Bonfil, B. Guillermo.
El indio desindianizado.
México profundo. Ed. Grijalbo.
México. 1989. pp.7394.
Lo indio desindianizado
Menciona el autor las diferentes culturas
que existen en México: rural, urbana e indígena,
y los rasgos que las definen. Plantea que el proceso de desindianización
se da cuando ideológicamente la población deja de
considerarse india, es decir, pierde su identidad, aún
y cuando en su forma de vida lo siga siendo. Por otro lado analiza
también la presencia de lo indio en las ciudades y señala
que el mejor ejemplo es el 'naco'. Por último se refiere
a lo que significa ser indio para las élites del país.
Aunque la ideología colonial dominante
restringe la herencia mesoamericana viva al sector de la población
que se reconoce como indio, la realidad nacional encierra una
verdad diferente. La presencia y la vigencia de lo indio se encuentra
en casi todo el espectro social y cultural del país, a
través de rasgos culturales de muy diversa naturaleza,
que indiscutiblemente tienen su origen en la civilización
mesoamericana y que se distribuyen con distinta magnitud en los
diferentes grupos y capas de la sociedad mexicana. La presencia
de la cultura india es, en algunos aspectos, tan cotidiana y omnipresente,
que rara vez se separa en su significado profundo y en el largo
proceso histórico que hizo posible su persistencia en sectores
sociales que asumen hoy una identidad no india.
Una, muchas formas de vida
Si en el conjunto de las culturas indias la
diversidad es visible dentro de la unidad básica de la
civilización mesoamericana, no ocurre lo mismo con los
grupos culturalmente distintos del México no indio. En
éste, las diferencias son mucho más marcadas y,
como veremos, no se explican de manera suficiente si se pretende
verlas como variantes o subculturas de una misma civilización:
detrás de esa pluralidad hay una historia de relaciones
de poder actuando en el esquema básico de la dominación
colonial. Adelantemos algo que recibirá una atención
más detallada en otros capítulos: la falta de unidad
y coherencia de la cultura no india en México, es un hecho
que por sí mismo cuestiona a fondo los proyectos de integración
de la población india a una cultura nacional que se postula
como "superior", porque no existe una cultura nacional
unificada sino un conjunto heterogéneo de formas de vida
social disímiles y aun contradictorias, que tienen como
una de sus causas principales la manera diferente en que cada
grupo se ha relacionado históricamente con la civilización
mesoamericana.
Un primer factor de la diversidad cultural
es el territorio. La variedad de geografías, sin ser determinante
absoluta de las diferencias culturales, subyace sin duda en muchas
características que distinguen la manera de vivir de cada
región del país. Este es un fenómeno universal
que tuvo gran importancia, como vimos, en la gestación
y el desarrollo de la civilización mesoamericana. La diversidad
y el contraste de nichos ecológicos con recursos naturales
diferentes ha sido el marco permanente de la configuración
cultural de México; pero su importancia concreta no ha
sido siempre la misma, porque la naturaleza adquiere significado
y se transforma en recurso para el hombre, sólo a través
de la cultura, y ésta varía en el transcurso de
la historia.
Las regiones de México han sido estudiadas
desde distintos puntos de vista. Se ha hecho la regionalización
del país en términos de la geografía física:
tipos de suelo, relieve, vegetación, clima y otros datos
de igual naturaleza. También se han delimitado regiones
económicas, a partir de la distribución y características
de las actividades productivas; la mayor parte de estos trabajos
se refieren a la época contemporánea y sólo
hay algunos estudios aislados que den el panorama dc la conformación
histórica de ciertas regiones económicas. Pero no
existe, hasta el momento, una obra que aborde en conjunto las
regiones culturales de México. Es claro que este tema presenta
mayores problemas: es poco confiable delimitar una región
por la sola presencia o ausencia de un cierto número de
rasgos culturales aislados y resulta difícil manejar toda
la información (histórica y actual) que permitiría
construir una imagen más próxima a la realidad,
tomando en cuenta que las regiones culturales son fenómenos
históricos, que se transforman y reacomodan por la acción
de factores de distinta naturaleza. Pese a la ausencia de un panorama
sistematizado, la existencia de culturas regionales diferentes
es un hecho innegable que se constata fácilmente, con sólo
viajar un tanto por el país, con los sentidos abiertos
y la voluntad de hablar con la gente.
Un norteño difiere de un jarocho y de
un oriundo del Bajío en muchos de sus hábitos, sus
maneras y sus costumbres (es decir, en diversos aspectos de su
cultura); pero tampoco se puede generalizar sobre los norteños,
porque la cultura rural de Sonora no es igual a la de Nuevo León,
por no hablar de las diferencias entre campo y ciudad, que trataremos
en seguida. Son resultado de historias distintas que han ido particularizando
los espacios del país: formas de ocupación del territorio
en las que participaron contingentes de colonos de origen variado,
con objetivos iniciales que no eran los mismos en todas las zonas
(minas, ganadería, comercio, fronteras de seguridad, etc.)
y que establecieron una relación diferente con la población
india que ocupaba cada región antes de la invasión
europea. En algunas áreas han sobrevivido enclaves indios,
en tanto que en otras la población original fue aniquilada,
expulsada o desindianizada. Hay islotes, pocos, que son resultado
de asentamientos relativamente recientes de procedencia extranjera,
como los negros de origen estadounidense que se instalaron en
El Nacimiento, municipo de Múzquiz, Coahuila; los franceses
de San Rafael, Veracruz, o los italianos de Chipilo, Puebla. La
influencia de la cultura africana traída por los esclavos,
que ha sido poco estudiada, dejo seguramente una impronta diferente
en cada zona, según la magnitud de la población
negra, su peso relativo en la demografía regional y las
condiciones particulares de su relación con el resto de
la sociedad local.
