El American Way Of Life: Islotes y Océanos

Lo que hasta aquí he intentado mostrar es que a lo largo de cinco siglos ha habido un proyecto civilizatorio dominante que se ha tratado de imponer a una sociedad culturalmente diversificada y plural que ha ofrecido resistencia y hasta hoy subsiste apegada a su propio proyecto, que es diferente. En la situación de fin de siglo las fuentes uniformantes no sólo han crecido sino que tienden a unificarse a escala mundial, lo que indudablemente implica mayores presiones contra la continuidad de las culturas diferentes y la viabilidad de proyectos civilizatorios alternativos. Sin embargo, este nuevo marco de fuerzas globalizadas que niegan la diversidad se pone en entredicho por un movimiento de signo contrario que se expresa en la emergencia y al resurgimiento de identidades culturales, nuevas o de larga trayectoria histórica, que reclaman su derecho a la diferencia y en esa medida niegan a su vez al proyecto civilizatorio que pretenda ser hegemónico. Las próximas décadas verán acentuarse esta contradicción, que será crucial en el arranque del siglo XXI.

En el caso de México, el problema tiene rasgos particulares que resultan de la decisión gubernamental de formalizar un acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá, que conduzca paulatinamente a una integración mayor con al bloque que forman esos dos países. La vecindad con los Estados Unidos y la desigualdad que se incrementa constantemente desde fines del siglo XVIII entre las dos sociedades han tenido efectos permanentes en nuestra vida nacional, efectos con frecuencia trágicos. En México, pocos aspectos importantes de nuestra realidad pueden entenderse a fondo sin tomar en cuenta, de una u otra manera, la presencia de los Estados Unidos. La decisión de que la frontera norte sea una línea que nos una y no una que nos separe tendrá, sin duda, repercusionas amplias y profundas en todos los ámbitos de vida de los mexicanos.

Para el tema que aquí interesa, es posible columbrar algunas tendencias que muy probablemente cobrarán fuerza a partir del tratado de libre comercio y que de todas maneras forman parte del contexto de la globalización. El american way of life como una ideología qua expresa los valores y las aspiraciones de un amplio sector de la población estadounidense -paradigmáticamente, los wasp-, es una imagen constantemente presente entre ciertos sectores de la sociedad mexicana, particularmente en los medios urbanos. Para muchos resulta un modelo fin alcanzable y totalmente ajeno, aunque se presente maquillado y ofrezca sólo el ángulo "bonito" del rostro. Para otros, en cambio, es una aspiración real, un modelo que se desea imitar y en ese sentido orienta decisiones y esfuerzos. La ideología del american way of life tendrá mayor fuerza para el futuro, porque los cambios fundamentales que se busca provocar en nuestra sociedad procuran precisamente alcanzar niveles de vida, si no iguales, al menos más cercanos a los norteamericanos, a los que se resumen en el american way of life. Me resulta imposible imaginar como podría ser de otra manera, es decir, cómo un proyecto económico articulado a partir da la integración con los Estados Unidos sería capaz de impulsar a los beneficiarios nacionales del proyecto hacia un modo de vida realmente distinto del norteamericano.

Con lo anterior no afirmo que ese cambio se vaya a dar de un día para otro y mucho menos que se vaya a generalizar en el conjunto de la sociedad mexicana. De hecho, el american way of life no es la forma de vida general ni siquiera dentro de los Estados Unidos, que es una sociedad mucho más diversificada culturalmente de lo que solemos imaginar y de lo que supone otra ideología nacional -de ellos-, la del melting pot. Pero si allá no se ha logrado la fusión uniformante en torno al estilo de vida de los wasp, las condiciones al sur de la todavía frontera hacen entre nosotros inimaginable esa posibilidad, para tristeza de quienes la sueñan febrilmante. En primer lugar, porque en el tren modernizador e integrador que está arrancando no hay cupo para todos los mexicanos, ni siquiera de pie en los vagones de segunda que forman el grueso del convoy. Por ahora muchos se quedarán en el andén o viendo desde más lejos. Y ese no viajar, bien puede transformarse en mayor arraigo, que aquí querría decir, ya sin metáforas ferrocarrileras, reconocimiento, aceptación y afirmación de la cultura propia y del derecho a la diferencia. El pobrerío millonario -por su número, no por su dinero-, tendrá que rascarse con sus propias uñas y encontrar la manera da pasarle la pelota, aunque sea de trapo, a sus próximas generaciones. Para ellos no habrá american way of life a la vista y si las necesidad de ubicarse en el mundo globalizado a partir de lo que tienen: sus capacidades intelectuales y físicas, los escasos recursos que conserven y su cultura. Y la fuerza de su número, por supuesto: su condición de amenaza para las conciencias tranquilas, los hogares estables y la gente hice.

