El American Way Of Life: Islotes y Océanos
Lo que hasta aquí he intentado mostrar es que a lo largo
de cinco siglos ha habido un proyecto civilizatorio dominante
que se ha tratado de imponer a una sociedad culturalmente diversificada
y plural que ha ofrecido resistencia y hasta hoy subsiste apegada
a su propio proyecto, que es diferente. En la situación
de fin de siglo las fuentes uniformantes no sólo han crecido
sino que tienden a unificarse a escala mundial, lo que indudablemente
implica mayores presiones contra la continuidad de las culturas
diferentes y la viabilidad de proyectos civilizatorios alternativos.
Sin embargo, este nuevo marco de fuerzas globalizadas que niegan
la diversidad se pone en entredicho por un movimiento de signo
contrario que se expresa en la emergencia y al resurgimiento de
identidades culturales, nuevas o de larga trayectoria histórica,
que reclaman su derecho a la diferencia y en esa medida niegan
a su vez al proyecto civilizatorio que pretenda ser hegemónico.
Las próximas décadas verán acentuarse esta
contradicción, que será crucial en el arranque del
siglo XXI.
En el caso de México, el problema tiene rasgos particulares
que resultan de la decisión gubernamental de formalizar
un acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá,
que conduzca paulatinamente a una integración mayor con
al bloque que forman esos dos países. La vecindad con los
Estados Unidos y la desigualdad que se incrementa constantemente
desde fines del siglo XVIII entre las dos sociedades han tenido
efectos permanentes en nuestra vida nacional, efectos con frecuencia
trágicos. En México, pocos aspectos importantes
de nuestra realidad pueden entenderse a fondo sin tomar en cuenta,
de una u otra manera, la presencia de los Estados Unidos. La decisión
de que la frontera norte sea una línea que nos una y no
una que nos separe tendrá, sin duda, repercusionas amplias
y profundas en todos los ámbitos de vida de los mexicanos.
Para el tema que aquí interesa, es posible columbrar algunas
tendencias que muy probablemente cobrarán fuerza a partir
del tratado de libre comercio y que de todas maneras forman parte
del contexto de la globalización. El american way of
life como una ideología qua expresa los valores y las
aspiraciones de un amplio sector de la población estadounidense
-paradigmáticamente, los wasp-, es una imagen constantemente
presente entre ciertos sectores de la sociedad mexicana, particularmente
en los medios urbanos. Para muchos resulta un modelo fin alcanzable
y totalmente ajeno, aunque se presente maquillado y ofrezca sólo
el ángulo "bonito" del rostro. Para otros, en
cambio, es una aspiración real, un modelo que se desea
imitar y en ese sentido orienta decisiones y esfuerzos. La ideología
del american way of life tendrá mayor fuerza para
el futuro, porque los cambios fundamentales que se busca provocar
en nuestra sociedad procuran precisamente alcanzar niveles de
vida, si no iguales, al menos más cercanos a los norteamericanos,
a los que se resumen en el american way of life. Me resulta
imposible imaginar como podría ser de otra manera, es decir,
cómo un proyecto económico articulado a partir da
la integración con los Estados Unidos sería capaz
de impulsar a los beneficiarios nacionales del proyecto hacia
un modo de vida realmente distinto del norteamericano.
