García Reyes, Miguel y Ma. Mercedes Agudelo

La reforma del Estado en América Latina.

Ajuste Estructural y Pobreza.

ed. Fondo de Cultura Económica, 1997.

 


LA REFORMA DEL ESTADO EN AMÉRICA LATINA

Durante la década de los ochenta en América Latina comienza un proceso de repliegue estatal que rompe con los esquemas tradicionales de intervención económica gubernamental. El agotamiento del modelo de desarrollo, sustentado básicamente en la industrialización mediante sustitución de importaciones, la crisis de la deuda externa, los ciclos inflacionarios y la disminución del crecimiento, fueron factores determinantes en la adopción de un esquema alternativo de desarrollo. Durante varias décadas, en esta región el Estado cumplió una función sobresaliente en la economía como agente dinamizador del crecimiento económico y como factor de superación o atenuación de desequilibrios productivos y en la distribución de los resultados de la actividad económica.
Sin embargo, a medida que avanzó el proceso de industrialización y de diversificación de la estructura productiva, la intervención estatal se expandió hacia ámbitos muy distintos. Se implantaron industries fundamentales como la petroquímica y la de fertilizantes; algunos bienes de capital que requerían inversiones muy fuertes e innovaciones tecnológicas que rebasaban la capacidad del capital privado nacional y que únicamente los gobiernos podían satisfacer. Fue así como los estados latinoamericanos se adjudicaron cada vez más la responsabilidad de ocuparse de nuevas demandas sociales, tales como el empleo, la distribución del ingreso y la satisfacción de necesidades básicas.
Cabe destacar que la reacción del sector empresarial ante la expansión de las empresas estatales no siempre fue desfavorable, sobre todo en relación con las empresas proveedoras de energéticos o de transportación aérea. En realidad, las críticas se enfocaban hacia firmas que competían directamente con la producción privada. El otro blanco de las críticas fue el impacto inflacionario que tuvieron los déficit de las empresas públicas, los cuales se financiaban, principalmente, mediante la impresión de papel moneda.
De esta manera comienza el debate en torno a la intervención estatal en las economías latinoamericanas y cobra popularidad el enfoque privatizador, sobre todo ante la crisis económica latinoamericana de los años ochenta, que comienza a manifestarse, precisamente, en las siguientes situaciones:
1. El producto bruto per cápita declinó acentuadamente. Mientras que entre 1976 y 1980 había crecido 2.4% anual, entre 1981 y 1985 decreció 1.8% anual. En 1987 fue 5.2% menor al de 1981, y 6.6% menor en 1988.
2. Los términos de intercambio sufrieron deterioros considerables y alcanzaron su nivel más bajo para mediados de siglo. En el 1980­1982 el valor promedio de los términos de intercambio fue inferior incluso al de los años de la Gran Depresión. La relación de precios del intercambio de los países de la zona con el resto del mundo cayó 22% entre 1980 y 1988. El valor medio de las exportaciones bajó 10.3% en 1982 y 6.5% en 1983. Subió 2.6% en 1984 y volvió a descender 6% en 1985, y 12.7% en 1986.
3. En una década, la deuda externa se multiplicó por 14, y pasado de 25,000 millones de dólares en 1973 a 353,000 millones en 1983. En 1987 creció a 410,000 millones. Los montos necesarios para pagar los intereses de la deuda han alcanzado tales magnitudes que representan más de 6% del producto nacional bruto de los países.
4. Hubo una drástica reducción en el ingreso de capitales, de 37,600 millones de dólares en 1981 a 20,200 millones en 1982. Más tarde, en 1983, descendió a 2,900; 10,300 en 1984; 2,200 en 1985; 8,300 en 1986; 13,900 en 1987, y 4,300 millones en 1988.
5. El nivel de importaciones se comprimió notablemente, sobre todo a raíz de las políticas de ajuste. Se redujo de 98,000 millones de dólares en 1981 a 67,000 en 1987 y 74,000 en 1988.
6. La inflación creció aceleradamente. En toda la región el índice de precios al consumidor aumentó de 57.6% en 1981 a 198.9% en 1987, y a 472.8% en 1988.
La crisis económica se percibe como estructural y no como un fenómeno meramente cíclico, lo que lleva a acordar la necesidad de encarar la crisis mediante la reformulación integral del modelo económico vigente hasta entonces. Antes de internarnos de lleno al análisis de la reestructuración estatal, conviene tener una idea general sobre el crecimiento del sector paraestatal en América Latina durante las últimas décadas.
En el caso de Brasil, a pesar de que la concepción privatizadora fue una de las principales plataformas del golpe militar de 1964, desde entonces se produjo la más acelerada y extensa penetración estatal en el sistema económico. De hecho, más de 50% de las empresas federales en funcionamiento se formaron entre 1966 y 1976. Asimismo, los gastos del Estado representaron 50% del PIB y contribuyeron con 60% de la inversión total fija realizada durante el periodo.
En Argentina, la presencia de las fuerzas armadas en el sector correspondiente a las empresas públicas se dio debido a consideraciones de seguridad nacional, por lo que la actividad productiva estatal estuvo siempre muy asociada a productos de importación militar, tales como pólvora, aeroplanos, armas, proyectiles, etc. Como consecuencia se desarrolló de manera notable la industria siderúrgica y estimuló al sector industrial en su conjunto.
