Forte, Ricardo

El Sistema Electoral como mecanismo de hegemonía política.

Metapolítica.

Ed. CEPCOM.

Vol. 2, 1998


El Sistema Electoral como Mecanismo de Hegemonía Política

EL PORFIRIATO Y EL REGIMEN DEL OCHENTA EN

LA PRIMERA FASE

La Convención Reformadora de 1860 en Argentina introdujo en el sistema electoral ideado por Alberdi, asimismo, un nuevo mecanismo restrictivo de la participación política. El objetivo era garantizar un control efectivo sobre los mecanismos de sucesión: el sistema de la lista completa.
Este mecanismo probablemente iba más allá de las mismas intenciones elitistas del proyecto alberdiano y limitaba aún más su horizonte liberal. Con base en la lista completa, los ciudadanos votaban en su distrito por una lista de electores; a la lista que conseguía el mayor número de votos-no necesariamente la mayoria absoluta-se destinaba la totalidad de los electores de aquel distrito. Este sistema excluía de derecho a las minorias de la participación político y establecia un instrumento más para garantizar la hegemonía de las clases dominantes.
En México, la Constitución y la ley electoral de 1857 no establecieron un mecanismo análogo. Sin embargo, a través de las elecciones indirectas en primer grado, sancionaban, como en Argentina, los criterios que definian y diferenciaban la sociedad civil y la política. Como observa Carmagnani, el control del proceso electoral no se producia en la falsificación del voto, "sino en el momento que precede la elección, y más especificamente en la elección de los candidatos" y de los electores encargados de nombrar al Presidente. Los que tenian derecho al voto, para ejercer el acto electoral, tenian que recibir una boleta electoral tres dias antes de las elecciones, cuyo envio era confiado a un empadronador, nombrado por el ayuntamiento, que inscribía en las listas electorales a los ciudadanos habilitados. Los electores nombrados, uno por cada sección electoral, elegían en segundo grado a los parlamentarios, a los magistrados y al Presidente de la República.
La lista completa y la aplicación partidaria de la intervención federal en Argentina, y la elección en segundo grado a todos los niveles en México (la excepción eran las elecciones municipales), se convirtieron en la facultad de las autoridades constituidas para ejercer un control de hecho sobre la sucesión en la esfera política, no sólo en el ámbito presidencial.
Dicho mecanismo permitió, además, la articulación de los intereses de las distintas facciones de las clases dominantes, divididas genéricamente entre una tendencia centralizadora e intereses regionales. Esta tensión se resolvió, por lo menos en el mediano plazo, cuando se realizaron, a través de los mecanismos de representación, los principios de una equitativa representación para toda la oligarquía. La ausencia de este importante factor, durante los años que precedieron al Plan de Tuxtepec (1876) y la federalización de Buenos Aires (1880), fue la causa del predominio en México de la dimensión militar, y de la aplicación en Argentina por 27 veces-entre 1862 y 1880 del derecho de intervención federal en las provincias.
Sin embargo, es preciso subrayar otra vez una diferencia sustancial entre los dos casos. En Argentina, tal como enfatiza Botana, las provincias del interior advirtieron que la única manera para incrementar su peso político consistía en acelerar el proceso de nacionalización de Buenos Aires y no en retardarlo. Para conseguir este fin, los ejecutores naturales de ese interés común fueron los gobernadores organizados en la llamada "Liga", los cuales tejieron una trama electoral que condujo al liberal Roca a la Presidencia. El régimen del 80 se consolidó entonces, como ya había ocurrido por la Constitución reformada de 1860, sobre la base de un acuerdo interoligárquico que lo precedió. Tal régimen constituyó, en muchos sentidos, una ampliación del pacto del 1860, hecho necesario para integrar en el nuevo Estado a las oligarquias provinciales del interior.