Con lo anterior no afirmo que ese cambio se vaya a dar de un día
para otro y mucho menos que se vaya a generalizar en el conjunto
de la sociedad mexicana. De hecho, el american way of life
no es la forma de vida general ni siquiera dentro de los Estados
Unidos, que es una sociedad mucho más diversificada culturalmente
de lo que solemos imaginar y de lo que supone otra ideología
nacional -de ellos-, la del melting pot. Pero si allá
no se ha logrado la fusión uniformante en torno al estilo
de vida de los wasp, las condiciones al sur de la todavía
frontera hacen entre nosotros inimaginable esa posibilidad, para
tristeza de quienes la sueñan febrilmante. En primer lugar,
porque en el tren modernizador e integrador que está arrancando
no hay cupo para todos los mexicanos, ni siquiera de pie en los
vagones de segunda que forman el grueso del convoy. Por ahora
muchos se quedarán en el andén o viendo desde más
lejos. Y ese no viajar, bien puede transformarse en mayor arraigo,
que aquí querría decir, ya sin metáforas
ferrocarrileras, reconocimiento, aceptación y afirmación
de la cultura propia y del derecho a la diferencia. El pobrerío
millonario -por su número, no por su dinero-, tendrá
que rascarse con sus propias uñas y encontrar la manera
da pasarle la pelota, aunque sea de trapo, a sus próximas
generaciones. Para ellos no habrá american way of life
a la vista y si las necesidad de ubicarse en el mundo globalizado
a partir de lo que tienen: sus capacidades intelectuales y físicas,
los escasos recursos que conserven y su cultura. Y la fuerza de
su número, por supuesto: su condición de amenaza
para las conciencias tranquilas, los hogares estables y la gente
hice.
La administración pública enflaquece y hay más
campos de acción para la iniciativa privada. Esto significa,
también y contradictoriamente, mayores oportunidades para
al acción cultural diversificada. La renuncia del Estado
a la rectoría an ámbitos que habían permanecido
bajo su control -a veces, sólo de derecho, pero no de hecho-,
abre nuevos resquicios para que se exprese la pluralidad cultural.
Pienso, por ejemplo, en la posibilidad no improbable de que dentro
de algunos años el sistema escolar se descetralice realmente
y sea de responsabilidad municipal o comunitaria, y lo que esto
significaría como oportunidad para el desarrollo de las
culturas locales, sistemáticamente excluídas de
los planes de estudio. Algo semejante podría ocurrir en
el caso de la medicina: la legitimación de las prácticas
tradicionales como alternativa ante la eventual reducción
del presupueato público destinado a servicios de salud.
Algunas actividades artesanales podrían también,
bajo ciertas condiciones, encontrar vericuetos para colarse en
un mercado dominado por las aspiraciones del american way of
life, mediante iniciativas propias que hoy están condicionadas
por la intermediación de agencias gubernamentales.
Entre las condiciones de la modernización se menciona frecuentemente
la garantía y la vigencia plena de los derechos humanos.
Hay el riesgo de tomarla como una condición absoluta, y
no lo es: Chile alcanzó muchos objetivos que están
en la agenda económica del programa de modernización,
bajo una feroz dictadura que se caracterizó por la sistemática
violación de los más elementales derechos humanos,
lo que demuestra que la garantía de éstos y la actual
modernización no van necesariamente unidas. La integración
con Estados Unidos, sin embargo, sí destaca este punto
como un requisito, al menos en su aspecto formal qua eliminaría
las más abiertas y recurrentes violaciones. Esta presión
externa viene a reforzar corrientes de la sociedad mexicana que
han pugnado crecientemente en los últimos años por
lograr la plena vigencia de los derechos humanos en el país.
Es de esperar, por tanto, que haya avances consistentes en este
terreno en los próximos años. Los derechos colectivos
y entre ellos el derecho a la cultura propia, deberán tener
su lugar en ese proceso. Se han dado los primeros pasos en esa
dirección, pero queda todavía un largo trecho por
recorrer, tanto en la reestructuración jurídica
que desvanezca la ilegalidad del otro, como en la instrumentación
práctica que convierta en realidad el respeto a los derechos
culturales. Este punto, sin duda, será un objetivo que
cobrará cada día mayor importancia en la lucha de
las organizaciones indias y de todas las que están comprometidas
con los intereses y las aspiraciones de cualquier minoría
cultural.
