Aguilar Camín, Héctor.
La invención de México, Nexos No. 172.
México D.F. , Julio de 1993.



La invención de México

¿Dónde y cuándo aparece la nación mexicana?

Como idea, su trayecto inicial es el del patriotismo criollo novohispano, aquella vindicación de los hijos de españoles nacidos en tierras americanas que se alimenta del rencor a los privilegios de sus parientes peninsulares, tiene su libro mayor en la Historia antigua de Méjico, y, culmina al despertar e1 siglo XIX, en las mitologías independentistas de Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante. Como proceso secular, la misma nación mexicana es la resultante de la vasta ofensiva liberal contra las tradiciones comunales y corporativas heredadas de la Colonia, las cuales incluyen por igual a la Igiesia, a las mayorías indígenas y a las comunidades campesinas. Como forma política y territorial, finalmente la nación mexicana es el producto de dos guerras, hijas de su fragilidad independiente. Primero, la guerra perdida frente a Estados Unidos, en 1848, que define la frontera norte del país, tanto como su destino geopolítico. Segundo, la guerra ganada contra la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano en 1867, que refunda el espíritu naciona1 y dirime, en favor de la república, la disputa histórica por la forma política deseable para la nueva nación.

La revolución de 1910 añade a estos trayectos una catarsis nacional, una dimensión popular y un instrumento de hierro: la pirámide estatal. El Estado pos revolucionario organiza y subordina las fuerzas sociales estratégicas que surgen del país pacificado. A fines de los años veintes, antes de que hubiera una industria mexicana había ya un rnovimiento obrero y un proyecto de economía nacional, diseñados ambos por el Estado, estimulados y protegidos por él: el prirnero, por vía de la alianza política y el paternalismo tutelar de leyes e instituciones laborales; la segunda por la red de concesiones y negocios que el gobierno puede otorgar, gracias a su profusa red de medios administrativos y jurídicos, los cuales incluyen el control de recursos fundamentales de la nación: comunicaciones, energéticos, banca centraJ y la facultad de imponer a la propiedad las modalidades que dicte el interés público. Las páginas que siguen pretenden recordar algunos de los afluentes históricos que han nutrido el territorio simbólico que llamamos México, un territorio siempre en construcción, continuamente movido y reinventado por la historia.

El patriotismo criollo

La historia del patriotismo criollo es en gran parte la de una poderosa ingeniería simbólica, destinada a construir la idea de una nación mexicana alternativa al dominio español. Los motivos lentamente acumulados de esa nación pueden resumirse en cuatro rasgos: la exaltación del pasado azteca, la denigración de la conquista, el sentimiento contra los gachupines y la devoción por la Virgen de Guadalupe. De la sencilla "angustia del encomendero" desplazado, nos dice David Brading, el germen del sentimiento nacional se propagó, a principios del siglo XVII, hacia la idea de1 criollo como heredero desposeído y a la exaltación de la antigüedad indígena como el pasado significativo de los mexicanos. La invención nacional criolla rescató el pasado indígena de sus estigmas de barbarie y diabolismo, transformó el mito indígena de Quetzalcoatl en efigie fundadora de un cristianismo primitivo mexicano y consolidó el culto guadalupano como prueba mítica de la preferencia de Dios por la tierra mexicana, oprimida por el dominio español.

Las civilizaciones prehipánicas fueron puestas por los criollos al servicio de una identidad inventada que al cabo de los siglos se hiza verdad: la idea de una Nación Original mexicana que pudo subsistir, intacta, a trescientos años ilegítimos de castigo colonial y reapareció, la libérrima y vengadora, en la idependencia de 1810. El elógio de la nación indígena arrasada por la Conquista, fue un capítulo central en la justificación de los afanes independentistas criollos. El historiador decisivo de esa necesidad imaginaria fue Francisco Xavier Clavijero, cuya Historia antigua de Méjico liberó definitivamente el pasado indígena de las vestiduras demoniacas que le habían impuesto repetidas generaciones de cronistas españoles. Clavijero afinó la visión del mundo prehispánico como un pasado clásico, equiparable al de la civilización grecolatina: "Texcoco era la Atenas de Anáhuac y Nezahualcóyotl el Solón de aquellos pueblos".

Muchos años antes de tan notable conversión de los aztecas en clásicos griegos, en 1639, Antonio de la Calancha había contado lujosamente, desde Perú, las alabanzas del Nuevo Mundo. En él, decía Calancha. debió haber estado el paraíso. Apoyándose en la premisa teológica del mandato de Cristo ("Id y predicad a todas las naciones"), Calancha sostuvo la idea de que el apostol Tomás en persona había predicado en tierras americanas. La insensata propuesta tuvo una acogida fértil en la mente criolla. En México, Carlos de Sigüenza y Góngora vinculó la teoría apostólica de Calancha al símbolo indígena de Quetzalcoatl, el cual, según Sigüenza, era nada menos que la evocación metafórica del apóstol Tomás. A mediados del siglo XVIII, el historiador italiano Lorenzo Bouturini alegó que la sorprendente identidad entre el apóstol Tornás y Quetzalcoatl podía probarse. Sesenta años después, Fray Servando Terrsa de Mier revivió la teoría y añadió a la exaltación clásica del pasado indigena, la explosiva noción de un "bautisrno retrospectivo",. cristiano, de aquel pasado.

Dando por un hecho la presencia del apóstol Tomás en t¦erras americanas. Fray Servando convirtio a los indigenas del Nuevo Mundo en cristianos primitivos. En 1810, Ia invasión napoleónica destruyó la unidad política del mundo hispánico y el patriotismo criollo llegó a invertir los términos de la disputa filosófica del Nuevo Mundo. Según el planteamiento de Fray Servando, la Corona española no había sido el instrumento divino de la cristianización de ultramar, sino, en realidad, la víctima del cristianismo primitivo americano. La noción de un "bautismo retrospectivo" convalidó también la existencia de una Iglesia Mexicana primitiva, es decir, criolla, ajena al dominio de Roma y de la jerarquía peninsular. "Cada iglesia", escribió Fray Servando "tiene a su divino fundador [t] todos los poderes necesarios para conservarse y propagarse, sin nececidad de ir a Roma".

Más acá de estas venganzas teológicas, el clero criollo habá encontrado, desde el siglo XVI, un poderoso símbolo religioso en la virgen de Guadalupe. Su pregonada aparición en 1532, dio un asidero espiritual propio a la iglesia mexicana. El patrocinio de la madre de Dios independizó la espiritualidad católica autóctona de la tutela de las órdenes religiosas peninsulares e hizo marchar tras de sí, por igual, la fe sincrética de los pueblos indígenas -que veían en la efigie una reencarnación de Tonantzin, diosa azteca rnadre- y la devoción autonómica del fervor criollo que encontraba en la Virgen Morena la vindicación de sus reclamos americanos.