En el conjunto del país, y en el interior
de cada región, existe también un contraste marcado
entre el campo y las ciudades. Las formas de vida urbanas difieren
ostensiblemente de las que caracterizan a la vida rural. Aquí
también el manejo estadístico de los censos es engañoso
y de poca utilidad: la cifra de 2 mil 500 habitantes como criterio
para distinguir localidades urbanas y rurales, no refleja la realidad,
porque muchos pueblos considerablemente mayores viven una cultura
campesina y vastos sectores en las grandes ciudades mantienen
también, en gran medida, las formas de vida que revelan
su reciente origen rural y su estrecha vinculación con
el mundo campirano. Al margen de la cuantificación precisa
de los sectores rural y urbano de la sociedad mexicana, lo cierto
es que ambos están presentes y encarnan culturas diferentes,
lo que contribuye a acentuar la diversidad cultural en el ámbito
no indio. Las principales implicaciones del binomio ciudad/campo
serán tratadas en la tercera sección de este capítulo.
Además de las diferencias culturales
que podemos llamar "horizontales", entre las regiones
del país y entre los espacios urbanos y rurales, el panorama
cultural de la sociedad no india se presenta aún más
abigarrado por la presencia de distinciones "verticales"
que obedecen a la division jerarquizada de la sociedad en estratos
y clases. A diferencia de los contrastes culturales que resultan
de la coexistencia de grupos étnicos, o de la consolidación
de regiones con cultura distintiva, la variación cultural
que resulta de la división en clases y estratos debe entenderse
en términos de niveles; esto es, en una sociedad de origen
común, los grupos que la componen participan en distinto
grado de una cultura también común, según
el orden social imperante que otorga oportunidades y privilegios
a ciertos sectores en detrimento de otros. En la sociedad mexicana
no india, el problema de los niveles culturales está necesariamente
ligado a la existencia de dos orígenes fundamentales de
la población que la compone: el indio y el europeo. Aunque
ideológicamente se afirme que se trata de una sociedad
mestiza en la que se combinan armónicamente la sangre y
la cultura de los dos troncos primigenios, la realidad es otra,
porque la mayoría de los sectores y las clases populares
tienen origen indio, con frecuencia muy próximo y, en consecuencia,
han podido mantener muchos más elementos de cultura mesoamericana;
en forma inversa, algunos sectores de las clases altas provienen
más o menos directamente de los colonizadores españoles
y son proclives a la conservación de formas culturales
no indias. Este problema será tratado con mayor detalle
en el capítulo IV de la segunda parte.
Así pues, el panorama cultural de la
sociedad no india dista mucho de ser homogéneo. La presencia
de lo indio, que es una causa profunda de la heterogeneidad, tampoco
es igual en las distintas regiones, en el campo y en las ciudades,
ni en las diversas clases y estratos sociales. Exploremos la situación,
en términos generales.
El mundo campirano
Hay un gran número de comunidades campesinas
tradicionales que no son consideradas indias y cuyos habitantes
tampoco reclaman serlo. Un examen atento de la cultura campesina
tradicional revela, sin embargo, una marcada similitud con muchos
aspectos propios de la cultura india esbozada en el capítulo
anterior, al grado de que puede afirmarse que se trata de comunidades
con cultura india que han perdido la identidad correspondiente.
La agricultura, que es la actividad económica
básica, hace uso en gran medida de las técnicas
indias. El maíz sigue siendo la cosecha principal junto
con otros productos de la milpa, variables según las condiciones
locales. Quizás haya un empleo mayor del arado y los correspondientes
animales de tiro; en algunos casos esto pudo ser favorecido porque
las haciendas, promotoras de la desindianización, ocuparon
tierras planas que se prestan para el cultivo con arado. En cuanto
al régimen de tenencia de la tierra, la propiedad individual
coexiste con el ejido y con los montes comunales. En la organización
del trabajo agrícola se recurre a la solidaridad familiar
y a la cooperación vecinal basada en la reciprocidad; el
pago de salario es poco frecuente en las labores agrícolas.
Persisten mitos, cuentos y leyendas en los que la naturaleza figura
como un ente vivo, y se mantienen prácticas propiciatorias
y creencias en torno a seres sobrenaturales de clara estirpe india.
Por otra parte, la cosmovisión que da sentido y coherencia
a tales ideas y prácticas en la cultura india, aparece
fragmentada y se expresa más débilmente en términos
colectivos en las comunidades campesinas tradicionales que en
las comunidades indias.
Las artesanías "mestizas"
en las comunidades tradicionales no difieren mucho de las que
se encuentran en los pueblos indios. Es verdad que algunas se
han perdido, por ejemplo, la manufactura de huipiles y otras prendas
de vestir y la elaboración de ciertos objetos relacionados
con la vida ceremonial. Pero las, habilidades artesanales se encuentran
por igual y se aplican con el mismo sentido, es decir, como un
abanico de recursos culturales que desarrollan en forma generalizada
los miembros de la comunidad y que contribuyen a la autosufieiencia
relativa en diferentes niveles de la organización social.
Porque la orientación económica de las comunidades
no indias tradicionales también persigue la autosuficiencia,
aunque el intercambio comercial sea, en términos generales,
de mayor importancia que en las comunidades indias.
En el ámbito de la organización
comunal, el ayuntamiento municipal tiene una presencia y una autoridad
mayores que en las comunidades indias. A pesar de ello, los barrios
persisten y cumplen algunas de las funciones que tienen los parajes
y los barrios indios. El sistema de cargos permanece, aunque vinculado
principalmente a las actividades religiosas; el desempeño
de tales cargos sigue siendo un camino legítimo para la
adquisición de prestigio y reconocimiento social. El gasto
suntuario conserva una gran importancia como objetivo de la actividad
económica.
