LA CULTURA LATINOAMERICANA
Darcy Ribeiro
1. Las Américas en el mundo
Al desprenderse la América de la monarquía española,
se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme masa
cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración
formó entonces una nación independiente, conforme a su situación
o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían
a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni conservamos vestigios
de lo que fue en otro tiempo: no somos europeos, no somos indios, sino
una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos
por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de
disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos
en el país que nos vio nacer, contra la aposición de los
invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado.
Bolívar, Discurso de Angostura
La indagación de Bolívar sigue resonando. ¿Qué
somos nosotros los pueblos americanos, entre los pueblos, las civilizaciones?
Mucho se ha escrito sobre el tema. Demasiado incluso sobre aspectos circunstanciales
y anecdóticos. Muy poco, lamentablemente, sobre su totalidad.
Esta carencia se debe principalmente a la falta de una teoría
general explicativa del proceso de formación y transfiguración
de los pueblos. Lo que ha ocupado el lugar de esta teoría son los
relatos etnocéntricos de secuencias históricas -principalmente
europeas- y apreciaciones eurocentricas de los efectos del impacto de la
civilización sobre poblaciones de ultramar. Unas y otras construidas
ingenuamente por la serie cronológica de eventos singulares --en
términos de antecedentes y consecuentes- la reconstrucción
hipotética de civilizaciones y el relato de ciertos acontecimientos
espectaculares. En algunos casos, esas narrativas son elevadas a la condición
de interpretaciones de las etapas o pasos unilineares de una progresión
necesaria de la evolución humana por la cual todos los pueblos habrían
pasado.
El defecto de esta última forma de explicación no está,
sin embargo, como creen algunos, en la postura evolucionista implícita.
De hecho, a nuestro modo de ver, ninguna explicación para ese orden
de problemas puede ser encontrada fuera de una teoría general de
la evolución sociocultural esta, con todo, debe ser elaborada con
fundamento en una base temporal y espacial mucho más amplia que
la proporcionada por el fondo histórico europeo. Sólo así
se podrá hablar de categorías realmente significativas en
términos universales y no de meras teorizaciones de la historia
europea. Para ese efecto, los esfuerzos de generalización deben
ser realizados a partir de un cuadro más representativo, dentro
del cual Europa no sería un arquetipo, sino una variante tan marcada
de singularidades cuanto cualquiera otra corriente civilizatoria particular.
Esta ampliación de la perspectiva histórica es imperativa
para nosotros, americanos. Lo es, por igual para todos los pueblos extraeuropeos
como los islámicos, los indios, los chinos, los africanos, cuyos
modos de ser y cuya posición en la evolución humana sólo
pueden ser comprendidos sobre la base de una teoría fundada en lo
que tienen de común en tanto, que cristalizaciones singulares de
etapas necesarias del proceso general de formación y transformación
de los pueblos.
En las últimas décadas algunos antropólogos empezaron
a enfrentar esas cuestiones con el propósito de proporcionar por
lo menos nuevas fuentes teóricas para la interpretación del
proceso de formación de los pueblos americanos. Nuestra propia tentativa
presentada en un estudio sobre la evolución sociocultural publicado
en 1968 y otro sobre las configuraciones histórico-culturales de
los pueblos americanos (1970) se cita entre estos esfuerzos. En la presente
introducción utilizaremos algunos esquemas conceptuales desarrollados
en aquellos trabajos, volviendo a definirlos cuando sea necesario.
En lo que se refiere al presente ensayo, tales esquemas pueden ser
reducidos a tres enfoques distintos pero complementarios. Primero, una
clasificación de las etapas generales de la evolución que
permitía definir las formaciones económico-sociales discernibles
en las Américas del pasado y del presente. Segundo, un estudio de
las configuraciones histórico-culturales, en tanto que grandes categorías
de pueblos homogeneizados por procesos similares de formación. Tercero,
una apreciación de las vicisitudes experimentada, por las tradiciones
culturales europeas en su trasplante para los espacios americanos y en
su adopción por nuevas gentes, indígenas y africanos, que
tenían características culturales propias.
2.¿Existe una América Latina?
No puede haber duda que sí existe. Profundicemos, sin embargo,
su verdadera significación. En el plano linguístico-cultural
nosotros, los latinoamericanos, constituimos una categoría quizás
tan poco homogénea como el mundo neobritánico de los pueblos
que hablan predominantemente el inglés. Esto puede parecer insuficiente
para los que hablan de América Latina como una entidad concreta,
uniforme y actuante, olvidándose de que dentro de esta categoría
están incluidos, entre otros, los brasileños, los argentinos,
los mexicanos, los haitianos y la intrusión francesa del Canadá,
debido a su uniformidad esencial de neolatinos. Es decir, pueblos tan diferenciados
unos de los otros como los norteamericanos lo son de los australianos y
de los africaneer, por ejemplo. La simple enumeración muestra
la amplitud de las dos categorías y su escasa utilidad.
Reduciendo la escala de latinos para ibéricos encontramos una
unidad un poco más uniforme. En verdad bien poco homogénea
porque apenas excluiría los descendientes de la colonización
francesa. Continuarían dentro de esa categoría, los brasileños,
los cubanos, los puertorriqueños, los chilenos, etc. Del punto de
vista de cada una de esas nacionalidades, su propia substancia nacional
tiene mucho mas singularidad y vigor que el denominador común que
los hace iberoamericanos.
Si reducimos más todavía la escala, podemos distinguir
dos categorías contrastantes. Un contenido lberoamericano que congrega
a todos los demás. Las diferencias entre unos y otros son por lo
menos tan relevantes como las que distinguen a Portugal de España.
Como se ve poco significativa, dada la pequeña variación
linguística que no llega a ser un obstáculo para la comunicación
y dada la historia común, interactuante, aunque algunas veces conflictiva.