En 1810, luego de dos siglos y medio de ardiente culto nativo y poderosa afirmación de la originalidad religiosa novahispana, la Virgen de Guadalupe selló los estandartes rebeldes de Hidalgo y Morelos y fue el pendón ubicuo de los ejercitos independentistas. Mier y Bustamante vieron en aquellos batallones guadalupanos el regreso de la verdadera Nación mexicana, diezmada por la Conquista, obturada por Colonia y ahora reprimida nuevamente, por la ferocidad del ejército realista, defensor del orden establecido. Para Bustamante y Mier, el comandante realista Félix Calleja había repetido en Guanajuato las matanzas de Alvarado en Tenochtitlan. Y los des¦inos trágicos de Hidalgo y Morelos, prolongaban los de Cuauhtémoc y Moctezuma. El Congreso de Anáhuac, que Bustamante quiso formar, refrendó a su vez la analogía de aquel presente insurreccional con los grandes momentos de resistencia indígena del pasado prehispánico.

Al revés de sus ideólogos, la sociedad criolla de fin de la Colonia retrocedio espantada ante una rebelión plebeya que, como la de Hidalgo, amenazaba su espíritu estamental, su orgullo étnico, su hegemonía social. El movimiento independiente de México tuvo una incontrolada carga popular, resultado de la alianza del bajo clero con sus más bajos feligreses: la rebelión de los proletarios contra los propietarios, corno dijo más tarde, Lucas Alamán. Oficiales y eclesiasticos criollos fueron los feroces exterminadores de la amenaza, empezando por la excomunión de Hidalgo y terminando por el encumbramiento de Agustín de Iturbide, quien consumó la independencia en 1821, luego de haberla combatido con ferocidad años antes. Una vez derrotada la vertiente plebeya de la rebelión, el acervo ideológico del patriotismo criollo fue reasumido, sin embargo, en sus aspectos centrales. En el acta de Independencia de 1821 quedó escrito: "La nación mexicana, que por trecientos años ni ha tenido voluntad propia ni libre uso de la voz, sale hoy de la represión en que ha vivido".

Así, aunque postulado en Fray Servando y Bustamante como una alianza de criollos, castas e indios-una Nación- contra el poder español, el patriotismo criollo terminó adoptando un pacto de independencia aristocratizante, corporativo, quietista. No obstante, Ios rasgos básicos del patriotismo criollo quedarían perdurablemente adheridos a la sensibilidad nacional mexicana. Todos los momentos posteriores de afirmación y reinvención nacional, incorporarían de alguna manera las nociones fundadoras del patriotismo criollo: el

guadalupanismo y la hispanofobia, la exaltación del pasado indígena, la idea de la Colonia como un reino de sombras y la exaltación de Quetzalcoatl. De su pasado colonial, que se empeñaba en negar, el nuevo país heredó otros rasgos no menos perdurables- el español como lengua nacional, el arraigo de la religión católica y la ramificación territorial de sus ministros y autoridades, los hábitos corporativos y comunales de la organización política, tanto como del medio indígena y campesino; el peso y el prestigio de la autoridad, el paternalismo ejercido desde la cúpula y el patrimonialismo burocrático -la práctica de utilizar los puestos públicos como vías de enriquecimiento privado.

La revolución liberal

El agitado siglo XIX mexicano fue la prueba doble de que la realidad colonial persistía con fuerza incontrastable en todos los órdenes de la sociedad y de que no había en ella proyectos alternativos para sustituirla. La historia del liberalismo mexicano y de su triunfo fue en buena medida, la historia de una coerción modernizadora sobre un país sellado por sus tradiciones feudales.

El liberalismo fue en sus inicios una teoría revolucionaria, porque sus principios contravenían drásticamente la realidad que pensaba transformar. Los liberales querían acabar con los fueros corporativos de la Iglesia y el ejército, descapitalizaz la economía desamortizando los bienes del clero y de las comunidades, instituir una república moderna con división de poderes y pato federal. Sobre todo, querían barrer los restos políticos y sociales de la Colonia. Querían, literalmente, descolonizar, desindigenizar, a las masas rurales y dar paso a una ciudadanía de pequeños propietarios industriosos. El pleito con la Iglesia es conocido. Como buenos herederos de la ilustración, los liberales mexicanos vieron en la Iglesia el obstáculo mayor al progreso y al advenimiento de una sociedad moderna. La acumulación feudal de propiedades en manos eclesiásticas, sus privilegios y fueros legales, y su control de la educación, bloqueaban la reforma liberal en áreas viales. Los liberales mexicanos concentraron sus esfuerzos políticos y jurídicos en hacer circular los bienes de manos muertas, que eran el principal impedimento a la división de la propiedad agrícola. Pero su ofensiva contra la propiedad feudal desató también una querella, igualmente intensa y violenta, aunque menos reconocida y estudiada con el mundo rural heredado de la Colonia.

Las leyes de reforma de 1856 fueron el clímax jurídico del triunfo de aquella cúpula modernizante sobre la sociedad real. Pero la ofensiva ilustrada había cruzado todo el siglo XIX, aunque antes de la independencia, bajo el siglo del pensamientode Melchor de Jovellanos. Casi sesenta años antes de las guerras de Reforma, Manuel Abad y Queipo, el obispo excomulgador de Hidalgo, había propuesto que se repartieran las tierras de las comunidades. Las Cortes de Cádiz retomaronel proyecto en 1812 y Severo Maldonado y Tadeo Ortiz lo abanderaron en México para 1822: "Ilustrados y filantrópicos" recuerda Jean Meyer, "conservadores y liberales(...) todos los cerebros pensantes de México se reapropiaron el sueño de los Gracos y de la Revolución Francesa: destruir, mediante la ley agraria, el gran latifundismo y construir la democrácia de pequeños propietarios acomodados". Los indios que sabían poco y mal de todo tipo de propiedad que no fuera la comunal, fueron el eje de la resistencia, juntos pero no siempre revueltos con su poderoso pastor, el clero. A lo largo de todo el siglo XIX, agrega Meyer, "las comunidades campesinas están fuera de la vida nacional y no conocen el gobierno del Estado o la Nación: se alzan para defender sus tierras y su autonomía, lo cual representa un intolerable desafío para la orden constitucional.

Para los liberales, la tenencia comunal de la tierra era la encarnación misma del pasado, la herencia a reformar que desafiaba las premisas liberales básicas. En lo económico, evitaba la circulación de la propiedad y frenaba el cambio agrìcola. En lo político, posponía la identidad individual y perpetuaba la vigencia de legislaciones protectoras especiales, discriminatorias para los ciudadanos comunes y limitantes de la generalización democrática de las leyes para toda la sociedad.

La corriente modernizante tuvo un alto registro antindígena, porque en la población indigena fue donde percibieron la mayor resistencia, las más hondas inercias coloniales. Para los liberales mexicanos -hijos del regalismo español y de las logicas- la civilización indígenay sus costras novohispanas eran un peso muerto en la carreta del progreso. Ya el constituyente de 1822 había pedido que no se mencionara más a la raza indígena en los actos públicos. En el constituyente de 1857, el liberal EduardoRuiz exclamó: "¡En vano hemos abierto la puerta de la civilización a los indios!" El indio era para Guillermo Prieto "una criatura más terrible que el salvaje" y "una planta parásita" para Orozco y Berra. En 1913, diría QueridoMoheno: "El elemento indio es un permanente obstáculo al progreso".