Directamente ligado con lo anterior está la cuestión
de la democracia. Con el mismo ejemplo chileno podemos mostrar
que tampoco es condición obligatoria de la modernización
económica. Pero aquí, quizás, el problema
central sea más complejo: no se trata, como en los derechos
humanos, sólo de garantizar su vigencia; previamente es
necesario llegar a un acuerdo sobre que tipo de democracia deseamos,
porque, a diferencia de los derechos humanos, aquí no cabe
admitir sin más una manera universal y uniforme de sociedad
democrática. El modelo que se nos presenta y en torno al
que más se opina y se debate, pone énfasis en el
respeto a la voluntad del ciudadano individual y en la legitimidad
de la decisión mayoritaria que se exprese a partir de aquélla.
Es una perspectiva congruente con el pensamiento neoliberal que
hoy predomina entre los grupos con poder. Pero si se introduce
la problemática de la diversidad cultural, con las características
que reviste en una sociedad como la mexicana, el asunto no es
tan simple como la fórmula "un ciudadano, un voto".
El problema de la autonomía cultural debe ser tomado en
cuenta en la discusión sobre la democracia deseable porque
tiene que ver con la organización del Estado a partir de
colectividades diferenciadas y no únicamente de ciudadanos
individuales; porque implica, como trataré de mostrar más
adelante, el reconocimiento de valores diferentes para adquirir
y ejercer el poder y la autoridad, que deben ser respetados y
articulados en un sistema político nacional que verdaderamente
pretenda ser democrático. No bastan las elecciones transparentes,
aunque sean indispensables. Es un asunto de mayor envergadura
en el que es necesario repensar muchas cosas, desde las instituciones
políticas hasta los mecanismos formales de decisión,
para asegurar que esa mayoría integrada por minorías
pueda expresar su voluntad real y sea tomada en cuenta. La democracia
moderna que requerimos debe andar por esos rumbos; el punto es
saber hasta dónde es compatible con la otra modernización,
con la que nos anuncia el tratado de libre comercio.
En este inciso he mencionado con tanta insistencia el tratado
de libre comercio, que podría dar la impresión de
que considero su firma como un cambio fundamental en las relaciones
de México con los Estados Unidos y con el resto del mundo,
el mundo globalizado. No es así: al tratado sólo
formaliza una vinculación histórica que se ha acentuado
en las últimas décadas. En ese sentido, más
que un cambio de orientación es el reconocimiento y la
ratificación de un proceso en el que la economía
mexicana está envuelta al menos desde la década
de los cuarenta. Los efectos del tratado de libre comercio, pienso,
sólo serán más diáfanos y contundentes
que los que nuestra dependencia económica ha provocado
en los últimos años, pero no tendrán un signo
contrario. De aquí que muchos rasgos actuales de la sociedad
mexicana, desde la perspectiva cultural, nos anuncien con claridad
los procesos que veremos intensificarse en el próximo futuro.
Uno de los rasgos que observamos hoy, como traté de mostrar
al principio de este texto, es que la diversificación cultural
ha aumentado an vez de ceder ante la uniformación presumible.
En las grandes ciudades, donde mayor impacto deberían tener
las fuerzas homogeneizantes, proliferan con más intensidad
nuevas identidades culturales que se desprenden de otras más
antiguas o que emergen de las nuevas circunstancias, como por
generación espontánea. Y me refiero aquí
a grupos que no procuran el american way of life sino que
buscan por distintas vías un estilo de vida diferente,
distinto incluso del que vagamente propuso durante décadas
la llamada cultura nacional.
Algunos de estos movimientos recuerdan a los que han surgido en
los países desarrollados de Occidente y que se denominan
"contraculturales" en tanto niegan lol valores, las
aspiraciones y los estilos dominantes en las sociedades en donde
surgieron. Otros, sin embargo, no pueden entenderse únicamente
en estos términos. Los indios urbanos no rechazan el empleo
de estrategias y tecnologías de la cultura dominante, como
tampoco lo hacen los movimientos de colonos ni muchos sectores
dependientes de la economía informal. La cuestión
de fondo no radica en eso, sino en el propósito que se
persigue con esos usos tácticos, lo que equivale a preguntarse
por el proyecto civilizatorio que subyace en estas acciones colectives
(valga recordar, como ejemplo, el empleo de computadoras por jóvenes
mixes para rescatar su conocimiento y su imaginario colectivo,
trasmitidos tradicionalmente en forma oral).