En México , las mayores divisiones internas de las clases dominantes y la correlativa ausencia de un acuerdo interoligárquico anterior volvieron imposible un proceso semejante al de Argentina. El Plan de Tuxtepec fue, el resultado de un evento militar, con base en el cual Porfirio Díaz impuso su presidencia por medio de una acción coercitiva-lo que no significa necesariamente que no tuviera un determinado nivel de legitimidad. La articulación de un acuerdo capaz de conciliar los distintos intereses de las facciones oligárquicas fue posterior-en contraste al caso argentino-a la instauración del nuevo régimen, y se produjo en el interior de una situación político de hecho: la acción violenta de una solo facción controlada por Díaz.
De todas maneras, ambos regímenes marcaron una etapa importante en el proceso de transición al liberalismo, caracterizado por el fortalecimiento de la soberanía del Estado nacional. A partir de este momento empezó el proceso de desarticulación de los ejércitos particulares de los estados o provincias, y los gobiernos federales lograron progresivamente "prevalecer sobre todas las unidades particulares gracias a una combinación de capacidad coercitiva y consenso institucional".
Hemos visto que, en la doctrina liberal prevaleciente en los dos países, la práctica electoral era considerada el mecanismo imprescindible para conseguir una amplia legitimidad. Las normas previstas por la Constitución no eran puestas a discusión y la necesidad de su aplicación, por lo menos formalmente, habia sido interiorizada por las élites políticos de la época. El gobernador de Yucatán Octavio Rosado, por ejemplo, envió a Díaz en 1885 la siguiente carta:
No habiendo sido posible para los Señores Gral. Canton, Lic. Castellanos Sanchez y para mi, resolvernos en favor del Gral. Canton para Vicegobernador del Estado en el próximo cuatrienio, como lo deseaba el S. Castellanos Sanchez, por indicaciones que según me dijo se le habían hecho en esa capital, y cuya resolución no tomamos por prescripción espresa del art. 48 de la Constitución local que prohíbe terminantemente la reelección de tal funcionario, nos hemos fijado en el S. Dr. José Peón y Contreras...cuya estimable persona tiene en nuestro concepto buenas cualidades para el objeto indicado.
¿Pero cómo se tradujo esta práctica en la realidad política y social argentina y mexicana de los años 80?
En ambos casos, el sistema de representación sancionado por las Constituciones interactuó con acciones de coerción y relaciones clientelares heredadas del antiguo régimen.
En México, sin embargo, la falta inicial de un "régimen de consenso elitista" determinó la necesidad de una fase de ajuste y definición de los procedimientos formales para la designación de los candidatos al Congreso federal, situación que caracterizó el régimen porfiriano hasta 1890. Los documentos disponibles parecen confirmar la búsqueda de un acuerdo satisfactorio por parte de Díaz y los gobernadores de los estados, en el respeto formal de los dictámenes constitucionales. Como hemos subrayado antes, tal acuerdo, aunque con las diferencias derivadas de las exigencias coyunturales particulares, fue alcanzado en Argentina entre 1860 y 1880, antes de la instauración del nuevo régimen.
La premisa para la fórmula del acuerdo en México se caracterizó por la presencia de una tensión fuerte entre la exigencia del poder Ejecutivo de establecer candidatos de segura lealtad en el proceso de renovación de la Cámara de Diputados y la voluntad de los estados de seguir eligiendo sus propios candidatos entre los partidarios del gobernador. La necesidad de resolver esta tensión, o por lo menos de limitar sus posibles efectos negativos sobre el consenso interno, empujaron hacia la búsqueda de un mecanismo capaz de encontrar un equilibrio entre las pretensiones contrapuestas de la Presidencia y la de los actores regionales.