A partir de 1976 el gobierno argentino ha tratado de reducir la participación y la regulación estatal en la economía. A principios de 1979 la industria petroquímica básica dejó de ser una rama exclusiva del Estado. Sin embargo, por lo menos en ese periodo, las empresas estatales continuaban teniendo un peso muy grande en la economía argentina: en 1976, de las 180 empresas que más vendieron, sólo 17 eran estatales, aunque sus ventas representaron 40 por ciento.
En Chile, a partir del golpe militar, el gobierno anunció su interés en reducir el aparato estatal, lo que paso en práctica con la restitución, a sus anteriores propietarios, de diversas firmas manufactureras y comerciales que se encontraban intervenidas por la autoridad pública. La Declaración de Principios de la Junta Militar, hecha pública el 11 de marzo de 1974, definió el papel del Estado de acuerdo con el principio de "subsidiariedad", que presupone el derecho a la libre iniciativa en lo económico; es decir, se establecía que el poder público sólo debía asumir las funciones que los particulares no podían cumplir adecuadamente.
De las 494 empresas que se encontraban bajo control estatal en 1973, 449 se transfirieron al sector privado nacional y extranjero y 21 fueron liquidadas.
En México, con la reforma constitucional promovida por Miguel de la Madrid en 1983, esta redefinición de las funciones del Estado queda asentada en el artículo 28, el cual determina las ramas exclusivas de intervención estatal. Los mecanismos mediante los cuales se llevó a cabo la privatización fueron la venta, fusión, liquidación y transferencia a los estados de la federación de las empresas públicas federales.
Fue así como este proceso, conocido como reforma del Estado, comenzó con la privatización de muchas actividades económicas anteriormente en manos de los estados latinoamericanos. El objetivo de dicho repliegue era reducir los déficit gubernamentales que hasta entonces eran considerados como una de las causas estructurales de la inflación. Además, los gobiernos enfatizaron la necesidad de hacer más eficiente su intervención en las esferas social y económica. El énfasis se pone, pues, en el control de la inflación más que en combatir el desempleo, y el afán de los gobiernos latinoamericanos por ganar credibilidad en el frente antiinflacionario los lleva a permanecer impasibles frente al aumento de la desocupación.
Así, la política fiscal deja de compensar las fluctuaciones de la oferta y el empleo para ocuparse de fijar topes a la expansión de la demanda nominal, con el propósito de invalidar los impulsos expansionistas que robustecen la inflación, y con ello se hace a un lado el viejo gubernamental.
Si bien los objetivos originales de la reforma del Estado en América Latina fueron de carácter económico, es importante tener en cuenta el trasfondo político de este proceso. Por ello, no debe olvidarse que en varios países latinoamericanos la redefinición de los esquemas intervencionistas estuvo asociada a la transición de los regímenes militares a democracias representativas, como fue el caso de Brasil y Argentina. En el primero, el programa de ajuste económico tuvo que adaptarse a las exigencies impuestas por el "pacto social", según el cual la política antiinflacionaria debía conciliarse con las demandas de salarios reales. En el caso argentino, después de 10 años de estancamiento económico, el arribo del primer gobierno democrático generó grandes expectativas en la población a que éste impulsara rápidamente un proceso de crecimiento y mejoramiento de los ingresos. En términos generales, puede decirse que ambos regímenes se caracterizaron por la reactivación de la actividad electoral con la aparición de un nuevo sistema partidario que imponía nuevas restricciones a la acción gubernamental en materia económica.
El fenómeno de democratización que surgió en América Latina, paralelamente a la reestructuración del aparato estatal, puede analizarse desde la perspectiva que sugieren teóricos como Michel Crozier, Samuel Huntington o Claus Offe; según ellos la crisis de los estados intervencionistas o "estados sociales", es en realidad una crisis de gobernabilidad de los sistemas políticos.
El razonamiento está construido de la manera siguiente: en principio hay una sobrecarga de expectativas a la que se ve sometido el poder estatal en condiciones de competencia entre partidos y de asociaciones plurales; existe, al mismo tiempo, una creciente incapacidad por parte del aparato estatal para intervenir y satisfacer eficazmente estas exigencies y reclamos, es decir que hay una capacidad de dirección insuficiente. Esta desproporción entre las expectativas crecientes y la incapacidad gubernamental de satisfacerlas, orilla coda vez más al sistema en su conjunto a una situación de ingobernabilidad.
Finalmente, se propone como solución a la crisis de gobernabilidad tratar de disminuir el exceso de exigencias sobre el sistema, o bien aumentar su capacidad para procesar eficazmente las demandas.
Dentro de las estrategias encaminadas a reducir aquellas demandas, cuyo ámbito de resolución tadicional es el aparato administativo del Estado social benefactor, se encuentra la fórmula de "privatización" o "desincorporación" de servicios públicos, pasándolos a empresas privadas en régimen de competencia. Este tipo de "terapia", orientada a despolitizar las relaciones de producción mediante su transferencia al ámbito de los mercados, constituyó, desde la década de los setenta, la propuesta de teóricos conservadores como Milton Friedman , la cual se ha convertido en el principal de redimensionamiento del Estado en América Latina.