La presencia de la cultura india también es claramente visible en otros aspectos de la vida de las comunidades campesinas tradicionales. La vivienda y la alimentación, por ejemplo, se ajustan a patrones semejantes, si se comparan entre comunidades india y no indias que ocupan nichos ecológicos similares. Para la restauración de la salud se recurre a prácticas variadas que forman parte de la herencia india y es común la presencia de yerberos, hueseros y comadronas cuyo ejercicio difícilmente se distingue del de sus equivalentes indios.
¿Qué hace diferentes, pues, a las
comunidades campesinas tradicionales, de las comunidades indias?
Un primer rasgo aparente es el idioma; el campesino no indio habla
solamente español. Esa afirmación hay que matizarla
por la consideración de dos hechos frecuentes en las comunidades
no indias tradicionales. Por una parte, en muchas de ellas los
ancianos y algunas familias recuerdan la lengua indígena
original, aunque su empleo está restringido y el campo
generalizado de la comunicación lo ocupe el español.
Por otra parte, la cantidad de palabras de orígen indio
es mayor que en el lenguje estándar de la región.
Pese a estas salvedades, es un hecho que las comunidades rurales
tradicionales hablan español y no alguna lengua indígena.
Sin embargo, este rasgo no resulta suficiente para explicar la
condición, india o no, de comunidades que comparten en
mucho la misma cultura. Como tampoco puede serlo la indumentaria
distintiva, que es un resultado y no una causa de ser miembro
de una comunidad india.
La ausencia de una identidad étnica
india es un elemento de significación mucho más
profunda, porque revela que se ha roto el mecanismo de identificación
que permitia delimitar un "nosotros" vinculado a un
patrimonio cultural que se consideraba propio y exclusivo. La
cultura india subsiste, en gran parte; pero ya no se identifica
el grupo que la concibe y la maneja como un todo articulado sobre
el cual solo los integrantes del grupo tienen derecho a decidir.
A partir de esa ruptura, algunos rasgos como el idioma propio
y la indumentaria distintiva pierden una de las funciones más
importantes que hacían necesaria su presencia: ya no sirven
como elementos para identificar a los miembros de un "nosotros"
que corresponda a una sociedad etnicamente diferenciada. Para
algunos autores, este cambio es resultado de la aculturación,
del contacto estrecho con otra sociedad que posee una cultura
distinta; para otros corresponde a un proceso histórico
ineludible que lleva a la transformación de una situación
de casta en una de clase social; en el mismo sentido, algunos
más quieren ver el cambio como un signo de la proletarización,
también inevitable. Yo prefiero hablar del etnocidio y
desindianización, y sobre ese tema abundaré más
adelante.
La desindianización de las comunidades
rurales es un proceso que ha ocurrido con ritmo diferente a lo
largo de la historia de México, como se verá en
la segunda parte. Es fácil encontrar muchos ejemplos de
comunidades que hoy se reconocen como mestizas y que eran indias
a principios de este siglo o hasta fecha aún más
reciente. En tales situaciones no es de extrañar que se
conserve una cultura preponderantemente india en muchos aspectos
de la vida. De ahí, que sea necesario entender el cambio
de comunidad india a pueblo campesino tradicional, no como una
transformación que implique el abandono de una forma de
vida social que corresponde a la civilización mesoamericana,
sino fundamentalmente como un proceso que ocurre en el campo de
lo ideológico cuando las presiones de la sociedad dominante
logran quebrar la identidad étnica de la comunidad india.
Esto no quiere decir que la desindianización sea un cambio
puramente subjetivo, ya que las presiones de la sociedad dominante
se intensifican precisamente cuando se persiguen objetivos que
se ven obstaculizados por la presencia de grupos sociales con
una identidad distinta que dificulta, por ejemplo, la liberación
de mano de obra para emplearse fuera de la comunidad, o que estimula
el rechazo a programas de modernización que desea impulsar
la sociedad dominante; pero la desindianización se cumple
cuando ideológicamente la población deja de considerarse
india, aún cuando en su forma de vida lo siga siendo. Serían
entonces comunidades indias que ya no saben que son indias.
El mundo campirano no se limita a las comunidades
rurales tradicionales. En varias regiones del país predomina
una agricultura plenamente capitalista ligada a la agroindustria,
cuyas cosechas se destinan al mercado, frecuentemente un mercado
externo. La orientación de esta agricultura no responde
a una meta de autosuficiencia, sino de acumulación de ganancias;
su funcionamiento exige mana de obra asalariada y su producción
descansa en el monocultivo. Hacia esas zonas dirigen sus pasos
muchos indios y campesinos tradicionales en busca de trabajo temporal,
en contingentes de peones que llegan también a los Estados
Unidos. El campesino, en las situaciones extremas, ha cedido su
hogar al agricultor, al empresario agrícola, al peón
asalariado. Sin embargo, aun en este mundo rural tan diferente
del que he llamado tradicional, afloran muchos elementos de la
cultura india. La vida local incluye rasgos indios inconfundibles
en la alimentación, en la medicina y en otras prácticas
sociales. Los peones temporales no pierden la vinculación
con su cultura de origen y la refuerzan periódicamente
al regresar a sus comunidades: para ellos, el mundo de la agricultura
capitalista es lo otro, lo que está afuera, a lo que hay
que salir obligados por las circunstancias. Resulta imposible
entender la manera concreta en que se integran los asalariados
del campo a la agricultura, sin tomar en cuenta el trasfondo de
cultura india que llevan consigo, aunque provengan de comunidades
tradicionales no indias.
El mundo campirano, en su conjunto y pese a
las notables diferencias regionales y a las diversas modalidades
de la producción agrícola, tiene una impropia cultural
india que se manifiesta en muchos ámbitos de la vida rural,
aunque en grado variable según las circunstancias de cada
caso. A esto han contribuido dos hechos de particular importancia.
