La independencianos convirtió
en gachupines de los indios.
Guillermo Prieto
La independencia criolla
A fines del siglo XVII la sociedad colonizadora de la Nueva España
era una sociedad autosuficiente, con mercados regionales en los que circulaban
productos locales y un campo dominado por haciendas y ranchos en poder
de criollos y mestizos ricos que había marginado a la agricultura
India, como lo han señalado Enrique Florescano e Isabel Gómez
Gil. El México útil (pues sólo a ése me estoy
refiriendo) estaba controlado economicamente por la Iglesia y los comerciantes,
aliados con mineros, agricultores y dueños de obrajes. El siglo
XVIII trajo una nueva bonanza en la mineria que repercutió favorablemente
en las demás actividades. Pero el clima de bienestar no ocultaba
la maduración de las graves contradicciones que desembocarían
en la Independencia.
La inconformidad de los criollos alimentaba el surgimiento de una conciencia
social diferente en ese grupo, que a principios del siglo XIX sumaba un
millón de habitantes y representaba el 16% de la población
novohispana. Su descontento provenía de varias causas, unas añejas
y otras de nuevo cuño. Ante todo, y desde siempre, los criollos
eran españoles de segunda en la tierra en que habían nacido.
Los cargos más altos de la administración colonial les estaban
vedados: nunca hubo un virrey criollo y tuvieron que luchar mucho para
lograr la alternancia con los españoles en el desempeño de
los rangos más altos de la jerarquía religiosa. Otros puestos
de la administración los ocupaban en minoría frente a los
peninsulares que llegaban por el Atlantico con los reales nombramientos.
Los criollos más afortunados gozaban de canonjías y los más
audaces encontraban formas de enriquecimiento rápido y hasta podían
comprar títulos de nobleza; pero la "verdadera" nobleza
seguía en España, no estaba en las Indias.
Las reformas borbónicas sujetaron más a la Nueva España,
la hicieron más colonia. El visitador Gálvez, enviado por
la Corona para ponerlas en marcha, apretó las tuercas y afectó
los intereses de los criollos en todos los terrenos: más peninsulares
en los puestos de mando, adiós a los privilegios del consulado de
comerciantes, fuera las alcaldías mayores que tantas ganancias daban
a quienes las compraban, orden en las cuentas y más remesas de dinero
a España, porque el rey está en guerra. Buen caldo de cultivo
para que crecieran las aspiraciones nacionales de los criollos.
El estigma de haber nacido aquí y no allá. Aquí,
en este continente que Europa menospreciaba, al que consideraba inferior
en todo: en su naturaleza y en sus hombres. Nada original ni valioso-pensaban
en el viejo mundo-ha nacido en América, continente degradado. Los
criollos quedaban incluídos. Su respuesta descansó en dos
pilares ideológicos: el guadalupanismo y la apropiación del
pasado indio.
En 1648 el bachiller Miguel Sánchez dio a conocer que la imagen
de la virgen morena que veneraban los indios en el Tepeyac desde 1531 era,
en realidad, una imagen de milagro que había quedado como testimonio
de las apariciones de la propia virgen a un indio llamado Juan Diego, en
las que le pidió que trasmitiera al obispo Zumárraga su deseo
de que se le edificara un santuario en ese lugar. No consta que alguien
hubiera mencionado las apariciones antes que el bachiller Sánchez,
pero el culto a la virgen del Tepeyac se había difundido ampliamente
y los peregrinos, en su mayor parte indios, llegaban de todos los rumbos
al mismo sitio en que antes de la invasión veneraban a Tonantzin.
De hecho, como lo apunta Lafaye, el nombre de Guadalupe era desconocido
para la mayoría de los peregrinos indios que llegaban al Tepeyac,
todavía a mediados del siglo XVIII. Sin embargo, la historia de
las apariciones se aceptó de inmediato en la Nueva España
y el culto de la Guadalupana se generalizó con rapidez. Para los
criollos, el hecho indiscutible de que la Virgen Maria hubiese escogido
esta tierra entre todas (no hizo igual con ninguna otra nación)
para dejar personalmente su imagen y solicitar su culto, era la prueba
más alto e irrefutable de la legitimidad (y por qué no: la
superioridad) de México, de América. . . y de los propios
criollos frente a España y Europa. Esta convicción resultaba
incompatible con la posición de ciudadanos de segunda que se les
asignaba en su propia patria.