En este sentido, la reforma del Estado puede considerarse como una nueva definición entre las fronteras de lo público y lo privado, toda vez que la privatización implica transferir al ámbito del mercado actividades que el Estado considera poco importantes o que dejan de ser prioritarias. En otras palabras, la privatización implica un cambio en las prioridades de los gobiernos al transferir al mercado asuntos que en otros tiempos se consideraban de importancia estructural.

Sin embargo, si bien la privatización fue el mecanismo que dio inicio a todo el proceso de reforma estatal en los países del Cono Sur, sería afirmar que una vez concluida la desincorporación de empresas públicas, dicha reforma también llega a su término. Si por reforma del Estado se entiende una racionalización de las funciones estatales, es obvio que el hecho de "adelgazar" el aparato administrativo no garantiza, por sí mismo, los fines de eficacia y competitividad en la asignación de recursos.

Para entender cabalmente lo que se entiende por reforma del Estado, es necesario conocer el replanteamiento de los acuerdos con base en los cuales las relaciones entre los grupos sociales y el Estado dieron un nuevo sentido y significado a la política de bienestar social.

Antes de entrar en materia, hablaremos de los antecedentes que perfilaron un estilo en la forma de hacer política social. El análisis tiene como punto de partida el modelo de desarrollo que prevaleció por lo menos hasta 1981; y entre sus principales características estaba la de colocar al Estado como agente central de toda la planeación e implementación de los programas de bienestar social.

En el caso mexicano, por ejemplo, el crecimiento económico durante el periodo 1933­1981, aunado a la estabilidad política, permitió que la infraestructura social se desarrollara ampliamente. Los salarios reales aumentaron en forma sostenida entre los años de 1951 y 1976, el crecimiento industrial multiplicaba los empleos y las finanzas públicas soportaban aumentos en los gastos sociales.

Sin embargo, a partir de la década de los setenta esta modalidad de política social entró en crisis. Los crecientes déficit fiscales y los primeros ajustes salariales evidenciaron un desencuentro cada vez más notorio entre esta forma de instrumentar la política social, su financiamiento, los intereses de los trabajadores y los incentivos a los empresarios.

En la segunda mitad de los años setenta, los recursos externos y los ingresos provenientes del petróleo permitieron que se pusieran en práctica programas sociales de amplia cobertura; sin embargo, todo desembocó en un crecimiento desmedido de la burocracia estatal y en una profunda ineficiencia de sus resultados.

Es así como en la década de los ochenta surge la necesidad imperativa de replantear a fondo las estrategias de intervención gubernamental vigentes en materia de desarrollo social, y se ponen en tela de juicio la magnitud y el ritmo de dicha intervención. La reforma del Estado se inscribe en esta lógica y se establece un consenso generalizado en torno a los nuevos patrones de política social. Este consenso bien puede resumirse de la siguiente manera:

1. Hay una preocupación generalizada acerca de la capacidad de financiamiento y de asignación de recursos más eficiente.

2. Se hace evidente que la relación entre la sociedad y el gobierno ha cambiado, lo cual conduce necesariamente a que se redefinan responsabilidades y atribuciones, de tal forma que la participación ciudadana se convierte en un factor determinante en la administración de servicios básicos.