En primer lugar, la rica tradición agrícola de la
civilización mesoamericana constituye una experiencia acumulada
que no es fácil sustituir con ventaja, dado su largo proceso
de ajuste a las condiciones locales. Y esa tradición agrícola,
como hemos visto, es un complejo que abarca las técnicas
de cultivo y las formas de conocimiento asociadas que están
enmarcadas en una visión propia de la naturaleza; la práctica
de esa tradición agrícola requiere un ámbito
social y una perspectiva intelectual y emotiva que pueden transformarse,
y de hecho se transforman constantemente, pero que deben mantener
coherencia para que todo el complejo funcione. Esto ayuda a explicar
la persistencia de muchos rasgos de la cultura india en el mundo
campesino.
Pero, además, hay un segundo hecho que
no debe pasarse por alto. A partir de la implantación del
régimen colonial el espacio, no sólo la sociedad,
se dividió en dos polos irreductibles y opuestos. La ciudad
fue el asiento del poder colonial y la geografía limitada
del conquistador; el campo, en cambio, fue el espacio del colonizado,
del indio. Esta separación permitió la persistencia
de formas de organización social propias del mundo indorural
que, a su vez, hicieron posible la continuidad dinámica
de las configuraciones culturales mesoamericanas. Entre campo
y ciudad las relaciones nunca fueron de igual a igual, sino de
sometimiento de lo indorural a lo urbanoespañol.
Esta identificación perdura hasta hoy, tanto en sectores
urbanos como entre la población india y rural tradicional.
Es una identificación respaldada por el dominio que ejerce
el México urbano sobre el México rural. En ese esquema,
al que volveré con mayor detalle más adelante, puede
entenderse mejor la presencia definitoriaria de la cultura india
en el México campirano.
Lo Indio en las ciudades
La ciudad fue el bastión colonial. En
ella instauraron los invasores su espacio privilegiado de dominio.
Muchas ciudades se edificaron sobre las ruinas de antiguos centros
de población india, en tanto que otras se construyeron
en sitios que previamente no tenían asentamientos permanentes:
todo dependía de las necesidades y los intereses de la
colonización. En algunos casos, predominaba la urgencia
de establecer un centro de poder en el corazón mismo de
territonos ocupados por cuantiosa población sedentaria,
que aseguraba mano de obra, servicios y productos indispensables
para la consolidación y expansión de la empresa
colonizadora. En otros casos, era necesario fundar villas y ciudades
pare explotar las minas y obtener los ansiados metales preciosos,
el oro y la plata. Cuando los fundos mineros se hallaban tierra
adentro, en los ámbitos de los grupos nómadas y
guerreros del norte, además de las ciudades mineras, fue
urgente la fundación de otras que dieran mayor seguridad
en los caminos, para el transporte de los minerales, de los abastecimientos
y de los hombres requeridos. De hecho, la cronología de
las fundaciones europeas en la Nueva España corresponde
rigurosamente al paulatino desarrollo de las diversas empresas
prioritarias de la colonización: la guerra, la pacificación,
la minería, la agricultura europea, la ganadería
y el comercio, tanto interior como exterior. Todo ello requería
la congregación de núcleos de población europea,
de tamaño variable según posibilidades y necesidades,
esparcidos como, centros de poder en un territorio que, fuera
del estrecho perímetro de las ciudades, permanecía
indio.
Pero aún en las ciudades estaba presente
el indio. La ciudad de México contaba con barrios y parcialidades
habitados exclusivamente por población india. Había
una segregación especial que expresaba la naturaleza del
orden colonial: el centro lo ocupaba la ciudad propiamente dicha,
esto es, la ciudad española los barrios indios formaban
la periferia. Hubo drásticas disposiciones pare asegurar
la separación residencial de los colonizadores y los colonizados:
los peninsulares tenían prohibido vivir en localidades
indias y los indios, a su vez, estaban obligados a habitar exclusivamente
los espacios urbanos asignados a ellos. De aquella separación
quedan vestigios materiales en México y en otras ciudades:
la traza reticular de la ciudad española, los nombres de
los barrios y de los antiguos pueblos indios vecinos absorbidos
hoy por la expansión de la mancha urbana, las diferencias
de arquitectura, la nomenclatura de muchas calles, alguna garita
que recuerda los límites de la ciudad original. Durante
siglos, el indio urbanizado vivió en la ciudad, pero en
una condición diferente a la del colonizador de origen
europeo: vivió segregado, al margen de muchos aspectos
de la vida citadina, porque la verdadera ciudad era el espacio
del poder colonial prohibido al indio, al colonizado.
La organización de los barrios urbanos
ha sido sistemática y brutalmente agredida por el crecimiento
desmesurado de las grandes ciudades y la aplicación errática
de medidas administrativas que denotan la ausencia de una política
urbana medianamente atenta al interés de la población
citadina. La división territorial de las ciudades para
fines de gobierno y administración, rara vez descansada
en la distribución espacial de las formas de organización
vecinal que realmente existen; el trazo de nuevas vías
de comunicación y las decisiones sobre la ubicación
de grandes obras públicas, obedecen generalmente a criterios
tecnocráticos que ignoran el tejido social y cultural que
ha hecho posible la vida urbana; la especulación con el
precio de los terrenos citadinos provoca desplazamientos y reacomodos
de la población, siempre en detrimento de los sectores
que tienen menor capacidad económica. Los viejos barrios
indios se convirtieron en espacios codiciados cuando dejaron de
ser la periferia y se incorporaron al centro mismo de la ciudad.
Los pueblos aledaños, a su vez, fueron y siguen siendo
engullidos por la voracidad sin control del crecimiento urbano.