Porque la Nueva España se iba convirtiendo en patria para los
criollos. Clavijero, al inicio de su obra, se identifica como mexicano;
más adelante en su texto (lo hace notar Lafaye), los mexicanos son
sólo los indios. Y a él se debe en buena medida la reivindicación
del pasado indio, asumido ahora como pasado de los propios criollos. Esta
expropiación, como el guadalupanismo, era un proceso ideológico
necesario para minar las bases que pretendían legitimar la dominación
peninsular.
Por supuesto, reivindicar como propio el pasado indio y reivindicar
al indio contemporáneo eran cosas muy diferentes. Ni el propio fray
Servando Teresa de Mier sostiene en eso el principio de igualdad y no pugna
por la abolición de la esclavitud y de las castas. En 1811 el Consulado
de México a las cortes de Cádiz describe así al indio:
perezoso y lánguido, estúpido por constitución,
sin talento inventor ni fuerza de pensamiento, borracho, carnal, insensible
a las verdades religiosas, sin discernimiento sobre los deberes de la sociedad,
con desamor para todos los prójimos (citado por M. González
Navarro).
La capacidad para disociar al indio de ayer del indio de hoy, es una
alquimia mental que perdura hasta nuestros días.
El descontento criollo tuvo la ocasión de cristalizar como proyecto
nacional gracias a la conjunción de una serie de factores internos
y externos, entre los cuales desempeñó un papel detonante
el triunfo francés sobre España y la caída de Fernando
VII; la legitimidad de los vínculos entre los reinos americanos
y el rey español podía considerarse rota en tales circunstancias.
Dentro de la Nueva España, los criollos contaban a su favor con
el descontento permanente de los indios y de grupos significativos entre
los mestizos y las castas. Fueron, de hecho, mestizos y criollos del bajo
clero, curas de indios, los que iniciaron la rebelión y mantuvieron
viva la flama de la independencia hasta 1821. Aunque no fueron ellos los
que finalmente asumieron el control de la nueva nación, sino los
criollos ricos que durante los años de lucha se habían mantenido
cuidadosamente al margen, sin abrazar abiertamente la causa insurgente
y en ocasiones luchando en favor de los realistas.
La Independencia no trajo consigo una transformación de fondo
de la flamante sociedad mexicana. Tal vez sólo el proyecto de Morelos
expresado en la Constitución de Apatzingán contenía
elementos que hubieran podido trastocar la estructura colonial que heredaba
el México independiente, en la medida en que proponía formar
la unidad básica de la organización política a partir
de las parroquias, con lo que se hubiera abierto la posibilidad de una
participación efectiva para la mayoría de la población,
aunque en un marco de ortodoxia y exclusivismo católico que Morelos
parece haber defendido por temor a la anarquía social que provocaría
la anarquía de las ideas. Estos propósitos, sin embargo,
quedaron sólo en proyecto ante los conflictos que se desataron inmediatamente
después de consumada la Independencia y que se prolongaron durante
media siglo, hasta el imperio de la paz porfiriana.
En muchos aspectos los propósitos del México independiente
no se aportaron demasiado de los postulados en la Constitución de
Cádiz de 1812. En ella se decretaba ya la abolición del tributo
de los indios y la desaparición de las castas como categorías
para establecer distinciones en derechos y obligaciones. También,
acorde con el espíritu liberal de la época, se planteaba
la privatización de la riqueza, que la Reforma convertiría
en realidad nacional. En estos y otros puntos, se dejó sentir durante
décadas la influencia de la constitución española
de 1812, tanto o más que los modelos constitucionales de Francia
y los Estados Unidos.
La situación nacional independiente significaba, por otra parte,
un cambio fundamental en relación con la de la Nueva España.