En un estudio reciente sobre las prácticas electorates durante el Porfiriato, se describe la solución que fue adoptada al respecto. Dicha solución fue proporcionada por la misma ley orgánica electoral de 1857, que establecía para los parlamentarios la elección contemporánea de propietarios, es decir, titulares del cargo, y de un número igual de suplentes. La designación de éstos representó, durante el Porfiriato, el mecanismo de compensación para los gobernadores, a cambio de aceptar las directivas presidenciales. Según Bertola, no se han encontrado hasta ahora indicios de que antes de 1890 este compromiso fuera ya aceptado y practicado a nivel general. Sin embargo, otros documentos parecen indicar que los gobernadores no dejaban de utilizar las posibilidades derivadas de la existencia de los cargos de propietarios y suplentes. La autora cita una comunicación del gobernador de Sinaloa que afirmaba la imposibilidad de cumplir con la recomendación de Díaz para la elección de un senador y ofrecía, en cambio, hacerlo elegir como suplente en sustitución de otro candidato: "satisfaciendo así, en parte, mis primeros deseos y seguro como lo estoy que esa suplencia equivale a ser propietario".
Es evidente entonces la existencia, ya en esta fase, de una suerte de reciprocidad entre los gobernadores y el poder Ejecutivo, con base en la cual el segundo conseguía el apoyo de los primeros para seleccionar a sus propios candidatos; a cambio se les otorgaba a los ejecutivos locales cierto grado de libertad en la elección de los suplentes. Esta relación es subrayada por el mismo gobernador de Sinaloa al afirmar que "la suplencia equivale a ser propietario", mostrando así de manera implícita sus espectativas en relación con estepapel. Como veremos, este mecanismo se consolidará y resultará más evidente a partir de la fase siguiente.
En Argentina encontramos también una forma de reciprocidad entre el Presidente de la República y los gobernadores. Ambos constituían las figuras claves para la designación y el nombramiento de los candidatos al Congreso. El primero, con el poder, el prestigio y los medios derivados de su posición, condicionaba la elección de su sucesor y de los gobernadores de provincia. Los segundos, a su vez, utilizaban su propio poder a nivel local para imponer el nombramiento de los diputados nacionales y de los miembros de las legislaturas provinciales. Estos, como preveía la Constitución, elegían a los senadores nacionales. La junta de los electores elegía al Presidente y, a través de otro mecanismo legal, la lista completa, lograba excluir sistemáticamente a la oposición en las elecciones relativas al poder Ejecutivo.
Es interesante notar que la intervención federal, adoptada también en México
en 1874 con la transformación de las leyes de Reforma en normas constitucionales, no fue aplicada en ninguno de los dos casos durante esta fase. Botana subraya, de manera correcta, que a partir de 1880 este mecanismo se transformó: "De instrumento para reducir el particularismo provincial a la unidad del estado federal en un medio para mantener en funcionamiento el régimen político y controlar a la oposición". Pero, salvo raras excepciones, sólo a partir de los años 90 se registró un desarrollo creciente de las intervenciones federales en las provincias argentinas.
De la misma manera, en México "hasta 1890, no se encuentran, en raras ocasiones, intervenciones federales directas en la esfera propia de los estados" y tampoco intentos, por parte de los mismos, de controlar los municipios y las autoridades regionales intermedias (jefes políticos). Esta escasa propensión a la intervención por parte del poder Ejecutivo demuestra, en mi opinión, la eficacia inicial del acuerdo interoligárquico alcanzado en Argentina y la relativa rapidez con la cual Díaz logró consolidar su poder a través de los mecanismos de intermediación. Así-y sólo es un ejemplo entre muchos-en las elecciones para gobernador del estado de Coahuila, el coronel Nicanor Valdez podía con satisfacción y tranquilidad comunicar a Díaz sus previsiones alrededor de los resultados: "Tengo el gusto de participar a Ud. que los pueblos del Estado y muy particularmente los Fronterizos, han aceptado con entera espontaneidad la candidatura de nuestro amigo el Sr. José Ma. Garza Galán, y estoy seguro de que serán satisfactorios los resultados de la elección..."En ambos casos, la oligarquía liberal logró alcanzar, en esta primera fase, su objetivo principal, que no era transformar el viejo equilibrio, sino más bien restablecerlo con una nueva y major articulación de las tensiones entre poder federal (Presidencia y secretarios de Estado), poderes regionales (gobernadores y asambleas regionales) y poderes locales (municipios). El Congreso (cámara de Diputados y Senado) tendría un nuevo papel como intermediario.