Pese a lo anterior, algunas comunidades resisten
y otras se forman de nueva cuenta. No son barrios indios, en el
sentido estricto del término, aunque históricamente
provengan de antiguas comunidades indias. En muchos casos mantienen
rasgos que prueban aquel origen. En algunas zonas urbanas se hablan
las lenguas indígenas originales, tanto en las relaciones
familiares como en ciertos espacios de la vida comunal. Por varios
rumbos de la ciudad, y no sólo en la periferia más
rural que urbana, subsisten las mayordomías para organizar
las fiestas del santo local. La familia extensa cumple un papel
todavía importante como forma de organizar la cooperación
del grupo doméstico. Perduran ritos y celebraciones de
estirpe india en el corazón mismo de las ciudades, como
la ceremonias del día de muertos y las peregrinaciones
a los grandes santuarios. Hay congregaciones que exaltan una identidad
india genérica, no referida a ningún grupo en particular
ni vinculada con alguna comunidad o región especifica,
a través de danzas y ritos de origen viejo, como los llamados
"concheros" que reclutan buena parte de su membresía
entre habitantes de las ciudades. Los mercados urbanos, al menos
en el centro y sur del país, ofrecen siempre una gran diversidad
de productos originados en la civilización mesoamericana.
Ahí está la rica gama de alimentos que siguen siendo
de consumo popular aunque menospreciados por otros sectores urbanos:
los acociles y los nopales, el pulque y los tlacoyos, los huanzontles
y los capulines, las tunas y las pencas de mezcal. Más
allá, siguiendo una distribución ordenada semejante
a la que llamó la atención de los cronistas del
siglo XV, podrán hallarse los puestos de los yerbateros,
con remedios para toda clase de males y amuletos pare prevenir
los daños. Cuando se tiene la posibilidad de visitar mercados
de otras latitudes se repara con asombro en el carácter
profundamente indio del placerio urbano de México. Y todos
estos rasgos son apenas una muestra pequeña del trasfondo
que subyace en las ciudades como herencia y viviencia de una antigua
población india, hoy desindianizada.
Una aproximación a los barrios viejos
de la ciudad nos permite entrever una forma de vida que es resultado
de la adaptación de muchas formas culturales mesoamericanas
al contexto urbano, durante largo tiempo y en condiciones de subordinación
frente a la cultura dominante. Es interesante comparar, por ejemplo,
las antiguas vecindades, y los más recientes conjuntos
multifamiliares con los que se ha tratado de sustituirlas. En
la vecindad, las habitaciones privadas se alinean alrededor de
un patio común en el que se ubican servicios también
comunes: baños, tomas de agua, lavaderos, espacios para
jugar o trabajar. Todo ello tiende a reforzar las relaciones entre
los habitantes de la vecindad y genera un espíritu de cuerpo
que se debilita en los multifamiliares, donde se pretende que
cada departamento cuente con todos los servicios indispensables
para la vida cotidiana y que las áreas comúnes sean
sólo estacionamientos para automóviles, vías
peatonales, zonas de comercio y, si acaso, áreas deportivas.
Sólo los muy jóvenes, en los multifamiliares, llegan
a desarrollar una cierta conciencia de grupo referida al sitio
en que viven, por su necesidad de actividades gregarias y por
el fácil contraste competitivo con grupos de jóvenes
de otros edificios, otras unidades y otros barrios.
Aquí están frente a frente dos
maneras de emendar y experimentar la vida vecinal: en un caso,
el de los multifamiliares, el ámbito privilegiado es el
departamento, espacio exclusivo de la familia nuclear; en el otro,
en la vecindad, es el patio común, eje de una vida cotidiana
que abarca a un conjunto de familias, muchas de las cuales son
familias extensas. Detras de esto hay orientaciones culturales
diferentes: una corresponde al individualismo preponderante en
la civilización occidental contemporánea, y la otra
apunta hacia una sociedad local en la que los lazos por vecindad
desempeñan un papel de la mayor importancia, como en la
civilización mesoamericana, y permiten la gestación
de formas culturales propías en un ámbito cotidiano
más amplio que el que ofrece la familia nuclear. No es
de extrañar que los barrios que conservan mayor número
de vecindades sean los que manifestan una identidad local más
vigorosa y una organización comunitaria más salida
para propósitos muy diversos, como fue palpable en los
acontccimientos que desencadenó el terremoto de septiembre
de 1985.
Aunque han soplado muchos vientos desde la
fundación de las primeras ciudades coloniales, todavía
hoy ocurren fenómenos que ponen en evidencia el carácter
dominante de las urbes. En las regiones de refugio el cento rector
es una ciudad ladina que domina sobre una constelación
de comunidades indias. En ella radica y desde ella se ejerce el
control económico, político, social y religioso
de la región. Es el centro del poder; y quienes lo detentan
no son los indios, sino los ladinos que gustan de llamarse así
mismos "gente de razón" y reclaman con orgullo
su ascendencia no india: europea y colonizadora. En estas ciudades,
la presencia de lo indio marca la vida entera. Son indios la mayoría
de los que transitan por las calles, los que acuden al mercado
para vender y a las tiendas para comprar, los que se emplean en
los oficios peor pagados, los que pueblan las cárceles
y los que al caer la noche regresan dando traspiés, alcoholizados,
a sus parajes. Pero también está presente lo indio
en la conducta y el pensamiento del ladino urbano. En parte, porque
este ha adoptdo algunos rasgos de la cultura india regional, en
la comida, en el lenguaje, en algunas creencias y prácticas
simbólicas. Pero fundamentalmente porque la vida del ladino
se estructura por contraste con el indio, por su necesidad de
marcar en todo y permanenemente el "no ser indio ,".
En el puequeño mundo ladina de esas ciudades, lo indio
esta omnipresente como todo lo que no se es ni se quiere ser.