La administración pública enflaquece y hay más campos de acción para la iniciativa privada. Esto significa, también y contradictoriamente, mayores oportunidades para al acción cultural diversificada. La renuncia del Estado a la rectoría an ámbitos que habían permanecido bajo su control -a veces, sólo de derecho, pero no de hecho-, abre nuevos resquicios para que se exprese la pluralidad cultural. Pienso, por ejemplo, en la posibilidad no improbable de que dentro de algunos años el sistema escolar se descetralice realmente y sea de responsabilidad municipal o comunitaria, y lo que esto significaría como oportunidad para el desarrollo de las culturas locales, sistemáticamente excluídas de los planes de estudio. Algo semejante podría ocurrir en el caso de la medicina: la legitimación de las prácticas tradicionales como alternativa ante la eventual reducción del presupueato público destinado a servicios de salud. Algunas actividades artesanales podrían también, bajo ciertas condiciones, encontrar vericuetos para colarse en un mercado dominado por las aspiraciones del american way of life, mediante iniciativas propias que hoy están condicionadas por la intermediación de agencias gubernamentales.

Entre las condiciones de la modernización se menciona frecuentemente la garantía y la vigencia plena de los derechos humanos. Hay el riesgo de tomarla como una condición absoluta, y no lo es: Chile alcanzó muchos objetivos que están en la agenda económica del programa de modernización, bajo una feroz dictadura que se caracterizó por la sistemática violación de los más elementales derechos humanos, lo que demuestra que la garantía de éstos y la actual modernización no van necesariamente unidas. La integración con Estados Unidos, sin embargo, sí destaca este punto como un requisito, al menos en su aspecto formal qua eliminaría las más abiertas y recurrentes violaciones. Esta presión externa viene a reforzar corrientes de la sociedad mexicana que han pugnado crecientemente en los últimos años por lograr la plena vigencia de los derechos humanos en el país. Es de esperar, por tanto, que haya avances consistentes en este terreno en los próximos años. Los derechos colectivos y entre ellos el derecho a la cultura propia, deberán tener su lugar en ese proceso. Se han dado los primeros pasos en esa dirección, pero queda todavía un largo trecho por recorrer, tanto en la reestructuración jurídica que desvanezca la ilegalidad del otro, como en la instrumentación práctica que convierta en realidad el respeto a los derechos culturales. Este punto, sin duda, será un objetivo que cobrará cada día mayor importancia en la lucha de las organizaciones indias y de todas las que están comprometidas con los intereses y las aspiraciones de cualquier minoría cultural.

Directamente ligado con lo anterior está la cuestión de la democracia. Con el mismo ejemplo chileno podemos mostrar que tampoco es condición obligatoria de la modernización económica. Pero aquí, quizás, el problema central sea más complejo: no se trata, como en los derechos humanos, sólo de garantizar su vigencia; previamente es necesario llegar a un acuerdo sobre que tipo de democracia deseamos, porque, a diferencia de los derechos humanos, aquí no cabe admitir sin más una manera universal y uniforme de sociedad democrática. El modelo que se nos presenta y en torno al que más se opina y se debate, pone énfasis en el respeto a la voluntad del ciudadano individual y en la legitimidad de la decisión mayoritaria que se exprese a partir de aquélla. Es una perspectiva congruente con el pensamiento neoliberal que hoy predomina entre los grupos con poder. Pero si se introduce la problemática de la diversidad cultural, con las características que reviste en una sociedad como la mexicana, el asunto no es tan simple como la fórmula "un ciudadano, un voto". El problema de la autonomía cultural debe ser tomado en cuenta en la discusión sobre la democracia deseable porque tiene que ver con la organización del Estado a partir de colectividades diferenciadas y no únicamente de ciudadanos individuales; porque implica, como trataré de mostrar más adelante, el reconocimiento de valores diferentes para adquirir y ejercer el poder y la autoridad, que deben ser respetados y articulados en un sistema político nacional que verdaderamente pretenda ser democrático. No bastan las elecciones transparentes, aunque sean indispensables. Es un asunto de mayor envergadura en el que es necesario repensar muchas cosas, desde las instituciones políticas hasta los mecanismos formales de decisión, para asegurar que esa mayoría integrada por minorías pueda expresar su voluntad real y sea tomada en cuenta. La democracia moderna que requerimos debe andar por esos rumbos; el punto es saber hasta dónde es compatible con la otra modernización, con la que nos anuncia el tratado de libre comercio.