La independencia creo una nueva entidad sociopolitica, México ("Anáhuac",
se propuso en algun momento) cuyos ciudadanos se convertían en los
poseedores y beneficiarios exclusivos de todo el patrimonio y todas las
riquezas que contenía el territorio nacional. La nueva identidad,
la de mexicano, implicaba precisamente eso: aceptarse y ser aceptado como
miembro de una colectividad que reclamaba el control y el usufructo del
patrimonio nacional que abarcaba la tierra, sus productos y sus tesoros,
los beneficios de la industria y el comercio, las vías de ascenso
en la escala social y la garantía de los goces que ello significaba,
la defensa común frente a los extraños, el derecho al orgullo
nacional basado en las glorias pasadas, presentes y futuras, y el compromiso
de comportir un destino común. Todo ello obligaba a definir un proyecto
nacional que precisara, por principo de cuentas, quiénes eran los
ciudadanos mexicanos y qué condiciones debían reunirse para
ejercer los derechos correspondientes, así como las modalidades
que esos mexicanos adoptarían para controlar y disponer del patrimonio
nacional que era de su exclusiva posesión. La turbulenta historia
del siglo XIX y, en realidad, toda la historia de México hasta el
presente, se puede entender como una sucesión de enfrentamientos
entre grupos sociales que pugnan por imponer su propio proyecto en relación
con estos puntos o que se defienden de un proyecto dominante que se les
pretende imponer en contra de su voluntad y sus intereses.
Un asunto difícil de resolver en la medida en que México
surge de una sociedad colonial donde las diferencias en el universo social,
polarizadas por la presencia de dos civilizaciones, han sido empleadas
para justificar la dominación sucesiva de diversos grupos minoritarios
sobre las grandes mayorías
La tierra prometida
La definición del territorio nacional fue una cuestión
primordial para los primeros ciudadanos de la nueva nación. Se heredaba,
en principio, una tierra dividida en cinco provincias desde los últimos
años de la dominación española: ése podía
ser el territorio cuyas riquezas y potencialidades constituían el
patrimonio de los mexicanos. Muy pronto se vio reducido por la independencia
de Centro América y un poco más adelante por la pérdida
de más de la mitad del territorio restante impuesta por la fuerza
militar y la codicia de los Estados Unidos. La defensa de las fronteras,
sobre todo la del norte, fare el dolor de cabeza permanente y llevó
a tomar medidas que marcaron muchas características del México
de hoy.
La preocupación por colonizar el norte estuvo presente desde
muy temprano en la Nueva España y creció constantemente.
Se intentaron formas muy variadas para atraer hacia allá a la gente
que se aglomeraba en el centro. A miles de indios se les llevó por
la fuerza; a la "gente de razón" se le ofrecieron prerrogativas
que no tenían en otras partes. Sin embargo, el norte permanecía
apenas poblado. Los liberales dan un paso adelante facilitando la formación
de gigantescos latifundios. En aquella tierra de nadie sólo hay
indios. Pero como son indios bravos, acostumbrados a guerrear contra el
intruso, buenos jinetes, ubicuos, que siendo pocos requieren grandes extensiones
de tierra para sobrevivir -y las defienden-. Son la inseguridad para la
"gente de bien", la amenaza constante que diluye el entusiasmo
para colonizar el norte. La guerra y el exterminio fueron la respuesta
durante el siglo XIX.
A los indios libres el México independiente no los reconoce
como naciones también independientes (y menos cuando hacerlo sería
renunciar al control sobre las enormes extensiones de tierra que ocupaban):
o son mexicanos y se someten a las leyes del país o son rebeldes
que ponen en riesgo la soberanía nacional y, por tanto, enemigos
y traidores a la patria. La nacionalizacion del norte es una nueva conquista,
una nueva invasión con armas más potentes y argumentos puestos
al día. Los indios tienen que defenderse ante dos fuegos, el de
los mexicanos y el de los norteamericanos: los que huyen de aquí
son exterminados allá y los que cruzan la frontera rumbo al sur
son perseguidos y combatidos aquí, hasta donde las fuerzas nacionales
lo permiten. Se recurre a todo contra ellos. Moisés González
Navarro informa sobre las recompensas a los cazadores de indios: en Chihuahua
se pagaban 200 pesos por guerrero muerto, 250 por prisioneros, 150 por
mujer o niño vivo y 100 si muerto, en 1859; para 1883 los precios
se mantienen igual, 250 por prisionero y 200 por cabellera. Los indios
vivos son un poco más apreciados porque no faltan aventureros norteamericanos
que los compran. Con reticencias se llega a firmar algún pacto:
con los comanches, en 1843, en términos de alianza y protección;
en 1850, el gobierno de Chihuahua firma otro con los apaches. También
se negocia con los Estados Unidos que se comprometen, en el tratado de
Guadalupe, a impedir las invasiones de los indios que quedaron de su lado
en la nueva frontera y que desde ese momento son norteamericanos. El compromiso
no dura mucho: Santa Anna los releva de esa cargo en el tratado de La Mesilla.