Volviendo a mirar el conjunto de América Latina se observan
ciertas presencias y ausencias que colorean y diversifican el cuadro. Por
ejemplo, la presencia indígena es notoria en Guatemala, México,
Altiplano Andino y como herencia que se afirma hasta en el plano linguístico,
también en Paraguay y en proporción menor en Chile. ¿Tal
característica permitirá componer una categoría aparte
de indoamericanos? Es im-probable que por esta línea se alcance
una tipología explicativa. Todos los pueblos latinoamericanos tienen
en el aborigen una de sus matrices genéticas y culturales, pero
su contribución fue de tal forma absorbida que, cualquiera sea el
destino de las poblaciones indígenas sobrevivientes, no afectará
de modo considerable el destino nacional ni alterará mucho su constitución
étnica. En otras palabras: la micegenación, absorción
y europeización de las pablaciones indígenas se cumplió
o está en marcha y tiende a homogeneizar -aunque no a fundir- todas
las matrices étnicas convirtiéndolas en modos diferenciados
de participación en una misma etnia nacional.
Otro componente que diferencia el cuadro prestándole aspectos
particulares es la presencia del negro africano que se concentra en forma
masiva en la costa brasileña de más antigua colonización
y en las areas mineral, y también en las Antillas donde floreció
la plantación azucarera. Fuera de esas regiones se encuentran diversos
bolsones negros en Venezuela, Colombia, Guayanas, Perú y en algunas
áreas de América Central. También en este caso, la
absorción y asimilación se logró a un punto tal que
americanizó ese contingente de la misma forma que a los demás
o quizás en una forma más completa que cualesquiera otros.
Es cierto que reminiscencias africanas en el folklore , en la música
y en la religión son palpables en las áreas donde la afluencia
negra fue mayor. Su persistencia sólo se explica, con todo, por
las condiciones de marginalidad de esas poblaciones y en ningún
caso constituyen quistes inasimilables y aspirantes a la autonomía.
Otras intrusiones como la de los japoneses en Brasil, los chinos en
Perú, los indios en las Antillas, igualmente diferencian algunas
áreas, prestando un sabor especial a su cocina y afirmándose
en algunas esferas más. Lo señalable en estos casos, como
ocurre también en relación con los negros, es que estamos
en presencia de contingentes que traen en sí una marca racial distintiva
respecto al resto de la población. Este hecho tiene, obviamente,
consecuencias. Principalmente la de no facilitar el reconocimiento de una
asimilación ya cumplida o que sólo no se cumple cabalmente
debido a la persistencia de marcas raciales que permiten seguir tratando
como negro o como nizei (el descendiente del japonés), o
como chino, o como indiano, a personas que sólo son tales en su
fenotipo, dada su aculturación plena y su integración en
el cuadro étnico nacional.
Los antropólogos particularmente interesados en las singularidades
de estas poblaciones produjeron una vasta literatura que resalta, quizás
en forma excesiva, las diferencias. Realmente es posible elaborar largas
listas de sobrevivencias culturales que permitan vincular esos núcleos
a sus matrices de origen. Sin embargo, otra vez las semejanzas son más
significativas que las diferencias, ya que todos esos contingentes estan
plenamente "americanizados". En el plano linguístico y
cultural son gente de su país y hasta "nuestra gente"
en la identificación emocional corriente de las poblaciones con
que conviven. Sus peculiaridades tendientes a desvanecerse -apenas los
hecen miembros diferenciables de la comunidad nacional en razón
de su remoto origen. Lo mismo ocurre con los componentes de contingentes
europeos no ibéricos llegados en época más reciente.
Cada uno de ellos representa una forma especial de participación,
ni superior ni inferior en el ser nacional que permite definirlos restrictivamente
como, por ejemplo, sino peruanos, italoargentinos, teutochilenos, nipobrasileños
o brasileños de origen musulmán, etc.
Aunque por encima de todos los factores de diversificación sobresalgan
los de uniformidad, ciertas diferencias visibles pueden alcanzar, a veces,
un sentido social discriminatorio. Es el caso, por ejemplo, del paralelismo
entre el color de la piel y la pobreza que da lugar a una estratificación
social de base étnica. Así, los contingentes negros e indígenas
que tuvieron que enfrentar enormes obstáculos para ascender de la
condición de esclavos a la de proletarios se concentraron principalmente
en las capas más pobres de la población. Todavía hoy
pesa sobre ellos una discriminación proveniente de la expectativa
generalizada de que ocupen posiciones subalternas, la cual dificulta su
ascenso a los anaqueles más altos de la escala social. Aparentemente,
el factor causal se ubica en la presencia de una marca racial estigmatoria,
cuando de hecho sólo se explica por las vicisitudes del proceso
histórico.
De cualquier modo, el hecho es que el color de la piel o ciertos rasgos
fenotipicos del negro y del indígena, operando como indicadores
de una condición social inferior, siguen siendo un punto de referencia
para los preconceptos que pesan sobre ellos.
Aunque presente en América Latina, y a menudo en forma acentuada,
el prejuicio racial nunca asume el carácter discriminatorio y el
peso aislacionista que se observa, por ejemplo, en los Estados Unidos.
Allí la discriminación recae sobre los descendientes de africanos
o indígenas, cualquiera que sea la intensidad de la marca racial
que porten, tendiendo a excluirlos del cuerpo social por considerar indeseable
la mezcla de ellos. En América Latina, el prejuicio racial es predominantemente
de marca y no de origen (Oracy Nogeuria, 1955). Es
decir, recae sobre una persona en proporción a sus rasgos racialmcnte
diferenciadores e implícitamente incentiva la miscigenación
porque aspira a "blanquear" y homogeneizar a toda la pablación.
No obstante, se trata, sin duda, de un prejuicio racial porque la sociedad
sólo admite al negro o al indígena como futuros mestizos,
rechazando su tipo racial como ideal de lo humano. Pero se trata de un
prejuicio menos grave porque discrimina el fenotipo negroide e indígena
por no estar todavía diluido en la pablación mayoritariamente
mestiza, cuyo ideal de relaciones interraciales es la fusión.