Por su parte, los gobiernos de los estados habían venido legislando durante el siglo XIX contra las comunidades indígenas para meter sus tierras al mercado, despojándolas de sus protecciones jurídicas. En 1825, legislaron Chihuahua, Jalisco y Zacatecas. En 1826, Veracruz; Michoacan y Puebla en 1829. La coerción, como he dicho, no se dio sin resistencia. El mismo Jean Meyer ha hecho un recuento provisional de 53 rebeliones de índole agraria contra leyes modernizadoras: entre 1820 y 1910. Sobre aquella belicosa mayoría triunfó el liberalismo, aunque en 1910 las comunidades conservaban todavia un 40% de las tierras con que habían empezado el siglo. El zapatismo puede versr como un momento estelar de aquel sordo litigio entre dos mundos y dos derechos: la horma paternal y precapitalista de la legislación colonial, contra la horma liberal que hacía crecer la nación quebrando sus herencias feudales, liberando la riqueza de sus frenos corporativos y arcaizantes.

De las entrañas revueltas de esa gran ofensiva liberal y de la resistencia a su proyecto y sus leyes, brotó la gurrna civil que hoy conocemos como de la Reforma (1857-1861), la intervención francesa para apoyar al imperio de Maximiliano de Habsburgo, el triunfo de las armas de la República sobre ese imperio (1867) y, con ese triunfo, el primer atisbo de un gobierno sólido, embrión efectivo de un Estado nacional, sin enemigo al frente en lo interno y bañado por la legitimidad de la victoria externa.

Fue una victoria que en cierto modo cicatrizó la herida abierta de la guerra del 48 y dio, por fin, una respuesta a la dramática situación de un país a medias, en ansiosa busca de su forma -de su ser, como, más amplia y decisivamente, lo ha planteado edmundo O'Gorman. Veinte años después de la partida territorial que definió sus fronteras -pérdida que hizo sentir a Lucas Alamán que el país llamado México podía desaparecer de la faz de la tierra y de la memoria de los hombres-, en el triunfo liberal de 1867 contra el Imperio de Maximiliano, se dirimió la disputa por el ser de la nación con la restauración de la república.

El propio Edmundo O'Gorman ha llamado nuestra atención, insuperablemente, sobre la densidad histórica de aquella disputa por la nación y el poder cristalizado de los bandos. En particular, nos ha invitado a ver las vetas profundas del conservadurismo monarquista -que la historia patria tiende a descartar en tanto fruto del capricho, la traición o la locura antimexicanas-, como lo que en verdad fue: una ricacoagulación de tradiciones políticas novohispanas, cuyos ecos recorren las entrañas del siglo XIX mexicano -la tragicomedia santanista del caudillo providencial, el propio imperio de Maximiliano, la presidencia contumaz de Juárez, la vitalicia de Porfirio Díaz- y aun se extienden al siglo XX, bajo la forma del presidencialismo postrevolucionario cuyos modos centralizados y virreinales es dificil no notar.

La nación conservadora

Los contendientes, recuerda O'Gorman, asumieron la identidad definitiva de sus proyectos precisamente ante la mutilación del 48. A partir de entonces, con toda claridad, uno de los bandos sería centralista, monárquico, católico, conservador de cepa hispánica; el otro sería fedualista, republicano, laico, liberal de inspiración anglosajona

A la guerra perdida de 1818 con Estados Unidos, siguieron el último intento de gobiemo conservador, con Santa Anna al frente, que desembocó en la intentona imperial autóctona de su Alteza Serenísima (1850-1854); la Revolución de Ayutla de 1854, que encumbró a los liberales; la ley Lerdo de 1856 y la Constitución liberal de 1857, que desataron la guerra civil (1857-1861); y el intento monárquico final, con la intervención francesa (1862) y el apoyo conservador mexicano, que instaló en el Castillo de Chaputepec a Maximiliano de Habsburgo (1864). Las corrientes nativas del liberalismo mexicano se fundieron en la causa común de la "conquista de la nacionalidad" (O'Gorman), para luchar contra esa invasión extranjera que resultó del todo propicia a sus convicciones y a sus alianzas externas.

La invasión estadounidense no había sido propicia, en absoluto, a la causa liberal. Primero, por la imposibilidad militar de triunfar contra ella, envuelto como estaba el país en la discordia civil y la indiferencia nacional. Segundo, porque para el liberalismo mexicano, la guerra norteamericana fue como el aliado querido, elogiado hasta la veneración, postulado sin medida como ejemplo a seguir. En 1948, para los liberales, el modelo de nación propuesto se volvió de pronto el ejército invasor.

La veneración por las instituciones políticas estadunidenses había sido una pasión temprana del México independiente. Junto a la tradición regionalista española, cifrada en las Cortes de Cádiz, la constitución mexicana de 1824 asumió integramente la forma federalista estadunidense. En los personajes de la época, George Washington y Thomas Jefferson competían en prestigio con Bolivar o Hidalgo. Hasta la guerra de 1848, la admiración por Estaados Unidos por su organización social, por su prosperidad económica y por su forma de gobierno, fue dogma de fe entre los liberales mexicanos y brújula inspiradora de los políticos y escritores de alguna ilustración. El liberalismo fue el suelo común, la convicción compartida, de las élites mexicanas. Solo la adversidad y el fracaso, la pugna política y la busqueda desesperada de una solución a la anarquía, habrían de separar finalmente -en particular después de la independencia de Texas y, deffinitivamente, después de la guerra del 48-, a los bandos irreconciliables de conservadores monarquistas y liberales republicanos que registra, en blanco y negro, nuestra historia patria.

Ni siquiera la evidencia dramática de la guerra y la ocupación del país por los ejercitos norteamericanos, corrigieron el enfoque del apasionado evangelio liberal respecto a Estados Unidos. En 1848, Manuel Crescencio Reejón denunció la injusticia de la guerra y repudió el tratado de Guadalupe Hidalgo, que estableció las nuevas fronteras de México, diciendo que su aprobación significaba "la muerte de la república". Pero, al mismo tiempo, hizo el elogio de las virtudes industriosas y ciudadanas estadunidenses, en contraste con los oscuros hábitos coloniales de México, que explicaban su debilidad y su derrota. En el "pensamiento liberal revitalizado" que apareció luego de 1848, recuerda Charles Hale, "la estimación de la sociedad norteamericana siguió careciendo de sentido crítico De hecho, las virtudes de los Estados Unidos se reconocieron entonces con mayor agudeza. La guerra había demostrado el poderío de una sociedad democrática".

Un periódico liberal como El Siglo Ilegó a plantearse, sin mucha alarma, el hecho de que existiera en Estados Unidos un movimiento en favor de la anexión de todo México, idea, señalaba el diario, que no carecía de partidarios en nuestro país. En caso de que así fuera, México florecería aunque, claro, "el espíritu emprendedor de los hijos del norte, especulando con nuestra desidia haría que fueramos jornaleros de su industria, instrumento desu propiedad".

Quienes ofrecieron el argumento nacionalista del suglo XIX frente a la aparición geopolítica de Estados Unidos, no fueron los liberales, sino los conservadores. En particular, Lucas Alamán. Ya en 830, Alamán subrayaba la diferencia en el desarrollo de los dos países y lo antinatural que resultaba la adopción, para México del sistema federalista que tan naturalmente se había seguido de la constitución original de la sociedad norteamericana. Ante el fracaso de la colonización mexicana en Texas, Alamán anticipó, al igual que Mora, la anexión del inmenso territorio a los Estados Unidos.

