverría y la ola de secuestros y asesinatos de poderosos capitalistas; ruptura, en fin, de la ilusión misma del progreso con López Portillo y la bancarrota de 1982.
Lo paradójico de la situacion es que, en muchos casos, las soluciones exitosas de ayer crearon los urgentes problemas de hoy. El éxito de los programas de salud pública, por ejemplo, dio origen a un explosivo problema demográfico: la población de veinte millones en 1940, lo será de cien millones en el año 2000, y la ciudad de México, hoy, tiene tantos habitantes como el país entero en 1940.
Una agricultura comercial exitosa ha empobrecido a los minifundistas rurales, confirmando la aseveración de John Kenneth Galbraith: cuando el equilibrio de la pobreza perdura, no basta la distribución de la tierra para romperlo: las mejorías tienden a ser absorbidas por las fuerzas que restablecen el acomodo de la miseria. La dinámica social de la reforma agraria inundó los centros urbanos con trabajadores migratorios que, a su vez, destruyeron el frágil equilibrio entre mano de obra barata, sindicatos oficialistas, servicios subsidiados y precios estables, por un lado, y un mercado cautivo, ganancias crecientes y creciente concentración de la riqueza para las clases altas por el otro. Roto el equilibrio, ganaron éstas, perdieron aquéllos.
La educación y la vida intelectual dieron aún más relieve a la percepción de que algo andaba mal, de que existía una seria contradicción entre lo que se enseñaba en las escuelas -desarrollo con justicia y democracia- y lo que sucedía en la práctica -desarrollo sin justicia ni democracia-. Seguíamos siendo, a pesar de todo, dos naciones.
Entre ambas naciones, surgida de la primera, dolida de la segunda, una sociedad civil naciente, cada vez más fuerte, más educada, más crítica, más diversificada, comenzaba a manifestarse. Lo hizo, sorpresiva y acaso caóticamente, en 1968. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, autocomplacido y auroritario, no entendió lo que ocurría. Contestó al desafío social con la fuerza armada. La Noche de Tlatelolco, el 2 dc octubre de 1968, es el parteaguas de la conciencia contemporánea de México.
Veinte años después, la sociedad civil había aprendido a actuar políticamente. Los desastres de la economía -el boom petrolero seguido del bust de la deuda externa- había acercado a la sociedad civil a la segunda nación. Inflación con desempleo, pérdida del poder adquisitivo y pérdida, sobre todo, de las ilusiones: el descenso generalizado del nivel de vida como resultado de la expansión económica más acelerada que el país haya conocido (durante el sexenio de José López Portillo entró a México un número mayor de divisas que en los ciento cincuenta y siete previos años de Independencia) llevó la crisis de la conciencia a la crisis de la cartera. Entre ambas, la crisis política se configuró a través de las elecciones del 6 de julio de 1988 -segundo parteaguas- que, más allá de las vicisitudes inmediatas, reveló la existencia de un país inédito, para el cual las fórmulas consagradas por la regencia prolongada del PRI, ya no surtían efecto.
Cuando la crisis económica puso término, en 1982, a la expansión, el contrato se rompió y otra razón favorable al cambio, aún más profunda, emergió. Fuerzas sociales modernas habían aparecido, a todos los niveles de la vida mexicana: clases medias, burocracias, tecnocracias, grupos estudiantiles, intelectuales, mujeres y, acaso, grupos jóvenes y renovadores en el ejército y el clero. (De esto último se sabe poco en México).
Esta nueva sociedad no fue dictada desde arriba. Vino de abajo, como un resultado de la educación y del mejoramiento económico y social. Y no irradió desde el centro omnipoderoso, la ciudad de México, y de su cabeza, el señor Presidente. Se desplazó, más bien, desde los niveles locales, estatales y municipales, desde los estados norteños de la tradición liberal mexicana, pero también desde los estados del Golfo, donde las influencias del radicalismo europeo han entrado, tradicionalmente, a México. Pero el país no sólo se movió desde los múltiples centros de una transformación favorable, sino desde los abismos de las zonas centrales y sureñas donde un desarrollo desequilibrado, altamente favorable a la alianza entre la burocracia y una clase empresarial sobreprotegida, era resentido por su fracaso en aunar el crecimiento económico con la justicia social: Chiapas, en enero de 1994, lo comprobó. Todos estos factores convergieron durante los años de aplastante deuda externa y descendientes niveles de vida popular.
La presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se inició con varios actos espectaculares, como la decapitación del líder sindical petrolero Hernández Galicia y continuó con la reforma macroeconómica, la estabilización de una economía que había tocado fondo, el fin de la inflación, la apertura de la economía al mundo, la aprobación del Tratado de Libre Comercio con los E.U. y Canadá, la hábil campaña de Solidaridad que le permitió al presidente salir al país y conocerlo, distribuyendo esperanza y seduciendo voluntades. Los éxitos de Salinas no alcanzaron a ocultar algunos hechos reacios a la evaporacion triunfalista: la economía no se desarrolló, pese a las reformas, al nivel alcanzado por países como Chile (donde hubo reformas comparables a las de Salinas) o Brasil (donde no las hubo, pero la economía creció de todos modos). La deuda social se acrecentó: disminuirla sigue siendo imperativo de cualquier gobierno mexicano que desee, al fin, conciliar crecimiento y justicia. Las maniobras políticas del presidente debilitaron al PRI; la oposición se debilitó a si misma. Llegamos al 94 con partidos en crisis, diecisiete gobernadores interinos, y una imprecisa nube en torno a la que peyorativamente se llamó "concertacesión" pero que, positivamente, podría llegar a llamarse negociación y diálogo.
Las reformas salinistas serán debatidas largo rato: no todos están de acuerdo con ciertas modalidades de la privatización, con el retorno de la iglesia católica a la escena política, con la reforma del artículo 27 Constitucional y el destino de la cultura agraria de México.
Con todo, Carlos Salinas llegó satisfecho al día de San
Silvestre de 1993. Entonces, todo cambió. Entramos al 94, nuestro
año de vivir en peligro: a este año le dedico un diario en
este mismo volumen.
Recordando el futuro
Detrás de estos hechos perviven otros que los sobrevivirán.
La crisis del 94 demostró que las tradiciones autoritarias, de origen azteca y español, subsistían en gran medida, junto con sus legitimaciones populares y sus racionalizaciones escolásticas. Salinas de Gortari estabilizó la economía, aprovechando los años de disciplina monacal de Miguel de la Madrid. Pero la reforma democrática no corrió al parejo de la reforma económica, sino al cuarto para las doce, cuando, quizás, otros factores ocultos, bárbaros, nacidos de la parte más negativa de la modernización aliada a la parte más negativa de la tradición, hicieron patente su simbiosis corrupta y criminal: terrorismo y narcotráfico, narcotráfico y gobierno
Queda, sin embargo, un hecho profundo, central, positivo, y es la realidad misma de una sociedad mexicana nueva, democrática asediada por la mala fortuna pero heredera, también, de la capacidad de resistencia prodigiosa de un país que parece sobrevivir a todo, así el terremoto como la mutilación, así el crimen como la corrupción. Maravilloso país de gente tierna y laboriosa, inteligente y modesta, hospitalaria y secreta, aunque a veces, también, colérica y sentimental, orgullosa y resentida.
Carlos Monsiváis nos pide no exceder nuestra confianza en la sociedad civil, pero tampoco minimizarla. Dentro de estos parámetros, se puede ir más allá de los traumas del año 94 (prácticamente anunciados, debo añadir, en mi novela Cristóbal Nonato, con algunas exageraciones narrativas: la literatura fantástica latinoamericana tiene un problema y es que se vuelve literatura realista en unos cuantos años). Se puede y se debe ir, ni más ni menos, a la sociedad cuya actividad futura es incomprensible sin la unión de una agenda dispersa aún: democracia política con justicia social y desarrollo económico; pasado vivo para no tener un futuro muerto.
¿Se pueden posponer las exigencias de las comunidades campesinas, de los obreros industriales, de las clases medias urbanas? Pasará el factor miedo, el cambio equiparado a la violencia y la violencia equiparada al vacío de poder, pero permanecerán las realidades sociales del país, la legitimidad de las demandas y el derecho a contar con democracia en las urnas, justicia en los tribunales, seguridad en las calles y en el hogar, información veraz en los medios.
Está muy bien que una nueva clase empresarial desee competir internacionalmente y acepte el hecho de la interdependencia. Pero la modernización empresarial será tan coja como el viejo dictador Santa Anna, y acabará entregando tanto como él, si desdeña la situación de miles de pequeñas comunidades y de pequeñas empresas que siguen constituyendo la espina dorsal de México.
El México rural moderno lucha por aumentar la producción, pero también por aumentar la democracia. Invisible a veces, siempre luchando cuesta arriba, reprimido a veces, su historia escriturada en la violencia pero radicada en el autogobierno, capacidad comprobada pero perennemente negada al municipio, la aldea mexicana se mueve más allá de Zapata para decirnos a todos: no habrá salud en el resto de México si no la hay en el suelo mismo de México.
Movimientos indígenas, uniones de crédito rural, asociaciones de interés colectivo, ligas de producción comunitaria: éstas son las formas de acción que pueden impedir, unidas al ejercicio de las libertades municipales, nuevos estallidos como el de Chiapas. Quizás ha terminado la época de la redistribución de tierras (los campesinos chiapanecos dirían lo contrario) pero ha llegado la época de la organización descentralizada de la producción, con garantías legales. Los ejidos más exitosos del norte han sabido usar el crédito y organizar la producción, permitiendo a los trabajadores negociar, fuera del estrangulamiento corporativo, con el Estado y con la competencia comercial.