EL SISTEMA ELECTORAL COMO MECANISMO DE

HEGEMONIA POLITICA.

EL PORFIRIATO Y EL RÉGIMEN DEL OCHENTA

EN LA SEGUNDA FASE

( 1890-1900)

En los años 90 se normalizaron progresivamente las prácticas políticas encaminadas en la década anterior. Este proceso, por un lado, produjo el fortalecimiento del Estado liberal, pero, por el otro, disminuyó su elasticidad y capacidad de integración.
No obstante, este progresivo entorpecimiento se produjo de manera diferente en los dos casos; y aunque ambos sistemas políticos tuvieron que enfrentar una oposición creciente por parte de los actores que se habían quedado excluidos de la participación en los sistemas mismos, los dos estados federales demostraron una muy distinta capacidad reactiva y de adaptación a los cambios sociales.
Desde los años 90 en México, las prácticas electorales que habían aparecido de manera esporádica durante el período anterior empezaron a consolidarse y a difundirse. La articulación de los intereses federales y regionales, a través de los nombramientos en el Congreso de propietarios y suplentes, comenzó a volverse una norma consuetudinaria, y entonces no escrita, del sistema electoral mexicano, hasta lograr una total uniformidad de aplicación. Tal uniformidad se refería al derecho convencional adquirido por los gobernadores de disponer arbitrariamente de los cargos de suplente, "a cambio de la lealtad a las decisiones del poder central con relación a los nominativos de los propietarios".
Según una relación de reciprocidad parecida al caso argentino e igualmente consolidada en el tiempo, al margen de las leyes, por prácticas de tipo consuetudinario, las listas de senadores y diputados, propietarios y suplentos, que iban a ser elegidos, eran el producto de un trabajo conjunto de los gobernadores y de la Presidencia. En el marco de dicho trabajo, por un lado, Díaz era el que establecía los límites de la libertad de elección de los gobernadores; pero, por el otro, él mismo Díaz nunca negó en absoluta dicha libertad que, al parecer, se fue ampliando a lo largo de sus mandatos.
El margen de manejo del juego político en las elecciones fue incrementado por la introducción, unos años después, de la posibilidad de presentarse como candidato simultáneamente en más de un estado, pero cón la obligación de determinar una opción después de las elecciones.Aún faltando estudios profundos sobre este mecanismo, la frecuencia con la cual senadores y diputados se encontraban desarrollando otras funciones políticas, durante su período parlamentario, parece confirmar la importancia del cargo de suplente en la articulación del Estado liberal durante la época de Díaz.
Algunos documentos parecen comprobar que los gobernadores procuraban a menudo atectar directamente la nómina de los propietarios, recomendando a Díaz los criterios para la compilación de las listas. Pero los mismos documentos muestran también la respuesta invariablemente negativa de Díaz al respecto la actitud, por un lado, subraya que, en la lógica porfiriana, la definición de un acuerdo negaba de hecho la posibilidad de negociaciones ulteriores; otro-más importante-, evidenciaba el progresivo entorpecimiento del régimen, que no admitió ninguna nueva instancia del poder local además de las que ya se habían consolidado en la práctica. Díaz no admitía, en otras palabras, la creación de precedentes que pudieran poner a discusión las reglas que él había articulado y que representaban la legitimación de su permanencia en el poder. Pero al mismo tiempo cerraba cada día más las puertas de cualquier posible compromiso político que no estuviera directamente vinculado con su persona.
Encontramos otros síntomas de tal entorpecimiento en las reformas de las contituciones regionales, las cuales correspondían con este período (faltan estudios profundos al respecto). En efecto, la generalización de esta práctica electoral, por, un lado, no determinó la exclusión de la influencia de los estados en el poder Legislativo, que siguió ejerciéndose a través del espacio político reconocido a los gobernadores; pero, por el otro, determinó "un notable crecimiento del poder personal" de los mismos. Al mismo tiempo, las reformas introducidas a nivel electoral produjeron efectos de notable importancia transformando los cargos de los Presidentes municipales, anteriormente electivos, en cargos de nominación de los jefes políticos. A su vez, el nombramiento de los jefes políticos se volvió a lo largo del tiempo una prerrogativa exclusiva de los gobernadores y asumió progresivamente un carácter arbitrario. Esta disposición, agregada a la ya señalada cristalización de las prácticas políticas entre autoridades estatales y poder federal, determinaron, en la última década del siglo XIX, la consolidación de los notables y la revaloración de los grupos dominantes, económicos y sociales. Para todos éstos el había abierto nuevos espacios de enriquecimiento y de dominio social. La consecuencia más evidente de este proceso fue la paulatina reducción del espacio de libertad de los actores políticos potenciales-que habían aumentado por efecto del crecimiento económico y la dífusión de la instrucción pública-y la exclusión de las facciones de notables más débiles de la gestión del poder regional.