En este inciso he mencionado con tanta insistencia el tratado de libre comercio, que podría dar la impresión de que considero su firma como un cambio fundamental en las relaciones de México con los Estados Unidos y con el resto del mundo, el mundo globalizado. No es así: al tratado sólo formaliza una vinculación histórica que se ha acentuado en las últimas décadas. En ese sentido, más que un cambio de orientación es el reconocimiento y la ratificación de un proceso en el que la economía mexicana está envuelta al menos desde la década de los cuarenta. Los efectos del tratado de libre comercio, pienso, sólo serán más diáfanos y contundentes que los que nuestra dependencia económica ha provocado en los últimos años, pero no tendrán un signo contrario. De aquí que muchos rasgos actuales de la sociedad mexicana, desde la perspectiva cultural, nos anuncien con claridad los procesos que veremos intensificarse en el próximo futuro.

Uno de los rasgos que observamos hoy, como traté de mostrar al principio de este texto, es que la diversificación cultural ha aumentado an vez de ceder ante la uniformación presumible. En las grandes ciudades, donde mayor impacto deberían tener las fuerzas homogeneizantes, proliferan con más intensidad nuevas identidades culturales que se desprenden de otras más antiguas o que emergen de las nuevas circunstancias, como por generación espontánea. Y me refiero aquí a grupos que no procuran el american way of life sino que buscan por distintas vías un estilo de vida diferente, distinto incluso del que vagamente propuso durante décadas la llamada cultura nacional.

Algunos de estos movimientos recuerdan a los que han surgido en los países desarrollados de Occidente y que se denominan "contraculturales" en tanto niegan lol valores, las aspiraciones y los estilos dominantes en las sociedades en donde surgieron. Otros, sin embargo, no pueden entenderse únicamente en estos términos. Los indios urbanos no rechazan el empleo de estrategias y tecnologías de la cultura dominante, como tampoco lo hacen los movimientos de colonos ni muchos sectores dependientes de la economía informal. La cuestión de fondo no radica en eso, sino en el propósito que se persigue con esos usos tácticos, lo que equivale a preguntarse por el proyecto civilizatorio que subyace en estas acciones colectives (valga recordar, como ejemplo, el empleo de computadoras por jóvenes mixes para rescatar su conocimiento y su imaginario colectivo, trasmitidos tradicionalmente en forma oral).

La pregunta queda planteada en estos términos: la creciente diversidad cultural ¿es resultado únicamente de una mayor complejidad social que resulta de fenómenos como la migración, la urbanización, la desigualdad económica en aumento, el efecto de los medios masivos de comunicación, el desempleo y otros concomitantes?; o bien, ¿debemos entenderla también y en primer término como las formas de actualización de un proyecto civilizatorio no occidental, diferente, alternativo?

Las posibilidades de la utopía

Pese a la convergencia de fuerzas formidables que tiran en un mismo sentido, son más los hechos y las razones que hacen necesario reconocer, buscar o imaginar otras opciones civilizatorias. El primer dato, el incontrovertible, el que arraiga en la realidad cualquier sueño, es que la alternativa existe.

Frente a la convicción de que hay sólo un futuro (que resulta, necesariamente, de una historia única a la que poco a poco, a veces a regañadientes, se han ido sumando los diversos pueblos que vivían en el error), la realidad muestra que existen, con plena vitalidad, proyectos civilizatorios -futuros en gestación- que son diferentes del modelo occidental hoy dominante. En el caso americano, esa alternativa la encarnan, primordialmente, las culturas de los pueblos indios que tienen como sustrato común una civilización, la civilización amerindia.