Algunos pueblos resisten a pesar de todo. Los yaquis y los mayos se
levantan en 1825 bajo la juvenil dirección de Juan Banderas y vuelven
a hacerlo desde 1885 hasta 1905 comandados por Cajeme y después
por Tetabiate. A muchos yaquis los manda en cuerda don Porfirio a Yucatán
por ser "enemigos obstinados de la civilización"; ahí
se fugan de las haciendas henequeneras y emprenden a pie el regreso a su
tierra escribiendo una de las más portentosas epopeyas de la lucha
por la libertad. Es apenas un episodio entre docenas, en el mismo país
y durante el mismo siglo.
En el otro extremo del territorio, en el Yucatán que por privilegio
real no vio desaparecer las encomiendas durante todo el colonial y que
llegó a mediados del siglo XIX convertido en un racimo de haciendas
en pleno auge por la exportación del henequén, los indios
mayas, la peonada que trabajaba y vivía en abierto vasallaje, pusieron
en jaque al gobierno durante el resto del siglo y hasta los primeros años
del novecientos. Ante ellos el no dudó en aplicar medidas que contradecían
sus principios: hasta la venta de mayas como esclavos a Cuba, burdamente
disfrazada de "contratos voluntarios"
La desarticulación del México independiente, la existencia
de provincias y después estados, que tenían el germen de
vida propia y eran proclives a la autonomía, es causa de conflictos
que ensangrentaron al país en las primeras décadas de vida
nacional. Las luchas entre federalistas y centralistas, que formalrnente
ganaron los primeros pero en realidad los segundos, sólo tienen
que ver con el México profundo en tanto son los indios y la gleba
los que mueren en las escaramuzas y en las batallas. El pleito no va con
ellos: se trata del enfrentamiento para decidir si la riqueza del país
(en todos los órdenes y en todas sus expresiones) es de todos los
mexicanos (es decir, de un solo grupo dominante) o cada provincia, cada
región, cada cacicazgo tiene el disfrute prioritario de su patrimonio.
Los indios sirven de pretexto y carne de cañón.
El problema mayor, para ellos, es la lucha contra el reparto de las
tierras comunales. Los liberales (y esto comienza con los borbones) sacralizan
la propiedad individual. Para ellos el verdadero ciudadano es el propietario
y la tierra la propiedad básica. Una nación moderna y civilizada
es una sociedad en la que cada quien tiene un pedazo de tierra, grande
o pequeño según las capacidades y virtudes del propietario.
No hay otro camino para el engrandecimiento de las naciones, piensan los
liberales (o mejor: copían los liberales) que el trabajo individual
basado en el interés individual, que descansa en la propiedad individual.
Así las cosas, la propiedad comunal de la tierra en las comunidades
indias resulta ser un obstáculo que debe removerse de inmediato.
Algo adelantaban ya las leyes de Cádiz y aquel impulso tomó
cuerpo muy pronto en el México independiente. En 1824, en la ciudad
de México, se decreta el reparto de los bienes de las parcialidades
de San Juan y Santiago, que habían sobrevivido todo el colonial.
La resistencia es tal que el objetivo se logra sólo a medias: no
se hace el reparto individual sino entre pueblos y barrios. En 1827 el
gobierno de Michoacán ordena el reparto de las tierras comunales.
Otros estados intentan lo mismo. Más adelante se promulgan las Leyes
de Reforma que desamortizan en todo el país las tierras de propiedad
comunal. El asunto no avanza como se quiere. En Veracruz, por ejemplo,
para 1882 sólo se habían desamortizado 4 o 5 comunidades,
y eso en fracciones grandes, de condueños. Al estallar la Revolución
en 1910 más del 40% de los pueblos conservaba su propiedad comunal,
en contra de las leyes. Como dice bien Gibson: "en la historia de
México casi nunca se han producido cambios significativos establecidos
por la ley. La ley es una aproximación del acontecer histórico,
o un comentario sobre el mismo".