Guzmán Bockler ha escrito que en Guatemala el ladino es
un ser ficticio, porque su identidad es, en esencia, una identidad
negativa: ser ladino no es ser algo específico, propio,
sino únicamente no ser indio. Sin la presencia del indio,
el ladino deja de ser, porque sólo existe en virtud de
la dominación colonial que ejerce sobre el indio.
El crecimiento acelerado de las grandes ciudades, mexicanas en, los últimos 50 años se debe, ante todo, al arribo de emigrantes que proceden de las zonas rurales, indias o mestizas. La dinámica de este proceso migratorio obedece al empobrecimiento del campo, y a la concentración en las urbes de las actividades económicas y las oportunidades de diverso tipo.
Esta migración indianiza a la ciudad.
En general, el recién llegado cuenta con familiares o amigos
del mismo pueblo que llegaron antes; ellos le facilitan el primer
contacto con la ciudad, la ambientación mínima,
la búsqueda del trabajo. Juntos forman un núcleo
de gente identificada por la cultura local de origen. En ese pequeño
ámbito transterrado se puede hablar la lengua propia y
se recrean, hasta donde el nuevo medio lo permite, usos y costumbres.
A veces el grupo llega a ser mayor, porque resulta fácil
identificarse con gente de la misma región por encima de
las peculiaridades de cada comunidad. Entonces es posible afianzar
un ámbito cultural propio más amplio, que rebasa
el de la vida doméstica cotidiana: se pueden organizar
torneos de pelota mixteca, se llega a crear una banda mixe para
interpretar los sones de la tierra, se celebran aquí las
fiestas de allá, con los platillos del caso cuyos ingredientes
especiales se encargan al que viene o se suplen aceptablemente
con los que ofrece el comercio urbano. En otro nivel, son muchas
las organizaciones de "paisanos" emigrados a la ciudad
que procuran hacer algo por el terruño: juntan dinero para
cooperar en alguna obra pública, envian libros para crear
la biblioteca, hacen gestiones ante las autoridades centrales,
reciben y orientan a los recién llegados. Y el contacto,
la relación cercana con la comunidad, no se pierde. Por
el contrario, se renueva cada vez que es posible, porque el ir
y venir de la gente permite mantenerse al día de las últimas
noticias, de quién murió, se casó o se fugó,
de qué ha pasado con las sierras comunales invadidas por
los ganaderos, o con el pleito por linderos con el pueblo vecino.
Además, siempre que se puede se regresa a la comunidad,
aunque sólo sea para la fiesta anual del santo patrón.
Y se cumplen las obligaciones, lo mismo las que conlleva el compadrazgo
que las que provienen de haber aceptado un cargo ceremonal. En
esta forma, extensas zonas de la ciudad están habitadas
por gente que vive ahí con un sentido transitorio, fijo
el interés y la esperanza en lo que ocurre allá,
a muchos kilómetros de distancia, en el pueblo o el paraje
del que se forma parte y que da sentido a la emigración
que se quiere temporal. Son indios que ejercen su cultura propia
hasta donde la vida en la ciudad se los permite. No es raro que,
frente a "los otros", oculten su identidad y nieguen
su origen y su lengua: la ciudad sigue siendo el centro del poder
ajeno y de la discriminación. Pero esa identidad subsiste,
enmascarada, clandestina, y en virtud de ella se mantiene la pertenencia
al grupo original, con todo lo que significa de lealtades y reciprocidades,
derechos y obligaciones, vinculación y práctica
de una cultura común y exclusiva. Sin ese universo de relaciones
vigentes, fincadas en la existencia de los pueblos indios, sería
imposible la sobrevivencia de cientos de miles de habitantes indios
en las ciudades mexicanas. Basta reparar en un dato revelador:
la ciudad de México es la localidad con mayor número
de habitantes de lenguas aborígenes en todo el hemisferio.
La ciudad se puebla de indios, además,
por el contingente de trabajadores que concurre a ella diariamente
desde comunidades indias más o menos proximas, o que viene
desde localidades apartadas y permanece en la urbe durante los
días de labor. Por todos los rumbos de la ciudad se encuentran
las "marías" con sus hijos, amparadas en las
esquinas de mayor tráfico, vendiendo chicles y chucherías,
o pidiendo limosna a los automovilistas. Muchos más, mal
enfundados en ropas de trabajo, sirven como albañiles y
en faenas de cualquier índole. El servicio doméstico,
más estable, ocupa a un gran número de mujeres indias
entre las cuales se da con frecuencia una cadena de relaciones
que les permite pasar de la comunidad de orígen a la ciudad
de la región y de ahí a la capital de la República;
la red se extiende ya hasta varias ciudades de los Estados Unidos.
En una condición diferente están los estudiantes indígenas, pocos en proporción, pero cuyo número crece constantemente, que de manera obligada llegan a la ciudad cuando logran continuar la enseñanza media y superior. Este grupo, agrandado con algunos profesionales y empleados de origen indio, ha sido el ámbito social del que han surgido recientemente nuevas formas de organización política basadas en la identidad étnica india. La experiencia urbana, el contacto con ideas de distintas tendencias, la información externa más amplia y la relación con otros emigrantes indios han hecho posible la gestación de grupos políticos animados por las reivindicaciones de los pueblos indios. En otra sección se abordará este tema con mayor detalle; aquí, lo que interesa es señalar esta nueva presencia política india como un fenómeno urbano, que surge precisamente en el espacio reservado históricamente al asiento del poder colonial, del poder no indio.
La presencia del indio en las ciudades no ha
pasado desapercibida para las élites dominantes y privlegiadas.