En América sucede, como en el resto del mundo, que los pueblos históricos están respondiendo al reto de la globalización con una creciente movilización étnica, es decir, con una afirmación cada día más firme de su derecho a la diferencia. Las últimas dos décadas han mostrado un nuevo rostro de los pueblos indios, el rostro de sociedades comunitarias decididas a actuar políticamente a través de organizaciones que no necesariamente reproducen la estructura y los mecanismos de acción de los partidos políticos, aunque sea frecuente que establescan alianzas con estos. A las formas históricas de resistencia, que iban desde la rebelión intermitente hasta el rechazo sutil o abierto de las iniciativas que llegarán de fuera, junto con la renovación cotidiana de las prácticas culturales propias en el ámbito de la vida doméstica y comunitaria, se ha agregado la lucha política en los escenarios regionales, nacionales y aún internacionales. Es una lucha que persigue la misma finalidad última que las anteriores formas de resistencia: la conservación, la recuperación y la consolidación de espacios de autonomía cultural, en el sentido más amplio del término.

Otros grupos sociales, adamás de los pueblos indios también reclaman autonomía cultural. En ciertos países la población afroamericana, mayoritaria a escala nacional o regional, ha creado históricamente formas culturales propias y distintivas en las que fundamentan su identidad colectiva, frecuentemente vinculada a la religión y muy perceptible en las expresiones musicales que llegan a convertirse en vehículo explícito de sus reivindicaciones. La diversidad geográfica, las formas históricas de colonización, la composición étnica de las poblaciones y la manera diferente en que se ha implantado el Estado en las distintas áreas del territorio nacional, son los fenómenos más importantes que están en la base del regionalismo que, con diversos matices, existe en México y en casi todos los países latinoamericanos. La densidad de la cultura propia varía de una región a otra, así como la fuerza de los intereses regionales y, por tanto, la capacidad de expresar políticamente las demandas de autonomía cultural. Pero es indudable que existen movimientos regionalistas y que podrían desarrollarse rápidamente en una coyuntura favorable que puede presentarse en cualquier momento.

Es necesario, sin embargo, volver al caso particular de los pueblos indios porque, como se anotó, no sólo son portadores de culturas propias, sino también de una civilización diferente, lo que no ocurre con las culturas regionales no indias, ni probablemente, con la mayoría de los pueblos afroamericanos. En efecto, la condición distintiva de las culturas indias es que comparten una matriz civilizatoria que no es occidental sino, precisamente, india. Cada una de estas culturas tiene sus rasgos propios, su perfil único e inconfundible; pero, al mismo tiempo, comparten una orientación básica que les da un sentido profundo común a todas. A esa orientación fundamental le llamo matriz civilizatoria.

Cuando, en el siglo pasado, la opinión progresista y modernizadora señalaba, como hemos visto, que la conducta económica de los indios carecía de las motivaciones y los estímulos necesarios para hacer avanzar a esas comunidades hacia el mejoramiento material, hacia el progreso, lo que se estaba señalando era precisamente la presencia actuante de un proyecto civilizatorio diferente.

Como se indicó en la primera sección de este ensayo, hay culturas diferentes y hay también subculturas dentro de cualquier cultura. Estas últimas, las subculturas, son modalidades o estilos dentro de un mismo proyecto, por antagónicos y opuestos que aparenten ser sus objetivos particulares. Pueden pretender cambios radicales, capaces incluso de buscar una reorientación de fondo en el proyecto civilizatorio del que forman parte; pero se ubican, finalmente, dentro de ese mismo proyecto.

Las culturas, pese a contener diferencias y particularidades más abarcadoras, más totales, pueden también ubicarse en un mismo horizonte civilizatorio. Por ejemplo, que la hegemonía occidental la tenga Estados Unidos, Alemania o, digamos, Francia o Checoslovaquia, resultará en diferencias innegables -algo como lo que Cosío Villegas llamaría "el estilo personal de gobernar"-, que no son intrascendentes y tienen efectos reales y apreciables, sobre todo para quienes están sujetos a su dominación; pero, en sus líneas definitorias, en sus propósitos y maneras de acción, no habrá diferencias significativas: en cualquiera de los casos se buscará impulsar e imponer el mismo proyecto civilizatorio, esto es, la realización de los mismos valores fundamentales que corresponden y dan sustento a una misma perspectiva en la que se establecen, finalmente, idénticos sentidos de la historia y del quehacer humano. El "para qué" será el mismo, como respuesta última. Estamos, a fin de cuentas, ante un solo proyecto civilizatorio que, para fines de diálogo, podamos llamar aquí "occidental": un modelo que privilegia la acumulación individual como prueba última del éxito y como fundamento indiscutible del poder; el consumo como aspiración suprema y el intercambio con beneficio propio como mecanismo admitido de la acumulación. De estos principios se desprenden nociones y valores que se aplican a todos los actos de la vida humana: la explotación necesariamente exhaustiva de la naturaleza, el código ético para valorar y juzgar cualquier conducta, la orientación del conocimiento -sus propósitos y objetivos-, el sentido de trascendencia, las formas adecuadas de orientación social -desde la familia hasta las instituciones internacionales-, en que se fundamenta lo moral, lo bello, lo justo. Se trata, pues, de un esquema general y profundo que determina el sentido del ser y el quehacer de la humanidad. Por eso es un proyecto civilizatorio. Pero sólo uno, no el único.