La pregunta queda planteada en estos términos: la creciente
diversidad cultural ¿es resultado únicamente de una
mayor complejidad social que resulta de fenómenos como
la migración, la urbanización, la desigualdad económica
en aumento, el efecto de los medios masivos de comunicación,
el desempleo y otros concomitantes?; o bien, ¿debemos entenderla
también y en primer término como las formas de actualización
de un proyecto civilizatorio no occidental, diferente, alternativo?
Las posibilidades de la utopía
Pese a la convergencia de fuerzas formidables que tiran en un
mismo sentido, son más los hechos y las razones que hacen
necesario reconocer, buscar o imaginar otras opciones civilizatorias.
El primer dato, el incontrovertible, el que arraiga en la realidad
cualquier sueño, es que la alternativa existe.
Frente a la convicción de que hay sólo un futuro
(que resulta, necesariamente, de una historia única a la
que poco a poco, a veces a regañadientes, se han ido sumando
los diversos pueblos que vivían en el error), la realidad
muestra que existen, con plena vitalidad, proyectos civilizatorios
-futuros en gestación- que son diferentes del modelo occidental
hoy dominante. En el caso americano, esa alternativa la encarnan,
primordialmente, las culturas de los pueblos indios que tienen
como sustrato común una civilización, la civilización
amerindia.
En América sucede, como en el resto del mundo, que los
pueblos históricos están respondiendo al reto de
la globalización con una creciente movilización
étnica, es decir, con una afirmación cada día
más firme de su derecho a la diferencia. Las últimas
dos décadas han mostrado un nuevo rostro de los pueblos
indios, el rostro de sociedades comunitarias decididas a actuar
políticamente a través de organizaciones que no
necesariamente reproducen la estructura y los mecanismos de acción
de los partidos políticos, aunque sea frecuente que establescan
alianzas con estos. A las formas históricas de resistencia,
que iban desde la rebelión intermitente hasta el rechazo
sutil o abierto de las iniciativas que llegarán de fuera,
junto con la renovación cotidiana de las prácticas
culturales propias en el ámbito de la vida doméstica
y comunitaria, se ha agregado la lucha política en los
escenarios regionales, nacionales y aún internacionales.
Es una lucha que persigue la misma finalidad última que
las anteriores formas de resistencia: la conservación,
la recuperación y la consolidación de espacios de
autonomía cultural, en el sentido más amplio del
término.
Otros grupos sociales, adamás de los pueblos indios también
reclaman autonomía cultural. En ciertos países la
población afroamericana, mayoritaria a escala nacional
o regional, ha creado históricamente formas culturales
propias y distintivas en las que fundamentan su identidad colectiva,
frecuentemente vinculada a la religión y muy perceptible
en las expresiones musicales que llegan a convertirse en vehículo
explícito de sus reivindicaciones. La diversidad geográfica,
las formas históricas de colonización, la composición
étnica de las poblaciones y la manera diferente en que
se ha implantado el Estado en las distintas áreas del territorio
nacional, son los fenómenos más importantes que
están en la base del regionalismo que, con diversos matices,
existe en México y en casi todos los países latinoamericanos.
La densidad de la cultura propia varía de una región
a otra, así como la fuerza de los intereses regionales
y, por tanto, la capacidad de expresar políticamente las
demandas de autonomía cultural. Pero es indudable que existen
movimientos regionalistas y que podrían desarrollarse rápidamente
en una coyuntura favorable que puede presentarse en cualquier
momento.