Tienen un secreto: retienen sus ganancias y las emplean efectivamente. Además, las asociaciones rurales comparten buen número de valores: son cohesivas, saben discutir democráticamente, saben luchar contra el autoritarismo estatal y los caciques, cuentan con buenos consejeros legales. Su oxígeno es mayor en las zonas de producción más ricas, no en las más pobres -y éstas siguen siendo, por desgracia, la mayoría.
¿Podemos esperar que este mismo movimiento descentralizador, autodeterminante, gane fuerza en los sindicatos, en las organizaciones de los marginados urbanos, en las clases medias, profesionales, empresariales, intelectuales, burocráticas? La sociedad civil mexicana parece moverse entre dos extremos: el de la modestia interna, intentando reconciliar el cambio con la tradición, aumentando la producción y ejerciendo la democracia desde abajo, y el de la competitividad internacional desde arriba, donde la imposibilidad de vivir aisladamente se ha convertido; no en un defecto, sino en una virtud y en una responsabilidad.
Los problemas de caja, en las palabras de Gabriel Zaíd, parecen haber sido resueltos: inflación controlada, presupuesto equilibrado, reservas importantes, paridades controlables. Pero el cuadro mayor de nuestra economía no es bueno: 25 personas ricas controlan mayores ingresos que 25 millones de mexicanos pobres. No hubo crecimiento económico en 1994. La población ha vuelto a aumentar más que la producción. El sector manufacturero disminuyó en 1.5 por ciento, la industria textil en 7.4 por ciento, la industria editorial en 6.4 por ciento, la maderera en 10 por ciento. El crecimiento de los sectores agrícola y de servicios fue mínimo: menos del 1.8 por ciento. Y el costo de modernizar la infraestructura y de uniformar las normas para competir en el TLC, no será menor a los 23 mil millones de dólares en los próximos cinco años.
Es un retrato parcial pero ominoso, ennegrecido por lo que parece ser el desafío del narcoterrorismo. ¿Volveremos, en este caso, a nuestro dilema secular: ser dos naciones, la nación moderna pero culpable de practicar un capitalismo arcaico, salvaje, concentrando la riqueza en una minoría, esperando el milagro imposible de un goteo de riqueza hacia la segunda nación, cruelmente excluida, paciente a veces, temerosa otras, rebelde también...?
La acción democrática desde abajo y la justicia económica desde arriba pueden aun ser las fuentes para una democracia social mexicana en la que el Estado, el indispensable Estado creado con tantos sacrificios, sea limitado por pesos y contrapesos, división de poderes, justicia expedita, y sin embargo, retenga iniciativas que, vigiladas democráticamente, fortalezcan al Estado en vez de debilitarlo: la debilidad de los estados latinoamericanos, ha explicado Ludolfo Paramio, se debe precisamente a una sobrextensión determinada por los excesos en las demandas sectoriales -obreros, campesinos, empresarios, ejército, burocracia, acreedores extranjeros- que el Estado, al cabo, no puede satisfacer. El Cono Sur se rindió, por ello, a la dictadura militar: Pinochet y Videla no tuvieron miramientos para sacrificar las demandas sociales. México, acosado por la deuda externa, ha debido hacer concesiones a los acreedores, pero ha mantenido zonas de soberanía importantes. Hay que fortalecerlas, no administrando empresas quebradas, no invirtiendo ridículamente en cabarets y refrescos, sino equilibrando las facultades del sector privado -empresa, empleo, productividad, inversión, comercialización- con las del sector público -infraestructura, recursos humanos, investigación y desarrollo técnicos, relaciones exteriores, defensa, educación, alimentación, política monetaria-. ¿Cómo? Mediante el desarrollo del sector social, fiel de la balanza: organizaciones no gubernamentales, movimientos de las mujeres y de la tercera edad, cooperativas rurales, sindicatos, organizaciones voluntarias, barrios, iglesias, intelectuales, medios, universidades...
Tiene razón Héctor Aguilar Camín: Quien sepa organizar la nueva relación entre la sociedad y el Estado sobre bases democráticas, habrá encontrado la clave para organizar a México durante el siglo XXI.
El país, como en 1857 con Juárez, como entre 1920 y 1940 con Obregón, Calles y Cárdenas, tendrá que encontrar un acuerdo mayor que sume fuerzas, extienda beneficios, identifique aspiraciones y provoque entusiasmos. Nada de esto se logrará con un gobierno estrecho, tecnocrático, carente de visión. Pocas veces ha exigido México mayor grandeza a quienes lo gobiernan. Pocas veces, también, ha tenido menos ilusiones de que esos hombres alcancen el tamaño de la esperanza.