A lo largo de milenios muchos pueblos no occidentales, entre ellos los llamados indios de la llamada América, gestaron un proyecto civilizatorio diferente. No son subculturas, ni siquiera un conjunto de culturas particulares y distintivas que se puedan englobar dentro del proyecto civilizatorio occidental. Son experiencias de la humanidad, acumuladas y decantadas, que apuntan hacia otro futuro, sobre otras bases, con finalidades y metas diferentes. Conforman eso: un proyecto civilizatorio distinto. Y seguramente no es éste el único otro proyecto. El Islam y las culturas asiáticas son portadores de altenativas distintas de la occidental, más cercanas al proyecto amerindio que el modelo que hoy se presenta como dominante y con intención de alcanzar la hegemonía mundial.

¿En qué consisten las diferencias entre esos proyectos civilizatorios? He intentado explorar el asunto en otros textos, por lo que aquí sólo resumiré los principales puntos y agregaré algunos argumentos adicionales.

En primer término, debo insistir en el hecho de que la civilización amerindia no es cosa del pasado, sino que está viva y es el esquema que subyace en la accón y el pensamiento, no sólo de los más de 30 millones de americanos que se reconocen a sí mismos y son reconocidos por los demás como indios (en una terminología genérica, que en cada caso concreto se expresa en su propia denominación: shuar, kuna, rarámuri, mixe, terena, etc.), sino por muchos millones más que, sin saberse ni admitirse indios, son también portadores de la misma matriz civilizatoria. Estamos hablando aquí de las minorías que forman la mayoría.

Los principios básicos de esa otra civilización descansan en una concepción diferente del ser humano, tanto en su ubicación en el cosmos y en su relación con la naturaleza como en su condición de ser social, en tanto ente colectivo. La búsqueda de armonía con el orden cósmico y el principio de reciprocidad son los fundamontos primordiales de esta matriz civilizatoria. A partir del primero, la relación con la naturaleza no se establece como una lucha en la que el hombre aspire al dominio y la explotación, sino como el esfuerzo por lograr un beneficio y un enriquecimiento mutuo y recíproco: el trabajo tiene esa finalidad. Del principio de reciprocidad se desprenden las normas básicas del orden social.

Dominique Temple ha precisado agudamenta las diferencias entre intercambio y reciprocidad, poniendo énfasis en el hecho de que, en los sistemas de reciprocidad, la necesidad del otro, y no la propia, es la que tiene prioridad y se satisface a través del don. Dar más a los demás se traduce en mayor prestigio y éste, así adquirido, es la única base legítima del poder. Las diferencias en la capacidad de dar no conducen a una jerarquización social, del tipo de la que produce la diferencia de acumulación en la civilización occidental, sino a una diversidad complementaria en la que cada individuo o conjunto productivo tiene la posibilidad de realizar al máximo sus potencialidades, sin que esta diferencia se traduzca en desigualdad, es decir, sin que ser diferente conduzca a ser inferior, subalterno.