Por encima de las líneas cruzadas de tantos factores de diferenciación
-el origen del colonizador, la presencia o ausencia del contingente indígena
y africano y de otros componentes- lo que sobresale en el mundo latinoamericano
es la unidad del producto resultante de la expansión ibérica.
Con todos esos contingentes -presentes en mayor o menor proporción
en una u otra región- se edificaron sociedades nacionales cuyas
pablaciones son el producto del cruzamiento y que quieren seguir fusionándose.
En ningún caso encontramos a los araucanos o a los andinos originales;
ni a los europeos o asiaticos o africanos tal como eran cuando se desprendieron
de sus matrices. Todos son noamericanos cuya visión del mundo, cuyos
modos de vida, cuyas aspiraciones -esencialmente idénticas- hacen
de ellos uno de los rostros del fenómeno humano. En cierto sentido
más humano porque, amalgamando gente procedente de todos los cuadrantes
de la tienra, se crearon pueblos mestizos que guardan en sí, en
sus caras étnico-culturales, herencias tomadas de todas las matrices
de la humanidad. Estas herencias, al difundirse en lugar de concentrarse
en quistes étnicos y al imponerse a la matriz básica -principalmente
ibérica, en algunos países, principalmente indígena
o africana en otros- matizaron el panel latinoamericano sin quebrantarlo
en componentes opuestos unos a los otros. Lo que se destaca como explicativo
es, pues, una vez más, la uniformidad y el proceso de homogeneización.
Esa misma homogeneización en curso es notoria en otros planos
como el linguístico y el cultural. En efecto, las lenguas habladas
en América Latina y los respectivos complejos culturales son mucho
mas homogeneos que los existentes en las respectivas naciones colonizadoras,
y tal vez que los de cualquier otra área del mundo excepto la neobritánica.
En efecto, el castellano, el portugués y el inglés hablados
en las Américas experimentaron menor número de variaciones
regionales que los de las naciones de origen. El castellano hablado en
América Latina, a pesar de cubrir una extentisima área y
variar regionalmente en cuanto al acento, no derivó en ningún
dialecto, mientras que en España se siguen hablando varias lenguas
mutuamente ininteligibles. Lo mismo ocurre en relación con la lengua
portuguesa y con la inglesa. Es decir: los españoles, portugueses
e ingleses que jamás lograron deglutir y asimilar los bolsones linguístico-dialectales
de sus reducidos territorios, al trasladarse a las Américas impusieron
a sus colonias, inmensamente mayores, una uniformidad linguística
casi absoluta y una homogeneidad cultural igualmente notoria.
Saliendo del plano linguístico-cultural, la expresión
América Latina alcanza connotaciones aún más significativas.
Tales son, primero, las provenientes de la oposición entre angloamericanos
y latinoamericanos que, además de sus diversos contenidos culturales
contrastan fuertemente en cuanto a antagonismos socioeconómicos,
Así, los dos componentes se alternan como la América pobre
y la América rica, con posiciones y relaciones asimétricas
de poderío en un polo y dependencia en el otro. Se puede decir que,
de cierta forma, es principalmente como alternos de la "América
rica" que los latinoamericanos se reúnen bajo una misma rúbrica.
Otra connotación bipolar deviene de la visión de otros pueblos
respecto a América Latina que unifican y confunden nuestros países
como variante de un mismo padrón de pueblos, resultantes todos de
la colonización ibérica y percibidos todos como atrasados
y subdesarrollados. Esta visión arquitectónica externa, pese
a ser construida con las ventajas e inconvenientes de la distancia y de
la simplificación tal vez sea la más verdadera. ¿Por
qué insistimos en que somos brasileños y no argentinos, que
nuestra capital es Brasilia y no Buenos Aires? ¿O que somos chilenos
y no venezolanos, o que nuestros ancestros indígenas son los incas
porque los aztecas son de los mexicanos? El observador lejano podría
argumentar: ¿Acaso no son todos ustedes descendientes de la matriz
indígena? ¿Los resultantes de la colonización ibérica?
¿Los que se emanciparon en el curso de un mismo movimiento de descolonización?
¿Los que, después de independientes, hipotecaron sus países,
sin distinción, a los banqueros ingleses? ¿Los que fueron
y están siendo recolonizados por las corporaciones norteamericanas?
Volvemos así a la uniformidad inicial. Poco importa que ella
no sea percibida con claridad en cada entidad nacional, incluso porque
cada nacionalidad es un esfuerzo por resaltar singularidades como mecanismos
de autoglorificación y autoafirmación, que sólo tiene
sentido para quienes participan de las mismas lealtades étnicas.
Lo cierto es que ello es evidente para quienes nos miran desde fuera. Corresponde
preguntar, sin embargo, ¿a qué se debe ese poder uniformador?
¿Qué explica la resistencia a la asimilación de las
islas linguístico culturales como en el país vasco, el catalán
o aun las regiones dialectales portuguesas o españolas, en comparación
con la flexibilidad de contingentes tan diferenciados como los que formaron
los pueblos latinoamericanos. La explicación reside quizás
en las características destructivas del propio proceso de formación
de los pueblos americanos, que son su intencionalidad y violencia. Aquí
la metrópoli colonialista tuvo un proyecto explicito de metas muy
claras, actuando de la forma más despótica. Logró,
casi de inmediato, subyugar a la sociedad, paralizar a la cultura original
y convertir a la población en una fuerza de trabajo sumisa. Contribuyó
también para la homogeneización, la prosperidad del emprendimiento
colonial, sea en la etapa del saqueo de riquezas secularmente acumuladas,
sea en las variadas formas posteriores de apropiación de la producción
mercantil. Ello permitiría montar una vasta burocracia militar,
gubernamental y eclesiastica que pasa a regir la vida social en cada detalle.
Las empresas productivas se implantan según planes precisos. Las
ciudades surgen plantadas por actos de voluntad, con calles trazadas según
un padrón preestableeido y con edificaciones también moduladas
de acuerdo con rasgos preescritos. Las diversas categorías étnico
sociales que van formando tienen también toda su vida reglamentada:
se establece a que empleos podrían aspirar, que ropas y hasta qué
tipo de joyas podrían exhibir y con quién se podrían
casar.