Desde esta perspectiva, se muestra que los ámbitos privado y público se ven obligados a actuar de manera interdependiente y articulada, con el fin de alcanzar las metas de productividad y eficiencia en la asignación de recursos. Por ello cada vez se vuelven más obsoletas y anacrónicas las discusiones ideologizadas acerca de la conveniencia de la intervención estatal, y cobra mayor fuerza el análisis detallado de los mecanismos de dicha intervención y de las articulaciones que el Estado, así como el mercado, deben establecer a fin de conseguir la eficiencia.

Pero, además de esta integración de los ámbitos público y privado en el que hacer productivo, la política modernizadora tiene ante sí un compromiso insoslayable con los grupos menos favorecidos, con base en la idea de que la eficiencia no garantiza por sí misma la equidad en la distribución de los beneficios del desarrollo. La reforma del Estado en América Latina puede ser, por tanto, un proceso inconcluso si el desarrollo económico es incapaz de incorporar a los grupos de menores ingresos, es decir, si el proyecto modernizador es excluyente.

Una vez que los estados latinoamericanos han redefinido sus esferas de intervención económica, quedan todavía por plantearse las estrategias de política social que seguirán los gobiernos en materia de alimentación, vivienda, salud y educación básica. De hecho, la nueva concepción del desarrollo latinoamericano se encuentra centrada básicamente en transformar las estructuras productivas de la región en un marco de progresiva equidad social.

Esta concepción innovadora no sólo incluye aspectos meramente económicos sino también político­institucionales, puesto que después de la crisis del decenio de 1980 han aflorado todo tipo de exigencias en las sociedades latinoamericanas ; nadie duda ya de la importancia de fortalecer la democracia, de ajustar y estabilizar las economías, de incorporarlas al cambio tecnológico mundial, de mejorar el ingreso y de proteger el medio ambiente.

El debate en torno a una estrategia de desarrollo que logre superar los abismos de poder y de riqueza entre los diferentes estratos socioeconómicos, lleva a preguntarse sobre la disponibilidad de recursos para su implementación. De acuerdo con estudios recientes, entre 1950 y 1980 el ingreso bruto por habitante en América Latina y el Caribe se incrementó dos veces y media, con tasas anuales de crecimiento de 2.8%. Sin embargo, en la mayoría de los países de la región los niveles de pobreza relativa no se han reducido. Incluso podría afirmarse que las desigualdades socioeconómicas en América Latina y el Caribe se relacionan más con la distribución de los resultados del crecimiento que con la insuficiencia de recursos o la falta de dinamismo de las economías nacionales.

La década de 1990 impone nuevos objetivos a la política de desarrollo, ya que ahora se tendrán que conciliar los incentivos al crecimiento en el sector empresarial moderno, con el crecimiento en los ingresos de los pobres. En la I Conferencia Regional sobre la Pobreza en América Latina y el Caribe, la estrategia que se propone consta de los siguientes lineamientos:

1. Recuperar la capacidad de crecimiento y transformar la productividad de las economías latinoamericanas.

2. Apoyar la economía popular.

3. Llevar a cabo una política para satisfacer las necesidades básicas específicas.

4. Reformar y modernizar al Estado con el fin de incorporar esquemas de participación ciudadana en la elaboración e implementación de los programas sociales.




IMPACTO SOCIAL (POBREZA) DE LOS PROGRAMAS

DE AJUSTE ESTRUCTURAL Y PROGRAMAS SOCIALES

PARA COMBATIR LA POBREZA

Programas ortodoxos de ajuste estructural

Desde mediados de los años setenta las naciones latinoamericanas en proceso de ajuste estructural han recurrido a la aplicación de paquetes ortodoxos de estabilización financiera para hacer frente a los desajustes de las balanzas de pagos y a los aumentos de precios, resultado de los primeros síntomas de agotamiento del modelo de sustitución de importaciones. Este tipo de medidas se ha aplicado también en las economías de los países exsocialistas desde finales de los ochenta, con el fin de que éstos abandonen con sus finanzas saneadas la planificación centralizada y transiten hacia una economía de libre mercado.