El planteamiento de Temple, además, abre uno de los callejones sin salida aparente en lo. que estábamos empantanados muchos de quienes explorábamos la alternativa civilizatoria amerindia: permite entender el potencial del crecimiento de las economías basadas en la reciprocidad a partir del principio del don, y dejar de verlas como circuitos cerrados que sólo serían capaces de asegurar la subsistencia y la reproducción de las sociedades que las practicaban -lo cual, de cualquier manera, ya resultaba alentador en este fin de siglo-. En estas sociedades el crecimiento se genera a partir de la obligación de dar al otro más de lo que se recibe, en función de sus necesidades y no de las propias, individualistas. Aquí, a diferencia de la actual civilización occidental, el crecimiento no se procura por razón de sí mismo, en función de la acumulación como valor absoluto, sino a partir del aumento de la necesidad de los otros y, en consecuencia, dentro de un sentido compartido en el que la relación armónica con la naturaleza y el cosmos constituye un valor central. Así es posible llegar a la abundancia y a la plenitud de posibilidades de desarrollo, tanto individual como del ser colectivo del que formamos parte -que incluye, por supuesto, a la humanidad en su conjunto-, por caminos y con base en principios civilizatorios diferentes a los occidentales, menos destructivos y con aspiraciones más trascendentales, más verdaderamente humanas.

Un proyecto civilizatorio construido sobre estos principios está encarnado por las culturas indígenas de México -y de América en su conjunto-. El proceso histórico de desindianización, viejo ya de cinco siglos, ha provocado que grandes sectores de la población organicen su visión del mundo a partir de esos mismos principios, pese a que no admitan ser indios y lleguen a asumir la visión colonizada qua es expresa en las ideologías del criollismo y del mestizaje, que niegan al indio como portador de un futuro propio, legítimo y diferente. No digo que este proyecto civilizatorio se presente hoy en su forma prístina ni explícitamente, ni siquiera entre muchos sectores de la población india; cinco siglos de colonización no pasan sin dejar huella. Pero por debajo de las actitudes contradictorias, de los enmascaramientos verbales, de las imágenes aparentes, de las claudicaciones individuales o de en grupo, de la propia manipulación incluso, hay bases para firmar que ese proyecto civilizatorio pervive. Nada, si no es su vigencia, permite entender conductas y expresiones masivas que tienen que ver con todo: con el trabajo, el consumo, la autoridad, la religiosidad, el sentido lúdico, la orientación de la creatividad, la visión y la previsión del futuro, la muerte, los muertos, la ritualización y lo cotidiano, la familia y la comunidad, que caracterizan a los sectores mayoritarios y que no son conductas y expresiones occidentales "premodernas" o "atrasadas": son, simplemente, no occidentales, congruentes con la matriz civilizatoria amerindia.

La existencia de este otro proyecto civilizatorio abre la posibilidad de entender nuestro pasado y nuestro presente, e imaginar nuestro futuro deseable y posible, desde una perspectiva muy diferente a la occidental que durante cinco siglos se nos ha tratado de imponer como la única verdadera -aunque ella misma cambie de tanto en tanto-. La potencialidad de ese proyecto alternativo permite diseñar un horizonte en el que se realicen otros valores y se cumplan aspiraciones diferentes. Enfrentar nuestra inevitable relación con el mundo, particularmente con el que llamamos mundo desarrollado, a partir de la afirmación de nuestra diferencia, permite relativizar y poner en sus justos términos nuestra desigualdad. Recuperamos así la capacidad, que debería ser inalienable, de imaginar y construir nuestro futuro a partir de lo que somos, en vez de aceptar sumisamente el futuro que otros nos asignan y empeñarnos en cumplirlo aunque eso signifique negar y desechar nuestras capacidades reales.

Y éste no es un argumento para consolarnos en nuestras miserias ni para inmovilizamos en la lucha irrenunciable para exigir trato justo en el nuevo orden de relaciones globalizadas. Es exactamente lo contrario: se trata, en primer lugar, de aprender a ver finalmente nuestra realidad para, a partir de su reconocimiento, hallar en ella los recursos, las orientaciones y la inspiración que nos permitan definir y ocupar el sitio que nos corresponde como cojunto nacional de pueblos, culturas y civilizaciones diferentes.

Desatar las enormes fuerzas creativas que contiene nuestra diversidad cultural exige la concertación de un nuevo pacto nacional que acepte la diferencia con todas sus consecuencias -promesas tanto como riesgos-. Sólo mediante ese pacto, que es un pacto cultural en última instancia, será posible definir un sentido para el proyecto nacional que sea verdaderamente aceptable para la mayoría porque incorpore de manera satisfactoria su propio proyecto cultural, su propio sentido. Será un pacto, evidentemente, que renuncie a la pretensión inveterada de imponer un estilo de vida y un futuro uniforme, a la vez que garantice, junto al derecho a la diferencia, el derecho a la igualdad.