Toda esta ordenación, túvo en mira un objetivo supremo:
defender y hacer prosperar la colonia para usufructo de la metrópoli.
Y un objetivo secundario, aunque presentado como el fundamental: crear
un brote de la sociedad metropolitana, todavía más leal que
ella a la ideología católico misionera. Las clases dominantes
nativas, como gestoras de aquella conscripción colonial y de esta
reproducción cultural, jamás formaron la cumbre de una sociedad
autónoma, sino una capa gerencial de custodios y legitimadores de
la colonización. Una vez independizadas sus sociedades, el carácter
exógeno de esas clases dominantes forjado en el periodo colonial
y sus propios intereses los indujeron a seguir rigiendo sus naciones como
cónsules de otras metrópolis. Para eso, instituyeron una
ordenación socio-económica y política adecuada y promovieron
la creatividad cultural como una representación local de tradiciones
culturales ajenas.
La intencionalización del proceso llevó, por un lado,
a una búsqueda de racionalidad en cuanto esfuerzo por obtener efectos
previstos a través de acciones eficaces. Y por otro lado, a la determinación
de alcanzar los designios de los colonizadores en forma de un proyecto
ajeno a las aspiraciones de la masa de la población conscripta como
fuerza de trabajo. En ningún momento en el curso del proceso de
colonización, estos contingentes enrolados en la producción
constituyen una comunidad para sí, con aspiraciones propias que
puedan realizar, como requisitos elementales de su superviveneia y prosperidad.
Constituye más bien un combustible humano en forma de energía
muscular destinado a ser consumido para generar rubros mercantiles exportables.
Poco a poco va surgiendo una contradicción irreductible entre
el proyecto del colonizador y los intereses de la comunidad naciente. O
sea, entre los propósitos y los procedimientos de la clase dominante-subordinada
y la mayoría de la población objeto del emprendimiento coloniasta.
Para esta población el desafío planteado a lo largo de siglos
fue el de madurar como un pueblo por sí, consciente de sus intereses,
aspirante a la coparticipación en el comando de su propio destino.
Dada la posición clasista, tratábase de conquistar estas
metas a través de la lucha contra los grupos dominantes gestores
de la vieja ordenación social diferenciadora. Todavía hoy
éste es nuestro desafío principal.
En resumen, nadie ignora que a la contigüedad continental de América
Latina, no corresponde una estructura sociopolítica que la unifique.
Al contrario, sobre aquella base física se ubican dos decenas de
pueblos organizados como nacionalidades enmarcadas por singularidades,
algunas de ellas bien poco viables como cuadros dentro de los cuales un
pueblo puede realizar sus potencialidades. La propia unidad geográfica
jámas operó como factor de unificación porque los
distintos implantes coloniales de los cuales nacieron las sociedades latinoamericanas
coexistieron sin convivir a lo largo de siglos. Cada uno de ellos se relacionaba
directamente con la metrópoli colonial. Todavía hoy, los
latinoamericanos vivimos como si fueramos un archipiélago de islas
que se comunican por mar y por aire y que con más frecuencia se
vuelcan hacia afuera, a los grandes centros económicos mundiales,
que hacia dentro. Las mismas fronteras latinoamericanas corriendo a lo
largo de la cordillera desértica o de la selva impenetrable aíslan
más que comunican y raramente posibilitan una convivencia masiva.
Pese a estos factores de diversificación, un motor de unidad
e integración opera en America Latina, tendente a uniformarla y
unificarla. Ello deviene de que sea el producto de un mismo proceso civilizatorio
-la expansión ibérica-que aquí implantó sus
retoños, con prodigiosa capacidad de crecer y multiplicarse. Frente
a esta unidad esencial del proceso civilizatorio y de sus agentes históricos,
los ibéricos, las otras matrices aparecen como factores de diferenciación.
Los grupos indígenas, variados como eran en sus pautas culturales
y en sus grados de desarrollo, sólo habrían contribuido a
la diversificación si hubiesen sido el factor preponderante. Los
núcleos africanos, a su vez, que provienen de una miríada
de pueblos, también habrían creado multiples rostros en el
nuevo mundo, si hubiesen impuesto su impronta cultural de forma dominante.
La unidad esencial de América Latina proviene, como se ve, del
proceso civilizatorio que nos plasmó-específicamente la expansión
mercantil ibérica generando una dinámica que condujo a la
formación de un conjunto de pueblos, no sólo singular frente
al mundo, sino también crecientemente homogéneo. Cuando sobrevino
un nuevo proceso civilizatorio, impulsado por la Revolución Industrial,
América Latina se emancipó de la regencia ibérica,
en el mismo impulso que la fragmentó en multiples unidades nacionales.
El proceso civilizatorio que opera en nuestros días, movido ahora
por una nueva revolución tecnológica, tiende a reaglutinar
a los pueblos latinoamericanos como uno de los rostros por el que se expresará
la nueva civilización, y quizás engendre la entidad política
supranacional que en el futuro será el cuadro dentro del cual los
latinoamericanos vivirán su destino.
Nuestro tema, en las páginas siguientes, es el estudio de la
naturaleza de estos procesos civizatorios, de las configuraciones de pueblos
que ellos plasmaron y de los condicionamientos que ellos impusieron a la
creatividad cultural en América Latina.
3. Formaciones económico sociales
¿Cómo clasificar a los pueblos americanos del pasado
y del presente? Las tipologías usuales son incapaces de abarcar
toda la gama de variaciones que encuentran en el origen de su proceso de
formación. Incluyen desde tribus que vivían y viven de la
caza y la recolecta de pueblos agricultores que por sí solos domesticaron
plantas tan esenciales como el maíz, la yuca, la papa, el tabaco,
el algodón, entre muchas otras; y diversas sociedades con desarrollo
a nivel de altas civilizaciones.