En otras palabras, la década de los noventas marcó la progresiva disminución de la capacidad de integración del sistema porfiriano, que había hecho posible la rápida consolidación del régimen. A partir de esos años, el sistema político se encontró en una situación de equilibrio estable pero inmóvil, que terminaba por negar los principios liberales contenidos en el programa original: respeto a las autonomías locales, libertad natural y Estado mínimo. El mexicano privilegió, casi exclusivamente, a los actores dominantes ya existentes y fue incapaz de continuar el desarrollo de una política expansiva mediante la incorporación de los nuevos sectores sociales en la esfera política.
¿Cómo evolucionó contemporáneamente el Estado liberal argentino? Ya hemos señalado el de la frecuencia de la intervención federal en las provincias, operación que, junta con el mecanismo electoral de la lista completa, determinó el progresivo cierre de los canales de acceso a los nuevos actores en la esfera política. Aunque por caminos distintos, el proceso político en Argentina fue equiparable, en muchos aspectos, al caso mexicano. Los asemeja la distorsión que las prácticas políticas produjeron, de manera creciente, en los principios y normas sancionadas por la Constitución del 60.
El sistema representativo ideado por Alberdi, si bien pensado en el contexto de una visión restringida de la participación política, había previsto una suerte de dependencia del representante por parte del elector que, a través de un tema de mandato limitado otorgado desde abajo hacia arriba, tenía que ejercer un control sobre el gobernante que él mismo había nombrado. Sin embargo, la persistencia de prácticas extrainstitucionales heredadas del antiguo regimen, que siguieron jugando un papel de primer plano en la realidad social argentina, quitó en muchos casos lo sustancial a los mecanismos legales de representación. A menudo, las elecciones se convirtieron en la simple sanción de un candidato designado por el funcionario cesante, con base en el instrumento tradicional del acuerdo entre notables que precedía y condicionaba de manera determinante el proceso electoral. El sistema de control teórico de abajo hacia arriba se convirtió, en la práctica, en un mecanismo articulado en sentido contrario; y el mandato limitado concedido al representante por el elector se transformó de hecho en una suerte de poder ilimitado impuesta al segundo por el primero: el sistema de la preselección del sucesor por parte del representante mismo.
Como hemos subrayado antes, tanto en Argentina como en México, la estrecha interrelación entre el poder Ejecutivo y los gobernadores jugaba un papel de primer plano en la configuración de la sucesión. Pero el punto central estuvo en la fuente principal del poder de los gobernadores, que a menudo no derivó de la aplicación de normas constitucionales, sino más bien de la distorsión de las mismas a través de prácticas y relaciones extrainstitucionales de antiguo régimen. Los amados gobiernos de familia, que operaban con base en fidelidades de origen personal y relaciones de tipo clientelar, gozaron todavía por muchas décadas de una fuerza y una estabilidad extraordinarias; sobre todo en los distritos rurales de pequeño y mediano tamaño-que al final de cuentas constituían la mayoría-, pero también en numerosos sectores urbanos. En el interior de estas realidades sociales y políticas locales, el mecanismo electoral consolidaba vínculos y relaciones "particularistas", mediante los cuales era posible ejercer el voto de manera controlada y la sistemática aplicación del fraude. Si en México el acuerdo preelectoral con Díaz hace menos evidente-pero no menos sustancial-la maniobra electoral, en Argentina, por el contrario, el fenómeno se manifestaba con claridad en el momento de la organización de las elecciones y del ejercicio del voto:
...por el deseo de superar numéricamente el adversario-puesto que un partido incluye nombres de ausentes, de muertos y de vivos ­ la suma de los votantes de las dos o tres elecciones organizadas en la misma votación termina por superar el total de los electores inscriptos... Al juez de la elección le corresponde la tarea de establecer que votación ofrece mayor apariencia de legalidad y tal decisión no depende de las calidades intrínsecas o extrínsecas de los actos sino del criterio de conveniencia política que, basado en los sentimientos de amistad en el interior de un mismo partido, pueden favorecer tal o cual tendencia de tal o cual personaje.