Sin embargo, la política liberal del México imaginario
tuvo efectos desastrosos en el México profundo. Crecieron los latifundios
a costa de las tierras comunales, al amparo de la ley o burlándola.
El número en aumento de indios sin tierra no tuvo más alternativa
que el peonaje en las haciendas: mano de obra barata y arraigada por las
deudas y por la fuerza. A todo esto, el indio desamortizado, descomunado,
debía hacerle frente solo, individualmente, sin más armas
que su propia resistencia. Era su forma impuesta de ser ciudadano liberal,moderno.
La igualdad jurídica, otra falacia del México imaginario
de los liberales, desamparó aún más al indio al suprimir
las pocas prerrogativas que se le concedieron durante la Colonia, ante
todo, la posesión comunal de la tierra. El rosa-rio interminable
de rebeliones indias en defensa de las tierras comunales será visto
con mayor atención más adelante; pero fueron muchas, por
todo el país, violentas y a veces perdu-rables.
La nación que se quería, debía imitar el modelo
europeo y muy pronto el de los vecinos del norte. "Para los liberales
-apunta Luis González- existía un indomable antagonismo entre
los antecedentes históricos de México y su engrandecimiento
futuro." El indio era un lastre. El rompimiento con el pasado se consideraba
una obligación patriótica: "las glorias semifabulosas
de los monarcas aztecas se refieren a un periodo y a una civilización
que sólo pueden ofrecer interés al anticuario", escribió
José Maria Vigil. La opinión de Juárez sobre sus hermanos
de origen la pinta Justo Sierra cuando señala que el mayor anhelo
del beneérito fue:
sacar a la familia indígena de su postración moral, la
supersti-ció de la abyección mental, la ignorancia; de la
abyección fisiológica, el alcoholismo, a un estado mejor,
aunque fuese lentamente mejor (citado por Luis González).
Curiosamente había otras opiniones. Para Maximiliano "los
indios son la mejor gente del país; los malos son los que se llaman
decentes y los clérigos y los frailes". Crea una comisión
mixta (de mexicanos y europeos) para estudiar las condiciones de vida de
los indios. No pasa nada. La emperatriz decreta la abolición de
los castigos corporales en las haciendas, reduce la jornada de trabajo
y establece límites a la servidumbre por deudas. Tampoco pasa nada.
Un país tan lleno de indios (más del 60% en 1810) no
podía seriamente aspirar a la modernidad y el progreso, parecen
haber pensado los liberales. Su tendencia a vender poco y comprar lo indispensable
los hacía enemigos de la panacea de la época: el libre cambio
y la empresa libre. Su apego a técnicas ancestrales era la negación
del nuevo dios encarnado en la tecnología. Algunos intuían
mar de fondo: Manuel Castellanos pensaba que los indios eran "inertes
al progreso intelectual por aversión a los que llamaron conquistadores".
De cualquier forma, la visión del papel que jugaba y podría
desempeñar el indio en la sociedad nacional no se apartaba, en esencia,
de la que tuvieron los encomenderos y después los criollos dieciochescos:
una desgracia para la patria, un impedimento para ser completamente franceses
o norteamericanos, que parecía ser la única manera imaginable
de ser mexicanos.
Algo había que hacer y se intentó a ratos, cuando las
guerras internas y externas dejaron tiempo para ello: atraer inmigrantes
para mejorar la raza y dar el impulso que el país requería.