Los primeros constituían microetnias cuya población apenas
alcanzaba un centenar de personas y que no obstante eran portadores de
una lengua y una cultura propias. Los últimos iban desde tribus
organizadas solamente en base al parentesco hasta estados estructurados
sobre grandes territorios, y otros, todavía mayores constituyendo
verdaderos imperios, centros de poder asentados en metrópolis y
con poblaciones de millones, estratificados en clases y contando con vastos
cuerpos de eruditos.
Esta era la América precolombina donde el europeo desembarcó
en la última década del siglo XV y que en los siglos y milenios
anteriores había edificado autárquicamente aquellas formaciones
económico sociales, haciéndolas florecer como civilizaciones
orginales.
Incluso para el período que sigue a la conquista y avasallamiento
de los pueblos precolombinos, no contamos con categorías teóricas
adecuadas. ¿Serían "esclavistas" las sociedades
coloniales y los estados estructurados luego de la Independencia? ¿Serían
"feudales" o "semifeudales"? ¿Serían
"capitalistas"? Estas categorías, tan embebidas de sentido
cuando se aplican respectivamente a la Roma imperial, al medievo europeo,
a la Inglaterra victoriana aquí pierden su lozanía y su capacidad
explicativa. Probablemente porque buscan describir en términos de
una secuencia evolutiva supuestamente universal a una sucesión singular
del desarrollo histórico: la europea. No hay duda de que existieron
civilizaciones como la egipcia; de 2000 a, C., o la árabe de 1000
d, C., que no caben en una secuencia y que paralelamente florecieron muchas
otras igualmente excluidas de estas simples categorías. Como se
ve, estamos delante de una teorización satisfactoria en el plano
emocional y dignificatoria para la perspectiva histórica europea,
pero suficiente e inadmisible en el plano explicativo porque, siendo calcada
de una base factual restricta y poco representativa, es inaceptable para
una visión más amplia e incluyente.
Además de sus percances en el plano de la universalidad, estas
categorías son también deficientes en el terreno mismo de
la historicida. Esto porque traen implicita la idea de una concatenación
histórica concreta de predecesores y sucesores que colocaría
en una misma línea ininterrumpida a los griegos y romanos y a los
belgas y australianos. Sin embargo, cabe preguntar: ¿Serán
los griegos y romanos abuelos de los europeos, como a éstos les
gusta pensar? ¿O serán aquellos más bien ancestros
de Bizancio y del Islam a los cuales legaron el mando, las técnicas,
el saber y el arte, en una época en que la Europa feudalizada no
podía heredarlo? ¿Por otro lado, serían feudales todas
las sociedades europeas precapitalistas? ¿Caben, por ejemplo, en
la misma categoría los pueblos ibéricos del siglo XVI, unificados
e impulsados por un fuerte impulso expansionista y los principados germánicos
de la época, dispersos y desarticulados?
Trátase visiblemente de construcciones eurocéntricas
con dos efectos deformantes. Primero, el de explicar el mundo actual a
partir de una visión circunstancial que, elaborando una secuencia
histórica en que se sucedieron respectivamente, esclavismo, feudalismo
y capitalismo, promueve esa secuencia a la categoría de etapas de
una línea evolutiva necesaria para todo el ecumene cuando, de hecho,
ella se basa apenas en la interpretación de la historia europea.
Segundo, el de producir un punto ciego para los teóricos europeos,
los cuales, creyendo comprobar un esquema teórico únicamente
con su propia experiencia histórica, se incapacitan para percibir
todo lo demás. En consecuencia, deforman la historia humana al proyectar
sobre ella sus categorías etnocéntricas.
La comprensión del proceso de formación de los pueblos
americanos en términos de etapas de la evolución sociocultural
no puede ser alcanzada dentro de este cuadro porque él no corresponde
a los hechos referentes al mundo extraeuropeo y no puede explicarlos. Estos,
a su vez, sumados a lo que hoy se conoce respecto de otras corrientes civilizatorias
pueden proveernos una base más amplia e inclusive para rehacer el
propio esquema evolutivo. Sólo por ese camino, el de repensar la
teoría de la evolución a partir de nuestra experiencia de
pueblos extra-europeos, podemos corregir las limitaciones de la perspectiva
eurocéntrica, creando un esquema conceptual más comprensivo
que explique mejor nuestra propia posición e incluso interprete
mejor la posición de los pueblos europeos, como una variante que
son de las potencialidades de realización del fenómeno humano.
Procuramos contribuir a la comprensión de este problema en un estudio
anterior (1968). El esquema conceptual que elaboramos se base en la redefinición
de una serie de conceptos y en su integración en forma de una teoría
general explicativa, aunque larval. La directriz fundamental radica en
el conocimiento de que la evolución sociocultural puede ser reconstituida
con base en una serie de revoluciones tecnológicas generadoras de
multiples procesos civilizatorios que dieron nacimiento a diversas formaciones
económico sociales o socioculturales. En este contexto las revoluciones
tecnológicas consisten en transformaciones prodigiosas en las técnicas
productivas que, una vez maduradas, generan antagonismos con las formas
anteriores de asociación y con los cuerpos ideológicos vigentes,
provocando cambios sociales y culturales tendientes a rehacer los modos
de ser y de pensar de las sociedades por ellos afectadas.
Los procesos civilizatorios desencadenados por las revoluciones tecnológicas,
operando por diversas vías, provocan el surgimiento de focos dinámicos
correspondientes a pueblos activados por el dominio de la nueva tecnología.
Estos focos difundiéndose sobre áreas contiguas o lejanas
constituyen, merced de la interacción con otros pueblos, constelaciones
macroétnicas estructuradas en forma de imperio más o menos
rígidamente aglutinados. Todos los pueblos enrolados en esos movimientos
se transfiguran. Pero lo hacen en dos formas distintas según experimentan
sus movimientos acelerativos de autoconstrucción que los modelan
como pueblos autónomos que existen para sí mismos; o movimientos
reflejos de actualización o modernización que plasman pueblos
dependientes, objeto de dominio colonial de los primeros.