El escarmiento de Texas y la evidencia expansionista de Estados Unidos, fueron los argumentos subyacentes en la propuesta conservadora de establecer una monarquía constitucional en México, hecha por José María Gutiérrez Estrada, en 1840. Sin esa solución, advirtió Gutiérrez Estrada, profética, aunque optimistamente, "no pasarán 20 años sin que veamos tremolar la bandera de las estrellas norteamericanas en nuestro Palacio Nacional". doce años antes de su previsión, precisamente el 15 de Septiembre de 1848, la bandera estadunidense "trenoló" en el asta de Palacio Nacional. El pensamiento conservador cerró filas entonces y ocupó por los siguientes años el enorme vacío liberal en torno al tema ineludible de la conservación de la nación.

Concluye Hale:

Con la aparición de El Tiempo, El Universal, los escritos históricos de Alamán y los panfletos de posguerra de Gutiérrez Estrada (...) el dogma capital del (...) conservadurismo (...) fue el de una profunda hostilidad contra los Estados Unidos. Entendían que México tenía tradiciones hispánicas superiores y valores culturales que debían defenderse. La guerra (del 48), anunció Alamán, era la más injusta de la historia. Irónicamente, era el producto de "ambiciones, no de un monarca absoluto, sino de una república que pretende estar al frente de la civilización del siglo XX". Fue éste un punto que los liberales nunca reconocieron, al menos no abiertamente, y que constituía el meollo de su confusión (...). Con excepción de Mora, la reacción nacionalista contra la guerra no provino de los liberales, sino de los conservadores (...) Aunque la política conservadora cayó en un punto muerto al solicitar "traidoramente" la venida de un monarca extranjero, la resistencia opuesta por Alamán a la cultura norteamericana ejerció una influencia perdurable"

Quisieron al azar y, desde luego, la geopolítica, que los liberales, no los conservadores, ganaran la guerra civil entre ambos bandos en 1861 y "conquistaran la nacionalidad", como quiere Edmundo O'Gorman, triunfando con los ejércitos de la república conra el monarca extranjero, en 1867. El apoyo a la diplomacia de Washington en ese triunfo fue central, dado el afán común de mexicanos y estadunidenses de impedir la nueva radiación de una potencia europea en la América del Norte. En aquella empresa común, la causa liberal mexicana encontró un alivio, una compensación parcial al agravio del 48, y los Estados Unidos despejaron la amenaza de una implantación europea en su frontera sur.

La república posible

De la legitimidad obtenida por el triúnfo liberal sobre Maximiliano, surgió la llamada República restaurada (1867-1876), una década de prensa libre, congreso independiente y poder restringido del ejecutivo, una república intensa, polémica, rica y matizadamente democrática, hecha a la medida de la nación sensible: propietarios, abogados, periodistas, camarillas políticas y militares. Es decir, a la medida de la minoría social que había concebido y hecho suyo el proyecto. Fue inevitable que las supervivencias del México real volvieran por sus fueros e hicieran desembocar aquellos impulsos en en la ampliación democrática soñada, sino en la revuelta militar y la dictadura porfiriana (1884-1910). En efecto, la República restaurada no fue el horizonte de paz y democrácia imaginado por los liberales triunfantes, sino el escenario de otra discordia interna que se revolvió con la llegada al poder de Porfirio Díaz, heroe militar de la guerra de intervención y político pospuesto por los gobiernos de Juárez y Lerdo (1867-1876). Su indomable impaciencia llevó a Díaz a emprender la fracasada revuelta de La Noria, tan temprano como en 1871, en vísperas de la reelección de Juárez, y la triunfante rebelión de Tuxtepec, en ocasión de las elecciones presidenciales de 1876.

Tanto desde el punto de vista de la conciencia histórica, como del punto de vista de la construcción nacional, laRepública restaurada juarista fue un parteaguas. Desde esemomento, vista en sus grandes trazos, la historia del proyecto llamado México tiene dos rutas paralelas: la de un gobierno nacional que lo cohesiona y articula políticamente, y la del desarrollo económico capitalista, liberado por la ofensiva contra los bienesmuertos de la Iglesia y las comunidades campesinas e indígenas. Ambos caminos irrumpen en la regionalidad del México rural, vencen aislamientos geográficos y espirituales, crean una infraestructura crecientemente nacional de comunicaciones, convicciones y mercados. Las rutas se mezclan y confunden, porque, especialmente a partir de le Revolución Mexicana (1910-1915)., el Estado asumiría en México las transformaciones básicas que hacen viable y acompañan el desarrollo capitalista. Las tareas de integración en todos los órdenes -de la realidad política e ideológica a la transformación física del territorio- fueron realizadas en México por el Estado en primer término, y solo en un segundo lugar por las fuerzas del mercado.

Más allá de sus diferencias políticas con la República restaurada, el porfiriato pude leerse como su estricta continuación, y la Revolución Mexicana, como su reimplantación institucional, social y políticamente ampliada. Porfirio Díaz construyó el primer sistema político de alcance nacional del país. Sometió una a una las independencias regionales y eslabonó una escalera de poderes que empezaba en todas partes pero solo terminaba en el centro: laCiudad de México, el Palacio Nacional, la silla del presidente, el presidente mismo.

("Me duele Tlaxcala", decía al final de su mandato Díaz, para señalar un dolor físico en su costado, con el nombre de un estado de la República. Su cuerpo había llegado a ser México y México latía con los dolores de su cuerpo). Díaz cumplió también tareas fundamentales de la modernización económica, insertó al país en el mercado mundial de minerales e hidrocarburos, y lo vinculó internamente con telégrafos, correos, caminos y ferrocarriles.

Desde el punto de vista de la conciencia nacional, el logro del porfiriato no fue menor. Dotó al país de su primera historia oficial y de la mayor parte de sus rituales cívicos. El porfiriato se soñó como habría de hacerlo después el México postrevolucionario, heredero puntual y culminación de toda la historia anterior de México... salvo l aColonia. Se presentó primero como último recurso bélico para la pacificación definitiva del país; después, como garantía del orden y la tranquilidad industriosa; finalmente, como la punta de lanza del progreso interrumpido de los mexicanos. La conciencia histórica porfirista creyó en el presente como suma fiel de todo el pasado, y como su excepción definitiva: el fin de las desgracias encadenadas, de las revueltas, del desorden y del atraso. La obra colectiva México: su evolución social, fue el monumento historiográfico que cifró esta conciencia.

Puesto todo junto, no parecen muy distintos los logros históricos de la Revolución Mexicana: consolidó hasta la impersonalidad un sistema de gobiernocentral ramificado y sentó las bases para la reinserción del país en los vaivenes del mercado mundial, a partir de la crisis de 1929, durante la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, en la postguerra. En materia de autoconciencia histórica, el México postrevolucionario fue también plenamente porfiriano. En 1964, casi ochenta años después de la primera presidencia de Porfirio Díaz, derribado por la revolución, el presidente postrevolucionario Adolfo López Mateos, en su informe al Congreso de la Unión, resumió la historia de México con inconfundiblesacentos porfirianos.