Es necesario, sin embargo, volver al caso particular de los pueblos
indios porque, como se anotó, no sólo son portadores
de culturas propias, sino también de una civilización
diferente, lo que no ocurre con las culturas regionales no indias,
ni probablemente, con la mayoría de los pueblos afroamericanos.
En efecto, la condición distintiva de las culturas indias
es que comparten una matriz civilizatoria que no es occidental
sino, precisamente, india. Cada una de estas culturas tiene sus
rasgos propios, su perfil único e inconfundible; pero,
al mismo tiempo, comparten una orientación básica
que les da un sentido profundo común a todas. A esa orientación
fundamental le llamo matriz civilizatoria.
Cuando, en el siglo pasado, la opinión progresista y modernizadora
señalaba, como hemos visto, que la conducta económica
de los indios carecía de las motivaciones y los estímulos
necesarios para hacer avanzar a esas comunidades hacia el mejoramiento
material, hacia el progreso, lo que se estaba señalando
era precisamente la presencia actuante de un proyecto civilizatorio
diferente.
Como se indicó en la primera sección de este ensayo,
hay culturas diferentes y hay también subculturas dentro
de cualquier cultura. Estas últimas, las subculturas, son
modalidades o estilos dentro de un mismo proyecto, por antagónicos
y opuestos que aparenten ser sus objetivos particulares. Pueden
pretender cambios radicales, capaces incluso de buscar una reorientación
de fondo en el proyecto civilizatorio del que forman parte; pero
se ubican, finalmente, dentro de ese mismo proyecto.
Las culturas, pese a contener diferencias y particularidades más
abarcadoras, más totales, pueden también ubicarse
en un mismo horizonte civilizatorio. Por ejemplo, que la hegemonía
occidental la tenga Estados Unidos, Alemania o, digamos, Francia
o Checoslovaquia, resultará en diferencias innegables -algo
como lo que Cosío Villegas llamaría "el estilo
personal de gobernar"-, que no son intrascendentes y tienen
efectos reales y apreciables, sobre todo para quienes están
sujetos a su dominación; pero, en sus líneas definitorias,
en sus propósitos y maneras de acción, no habrá
diferencias significativas: en cualquiera de los casos se buscará
impulsar e imponer el mismo proyecto civilizatorio, esto es, la
realización de los mismos valores fundamentales que corresponden
y dan sustento a una misma perspectiva en la que se establecen,
finalmente, idénticos sentidos de la historia y del quehacer
humano. El "para qué" será el mismo, como
respuesta última. Estamos, a fin de cuentas, ante un solo
proyecto civilizatorio que, para fines de diálogo, podamos
llamar aquí "occidental": un modelo que privilegia
la acumulación individual como prueba última del
éxito y como fundamento indiscutible del poder; el consumo
como aspiración suprema y el intercambio con beneficio
propio como mecanismo admitido de la acumulación. De estos
principios se desprenden nociones y valores que se aplican a todos
los actos de la vida humana: la explotación necesariamente
exhaustiva de la naturaleza, el código ético para
valorar y juzgar cualquier conducta, la orientación del
conocimiento -sus propósitos y objetivos-, el sentido de
trascendencia, las formas adecuadas de orientación social
-desde la familia hasta las instituciones internacionales-, en
que se fundamenta lo moral, lo bello, lo justo. Se trata, pues,
de un esquema general y profundo que determina el sentido del
ser y el quehacer de la humanidad. Por eso es un proyecto civilizatorio.
Pero sólo uno, no el único.
A lo largo de milenios muchos pueblos no occidentales, entre ellos
los llamados indios de la llamada América, gestaron un
proyecto civilizatorio diferente. No son subculturas, ni siquiera
un conjunto de culturas particulares y distintivas que se puedan
englobar dentro del proyecto civilizatorio occidental. Son experiencias
de la humanidad, acumuladas y decantadas, que apuntan hacia otro
futuro, sobre otras bases, con finalidades y metas diferentes.