A cierta altura, éstos maduran y tienden a reverter sobre el
centro rector para liberarse de su yugo. A estas reversiones se suceden
con frecuencia períodos de regresión o feudalización
en que la antigua unidad imperial se quebranta en miríadas de nucleos
autárquicos hasta que uno de ellos se activa y se expande, reproduciendo
el proceso en forma de una nueva expansión imperial, esencialmente
igual a la anterior si su dinamización ocurre en el cuerpo del mismo
proceso civilizatorio, o sea, con base en la misma revolución tecnológica.
El feudalismo no constituye, en esta concepción evolutiva, sino
más bien una represión provocada, sea por la reversión
del contexto dominado sobre el centro rector, sea por la saturación
de las potencialidades de una civilización a raíz del agotamiento
de sus recursos, sea por la explosión de las tensiones generadas
entre clases antagónicas dentro de la misma sociedad.
Como se ve, los procesos civilizatorios corresponden tanto a
movimientos de transfiguración interna de una sociedad activada
por una revolución tecnológica, como a la propagación
de sus efectos sobre contextos socioculturales distintos, a través
de la expansión colonial.
Del punto de vista de la etnia que se activa y se expande, el proceso
civilizatorio es un movimiento de aceleración evolutiva mediante
el cual asciende de una a otra etapa evolutiva, preservando su autonomía
en el comando de su propio destino. Del punto de vista de los pueblos alcanzados
por estos impulsos de expansión, el proceso civilizatorio es un
movimiento de actualización o incorporación histórica
que los coloca bajo el dominio de un centro rector, haciéndolos
transitar también de una a otra etapa evolutiva, pero con pérdidas
de su autonomía y mediante su conversión en proletariado
externo de otros pueblos. Es decir, como proveedores de fuerza de trabajo
o de productos destinados a promover la prosperidad ajena.
En ambos casos, procesos traumáticos de transfiguración
étnica tienen lugar. En el primer caso, con todo, operan mécanismos
autocorrectivos, que compensan los factores disociativos, revigorizando
las respectivas sociedades al mismo tiempo en que ellas se transfiguran.
En el segundo caso-de actualización o incorporción histórica-es
frecuente una completa traumatización de la sociedad avasallada.
Esto ocurre cuando hay una drástica deculturación de la población,
sea en su propio territorio, sea en las áreas para donde es trasladada,
en la condición de esclava. Ocurre algo similar en los casos de
aculturación compulsiva que no deja la disyuntiva de elegir entre
los elementos extraños que se ofrecen y menos todavía de
preservar formas propias de ordenación social y de distribución
de los productos del trabajo.
Como la incorporción histórica es siempre ejercida por
un pueblo activado por una revolución tecnológica, el proceso
supone una superioridad en lo que se refiere a sectores específicos
de la tecnología, y en consecuencia, establece relaciones asimétricas
e intrínsecamente de expoliación entre el dominador y el
dominado. La superioridad a que nos referimos se circunscribe a la revolución
tecnológica experimentada previamente y no a la cultura como totalidad.
Sin embargo, armada de los poderes provenientes del desfasaje evolutivo,
la cultura de la sociedad en expansión tiende a imponerse-salvo
casos excepcionales-a la sociedad dominda, impugnando sus tradiciones con
nuevos cuerpos de valores y provocando una verdadera transfiguración
cultural.
El cuadro I retrata las revoluciones tecnológicas, los procesos
civilizatorios y las respectivas formaciones económico-sociales
mencionando para cada una de ellas un ejemplo americano en los casos de
haber ocurrido, que son la mayoría. En ese cuadro se puede observar
la sucesión de las revoluciones tecnológicas que, partiendo
de la revolución agrícola van hasta la revolución
termonuclear, y también las respectivas formaciones económico-sociales
que van desde las aldeas agrícolas indiferenciadas hasta las formaciones
socialistas. Por él se verifica que están representadas en
América los modelos básicos de la evolución humana.
Sin embargo, algunas formaciones no ocurrieron aquí. Tales son,
las correspondientes a los estados rurales artesanales de modelo privatista,
basados en la propiedad privada; las formaciones surgidas por el desencadenamiento
de la revolución metalúrgica que, difundiendo el uso de instrumentos
de hierro, permitió la expansión de ciertos estados rurales
artesanales sobre vastas áreas forestales de clima templado, madurando
algunos de ellos como Imperios Mercantiles esclavistas como fue el caso
de la expansión griega y romana.
Están ausentes, por igual, las expansiones de hordas pastoriles
nómadas, en virtud de lo cual las poblaciones americanas dejaron
de experimentar su gran poder dinamizador. En efecto, este tipo de expansión
activó diversos pueblos pastoriles nómadas y los arrojó
sobre altas civilizaciones como lo ejemplifican los "pueblos de arena"
del contexto de la civilización egipcia a la cual avasallaron varias
veces los "bárbaros" que destruyeron el Imperio Romano
y los tártaros-mongoles que varias veces invadieron y feudalizaron
a la India y a China. En todos estos casos, destruyeron altas civilizaciones
y las sumergieron en regresiones feudales. Faltó, todavía
en las Américas, la revolución pastoril que, a partir del
siglo XI activó pueblos nómadas islámicos lanzandolos
sobre áreas feudalizadas pero ya ahora con la capacidad de activarlas
y reaglutinarlas en una nueva formación: los imperios despóticos
salvacionistas.
Todas las demás revoluciones tecnológicas y los modelos
generales de procesos civilizatorios están presentes en las Américas,
bien como las formaciones económico-sociales a ellos correspondientes.
Existe, empero, una diferencia basica entre la progresión anterior
a 1500 y la posterior. La primera fue un desarrollo más bien autárquico
que condujo innumerables pueblos a experimentar en forma independiente
movimientos de aceleración evolutiva. Es decir en todos los continentes
se gestaron autónomamente innovaciones correspondientes a las primeras
revoluciones tecnológicas, produciendo en todas partes los mismos
efectos. La progresión posterior a 1500 fue, al contrario, unitaria,
difundiendose a todo el ecumene a partir de los primeros focos, principalmente
a través de movimientos reflejos. Desde entonces, la evolución
humana y la historia universal empiezan a marchar sobre los mismos rieles,
integrando todos los pueblos en los mismos procesos civilizatorios.