México en su dramático peregrinar por los caminos de su historia, ha disfrutado de pocos, breves periodos de paz constructiva. Antes de la conquista ibérica, la crónica es de permanentes luchas internas; luego trescientos años de agobiente coloniaje. Conquistada la independencia, un siglo trágico de guerras fraticidas, de inasiones extrenjeras, de dictadura. Hecha la revolución armada y consolidada en el poder por su eficacia gubernativa, no es sino hace seis lustros qu el país goza de una paz institucional, firmemente esentada sobre la libertad y la justicia que establecen y garantizan las leyes que el pueblo se ha dado desde su sabia constitución de 1917.

La aparición del pueblo

Desde el punto de vista de la sensibilidad colectiva, la Revolución Mexicana fue, antes que un proceso de institucionalización política o modernización económica, una catarsis pública, un acto turnultuario de redescubrimiento y reafirmación nacionl. Todo México en su multiplicidad regional y étnica, se asomó sin retenes por la bárbara y deslumbrante ventana de la Revolución. Manuel Gómez Morín resumió aquella experiencia colectiva en 1926:

Con optimista estupor nos dimos cuenta de insospechadas verdades ¡Existía México! México como país con capacidades, con aspiración, con vida, con problemas propios. No solo era esto una fortuita acumulación humanau venida de fuera a explorar ciertas riquezas o a mirar ciertas curiosidades para volverse luego. No era nada más una transitoria o permanente radicación geográfica del cuerpo, estando el espíritu domiciliado en el exterior.

¡Existían México y los mexicanos! La política colonial del porfirismo nos había hecho olvidar esta verdad fundamental.

La aparición de aquel mundo áspero y vigoroso sobre puesto violentamente a la fachada porfiriana, dio savia y vida a los lugares comunes-lugares de todos- del nacionalismo revolucionario, la idea de mexicanidad quedó perdurablemente aderida a la evocación visual de aquel sacudimiento. Sus imágenes reiteradas fueron el vivac moreno y la soldadera incondicional, el indio con cananas terciadas, el campesino zapatista desayunando en Sanborn's -merendero de la modernidad porfinana. La Revolución parió el arsenal de tipos humanos del muralisrno y de la novela de la Revolución, del cine recien nacido y de la exportación de México como un producto único, infinitamente fotagrafiable y digno de un lugar propio en la imaginación del mundo. En la industria visual de la ocupación del paisaje por las tropas de la Revolución, adquirió rostro y facha la palabra pueblo y cuajó vivamente la sensación de que México, como decía Manuel Gómez Morín, era una entidad tangible, distinguible, con fisonomía y aspiraciones propias. Esa fue la experiencia específicamente revolucionaria que daría forma al nuevo nacionalismo popular, cuyos motivos siguen ocupando un sitio de honor en el imaginario de la identidad mexicana.

A fines de la década de los veintes, con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, padre del Partido de la Revolución mexicana (PRM) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la mexicanidad y la nación fueron introducidas como úlltima instancia espiritual y como únicas legitimidades de toda acción. México y la unidad revolucionaria de los mexicanos se volvieron verdaderos fusiles ideológicos apuntados contra los réprobos, los adversarios de la idea oficial que, por definición, encamaba los mejores afanes de la Revolución, del pueblo y de la nacionalidad. Los gobernantes podían bareajar a su gusto todos los lemas de la obligatoria entidiad llamada México; quienes se apartaban de sus dictados incurrian de inmediato en el estigma de predicar 2doctrinas exóticas", según la perdurable expresión del presidente Calles (1924-1928), artifice de la institucionalización postrevolucionaria (1929-1934).

México, nación, revolución y régimen, se volvieron términos intercambiables enel corazón del nacionalismo revolucionario, fruto genuino de la incomunicable experiencia de autodescubrimiento que trajo la Revolución y surtidor de una nueva retórica de la concordia, llamada a mitigar los enfrentamientos particulares y a garantizar le del nuevo orden, que no fue sino el de la final reconciliación del país y sus instituciones en la nacionalidad revolucionaria

En 1938. el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) declaraba: "Un pueblo no es una mezcla heterogenea de clases, cada una de las cuales lucha por sus intereses; es una gran unidad histórica, enraizada en el pasado y en la lucha conjunta por un futuro común". En 1940. el futuro presidente Manuel Avila Camacho (1940-1946) explicaba: "México no está compuesto por grupos diversos irreconciliables. Sino por elementos necesariamente distintos, cada uno de los cuales ejerce su función propia. Todos son iguales en sus derechos cívicos, todos son ayudados por la justicia". México era, por fin, una nación sin fisuras, una gran familia acogedora de todos, cuyos máximos representantes patriarcales formaban a su vez, la familia revolucionaria, la cual velaba, dentro de la Revolución, por el destino de la nación que era ya la gran familia mexicana.

El nacionalismo revolucionario

En su refundación de las señas de identidad del país, el nacionalismo revolucionario incluyó y amplió las huellas del pasado en una mezcla única. Fue indigenista y antiespañol, corno el patriotismo criollo, pero fue también proteccionista y tutelar, como las Leyes de Indias con las comunidades y los pueblos; fue jacobino, laico y republicano, como la reforma liberal, pero no fue democrático, sino centralizador, presidencialista y autoritario, como habían deseado las inercias monárquicas novohispanas y la causa conservadora decimonónica, emblematizada por Lucas Alamán. En este aspecto, dio su propia respuesta revolucionaria al exacto coloquialismo de Tornel: "El único medio posible: monarquía, y monarca sin nombre".

El nacionalismo revolucionario ofreció también su propia fórmula cultural y política a la vieja cicatriz de la nación: la pesencia de Estados Unidos, aquel fantasma de carne y hueso que los liberales no supieron cornbatir, y el porfiriato apaciguo en el carnpo abierto de la inversión extranjera, pero con el que siguió peleando a la sombra, montándole cornpetidores y equilibrios, en una sorda disputa nacional que finalmente perdió, junto con e1 poder, en los trasiegos fronterizos de la rebelión maderista.

Efectivamente, el áspero nacionalisrno inicia1 de Porfirio Díaz, de tinte plebeyo y antinorteamericano, se diluyó en las aguas del pragmatismo diplomático y la búsqueda de inversión extranjera, pero mantuvo su rescoldo y pareció inflamarse de nuevo en la primera década del siglo XX, mediante una ofensiva que hoy llamaríamos de diversificación de inversiones extranjeras, en favor de los intereses europeos, ingleses en particular. La postrer búsqueda porfiriana de un equilibrio en la influencia externa sobre México, irritó a los gobiernos estadunidenses al punto de que puede decirse que la caída de Porfirio Díaz no fue só1o celebrada al sur, sino también al norte del Rio Bravo.

La Revolución Mexicana fue en gran parte la historia de un vivo conflicto con Estados Unidos. El amago político y la intervensión militar de Washington, femon hechos fundadores y experiencia de cada día en la conciencia revolucionaria. Para empezar, el golpe de Estado de 1913 y el asesinato de Madero, que incendiaron al país, fueron diseñados y consentidos por el embajador estadunidense Henry Lane Wilson, uno de los grandes villanosde la historia revolucionaria. En 1914 con ánimo de presionar al régimen huertista, que su ante antecesor inmediato había ayudado a encumbrar, el gobierno de Woodrow Wilson decidió ocupar Veracruz, con lo actual desde luego, presión a Huerta, pero afrentó también a los revolucionarios en armas. En 1917, para castigar la violenciade Villa contra vidas e intereses norteamericanos, una columna de soldados de ese país entró a México y persigió inútilmente al guerrillero por las sieras de Chihuahua, dejando en la memeria de un doble rastro de ineptitud y agravio.