Conforman eso: un proyecto civilizatorio distinto. Y seguramente
no es éste el único otro proyecto. El Islam y las
culturas asiáticas son portadores de altenativas distintas
de la occidental, más cercanas al proyecto amerindio que
el modelo que hoy se presenta como dominante y con intención
de alcanzar la hegemonía mundial.
¿En qué consisten las diferencias entre esos proyectos
civilizatorios? He intentado explorar el asunto en otros textos,
por lo que aquí sólo resumiré los principales
puntos y agregaré algunos argumentos adicionales.
En primer término, debo insistir en el hecho de que la
civilización amerindia no es cosa del pasado, sino que
está viva y es el esquema que subyace en la accón
y el pensamiento, no sólo de los más de 30 millones
de americanos que se reconocen a sí mismos y son reconocidos
por los demás como indios (en una terminología genérica,
que en cada caso concreto se expresa en su propia denominación:
shuar, kuna, rarámuri, mixe, terena, etc.), sino por muchos
millones más que, sin saberse ni admitirse indios, son
también portadores de la misma matriz civilizatoria. Estamos
hablando aquí de las minorías que forman la mayoría.
Los principios básicos de esa otra civilización
descansan en una concepción diferente del ser humano, tanto
en su ubicación en el cosmos y en su relación con
la naturaleza como en su condición de ser social, en tanto
ente colectivo. La búsqueda de armonía con el orden
cósmico y el principio de reciprocidad son los fundamontos
primordiales de esta matriz civilizatoria. A partir del primero,
la relación con la naturaleza no se establece como una
lucha en la que el hombre aspire al dominio y la explotación,
sino como el esfuerzo por lograr un beneficio y un enriquecimiento
mutuo y recíproco: el trabajo tiene esa finalidad. Del
principio de reciprocidad se desprenden las normas básicas
del orden social.
Dominique Temple ha precisado agudamenta las diferencias entre
intercambio y reciprocidad, poniendo énfasis en el hecho
de que, en los sistemas de reciprocidad, la necesidad del otro,
y no la propia, es la que tiene prioridad y se satisface a través
del don. Dar más a los demás se traduce en mayor
prestigio y éste, así adquirido, es la única
base legítima del poder. Las diferencias en la capacidad
de dar no conducen a una jerarquización social, del tipo
de la que produce la diferencia de acumulación en la civilización
occidental, sino a una diversidad complementaria en la que cada
individuo o conjunto productivo tiene la posibilidad de realizar
al máximo sus potencialidades, sin que esta diferencia
se traduzca en desigualdad, es decir, sin que ser diferente conduzca
a ser inferior, subalterno.
El planteamiento de Temple, además, abre uno de los callejones
sin salida aparente en lo. que estábamos empantanados muchos
de quienes explorábamos la alternativa civilizatoria amerindia:
permite entender el potencial del crecimiento de las economías
basadas en la reciprocidad a partir del principio del don, y dejar
de verlas como circuitos cerrados que sólo serían
capaces de asegurar la subsistencia y la reproducción de
las sociedades que las practicaban -lo cual, de cualquier manera,
ya resultaba alentador en este fin de siglo-. En estas sociedades
el crecimiento se genera a partir de la obligación de dar
al otro más de lo que se recibe, en función de sus
necesidades y no de las propias, individualistas. Aquí,
a diferencia de la actual civilización occidental, el crecimiento
no se procura por razón de sí mismo, en función
de la acumulación como valor absoluto, sino a partir del
aumento de la necesidad de los otros y, en consecuencia, dentro
de un sentido compartido en el que la relación armónica
con la naturaleza y el cosmos constituye un valor central. Así
es posible llegar a la abundancia y a la plenitud de posibilidades
de desarrollo, tanto individual como del ser colectivo del que
formamos parte -que incluye, por supuesto, a la humanidad en su
conjunto-, por caminos y con base en principios civilizatorios
diferentes a los occidentales, menos destructivos y con aspiraciones
más trascendentales, más verdaderamente humanas.