Europa, activada por la revolución mercantil (siglo XVII) y
después la Revolución Industrial (siglo XVIII), maduró
por aceleración evolutiva algunos núcleos civilizadores que
se expandieron bajo la forma de movimientos de incorporación o de
actualización histórica sobre el mundo, estancando procesos
de maduración de otras civilizaciones todavía vivientes.
Los pueblos americanos, así como los africanos y asiáticos
avasallados y en gran parte exterminados en este movimiento, vieron detenida
su creatividad civilizadora propia y fueron colonizados y convertidos en
proetariados externos de potencias europeas en el curso de un proceso civilizatorio
único que ya entonces abarcaba el mundo entero.
Movimientos de incorporación histórica ocurrieron también
en el período precolombino, a través de la dinamización
de núcleos activados por revoluciones tecnológicas que se
expandieron sobre sus contextos configurando grandes imperios, como el
inca y el azteca. Entretanto, los que siguieron, regidos por potencias
europeas, paralizaron drásticamente las líneas evolutivas
anteriores.
El proceso de transfiguración étnica que tuvo lugar desde
entonces fue también mucho más violento y continuado que
en otras áreas. Las sociedades africanas, por ejemplo, aunque diezmadas
como proveedoras de millones de esclavos, pudieron preservar una relativa
autonomía étnica, al paso que todas las poblaciones indígenas
americanas que sufrieron el impacto de la expansión europea se vieron
atrapadas en forma permanente, traumatizadas y transfiguradas.
El impacto europeo sobre las altas civilizaciones orientales fue también
más violento. Así es que los chinos, los indios y después
los egipcios, turcos e indochinos pudieron conservar, en buena medida,
su autonomía cultural y el cuadro de su civilización, resistiendo
a una europeización completa, mientras que las altas civilizaciones
americanas fueron destruidas a tal punto que sus descendientes actuales
mal pudieron conservar la memoria de su pasado. En consecuencia, son tan
distintos de lo que eran originalmente como los propios europeos y su única
alternativa es proseguir en el proceso de europeización, ya ahora
dentro de los nuevos cuadros étnicos nacionales.
Las líneas generales de estas transfiguraciones étnicas
pueden ser sumariadas en términos de dos revoluciones tecnológicas
y de diversos procesos civilizatorios que ellas generaron. Primero, la
revolución mercantil, desencadenada entre el siglo XV y el XVI la
cual, al dotar a los pueblos ibéricos de una nueva tecnología
asentada principalmente en la navegación oceánica y las armas
de fuego, les permitió liberarse de la dominación islámica,
transfigurarse internamente y en el mismo impulso lanzarse a una expansión
en escala mundial. En ese paso, se configuran como una formación
de nuevo tipo: los imperios mercantiles salvacionistas cuyas características
generales se asemejan menos a las de cualquier formación feudal
o capitalista europea que a las de la formación que más los
influyó protagonizada por los pueblos islámicos: los imperios
despóticos salvacionistas. Esas semejanzas se encuentran en la tecnología
que los ibéricos heredaron de los musulmanes, en sus formas similares
de organización socio económica y en el impulso misionero
que ambos dinamizó, no obstante en un caso fuera musulmán
y en el otro, cristiano.
Estos conquistadores-cruzados irrumpieron en los territorios america-nos
para dominar y enganchar a sus poblaciones la primera civilización
agrario-mercantil de ámbito mundial que registra la historia. Desde
entonces todos ellos fueron incorporados a un sistema económico-fundador
en una misma tecnología básica, estructurado según
una misma ordenación social, moldeados según los mismos patrones
instituciones y compelidos a definir su visión del mundo y a conformar
sus creaciones artistícas a partir de una misma tradición
y de un mismo cuerpo de estilos.
Solamente los pueblos que vivían o se refugiaron en áreas
inaccesibles consiguieron escapar a esa uniformidad, marginandose de la
nueva civilización. Sin embargo, hasta para ellos la preservación
de la cultura original pasó a depender menos de su voluntad que
de la dinámica de los nuevos procesos civilizatorios que, expandiéndose
continuamente acabarían por alcanzarlos dondequiera que se refugiasen.
Aquellos que encontraron en sí fuerzas para resistir al avasallamiento,
se vieron aislados en el cuerpo de sociedades nacionales, terminando por
configurarse como obsolescencias étnicas sujetas a toda suerte de
opresión y discriminación.
Aquí se coloca la pregunta: ¿cómo un puñado
de hombres consiguió dominar tan rápida y completamente poblaciones
infinitamente más numerosas? La cuestión es tanto más
espantosa cuanto se considera que algunas de ellas-azteca, maya e inca-estaban
estructuradas en formaciones económico-sociales de modelo muy semejante
al de la antigua Mesopotamía, Egipto, India y China: los imperios
teocráticos de regadío. Esos imperios americanos contaban
con una población dos o tres veces mayor que la de España,
eran más ricos y más organizados. Sin embargo, cayeron postrados
frente a la agresividad europea.
Lejos estamos de alcanzar una explicación convincente para el
vertiginoso colapso de las altas civilizaciones americanas entre la invasión
española. Contribuyó mucho, seguramente, la contaminación
de los pueblos conquistados con enfermedades antes desconocidas que prontamente
los tornaron inermes delante del conquistador. Otros factores como los
que tornaron vulnerables a los egipcios frente a los hicksos por ejemplo,
o a los romanos enfrentados a los "barbaros" deben haber representado,
probablemente, importante papel. Un tercer factor habría sido, quizás,
el proveniente de la desiguladad intrínseca del intercambio que
se establece entre pueblos culturalmente desfasados en la escala evolutiva.
En verdad, sólo cuando contamos con una teoría elaborada
sobre una base comparativa respecto de la naturaleza de los procesos civilizatorios
podremos contestar en forma objetiva a estas preguntas.