De esta manera, la expresión del voto se transformaba en una forma de conducta colectiva que constituia el sello de un procedimiento que permitía la asignaciónl del derecho electoral a los ausentes o a los fallecidos o desde luego la creación de los que en jerga se definían entonces como "electores volantes"; es decir, ciudadanos que votaban varias veces en la misma mesa electoral o en mesas distintas en el mismo distrito. Esta práctica fue a menudo denunciada por la prensa de la época, como sucedió en las elecciones de la capital en 1898:
Los electores ad hoc pasaban como en procesión de una circunscripción a otra, depositando su huevo en todas las urnas sin preocuparse de ningún modo por cambiar su aspecto con nuevos trajes...[y desarrollando] su tarea con una rapidez igual a su cinismo-frente a la indiferencia de los presentes-a voces con gran satisfacción de los escrutadores, que no lograban contener su alegría cuando veían la cómica seriedad del elector que votaba repetidamente, y se presentaba con boletas electorates diversas echo o diez veces seguidas en una hora...
Estos mecanismos gozaron aún por mucho tiempo de un considerable nivel de legitimidad. Esta legitimidad resultaba de la aplicación de mecanismos de reciprocidad, de intercambio de favores, de protección en contra de la intromisión misma del poder central y de sus reglas, cuya función todavía no era claramente percibida a nivel popular. Tales prácticas constituyeron probablemente el verdadero lubricante que permitió a los engranajes de la "máquina" funcionar. En el interior de una realidad social así configurada, la autoridad personal del notable, heredada del antiguo régimen, precedió todavía en importancia y por largo tiempo la autoridad del Estado liberal y los nuevos mecanismos de representación que se impusieron sólo en teoría; pero simultáneamente pudo ser aprovechada para consolidar la autoridad del Estado mismo. El notable constituyó así el anillo de enlace entre prácticas de antiguo régimen y normas liberales, que permitió la articulación del nuevo sistema político en todos los niveles.
El fortalecimiento progresivo del poder de los gobernadores y de su capacidad de control sobre la sucesión, que hemos subrayado en nuestro análisis, contribuyeron, de manera gradual, a retraer el limitado horizonte liberal alcanzado durante los años anteriores a la consolidación del Porfiriato y el régimen del 80.
La pérdida de espacio de los principios liberales fue particularmente evidente en Argentina, donde el derecho constitucional de intervención federal se convirtió en el de corrección de los "accidentes" electorates. La parcialidad de su aplicación era evidenciada por la relación entre oposición o apoyo de cada provincia al candidato oficial y el objetivo de la intervención deliberado por el gobierno central. Este intervino principalmente en las provincias que Botana define "a oposición repetida", es decir, donde se registraba una oposición sistemática del candidato apoyado por el Ejecutivo; y sostuvo con más frecuencia a las autoridades constituidas si éstas pedían la intervención, y a los grupos opositores si la intervención era de iniciativa presidencial.
El resultado fue la articulación de un intercambio de protecciones para el control institucional de la sucesión , que "ascendía entonces desde las provincias para dar sustento a la elección presidencial y descendía hacia ellas desde el gobierno federal para dirimir conflictos, otorgar recompensas y sancionar los díscolos. Si el Presidente, por un lado, no podía prescindir del apoyo político de los gobernadores, éstos, por el otro, actuaban en las provincias seguros de que, en el caso de resultados electorales "imprevistos", el gobierno federal intervendría de manera coercitiva.
El Porfiriato y el régimen del 80 terminaron así por crear, en la segunda fase, lo que Hamilton definió como "una voluntad independiente de la mayoría...método [de control que] prevalece en todo gobierno que posee una autoridad hereditaria o que se designa a sí misma". En los Estados liberales mexicano y argentino del siglo XIX no existían, por supuesto, mecanismos hereditarios; sin embargo, el resultado de las elecciones, a cualquier nivel, podia ser predispuesto o modificado mediante instrumentos, institucionales o no institucionales, independientes del sistema electoral, que equivalían a una real autodesignación, en el sentido atribuido por Hamilton a esta palabra.