Un proyecto civilizatorio construido sobre estos principios está
encarnado por las culturas indígenas de México -y
de América en su conjunto-. El proceso histórico
de desindianización, viejo ya de cinco siglos, ha provocado
que grandes sectores de la población organicen su visión
del mundo a partir de esos mismos principios, pese a que no admitan
ser indios y lleguen a asumir la visión colonizada qua
es expresa en las ideologías del criollismo y del mestizaje,
que niegan al indio como portador de un futuro propio, legítimo
y diferente. No digo que este proyecto civilizatorio se presente
hoy en su forma prístina ni explícitamente, ni siquiera
entre muchos sectores de la población india; cinco siglos
de colonización no pasan sin dejar huella. Pero por debajo
de las actitudes contradictorias, de los enmascaramientos verbales,
de las imágenes aparentes, de las claudicaciones individuales
o de en grupo, de la propia manipulación incluso, hay bases
para firmar que ese proyecto civilizatorio pervive. Nada, si no
es su vigencia, permite entender conductas y expresiones masivas
que tienen que ver con todo: con el trabajo, el consumo, la autoridad,
la religiosidad, el sentido lúdico, la orientación
de la creatividad, la visión y la previsión del
futuro, la muerte, los muertos, la ritualización y lo cotidiano,
la familia y la comunidad, que caracterizan a los sectores mayoritarios
y que no son conductas y expresiones occidentales "premodernas"
o "atrasadas": son, simplemente, no occidentales, congruentes
con la matriz civilizatoria amerindia.
La existencia de este otro proyecto civilizatorio abre la posibilidad
de entender nuestro pasado y nuestro presente, e imaginar nuestro
futuro deseable y posible, desde una perspectiva muy diferente
a la occidental que durante cinco siglos se nos ha tratado de
imponer como la única verdadera -aunque ella misma cambie
de tanto en tanto-. La potencialidad de ese proyecto alternativo
permite diseñar un horizonte en el que se realicen otros
valores y se cumplan aspiraciones diferentes. Enfrentar nuestra
inevitable relación con el mundo, particularmente con el
que llamamos mundo desarrollado, a partir de la afirmación
de nuestra diferencia, permite relativizar y poner en sus justos
términos nuestra desigualdad. Recuperamos así la
capacidad, que debería ser inalienable, de imaginar y construir
nuestro futuro a partir de lo que somos, en vez de aceptar sumisamente
el futuro que otros nos asignan y empeñarnos en cumplirlo
aunque eso signifique negar y desechar nuestras capacidades reales.
Y éste no es un argumento para consolarnos en nuestras
miserias ni para inmovilizamos en la lucha irrenunciable para
exigir trato justo en el nuevo orden de relaciones globalizadas.
Es exactamente lo contrario: se trata, en primer lugar, de aprender
a ver finalmente nuestra realidad para, a partir de su reconocimiento,
hallar en ella los recursos, las orientaciones y la inspiración
que nos permitan definir y ocupar el sitio que nos corresponde
como cojunto nacional de pueblos, culturas y civilizaciones diferentes.
Desatar las enormes fuerzas creativas que contiene nuestra diversidad cultural exige la concertación de un nuevo pacto nacional que acepte la diferencia con todas sus consecuencias -promesas tanto como riesgos-. Sólo mediante ese pacto, que es un pacto cultural en última instancia, será posible definir un sentido para el proyecto nacional que sea verdaderamente aceptable para la mayoría porque incorpore de manera satisfactoria su propio proyecto cultural, su propio sentido. Será un pacto, evidentemente, que renuncie a la pretensión inveterada de imponer un estilo de vida y un futuro uniforme, a la vez que garantice, junto al derecho a la diferencia, el derecho a la igualdad.