A lo largo de toda América, españoles y portugueses estructurados
como formaciones mercantiles salvacionistas implantaron, a travér
de movimientos de incorparación histórica colonias esclavistas
en las que conscribieron, primero, las poblaciones locales para la producción
minera y para cultivos tropicales destinados a la exportación. Cuando
y donde la mano de obra escaseó, debido al enorme despoblamiento
porvocado por las enfermedades transmitidas por los europeos a grupos humanos
indígenas y por el desgaste del trabajo esclavo, ella fue siendo
sustituida por esclavos traídos de Africa. En ambos casos, las poblaciones
esclavizadas eran desgastadas en el proceso productivo, del mismo modo
como, más tarde, se gastaría carbón o petróleo,
porque eran los combustibles de una economía fundada principalmente
en la energía muscular humana.
Aun en el cauce de la misma revolución mercantil, desencadénase,
un siglo más tarde, un segundo proceso civilizatorio que activan
los ingleses, holandeses y franceses configurando una nueva formación,
la capitalista-mercantil, que pasa a expandirse incorporativamente sobre
el ecumene. Esta expansión se torna posible tanto por factores internos,
tales como las experiencias anteriores de estas sociedades que renovando
su ordenación social les permiten ascender evolutivamente a una
nueva etapa, cuanto por factores externos, como fue la creación
por parte de los ibéricos de una economía mercantil de base
mundial que generó una fabulosa acumulación de riquezas,
a través del saqueo y la explotación de sus proletariados
externos.
Las nuevas formaciones capitalistas mercantiles entran en conflicto
con las antiguas mercantil salvacionistas, que se habían expandido
por las Américas, por Africa y Asia, disputando el ejercicio de
la hegemonía sobre cada población a fin de imponerles su
dominación y explotación.
Implántanse, así, por el mundo colonias mercantiles,
como entrepuestos comerciales idénticos a los ibéricos (excepto,
quizás, por un menor celo misionero e intoleraneia) en las áreas
densamente pobladas; colonias esclavistas de abastecimiento de esclavos,
de mineria y de plantaciones, también esencialmente idénticas
a las creadas por portugueses y españoles; y más tarde, colonias
de poblamiento, para las cuales serían trasladados contingentes
europeos tornados excedentes en relación a la capacidad del sistema
capitalista industrial para ocuparlas y hacerlas producir.
En el curso de este segundo proceso civilizatorio diversos pueblos
americanos se vieron avasallados por los rivales del conquistador ibérico
que buscaban crear sus propios proletariados externos. Establécense,
entonces, en las Antillas y en Norteamérica, nuevos núcleos
coloniales, algunos de los cuales logran gran prosperidad. El imperio ibero-americano,
pese a las ventajas representadas por la extensión y riqueza de
sus áreas de dominación, comienza a decaer hasta que su hegemonía
se torna inviable.
Esto sólo se daría, sin embargo, en el curso de una nueva
revolución tecnológica, la Revolución Industrial,
a través de los procesos civilizatorios que ella desencadenaría.
Ese nuevo ciclo civilizacional provoca una transfiguración interna
de algunos núcleos capitalistas mercantiles-Inglaterra, Francia,
Países Bajos-que se configuran como formaciones imperalistas
industriales y simultáneamente desencadenan nuevas olas de expansión
civilizatoria mucho más vigorosas que cualesquiera de las anteriores.
En ese paso, el mundo extraeuropeo es alcanzado, una vez más, por
un movimiento de incorporación histórica, que reordena sus
modos de ser y de vivir según los intereses de los nuevos centros
de poder. Las naciones ibéricas, tornadas aún más
obsoletas por no haber ascendido autónomamente a la nueva civilización,
experimentan, ellas también, apenas reflejamente sus efectos modernizadores.
El peso conservador de su configuración original como formación
mercantil salvacionista impide que se renueve su sistema productivo, su
rígida estratificación social y su despótica estructura
de poder.
La consecuencia es la emancipación de las colonias ibéricas
que, en ese paso, se transfieren de la órbita ibérica a la
inglesa y se transfiguran de formaciones colonialistas de diverso tipo,
a una condición general de naciones necoloniales. A partir de entonces,
experimentan los modos y los ritmos de tecnificación, renovación
social y modernización ideológica compatibles con un proceso
de actualización histórica. Es decir, regido por la vieja
clase dominante generada en la Colonia cuyas condiciones de prosperidad
exigían, esencialmente, el establecimiento de vínculos mercantiles
con las nuevas metrópolis y la conscripción de la población
al trabajo en las nuevas empresas agrarias y urbanas. Las primeras exigen
la perpetuación del latifundio como mecanismo de monopolio de la
sierra cultivable destinado a compelir a los campesinos al trabajo en las
haciendas. Las empresas urbanas utilizan formas de conscripción
más cercanas al asalariado. Pero en ambos casos se generan tensiones
entre la minoría dominante y las clases subalternas y oprimidas
que estallarían muchas veces en convulsiones sociales generalizadas,
de esclavos, de campesinos y de obreros, todas ellas aplastadas por la
represión.
Más tarde, ya en nuestros días, la emergencia de una
nueva revolución tecnológica, la termonuclear, activaría
una vez más el cuadro social. Otra vez la sociedad se dividiría
en dos cuerpos antagónicos: los custodios del orden vigente, cuyo
proyecto es una nueva actualización histórica, bajo la égida
de las empresas multinacionales; y sus alternos que luchan por reabrir
la ordenación social para edificar sociedades más inclusivas
y más capaces de desarrollo pleno y autónomo, generalizado
a toda la población.
Las primeras rupturas en este sentido, logradas ahora a través
de movimientos de aceleración evolutiva fueron las de México
que se configuraron en tanto que formación económico-social,
como nacionalismo modernizador. Según el mismo padrón se
configuraría más tarde, Bolivia (1952) y ya en nuestos días,
el Perú. Otras rupturas están teniendo lugar en Cuba que
buscan configurarse, respectivamente, como formaciones socialistas revolucionarias
y evolutivas.