Algunos habían llegado por su cuenta para cubrir el vacío
que dejaron los "gachupines" al repatriarse precipitadamente
cuando se consumó la independencia. Franceses, ingleses, alemanes
y "gringos" se apresuraron a ocupar su lugar al frente de jugosos
negocios. Pero venían pocos; la inseguridad de un nuevo país
con fama de bárbaro e insalubre los ahuyentaba. Hubo que ofrecer
todas las facilidades y anunciar a México como tierra de conquista
y enriquecimiento rápido. Durante la primera presidencia de Porfirio
Díaz se logró importar poco más de 10 mil inmigrantes
entre italianos, cubanos, canarios, chinos y mormones. Por más que
se hacía no llegaban los de cabello rubio y ojos azules; pero algo
es algo. También contaba la seguridad, amenazada por las constantes
rebeliones de indios. El liberalisimo doctor Mora aconsejaba como solución
admitir a todos los extranjeros que quisieran establecerse en México:
a cualesquiera condiciones y sin pararse en los medios para llevarla
a efecto. Una vez logrado el establecimiento que se indica es igualmente
necesario darles el apoyo del gobierno con preferencia a todas las clases
de color en todo aquello que no sea violación abierta de la justicia
(citado por M. González Navarro).
Años más tarde, algunos de los ciudadanos preocupados
por la suerte del indio, que se agrupaban en la Sociedad Indianista Mexicana,
se expresaban en los siguientes términos:
La sociología nos enseña que la mejor manera de despertar
de su marasmo a los pueblos compuestos de razas relativamente puras, cuando
aún tienen en si mismos materia modificable, es el cruzamiento.
Las mezclas de elementos étnicos producen el progreso. No conozco
yo un solo caso de individuos de raza bronceada civilizados que se enlace
con una congénere; todos tienden instintivamente a mejorar su propia
raza (Francisco Escudero, 1911)
La mezcla, sin embargo, no debería ser indiscriminada:
La mezcla del chino con el indio da como producto al ser más
degenerado, fisica y moralmente, que se puede imaginar... Vengan en buena
hora capitales extranjeros, y sobre todo ingleses, a fecundar con su impulso
nuestras agradecidas regiones, que los recibiremos con los brazos abiertos
y les daremos toda clase de garantiías, pero no nos traigan chinos,
pues ellos mismos no los recibirían en su querida Home... (José
Diaz Zulueta).
El patrimonio nacional era, a fin de cuentas, el patrimonio de unos
cuantos y éstos hubieran preferido compartirlo y agrandarlo con
extranjeros blancos y no con indios prietos. Creel pensaba que 100 mil
inmigrantes europeos valían más que medio millón de
indios. Con el blanco, se afirmaba, llegaba la técnica, el espíritu
de empresa, los buenos modales, el progreso; del indio sólo cabía
esperar abulia, odio taimado y traición a la vuelta de la esquina
. Era un conciudadano indeseable, aunque fuera la mayoría. Y osaba
pretender que sus tierras, que eran parte del patrimonio de "todos"
los mexicanos, eran sólo suyas y no estaban en venta. Las dos civilizaciones
marchaban por rumbos diferentes.
El indio enemigo
¿Cuál es el México imaginario a lo largo del siglo
XIX? Es un país que se quiere rico y moderno. La riqueza se entiende
como el resultado natural del trabajo individual y se expresa en la propiedad
privada. las diferencias de riqueza se justifican por el mayor o menor
empeño que cada quien pone en producirla; es asunto personal en
el que no deben influir diferencias previas como las que establecia el
haber nacido en una u otra casta durante la dominación española.
Ahora todos los mexicanos eran iguales y cada uno responsable de su propio
destino. El patrimonio cultural del país, que incluye los recursos
naturales, era un todo común que cada quien debía poder aprovechar
a su manera, en libre competencia, sin privilegios para ningún grupo.
La modernidad del México imaginario era un producto de importación.
los adelantos tecnológicos debían jugar un papel importante.
"Los caminos de hierro resolverán todas las cuestiones políticas,
sociales y económicas que no han podido resolver la abnegación
y la sangre de dos generaciones", pensaba Zamacona. las costumbres
de los países avanzados debían imitarse: sus costumbres políticas,
sus modas, sus espectáculos. Se legisla continuamente para construir
la modernidad del México imaginario según el modelo francés
o el norteamericano, ambos en pugna por ser el dominante y ambos resentidos
por las guerras e invasiones que les restaban prestigio durante
algún tiempo.
El México profundo resultaba ser la negación radical
del México imaginario. las pugnas por la tierra, que uno quería
mercancia libre y propiedad individual en tanto que el otro, la reclamaba
comunal e inalienable, son las pruebas más evidentes de una divergencia
irreconciliable. Pero no sólo era el problema de la tierra: era
todo lo indio lo que se veía como enemigo del México imaginario.