FORTALECIMIENTO DE LA OPOSICIÓN Y REACCIONES DEL SISTEMA POLITÍCO. OBSERVACIONES PARA UNA CONCLUSIÓN

El de la riqueza, por efecto de la política expansiva liberal, produjo cambios sustanciales en la estructura social mexicana y argentina durante las últimas dos décadas del siglo XIX. Aunque con diferencias notables tanto a nivel cualitativo como cuantitativo, este proceso se desarrolló en sus rasgos generales en tres direcciones: crecimiento de la población urbana, con porcentual en relación a la población rural; expansión de la clase media en las ciudades; fortalecimiento económico de las clases dominantes, también de los sectores excluidos de la participación política.
Este fenómeno se presentó de manera más evidente en el caso argentino, por su relación con el rápido y masivo poblamiento territorial. Pero en ambos países produjo un aumento sustancial de actores en la esfera económica, que empezaron a reclamar, en los años 90, sus espacios al interior de la sociedad política. Este cambio coincidió, como hemos visto, con el progresivo entorpecimiento de las instituciones del Estado liberal que, en su dimensión notabiliar, actuaba hacia la conservación y fortalecimiento de los mecanismos de exclusión política. De igual forma, no sólo funcionaron en relación a los nuevos actores emergentes, sino también a los sectores económicamente relevantes que se habían quedado marginados a lo largo del proceso de consolidación de los nuevos regímenes.
Las contradicciones del modelo liberal notabiliar se volvieron entonces más evidentes, como lo demuestra el aumento en este período de los movimientos y grupos de oposición en ambos países. Sin embargo, cabe enfatizar las finalidades genéricamente antirrevolucionarias de tales movimientos. En Argentina, candidatos, dirigentes, parlamentarios y diputados provinciales de la fracción modernista del PAN o de la Unión Cívica Nacional presentaron una sustancial uniformidad en relación con su procedencia económica­social o con su caracterización ideológica. Como subrayó un caudillo de la época, la distinción entre ellos y los grupos más conservadores era quizás sólo "[...] el resultado de la tensión entre la parte 'decorativa urbana' y la 'genuina componente rural' del aparato político del PAN en la provincia de Buenos Aires".
También Leandro Alem, líder de la más agresiva Unión Cívica Radical, manifestaba una indiscutible tendencia integradora:
Los que combatimos el sistema que aun impera, no somos propiamente los
revolucinarios; somos los conservadores: de nuestra revolución puede decirse lo que decía Macaulay de la revolución inglesa, comparándola con la francesa. La revolución francesa conmovió la sociedad entera y llevaba completamente una innovación profunda en el orden político, en el orden social y en el orden económico; la revolución inglesa no hacia otra cosa que defenderse de las usurpaciones, del de la corona...
No era por cierto un mensaje de tipo revolucionario, sino una simple solicitud para un ampliación parcial de la participación política, en el interior del sistema de dominación tradicional
En México, encontramos una significativa analogía en los discursos pronunciados en el Congreso liberal de San Luis Potosí el 5 de febrero de 1901, que aludían a la conducta de los funcionarios públicos y al restablecimiento de "la honestidad política" y "la abolición de toda tendencia personalista" en el gobierno. F. X. Guerra afirma que, al final del siglo XIX, existían dos tendencies liberales distintas: la jacobina y la positivista. Pero indica también que para ambas era major un sufragio restringido o una dictadura que un sufragio universal real, pues habría conducido a la "teocracia". De la misma manera, Hale sostiene que las críticas mudas de Sierra en 1889 revelaban "un creciente desacuerdo dentro del gobierno porfiriano acerca de los elementos de la tradición liberal y la relación del régimen con ellan, pero que al mismo tiempo "la tradición misma continuó inamovible".