Para el caso latinoamericano, el empleo de esas estrategias se acentuó en el decenio de los setenta y se multiplicó en la década siguiente. La crisis de la deuda reprodujo la frecuencia y severidad de los desequilibrios macroeconómicos, y las naciones de la región tuvieron que instrumentar, con la supervisión estricta del FMI, programas de estabilización financiera cada vez más rigurosos.

Los programas de ajuste estructural, en los países ex socialistas y de América Latina, están pensados para que las naciones puedan pagar la deuda, mientras sus economías se abren hacia el exterior; permitan un mayor acceso a las transnacionales y a las exportaciones de los países industrializados, y abaraten los insumos, la mano de obra y otros recursos.

En términos generales las políticas de estabilización financiera postulan el fortalecimiento del erario por medio de la disminución del gasto y el incremento de los ingresos; la corrección del tipo de cambio para alentar las exportaciones y encarecer las compras al exterior, a fin de generar un excedente para cubrir las obligaciones financieras externas; así como el estricto control de los agregados monetarios, la restricción crediticia y las elevadas tasas reales de interés. Todo encaminado a provocar una fuerte contracción de la demanda agregada, la generación de un superávit externo y el abatimiento de las presiones inflacionarias.

Sin embargo, los esfuerzos para estabilizar las economías y reiniciar el progreso se toparon con el problema de la deuda externa. Los onerosos pagos por ese constituyeron un obstáculo formidable a cualquier intento por encauzarse hacia el crecimiento.

Diversos estudios muestran los efectos de los graves desequilibrios macroeconómicos en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe en el decenio de los ochenta y en los países ex socialistas a principios de los noventa. En ese periodo, para el caso de América Latina, el PIB de la región creció en promedio 1.2% anual, y el producto per cápita en 1990 fue casi 10% inferior al de 1980. Ello se reflejó en un claro deterioro de la calidad de vida de la población en casi toda el área. Más aún, en 1990 el PIB de la región en su conjunto descendió 0.5 por ciento.

En ese comportamiento influyeron la caída de los precios internacionales de los productos básicos, el excesivo aumento de las tasas de interés en los mercados financieros internacionales, la propagación del proteccionismo en los países desarrollados y el considerable de la competencia por el escaso financiamiento internacional; también influyeron de manera decisiva los factores internos vinculados al modelo de desarrollo vigente por más de tres decenios y que con diferente intensidad mostró su fase más crítica en la última década.

Los principales elementos estructurales internos que condicionaron la evolución económica de la región son:

1. Un sector exportador basado en productos primarios, cuyos precios han tendido a descender por efecto de los cambios de los patrones de consumo y las innovaciones tecnológicas en los países industrializados,

2. La integración de un sector industrial orientado en gran medida al mercado interno y con altos requerimientos de insumos y bienes de capital importados, cuya expansión se ha visto limitada seriamente por la caída de los ingresos reales y la constante escasez de divisas

3. El debilitamiento del proceso de inversión, principalmente de la pública, a causa de las dificultades de financiamiento, que arrastró a la inversión privada en su tendencia declinante.

Los serios desequilibrios en la balanza de pagos-agravados por la insostenible deuda externa y la abultada transferencia neta de recursos al exterior-así como los cuantiosos déficit fiscales y la aceleración de los procesos inflacionarios, obligaron a poner en práctica políticas de estabilización que, al restringir la demanda agregada, generaron presiones recesivas.

De igual manera, en los países ex socialistas como la CEI, Hungría y Polonia, y en algunas naciones socialistas como Angola y Vietnam, la aplicación de programas ortodoxos de ajuste estructural, en lugar de ayudar a salir de la crisis económica profundizaron dicho deterioro.

El caso más patético fue el de la ex Unión Soviética, donde más de 50% de la población vio descender su nivel de vida como consecuencia de la dureza de las medidas acompañadas por la liberación de precios y la eliminación de la mayoría de los subsidios que el Estado otorgaba a la población.

La experiencia de Polonia es también may ilustrativa de la aplicación indiscriminada de un programa económico ortodoxo, que en el caso polaco recibió el nombre de "terapia de choque". Por fortuna, la disciplina del pueblo polaco determinó que los efectos negativos de este programa disminuyeran su intensidad al poco tiempo.

El retorno de la heterodoxia

Los programas heterodoxos de estabilidad financiera en el arco del ajuste estructural, surgen como respuesta a la incapacidad de los intentos ortodoxos para corregir los desequilirios macroeconómicos. El nuevo enfoque parte del supuesto de que el abatimiento de la inflación debe pasar por el equilibrio de las finanzas públicas y de la balanza de pagos y previamente por la eliminación de la inercia inflacionaria. Este fenómeno precisa de la alineación de los precios relativos más importantes así como del congelamiento temporal de precios y salarios.