Desde la Independencia hasta la Revolución:
De acuerdo con la ideología de la época, el gobierno
se ocupó de los indios, casi exclusivamente, primero, para acabar
con sus antiguas instituciones, después para reprimirlos en sus
revueltas (Moises González Navarro).
El indio libre del norte, el indio que defendía sus tierras
en el resto del país, el indio azuzado para tomar parte en pleitos
ajenos, los indios comuneros peleando entre si por los límites de
sus tierras colindantes tramposamente ambiguos desde la Colonia; el indio
así (y lo eran casi todos), constituía una amenaza intolerable
para la paz y la tranquilidad que exigía el México imaginario.
Se empleó la fuerza para someterlo. Se empleó la leva: "el
cuartel civiliza al indio".
Así concebía el problema Manuel Bolaños Cacho,
nada menos que en el Boletín de la Sociedad Indianista Mexicana:
...la solucion, entonces, es la adaptación del indio por la
fuerza. Entre su modo de ser actual. cercano a la bestialidad dentro de
la libertad, y una esperanza de mejoramiento dentro de una relativa tiranía,
optamos por lo último... Contra los finqueros se han levantado alguna
vez débilmente los indios. Contra la ordenanza no han intentado
siquiera hacerlo y han visto impasibles su llamado "sorteo" obra
del Jefe Político, como ven también impasibles las familias
marchar. para volver quién sabe cuándo, o para no volver,
al jefe del hogar, al hermano, al mismo hijo. Y cuando el recluta vuelve,
es otro hombre superior, a pesar de todos los vicios adquiridos,
a cualquier coterráneo; de lo que resulta que, en realidad, la verdad,
la leva ha sido un medio indirecto, aunque pobre por su alcance
numérico, para mejorar la condición intelectual y moral del
indio...
"Civilizar", palabra clave. En México, civilizar ha
significado siempre desindianizar, imponer occidente. Si el indio estaba
aquí y era la mayoría, la solución de un país
era civilizarlo. En parte, esto quería decir apaciguarlo, domesticarlo,
acabar con su violencia. "No debemos ester tranquilos hasta que veamos
a cada indio con su garrocha en la mano, tras su yunta de bueyes, roturando
los campos", advertía don Porfirio. El major camino, por más
seguro, hubiera sido blanquear a la población con el aporte civilizado
de la inmigración efuropea. Era la fórmula para resolver
un problema que se entendía como problema racial: durante el siglo
XIX hasta los liberales avanzados como Mora aceptaban la "inferioridad
racial" del indio. Pero la inmigración fracasó. Quedaba
entonces la escuela redentora, nueva panacea para desindianizar a México.
Y hacia la educación encaminaron sus esfuerzos muchos talentos de
la época.
Había un primer problema: la diversidad linguística.
Ignacio Ramirez llegó a proponer que se emplearan las lenguas indígenas
en la educación de los indios, pero la opinión mayoritaria
que finalmente triunfó, rechazaba de plano esa posibilidad. Francisco
Pimentel, en una polémica con Altamirano sobre los caminos que debía
seguir la literatura mexicana, quiso escribir el epitafio de los idiomas
mesoamericanos: "El castellano es, de hecho, el idioma que domina
en la República Mexicana, es nuestro idioma oficial, nuestro idioma
literario. Las lenguas indígenas de México se consideran
como muertas " Nada que hacer con el habla de los indios salvo sepultarla,
como a todo lo suyo.
Pero el problema básico no era la diversidad de idiomas sino
un hecho de mayor peso en la realidad: el México imaginario, rico
y habitaba únicamente en algunos rincones de las mayores ciudades.
La acción educativa, que si se emprendió y que alcanzó
logros notables, no cruzó la barrera colonial del perimetro urbano.
Llegó por excepción al media rural y apenas si se intentó
en las comunidades indias. Y eso, a veces contra la oposición abierta
e incluso violenta de los propios indios: los kikapús, que habían
recibido autorización del presidenle Juárez para establecerse
en Coahuila, queman en 1909 la escuela el mismo día en que debería
inaugurarse.