Si antes se le llamó "la plebe", hoy se emplea
otro término que ya alcanzó arraigo: son "los
nacos". La palabra, de innegable contenido peyorativo, discriminador
y racista, se aplica preferentemente al habitante urbano desindianizado,
al que se atribuyen gustos y actitudes que serían una grotesca
imitación del comportamiento cosmopolita al que aspiran
las élites, deformado hasta la caricatura por la incapacidad
y la "falta de cultura" de la naquiza. Lo naco, sin
embargo, designa también a todo lo indio: cualquier rasgo
que recuerde la estirpe original de la sociedad y la cultura mexicana,
cualquier dato que ponga en evidencia el mundo indio presente
en las ciudades, queda conjurado con el simple calificativo de
naco. La ciudad se resguarda de su realidad profunda.
La raza de bronce y la gente linda
Uno de los aspectos que más llaman la
atención a los visitantes extranjeros, sobre todo a los
latinoamericanos, es la presencia ostensible del indio en la cultura
oficial mexicana. A la Revolución de 1910, sin duda, se
debe el haber privilegiado la imagen india como uno de los principales
símbolos del nacionalismo oficial. Más adelante
revisaremos la otra cara de la medalla: la política gubernamental
frente al indio vivo, el indigenismo. Aquí importa señalar
la exaltación ideológica de lo indio, que ha hecho
visible su presencia en el ámbito público bajo control
del Estado.
El arte auspiciado por los gobiernos de la
Revolución, sobre todo entre los años veinte y los
cuarenta, tuvo un marcado acento nacionalista. Hubo, pues, que
volver a las raíces. El carácter popular de la Revolución,
en plena vigencia por aquellos años, llevo esta búsqueda
por los caminos de la historia hasta llegar al pasado precolonial
para, de retorno, legitimar la cultura del pueblo. Si no toda,
al menos sus aspectos de fácil atractivo: la vida bucólica
del campesino, las artesanías populares, el folclor. En
la música, en la danza, en la literatura y las artes plásticas,
la temática de lo indio proporcionó los elementos
para configurar una vasta corriente nacionalista bajo el patrocinio
gubernamental.
Cientos de metros cuadrados de murales adornan
edificios públicos de toda índole en muchas ciudades
de la República. Los hay en palacios de gobierno y oficinas
gubernamentales, en mercados y hospitales, en escuelas y bibliotecas,
en fábricas y en talleres. Y en ellos, la imagen el indio
es casi imprescindible: pocas veces falta alguna alegoría
sobre el mundo precolonial, que con frecuencia cimenta o preside
las escenas del mundo de hoy o del mañana; hay espacios
para marcar el doloroso tránsito del pasado feliz y sabio
a los horrores de la Conquista y la esclavitud; queda también
lugar para algunas referencias pictóricas a las danzas
y ceremonias vistosas de los indios de hoy. Los rostros morenos
de pómulos altos y ojos rasgados ocupan, junto con los
caudillos consagrados, el lugar protagónico en el muralismo
mexicano. Los códices como que reviven en la obra de Diego
Rivera, para contar la historia de otra manera, a la manera de
la Revolución mexicana. En este sentido, los pintores de
la escuela nacionalista son los intérpretes de un nuevo
Tlacaélel, aquel anciano sacerdote que ocupó largos
años el cargo de Cihuacóatl -la eminencia gris del
Estado azteca- y mandó destruir los antiguos libros pare
hacer pintar otros nuevos que contaran una historia adecuada a
la mayor gloria del pueblo mexica, el pueblo del sol.
Otro instrumento favorecido para exaltar la
raíz india de México han sido los museos, que existen
en casi sodas las capitales estatales y en muchas otras poblaciones.
El ejemplo prístino y mejor conocido es el Museo Nacional
de Antropología, en el bosque de Chapultepec, sitio de
privilegio en la ciudad de México. La concepción
arquitectónica, en todos sus detalles, refleja la ideología
de exaltación del pasado precolonial y, simultánea
y contradictoriamente, su ruptura con el presente. Las proporciones
y la sobriedad de las fachadas, la amplitud de vestíbulo
y de la plaza interior, y la e!egante magnificencia de los acabados,
recuerdan de alguna manera las características de algunas
ciudades mesoamericanas, pero tratadas aquí de tal forma
que el efecto remite también a la disposición de
los templos cristianos: una entrada con coro y celosías
(el vestíbulo), una gran nave central (el petio) con capillas
laterales (las salas de exhibición) que culmina en el altar
mayor (la sala mexica, con la Piedra del Sol en el centro). Todas
las salas de la planta baja están dedicadas a la arqueología
y tienen una parte con doble altura; la sala principal, la de
los aztecas, es la única que no tiene mezzanine y ocupa
una superficie mayor que las demás. La planta alta, formada
por los mezzanines laterales, contiene el material etnográfico:
la referencia a los indios de hoy. Un buen número de visitantes
no recorre esas salas, por fatiga o por falta de interés,
ambas resueltamente reforzadas por la disposición misma
de los espacios del museo. La frase que despide al visitante,
grabada en el enorme paño interior de la fachada, sobre
las puertas de acceso, resume con precisión el mensaje
ideológico del museo, y más ampliamente, la intención
de fondo en el uso que hace el Estado del pasado precolonial:
"Valor y confianza ante el porvenir hallan los pueblos en
la grandeza de su pasado. Mexicano, contémplate en el espejo
de esa grandeza. Comprueba aquí, extranjero, la unidad
del destino humano. Pasan las civilizaciones, pero en los hombres
quedará siempre la gloria de que otros hombres hayan luchado
para erigirlas."
La presencia de lo indio en muros, museos,
esculturas y zonas arqueológicas abiertas al público
se maneja, esencialmente, como la presencia de un mundo muerto.