El de los programas ortodoxos condujo en los años recientes a aplicar renovados programas de ajuste heterodoxo, como media para estabilizar la economía y abatir la inflación. Auspiciados también par el FMI y el BM, esos programas resultan novedosos en la medida en que entrañan la revisión de las políticas de estos organismos a los programas aplicados a principios de los años ochenta.

Dichos planes siempre postularon reformas estructurales en los ámbitos del comercio exterior, la tributación, el Estado, el sistema financiero y el régimen laboral, entre otros. Empero, plantearon con mayor insistencia la liberación de las normas y las instituciones económicas como fundamental para alcanzar un funcionamiento eficiente y competitivo a escala internacional, evidenciando la contradicción entre el mercado y el Estado.

Bolivia es un ejemplo exitoso de este tipo de programas. Se logró abatir la hiperinflación desde una tasa anual de 8, 170% en 1985 a 17% en 1990. El programa comprendía medidas fiscales drásticas: recortes al gusto público y recuperación de la base impositiva, totalmente erosionada por la hiperinflación. Otras disposiciones se orientaron a la liberalización del sistema financiero, el comercio exterior, los flujos de capitales extranjeros y los mercados de bienes y trabajo.

A finales de los años ochenta los nuevos gobiernos de Argentina, Brasil y Perú, todos elegidos democráticamente, dejaron atrás las experiencias heterodoxas y emprendieron programas ortodoxos.

En términos generales, los programas ortodoxos de ajuste estructural aplicados recientemente, han perseguido el equilibrio macroeconómico, combatiendo con firmeza la inflación. Las medidas se caracterizan por su

severidad para comprimir la demanda interna mediante políticas financieras y fiscales restrictivas. De manera simultánea se avanza en la reforma estructural, cuyo objetivo es liberar la economía para que el mercado guíe la asignación de recursos. Entre las modificaciones están la liberación del comercio exterior, las corrientes de capital y el mercado de trabajo, así como redimensionamientos del Estado (privatizaciones) y del sistema financiero, entre otras.

Impacto social de los programas económicos

La pobreza ha tenido siempre significados no enteramente separables, y se define en todos los casos según las convenciones de la sociedad en que se da. Por razones administrativas, la definición puede optar por fijar un criterio absoluto de pobreza, por ejemplo una "línea de pobreza". Sin embargo, cabe distinguir dos conceptos: el de pobreza social y el de pauperismo.

La pobreza social supone la desigualdad económica y la social; es decir, una relación de inferioridad, dependencia o explotación. En otras palabras, infiere la existencia de un estrato social que puede explicarse, entre otras cosas, como ausencia de riqueza. En este sentido la pobreza es relativa en cuanto a que no es fácil establecer a priori un nivel particular de ingreso o de propiedad.

Por otra parte, el pauperismo describe una categoría de personas absolutamente incapaces de mantenerse a sí mismas, o de hacerlo en el nivel convencionalmente considerado mínimo, sin asistencia exterior. En todo caso presupone la fijación de un nivel mínimo por debajo del cual no debe quedar nadie, y con frecuencia postula también un modelo de relaciones sociales que señala qué pobres tienen derecho a la asistencia pública y quién debe prestarla.

El creciente interés público ha conducido a una notable mejora en la información cuantitativa acerca de la pobreza. Hoy se recogen de manera rutinaria datos significativos, tales como el ingreso de las familias, el costo de la vida, el desempleo, gastos de consumo, vivienda, etcétera.

En el nivel interior, el criterio de pobreza material es la incapacidad para lograr un mínimo de sanidad y eficiencia fisiológicas. Su objetivo es el de eliminar los elementos subjetivos y convencionales de la valoración de la pobreza básica.

Para el caso de América Latina, por ejemplo, en los estudios e informes de la CEPAL la estimación de las líneas de pobreza durante el 1980-1986 se realizó considerando tres rubros principales.

1. La estructura y el costo de la canasta básica de alimentos.

2. La cuantía de los recursos para atender las necesidades no alimentarias.

3. El nivel y la distribución del ingreso con los distintos contextos geográficos subnacionales.

En el informe citado se concluye que, a diferencia de 1970, la pobreza en América Latina es hoy un fenómeno predominantemente urbano, fruto de la inmoderada expansión de sus principales ciudades y de que la pobreza se concentró en ellas durante los años de crisis. Las cifras presentadas están estrechamente asociadas al virtual estancamiento del producto per cápita de América Latina en el 1970-1989, el cual creció con excepción de Brasil-en 3.2 por ciento.