A actividad diplomática de la Revolución registró también interminables fricciones con Estados Unidos: incidentes militares fronterizos, reclamaciones económicas, notas de protesta, advertencia y amenazas. No hubo jefe revolucionario de alguna jerarquía que no tuviera, en su momento, la tentación de ofrecer una respuesta armada a la hostilidad americana. La realidad activó la memoria y el conflicto reabrió en la imaginación de los revolucionarios el fantasma de la gerrade 1848, hasta configurar la noción beligerante de Estados Unidos como el peligro exterior número uno de la Revolución y el enemigo identificado de la nacionalidad y el orgullo mexicanos.

La política exterior de Carranza, jefe del movimiento revolucionario desde el asesinato de Madero, en 1913, hasta su propia muerte en 1920, fue la traducción puntual de este sen-timiento. Su criterio central fue no ceder un milímetro a las exigencias del vecino intruso, ni en materia militar, ni en materia económica; no prestar oidos suaves a demandas venidas del gobierno de Washington ni a las compañías o los intereses privados estadunidenses.

La constitución de 1917 encontró en las viejas vetas del regalismo español y de la propiedad de la Corona sobre los bienes patrimoniales de país, la traadición propicia para sellar los derechos prevalentes de la nación revolucionaria sobre los bienes del suelo y el subsuelo, y la sujeción de los derechos de propiedad individuales a las modalidades que "dicte el interés público" (articulo 27). Los destinatarios número uno de aquella actualización creativadel derecho colonial fueron, desde luego, los Estados Unidos, sus empresas e intereses en México. Los inciertos años veintes transcurrieron, primero, bajo la sombra del desconocimiento diplomático y la continua amenaza de una intervención estadunidense; luego, bajo el ruido de las grandes campañas periodísticas contra lo que, a grandes voces, llamaban en la prensa americana el "bolchevismo" de la Revolución Mexicana. La tensión decreció a fines de los veintes, pero se reinició en los años treintas a caballo del enfrentamiento con las compañías petroleras, que culminó con la expropiación de 1938.

la colaboración de los dos países durante la Segunda guerra mundial y el acuerdo industrializador de la postguerra, mitigaron el nivel del conflicto. Las nuevas condiciones tendieron a subrayar las semejanzas más que las diferencias entre los gobiernos de las dos naciones. Pero fueron los años de fricción y de conflicto los que dejaron su importancia duradera en el corazón del nacionalismo revolucionario y su retórica. Lo mismo en la tribuna como en la escuela, en los diarios que en los estereotipos de la cultura popular, la influencia a temer y a contener era la que venía del Norte. El gringo fue a la vez el idiota y el peligro, el tonto insípido y el maquiavélico opresor.

Lo cierto es que, a partir de la Segunda guerra y sobre todo en la postguerra, la realidad y el discurso nacionalista emprendieron caminos distintos. De un lado, los negocios, la tecnología, el consumo, los medios masivos, la educación de las élites y la migración de los trabajadores se orientaron hacia el Norte enemigo en busca de oportunidades y "norteamericanizaron" a México más que ninguna generación anterior. De otro lado, el discurso político y la conciencia pública, la historia patria y la sensibilidad colectiva, el humor plebeyo y el orgullo intelectual, afirmaron prolijamente las lecciones antigringas del pasado y se mantuvieron, recelosos en él.

Los límites del milagro

Una vez más el país de los hechos contravino al país de las palabras. La doble evidencia del peso estadunidense y del voto de parte de la nación por integrarse, más que por separarse, de las oportunidades y la influencia del vecino, no condujo a actualizar el discurso, sino a ratificarlo bajo la forma de un nacionalismo defensivo, orgulloso aunque impotente ante la penetración norteamericana.

La contradicción era obvia, pero México había encontrado internamente, en esos años, una forma de organización nacional capaz de incluir, y diluir, esa y muchas otras contradicciones. El establecimiento postrevolucionarioicato había logrado ser, al mismo tiempo, autoritario e incluyente en política, estatizante y promotor del libre mercado en lo económico (la famosa "economía mixta"), popular y plutocrático en lo social. Sus instituciones habían logrado conciliar leyes y aspiraciones democráticas, dignas de su pasado liberal, y usos y costumbres corporativos, deudores de sus tradiciones coloniales. Su intervencionisrno estatal no había suprimido el mercado y su abrumador partido de Estado no había renunciado a las elecciones, ni desaparecido a la oposición, ni entronizado una dictadura ideológica o policiaca. Sus arcaísmos políticos estaban puestos, expplícitamente, al servicio de la modernización, y sus políticas sociales buscaban tener un impacto en la productividad. La conciencia de sus peculiaridades revolucionarias, lo acercaba a las corrientes internacionales del socialismo, pero su sentido práctico y su realidad geográfica lo mantuvieron en la órbita de la influencia estadunidense, de quien fue, por lo mismo, aliado abierto y socio beneficiado en la Segunda Guerra Mundial.

La postguerra vio cuajar poco a pooo, fruto de aquella suma de corrientes encontradas, el más largo periodo de prosperidad económica y estabiliad política que haya cnocido la nación mexicana: las décadas de lo que algunos expertos llamaron después el "milagro mexicano" (1940-1980), cuyos logros pueden resumirse gruesamente en la combinación envidiable de bajo conflicto político y alto crecimiento económico -promedio de 6% anual.

En las cuatro décadas del milagro, la pablación de México se triplicó, el país se volvió urbano e industrial, se integró física y mentalmente como nunca antes, se educó, dio a luz una sociedad moderna, desigual y refinada a la vez, astrosa y cosmopolita, más integrada que nunca a las solictaciones de le aldea global y más conectada que nunca con sus peculiaridades regionales. El crecimiento espectacular de la escuela pública, terminó por castellanizar a la población y estandarizó la conciencia histórica y cultural del país. Los medios masivos unificaron consumos, modas y símbolos. El crecimiento económico generalizó mercados de productos y empleos, al tiempo que la centralización autoritaria igualaba prácticas y valores de la cultura política, el lenguaje público y la cultura cívica.

Las condiciones internacionales fueron propicias a aquel modelo de desarrollo hacia adentro, con una economía protegida de la competencia externa y un sistema político capaz de absorber, por vías corporativas, su competencia interna. Fue un exitoso modelo de crecimiento y estabilidad regulado estatalmente, cuyo timbre de orgullo nacionalista fue un cierto sentido de insularidad y autosuficiencia: orgullo parroquial de lo propio y desdén condescendiente del mundo exterior.

La década de los ochentas presenció la quiebra dramática del "milagro mexicano". La revolución tecnológica y productiva que redefinió las prioridades y cambió los instrumentos de la economía mundial, a partir de los años setenta, hizo inviables poco a poco las economías estatalmente planificadas e hirió de muerte, silenciosamente, los desarrollos nacionales orientados hacia adentro. El mundo vivió una fuerte oleada de liberalización y desregulación de las economías, premió los desarrollos orientados hacia la competencia externa y, finalmente, asistió al final de la Guerra Fría por la rendición del bloque socialista, en un cuadro de inproductividad y crisis política, ante las evidentes superioridades globales de sus adversarios.