Un mundo singular, extraordinario en muchos de sus logros; pero
muerto. El discurso oficial traducido en lenguaje plástico
o museográfico, exalta ese mundo muerto como la semilla
de origen del Mexico de hoy. Es el pasado glorioso del que debemos
sentirnos orgullosos, el que nos asegura un alto destino histórico
como nación, aunque nunca quede clara la lógica
y la razón de tal certeza. El indio vivo, lo indio vivo,
queda relegado a un segundo plano, cuando no ignorado o negado;
ocupan, como en el Museo Nacional de Antropología, un espacio
segregado, desligado tanto del pasado glorioso como del presente
que no es suyo: un espacio prescindible. Mediante una hábil
alquimia ideológica, aquel pasado pasó a ser el
nuestro, el de los mexicanos no indios, aunque sea un pasado inerte,
simple referencia a lo que existió como una especie de
premonición de lo que México es hoy y será
en el futuro, pero sin vinculación real con nuestra actualidad
y nuestro proyecto.
Hoy, otros aspectos reciben atención
oficial encaminada a estimular el crecimiento del turismo: la
restauración de zonas arqueológicas y la comercialización
de las artesanías indígenas. Lo indio se vende como
imagen singular que da el toque de color local, el acento exótico
que atrae al turista. Un México indio para consumo externo.
¿Qué es lo indio para las élites
del país?, ¿de qué manera está presente
entre la gente linda? En general, nadie, en esos medios, reclama
alguna ascendencia indígena. Lo contrario es lo usual:
la ostentación de un linaje que tiene origen europeo y
se ha mantenido sin mezcla en el transcurso de las generaciones.
Cuando se puede, se exhiben los blasones de una nobleza más
o menos dudosa (hay todavía quienes conservan el escudo
de la familia, que preside el salón principal de la residencia).
Si no se proclama la aristocracia de sangre, se reclama un origen
modesto, una fortuna y una posición ganada con esfuerzo
y talento, prendas que de alguna manera, aunque no se diga brutalmente,
quedan siempre asociadas como características naturales
que provienen de no haber sido indios quienes las poseyeron ni
indios sus descendientes. Indios eran los peones en las haciendas
del abuelo, indias las mujeres del servicio doméstico de
entonces. Cuando había tierras con peones era inevitable
convivir de vez en cuando con éstos. En algunas familias
de viejo cuño oligarca, queda afición por la charrería,
por la comida ranchera elaborada en casa, por las peleas de gallos
y cierto olor de sacristía: eso es ser mexicano y se puede
ejercer algunos domingos. Ahí se topa con lo indio, pero
sólo si se mira hacia abajo. Mirando de frente, entre iguales,
los cutis son blancos, los ojos y los cabellos claros. Nadie habla
náhuatl, pero muchos francés y casi todos, hoy,
inglés. En un número de antología, la revista
norteamericana Town and Country presentó a los Mighty Mexicans:
un desfile de fotos y reportajes breves sobre los personajes más
poderosos del país (en el México de la embriaguez
petrolera), presentados en su entorno cotidiano, en sus hogares,
sus fábricas, sus oficinas y sus pasatiempos, que dan una
idea inicial de la vida y los gustos de este sector privilegiado.
Sintomáticamente, un grupo de damas jóvenes de la
alta sociedad aparecen retratadas con sus mejores joyas y atavios;
en cada foto hay un elemento decorativo que indica sin lugar a
dudas la condición mexicana de la modelo: junto a ella
aparece siempre una india vestida con algún huipil auténtico,
baja de estatura, rechoncha, la piel morena, el rostro sonriente
y la mirada agradecida. Cualquiera de estas fotografías
podría ser la síntesis extrema de la esquizofrenia
colonial en que vivimos.
Las etapas medias de la soeiedad urbana, acrecentadas rápidamente en las cinco o seis décadas últimas, viven esa esquizofrenia cotidianamente. Si para la vieja aristrocracia los modelos de conducta y pensamiento se importaban de Europa, las clases medias de hoy dirigen su mirada apenas al otro lado de la frontera norte. Los Estados Unidos ofrecen todos los arquetipos para configurar las aspiraciones clasemediaras. No importan los orígenes reales, el pasado no muy lejano que quedó sepultado en la ciudad provinciana, en el barrio pobre, en el pueblo chico o hasta en la comunidad india; lo que cuenta son los pequeños logros de hoy, materializados en un consumo a plazos de aparatos domésticos, ropa de falluca y viajes espaciados a San Antonio y Disneylandia. Es difícil compaginar las aspiraciones siempre renovadas y crecientes con las posibilidades limitadas, en una situación que finalmente se deteriora hasta la crisis sin salida visible. Las clases medias se caracterizan aquí por un profundo desarraigo cultural. Hay una voluntad de renuncia a lo que se vivía hasta hace pocos lustros y una endeble, desarticulada recomposición de la vida actual. El espacio hogareño no se organiza según necesidades y gustos propios: se compra o se arrienda entre la oferta en serie, se amuebla de acuerdo con la propaganda al alcance, se adorna con gusto "charro". Lo único importante es que no se confunda con una habitación popular y para eso están los sillones con imitación de terciopelo, la televisión de color al centro, los electrodomésticos visibles y los inverosímiles cromos en las paredes. La cultura tradicional, cualquiera que sea su origen, no tiene cabida explícitamente; permanece soterrada y aflora de vez en cuando, imprevista, como un detalle que cuestiona a fondo el todo aparente. En un todo sucedáneo (del café, del azúcar, del chicharrón, de la alegría, de la belleza, en fin: sucedáneo de la cultura, de la vida misma). ¿Lo indio, aquí? Quizás en algún rincón de la expresión patriotera, en las entretelas de una noche folclórica, "típica", ante el recién conocido que viene de El Paso. Desraizada, la clase media baila al ritmo que le tocan, sin ganas para recordar ni impulso para imaginar. Si otro es el México profundo, este es el México de la superficie: superficial.