La calidad de vida de la población se ha deteriorado en parte por el efecto adverso de las políticas de ajuste en el empleo y los ingresos. Como resultado del débil crecimiento de las economías de la región, en los años ochenta hubo una menor generación de empleos que, aunado a la expansión de la PEA-por razones demográficas y por la incorporación de la mujer al mercado de trabajo-, elevó el desempleo abierto, pasando de una tasa histórica de 7% a un promedio de 10%. Esta tasa no fue mayor por la ampliación sin precedente del sector informal, caracterizado por su baja productividad y magros ingresos. El empleo en ese sector ha constituido en los años recientes el medio de supervivencia de muchas familias. La evolución desfavorable del empleo fue acompañada por una disminución paulatina del salario real. Con excepción de pocos países, el salario real se redujo en el decenio y en algunos fue inferior a la mitad del registrado en 1980. Los programas de ajuste consideraron el salario como una variable cuyo descenso permitiría aminorar la inflación y mejorar la competitividad de los bienes comercializables en el exterior, al reducir los costos de la mano de obra.

A partir de 1982 se deterioraron aún más las condiciones de salud y nutrición. Los esfuerzos crecientes en materia de salud de los años setenta se suspendieron y en los ochenta hubo un retroceso. El gusto público en ese rubro se redujo en muchos países, lo que mermó las posibilidades de mejorar y ampliar la infraestructura hospitalaria y de servicios. Asimismo, el deterioro de los salarios de médicos y personal paramédico del sector público, los ha obligado a emplearse en el sector privado y, en el peor de los casos, a emigrar al exterior. La insuficiencia y el deterioro de la calidad de los servicios públicos de salud tiene consecuencias graves, puesto que deben atender a las familias de menores ingresos.

Las condiciones alimentarias y nutricionales de la población se han abatido por la disminución de los ingresos familiares, la insuficiencia de la oferta alimentaria y la reducción de los subsidios estatales a los alimentos. Las deficiencias en este ámbito, más las desfavorables condiciones de salubridad (servicios de agua, desagüe, alumbrado público, recolección de basura) generaron en los últimos tiempos la reaparición de enfermedades endémicas que se consideraban erradicadas (cólera, difteria, fiebre amarilla, etcétera).

De 1950 a 1983 se lograron avances importantes en la cobertura y calidad de la educación. Sin embargo, en fechas recientes ha habido retrocesos. Así, la calidad del proceso enseñanza­aprendizaje se ha deteriorado por el aumento del número de alumnos por docente, y ha aumentado el analfabetismo y la deserción escolar. Esta última se debe a la necesidad de las familias de incorporar a sus hijos a tareas que les alleguen ingresos para la supervivencia.

A causa del escaso dinamismo de las economías de la región, la evolución adversa del empleo y del ingreso y la paulatina reducción del gusto público en servicios sociales, ha aumentado el grado de pobreza de la población, principalmente de la urbana, como ya se mencionó. En 1980 cerca de 112 millones de personas estaban por debajo de la línea de pobreza; en 1986 ese indicador se elevó a 164 millones, lo que significa un crecimiento dos veces superior al de la población.

Programas sociales para combatir la pobreza

En general, el término seguridad social se aplica para verificar cinco programas principales:

1. Riesgos profesionales, que incluyen la cobertura de salud y monetaria contra los accidentes de trabajo y actividades profesionales.

2. Pensiones por vejez, invalidez, y en algunos casos por antigüedad y cesantía (despido).

3. Atención de salud y monetaria de la enfermedad y el accidente común o no laboral, y la maternidad.

4. Asignaciones familiares.

5. Subsidio de desempleo.

Algunos autores distinguen entre los conceptos de seguro social y de seguridad social; caracterizan al primero por la existencia de programas separados para atender distintos riesgos sociales y por su financiamiento mediante contribuciones tripartitas pagadas por el asegurado, el empleado y el Estado, mientras que cuando hablan de la seguridad social se refieren a la unificación de los programas de seguro social y a la uniformidad en las condiciones de adquisición de derechos por parte de los asegurados.

En el caso latinoamericano la evolución de la seguridad social ha tenido dos vertientes principales: la estratificada y la "relativamente unificada".