En el oleaje de tan vasta recomposición mundial, y a la vista de la quiebra de su modelo de desarrollo, México inició a principios de los ochenta -como los liberales después de la Independencia, los porfirianos después de la Reforma y los revolucionarios después de la Revolución- la búsqueda de un nuevo espacio propicio en el mercado mundial y en el equilibrio político resultante de un fin de época, el fin de la Guerra Fría.

En busca de ese lugar en las nuevas condiciones, México emprendió, los ochentas, lo que bien cabría llamar un adió a la Revolución Mexicana: el intento de modernizar la estructura institucional creada durante los últimos sesenta años. Las raíces liberales del pasado parecieron volver por sus fueros, bajo la forma de una ofensiva cautelosa, pero frontal, contra las herencias corporativas postrevolucionarias. Desde principios de los ochentas, los gobiernos mexicanos dedicaron sus esfuerzoz a crear una economía abierta, después de varias décadas de conducir, exitosamente, una economía protegida. El Estado fue sometido a revisión de sus finanzas, propiedades, subsidios y prioridades políticas. Los compromisos de reforma agraria, heredados de la era de Cárdenas a través del ejido y reparto de parcelas, fueron replanteados en una nueva desmortización de la tierra. Las relaciones del Estado y la Iglesia fueron normalizadas a extremos que habría horrorizado al jacobinismo norteño de la Revolución, tanto como a las costumbres anticlericales de la reforma liberal. El sistema educativo, fuertemente centralizado, inició un proceso de descentralización, y el gobierno mexicano buscó reconocer y aprovechar, antes que obliterar y temer, la integración de México a Norteamérica, antigua fuente de amenaza o despojo y, a principios de los noventas, horizonte de oportunidades y mejoría.

La identidad amenazada

En consecuencia de tan notables cambios, el debate sobre la identidad nacional y sobre el destino de la nación ha cobrado intensidades nuevas. Se oyen desde hace años los lamentos y advertencias sobre la pérdida de identidad cultural mexicana, a resultas de la norteamericanización de sus costumbres. En los medios intelectuales y en el discurso político de la izquierda, se oyen quejas por la desnacionalización y acusaciones de entrega del país a Estados Unidos.

Las quejas y las advertencias traducen por igual un difuso sentimiento de orgullo nacional y un desconocido ante la magnitud y la incertidumbre de los cambios. Bajo el debato en torno a la pérdida de identidad cultural o nacional, me parece percibir, en efecto, un doble impacto: primero, una cierta resistencia a admitir las enormes transformaciones sufridas en las últimas décadas por la sociedad mexicana; segundo, un legítimo sentido de confusión, duda y aun temor, sobre el futuro que tales transformaciones anticipan o dibujan.

Lo cierto es que nadie puede definir de qué está hecha, específicamente, nuestra identidad nacional, porque la identidad nacional no es una esencia, un catálogo fijo de rasgos implantados, de una vez y para siempre, en la mente y el corazón de una comunidad cualquiera. Como he tratado de recordar en estas páginas, la identidad nacional no es sino una mezcla de historia, mitos, invenciones oficiales e invenciones colectivas.

Nuestra identidad nacional o cultural es algo que viene del pasado, de nuestra memoria y nuestras tradiciones, pero también es algo que está en gestación, que viene de adelante y es el resultado del desenlace de nuestro presente.

Defendemos hoy, como peculiarmente mexicanas, cosas que tomamos o que nos fueron impuestas hace siglos, en el contaacto de otros pueblos y otras culturas. Reconocemos como mexicanas a las civilizaciones precolombinas, cuyo significado nos resulta todavía, por su mayor parte, un enigma. Hablamos el lenguaje iimpuesto sobre los antiguos pueblos mesoamericanos por una conquista militar y espiritual, cuya violencia seguimos repudiando. Defendemos como típicamente mexicana la arquitectura colonial española, resultado de una intolerante imposición cultural. Y nada hay tan mexicano en nuestra historia que el triunfo de la causa liberal, cuyas ideas y sueños, como hemos visto, venían uno por uno de fuera de México, de países que incluso después nos invadieron, como Francia y Estados Unidos.

Las civilizaciones indígenas, la arquitectura española y la grandeza liberal, no estuvieron siempre ahí, desde el principio, en la conciencia de lo que llamamos identidad cultural o nacionalidad mexicana. Fueron construidas como nuestro legado a través de una apasionante relectura del pasado y su posterior socialización de discursos, libros, escuelas, historia y museos. La propuesta de México, esplendor de treinta siglos, bien pudiera verse como el camino más reciente de la vieja invención criolla de un gran pasado clásico mexicano,similar al de Grecia y Roma. En el umbral de grandes cambios mundiales que decidirán nuestro futuro para las próximas décadas, como los criollos novohispanos ante la decadencia del imperio español, nos ponemos a hablar, sintomáticamente, de un pasado tan fuerte que nada puede desafiar, un escudo histórico contra cualquier influencia amenazante, empezando por el incierto futuro que se nos viene encima.

La historia sigue y lo menos que puede decirse, a ese propósito, es que la identidad cultural mexicana sigue también: es una construcción en movimiento. Todas las tendencias y contenidos de nuestra identidad son productos de la historia, la mezcla y el cambio, y están, por su misma naturaleza, sujetos a cambios futuros. Pero la cultura mexicana no es una especie amenazada que deba protegerse para evitar su extinción. Lo que llamamos identidad nacional de México no es sino la mezcla de culturas muy distintas, culturas que pelean tadavía dentro de nosotros y que nadie en su sano juicio hubiera decidido mezclar voluntariamente, culturas que tienen más diferencias entre ellas que las que nos separan a los mexicanos de hoy de la cultura y la civilización norteamericanas.

Pienso en el múltiplemonólogo, interrumpido sólo por la guerra y el comercio, de las antiguas civilizaciones de Mesoamérica. Pienso en los conquistadores españoles, cargados de sueños renacentistas y rigideces medioevales, criados en las tradiciones de la contumacia ibérica, la disciplina romana, las rudezas visigodas, los esplendores árabes, las intolerancias y heterodoxias católicas; la España poderosa e interminable de los Habsburgios y la España reformista, liberal, de los Borbones. Esa es la increíble mezcla que ha concurrido a la formación de lo que es hoy la nación mexicana, a la que habría que agregar una intensa veta afroamericana, influyentes comunidades levantinas y europeas y unas persistentes gotas asiáticas. La influencia norteamericana ha enriquecido, antes que debilitado, esa matriz cultural, y la enriquecerá más en el futuro. Ese es el espíritu, me parece, en que debemos acudir a las nuevas mezclas que dejan y dejarán huella en nuestra identidad nacional: como a juego de incorporaciones más que de exclusiones, porque sólo conserva quien sabe cambiar y sólo acumula quien sabe incluir, del mismo modo que las tradiciones no se vuelven tales sino por la modernidad que las desafía, las deja atrás, y las recupera luego, como historia.