Otros casos de rechazo ocurren en diversas partes del país
En la ciudad de México subsistió durante algún
tiempo el colegio de San Gregorio que había sido fundado por los
jesuitas y tenía por misión original formar curas indios.
A raíz de la Independencia, en 1824, se produjo en torno al colegio
un debate revelador: si los indios eran ciudadanos iguales a los demás,
no había razón para que tuvieran un colegio exclusivo, ya
que eso significaba continuar con las prácticas discriminadoras
y paternalistas de los españoles , que tanto habían contribuido
a la degradación de la raza India. El doctor Mora propuso, al discutir
el tema, que el término "indio" no fuera utilizado para
denominar a un sector de la sociedad y que, por ley "los indios no
deben seguir existiendo". Finalmente se aprobó que el colegio
de San Gregorio continuara abierto, aunque poco a poco se introdujeron
modificaciones en su reglamento y terminó por transformarse en escuela
de agricultura para los no indios en 1853. Así concluyó la
única experiencia de educación especial para los indios,
en la que pusieron el mayor empeño algunos egresados del mismo colegio,
como Juan Rodriguez Puebla.
Por el lado conservador las cosas andaban peor. Lucas Alamán
pensaba que la instrucción de los indios era peligrosa, tomando
en cuenta que si sabían leer podrían caer en sus manos obras
subversivas y alentar así su inconformidad y su rebeldía.
Si la escuela tampoco funcionó y el indio no se civilizaba,
había por lo menos que ocultarlo para que fuese menos visible y
no pusiese con su presencia abrumadora una interrogación rotunda
y cotidiana sobre los progresos de la modernización en México.
En la ciudad se prohiben las pulquerías o se autorizan sólo
en la periferia, en los barrios indios. En Tepic y en Jalisco se hace obligatorio
el uso del pantalón a la europea en vez del calzón de manta.
Lo indio se refugia en las comunidades, los barrancones de las haciendas
y los arrabales urbanos. Ahí permanece bajo el nuevo acoso.
El campo indio se empobrece. Crece la población y se reducen
o se pierden las tierras. El empleo que ofrecen las haciendas es duro y
se paga miserablemente. La situación llega a ser tan grave, que
en 1896 se ordena el reparto gratuito de tierras a labradores pobres. El
liberalismo del México imaginario reconoce a regañadientes
la existencia opuesta del México pro-fundo.
La identidad criolla cede su lugar a la ideología del México
mestizo, pero sus contenidos de fondo no cambian Hay un alejamiento formal
con España, hasta un antihispanismo en los primeros años,
y la antigua metrópoli, madre patria de los criollos, nunca recuperará
su condición de modelo a seguir para los mexicanos. Poco a poco
se va sustituyendo la herencia jurídica que dejó la Colonia,
aunque sólo sea para imitar otras legislaciones. Octavio Paz es
tajante: "Los mestizos destruimos mucho de lo que crearon los criollos
y hay estamos rodeados de ruinas y raíces cortadas ¿Cómo
reconciliarnos con nuestro pasado?" El México mestizo, imaginario,
si bien se distancia de España, nunca rompe con occidente, ni intenta
hacerlo. La aspiración, el futuro, siguen en otra parte. La imitación
es la ruta. Ignacio M. Altamirano lo dice con nacionalista:
En México, todavía no nos hemos atrevido todos a
dar el grito de Dolores en todas las materias. Todavía
recibimos de la exmetrópoli preceptos comerciales, industriales,
agricolas y literarios, con el mismo "temor y reverencia" con
que recibían nuestros abuelos las antiguas reales cédulas
en que los déspotas nombraban virreyes, prescribían fiestas
o daban la noticia interesante del embarazo de la reina (citado por José
Luis Martínez).
Amado Nervo, años después, resumiría con aprobación
los empeños del México imaginario:
...y considere, por fin, que todo lo bueno que tenemos en la nación
es artifcial y antagónico del medio y realizado, por ende, a despecho
del criterio popular. Con palpable disgusto de la masa del país
tenemos constitución liberal; con manifiesta repugnancia del pueblo
y de las clases acomodadas establecimos la independencia de la Iglesia
y del Estado, y laicizamos la enseñanza oficial, y con ostensible
oposición de los mexicanos poseemos ferrocarriles y telégrafos
y. . . hasta la república.