Los países pioneros en el sistema de seguridad social estratificada son Chile, Uruguay, Argentina, Cuba y Brasil, cuyos sistemas surgieron en la década de 1920, y dieron lugar en aquel tiempo a múltiples instituciones gestoras que protegían a diferentes grupos ocasionales a través de subsistemas con legislación, administración, financiamiento y prestaciones propias e independientes.

Esta evolución desembocó en una estructura piramidal con grupos relativamente pequeños de asegurados privilegiados y con la mayoría de la población con subsistemas de protección más pobres. Pero a medida que avanzó el proceso de desarrollo económico, la urbanización, el sindicalismo y la movilización política en estos países pioneros, los grupos desprovistos de protección adquirieron suficiente poder para obtener la cobertura dentro de los subsistemas ya existentes, conduciendo a lo que se ha denominado la "maxificación del privilegio". El costo de la universalización de la cobertura llegó a ser excesivo y provocó serios desequilibrios financieros en los subsistemas de seguridad social.

Después de varios intentos por unificar el sistema de seguridad social, éste se pudo reformar hasta las décadas de 1960 y 1970. Países como Brasil y Cuba unificaron todo el sistema; en otros como Argentina y Uruguay, se creó un central integrador o coordinador que agrupó a las diversas instituciones y las dotó de un sistema homogéneo; en Chile se introdujeron medidas de uniformidad y eliminación de privilegios, pero se creó un sistema basado fuertemente en el seguro privado.

Por su parte, en Colombia, Costa Rica, México, Paraguay, Perú y Venezuela, los sistemas que se establecieron a partir de la década de 1940 se distinguieron por la creación de un instituto gestor general encargado, eventualmente, de cubrir a toda la población; aunque también se hicieron excepciones con el objeto de crear subsistemas separados para ciertos grupos.

En suma, en las recientes dos décadas, los sistemas de seguridad social han tendido hacia la unificación, a pesar de que aún existen países que necesitan integrar los subsistemas privilegiados que prevalecen, sobre todo en materia de salud pública.

Algunos datos sobre la cobertura de los sistemas de seguridad social en los países latinoamericanos son los que siguen:

Según información proporcionada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), tan sólo 50% de la población latinoamericana-calculada en 450 millones de personas-tiene acceso a prestaciones sociales mínimas. En los extremos figuran Cuba, con una cobertura en casos de enfermedad y maternidad de 100%, y República Dominicana, donde sólo 4% se beneficia de estas prestaciones. En este espectro, México a duras penas alcanza 53%, Venezuela, por su parte, 49.9% y, lejos, Nicaragua (37.5%), Petú (22%), Bolivia (21.4%), Paraguay (18.2%), Colombia (16%), Ecuador (13.4%), Guatemala (13.1%) y Honduras, con únicamente 10% de cobertura.

Con excepción de Cuba y Nicaragua, donde la totalidad de la población económicamente activa tiene asegurada una pensión, en Argentina sólo se beneficia 79%, en Costa Rica 68%, en Panamá 58%, en Ecuador 56%, en México 50%, en Perú 32%, en Colombia 29% y en Bolivia 25 por ciento.

En el I Encuentro Iberoamericano de Aguas llevado a cabo en Caracas, en el marco de la Cumbre de Rio, se consideró que 140 millones de personas no tienen acceso a los servicios de saneamiento básico, no obstante que América Latina cuenta con los mayores recursos hidráulicos del planeta. Un informe del Programa de Las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) muestra estadísticas dramáticas: América Latina posee el mayor número de médicos y enfermeras por persona del mundo en desarrollo; sin embargo, sólo 61 % de su población tiene acceso a los servicios de salud, porcentaje menor que el promedio de Asia, África del Norte y Medio Oriente. Al interior de nuestros países las zones urbanas tienen el doble de servicios de salud y agua potable que las zonas rurales, y cuatro veces más servicios sanitarios.

La seguridad social, como un estatus mínimo de desarrollo humano en América Latina (por ejemplo acceso a salud y empleo), no es una concesión gratuita; por el contrario, de su mayor o menor grado de omisión depende el éxito de la reforma estructural de sus economías.

Organismos internacionales como la CEPAL, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Organización International del Trabajo, la Organización Mundial de la Salud y hasta el Banco Mundial, han alertado del peligro que implica postergar los objetivos de desarrollo social en aras de las políticas de estabilización orientadas al pago de la deuda, a la reducción de los déficit, al control de la inflación y a la estabilidad cambiaria.