Podemos admirar hoy como nuestro legado y contraponer a la chabacanería contemporánea de vidrios negros y beratijas de consumo, el afrancesamiento de la arquitectura civil porfiriana y de una zona crucial de nuestra cultura. Hace sólo unas décadas reprochábamos en esas presencias su extranjerismo y su ajenidad a las "raíces culturales" de México. Hoy son parte de nuestra mexicanidad orgullosa y hasta necesaria, como contrapeso incluso a la influencia norteamericana. A la vista de la intensidad y la fuerza de la influencia venida del norte sobre México desde, por lo menos, la época independiente, quizás haya llegado la hora de plantearnos esa influencia también como parte de la mexicanidad y no como su negación; como una vertiente más, impura y ambigua, pero vigorosa y estimulante, de nuestra identidad cultural.

Hay muchas ganancias que reconocer, en la "contaminación" norteamericana de nuestra vida. Por ejemplo, debemos a investigadores norteamericanos la más impresionante serie de aportes a la ampliación de nuestra memoria histórica, de los aztecas de Charles Gibson a los zapatistas de Jhon Womack Jr., a los pobres de Oscar Lewis, pasando por la arquitectura colonial de George Kubler, la conquista espiritual de Robert Richard, la herencia liberal de Charles Hale o el Juárez y su México de Ralph Roder. Me cuesta trabajo pensar en Pedro Páramo sin mientas agonizo de William Faulkner, y en La región más transparente de Carlos Fuentes, sin Manhattan Transfer de John Dos Passos. Desde principios del siglo XIX hasta el último artículo político de los periódicos de la Ciudad de México, nuestros ideales de libertad y democracia están inspirados, por mucho, en tradiciones e instituciones norteamericanas.

No podemos renunciar a esas influencias sin renunciar a parte de lo mejor que tiene nuestra identidad nacional, nuestra memoria histórica, nuestro proyecto de futuro. Hay incluso ciertas cuestiones en las que no sólo no habría que temer, sino hasta que desear una pérdida neta de tradiciones mexicanas y la aclimatación definitiva de algunas "influenias exóticas", "ajenas a nuestra idiosincrasia". Por ejemplo, me gustaría ver en los años por venir a una sociedad mexicana contaminada por los logros científicos y tecnológicos de una sociedad como la estadunidense. Me agradaría sufrir una plena norteamericanización de los niveles mexicanos de ingreso, salud, vivienda, educación y empleo. Me gustaría para México un poder judicial tan independiente y visible y confiable como el norteamericano y también una industria editorial y una red de revistas y periódicos comparables a los niveles estadunidenses. Después de sufrir todas esas contaminaciones y otras que el futuro traiga, estoy seguro de que seguiremos escribiendo Pedro Páramo, no Mientras agonizo y La región más transparente, no Manhattan Transfer.

Elogio de la mezcla

La integración con norteamérica cambiará nuestra economía y nuestra política, ampliará nuestra relación con Estados Unidos y su influencia sobre México. Pero no será, en ningún caso, una calle de sentido único. El contacto cambiará también, en el plazo largo de las civilizaciones y culturas, la realidad norteamericana, que está lejos, a su vez, de ser un monolito a toda influencia y enfrenta más bien el problema contrario, el de las migrasiones poco solubles del melting pot, cuya intensidad ha hecho pensar al historiador Arthur Schlesinger, con alarma, en "la desunión de América".

Los grupos hispanos y los mexicanos en particular, son una migración resistente a la aculturación "anglo", como si en su contacto con ella siguieran peleando las matrices culturales y los poderosos idiomas de España e Inglaterra, los imperios rivales. El paisaje de grandes ciudades del sur estadunidense y de amplias zonas de la faja fronteriza, muestra claros indicios de una mezcla extravagante, que con orgullo o alarma, diversos autores han bautizado como Mexamérica, una zona tan distante de la matriz estadunidense como de la mexicana. Cualquiera que sea el resultado final de esa mezcla, lo que puede garantizarse es que su tendencia es a multiplicarse, no a desaparecer, y que da cuenta de uno de los procesos más intensos de contacto y cambio cultural del mundo moderno.

No como profecía de lo que resultará de esa mezcla, sino como analogía de su intensidad posible y del tiempo largo en que debemos juzgarla, me gusta citar un pasaje, en cierto modo melancólico, de M. I. Finley a propósito de la sedimentación de la lengua griega. Dice así:

El pueblo que hablaba la lengua griega, pero que ignoraba el arte de la escritura, apareció en la escena hacia el año 2,000 A.C. Aquellos inmigrantes no fueron en modo alguno los primeros habitantes de Grecia, ni vinieron como conquistadores altamente civilizados a dominar tribus salvajes(...). Con mucho, el nivel social y material en aquella región superaba al de los recién llegados(...). Ni los griegos, ni los nativos en cuyo mundo entraron tuvieron probablemente idea alguna de que algo grande e histórico estaba ocurriendo. En lugar de esto, veían presentarse pequeños grupos, algunas veces pacíficos, de ninguna manera dignos de tomerse en cuenta, otras veces perturbadores e incluso destructores de vidas y modos de vida. Tanto biológica como culturalmente, aquellos siglos fueron de constante mezcla.

Grandes migraciones de la periferia pobre al centro desarrollado y un nuevo ciclo de constantes mezclas parecen rasgos predecibles de nuestro fin de época. La mezcla de Norteamérica no sólo no será la excepción, sino que ha sido por décadas y será en el futuro, una de las mayores. Antes de que esa mezcla de los siglos se cumpla, desde luego, México verá acelerarse la norteamericanización de su vida. Pero, en mi opinión, no habrá mucha novedad en esa gran influencia ni será tan decisiva. México carga, como parte de su cultura, toda una história de influencias norteamericanas. Y los mexicanos de hoy son más mexicanos que nunca. Por razones de integración de las comunicaciones y generalización de la escuela, en la era de la mayor influencia norteamericana sobre México, es decir, en las últimas cinco décadas, México ha alcanzado la mayor uniformidad cultural y la mayor cohesión nacinal que haya tenido nunca. Aun así, la pregunta sigue viva:

¿Cuál será la suerte del nacionalismo y de identidad nacional de México? Es imposible predecir nada, salvo que, hoy como ayer, las señales de identidad mexicanas no permanecerán inmutables ni nadie podrá petrificarlas en sus hallazgos. Los cambios acumulados en el país y los que impone la globalización del mundo, desafían nuestras antiguas certezas. Pero la gestación nacional mexicana ha sido larga y nada de lo sedimentado en ella se evaporará fácilmente, al contacto con los otros, porque nada tampoco, llegó ahí de pronto y como al azar, sino a través de largos procesos de destilación simbólica, que ninguna influencia epidémica puede suplantar.

No obstante, la crisis de certidumbre sobre el futuro deseable de esa conciencia nacional debiera inducirnos a reconocer la rica pluralidad de sus fuentes y a abrir, más que a cerrar, el catálogo de sus inclusiones. Es quizá la hora propicia para pensar generosa, más que defensivamente, nuestras herencias e influencias; para celebrar, más que lamentar, el contacto y la mezcla con otros, porque esa es la materia misma de nuestro presente y la inminente obligación de nuestro futuro. Nos hallamos en un buen momento para rehusar la noción de una identidad fija, amarrada a sus inercias y sus memorias selectivas, en favor de una identidad múltiple, en continua construcción hacia adelante y también hacia atrás, capaz de enmendar sus exclusiones y de asumir como propias la totalidad novedosa del pasado y la historia cristalizada, la diversidad de tiempos coagulados, del presente.