Queda claro entonces que en ambos casos el Estado liberal notabiliar mantenía márgenes sustanciales de movimiento y oportunidades de adaptación. En otras palabras, el sistema no sufría, a finales de los años 90, crisis alguna de legitimidad; la oposición era esencialmente reformista y sus líderes estaban estrechamente vinculados por su origen e intereses al orden social tradicional. El problema central era, por lo tanto, la capacidad de cada uno de los dos regímenes de aprovechar dichas oportunidades antes que tal crisis se desencadenara.
En efecto, los acontecimientos mexicanos y argentinos de la última década del siglo XIX y de los primeros años del XX mostraban indicios de algunas insuficiencias institucionales en ambos regímenes. Samuel Huntington sostiene que se requiere de dos condiciones para que un sistema político pueda encarar con éxito la modernización: a) tiene que estar en condiciones de innovar la política, es decir, de promover la reforma social y económica por medio de la acción estatal; b) tiene que encontrarse capacitado para asimilar las fuerzas sociales producirlas por la modernización, las cuales exigen el derecho de participar en el sistema político mediante caminos que armonicen con la continuidad de su existencia. Agrega Huntington que "un sistema político cuyo poder está disperso tendrá muchas proposiciones y pocas posibilidades de adoptarlas, y uno de poder concentrado contará con pocos proposiciones y mucha capacidad de adopción''.
Podemos aplicar el modelo de Huntington a nuestro análisis y considerar el poder político como relativamente disperso en el caso argentino y mayormente concentrado en el mexicano. Hemos visto en efecto que Díaz llegó al poder después de una acción militar y consolidó el régimen polarizándolo alrededor de su persona; mientras Roca fue llevado a la Presidencia por un acuerdo interoligárquico que, al permanecer como práctica extraconstitucional en los años siguientes, impidió el ejercicio del poder según los principios de la ortodoxia liberal, pero garantizó al mismo tiempo la sobrevivencia de una suerte de restringido.
Este mecanismo permitió una alternancia limitada pero real en el poder entre los distintos sectores de las clases dominantes, desde el nivel presidencial hasta las autoridades locales. Tal alternancia desarrolló una función moderadora de las tensiones en la esfera política. El Porfiriato, al contrario, no articuló un análogo, como lo demuestra la reelección sin solución de continuidad de Díaz a la Presidencia hasta el estallido de la Revolución, y la gradual extensión de esta rigidez a todos los niveles de la esfera política.
Si hacemos de nuevo referencia a Huntington, podemos afirmar que el momento crítico en el proceso de modernización fue distinto en los dos casos examinados. En México hubo la capacidad de proponer ciertos cambios necesarios para adaptar el régimen a la nueva situación social. El alto grado de concentración de poder en la persona de Díaz permitió la aplicación de reformas institucionales, sin enfrentar el obstáculo de los contrastes sectoriales, a veces violentos, que caracterizaban el panorama político argentino; pero no fue posible activar concretamente la "fase propositiva" sin el consenso mismo de Díaz. La artritis progresiva del régimen fue entonces consecuencia de la falta de iniciativa del Ejecutivo en activar mecanismos de cambio y, "cerrando poco a poco el acceso a los puestos públicos, [minó la] cohesión''. El destino de los clubes liberales, nacidos en 1900 y reprimidos en 1903, era la mejor demostración del camino tomado por el régimen porfirista.
Este entorpecimiento determinó, con el tiempo, una creciente carencia de los mecanismos de "expresión política"-para utilizar otra vez un término de Huntington. El Monitor, en 1893, escribía que en México "el Presidente se postula a sí mismo, y elige a si mismo, y se vuelve a elegir". Pero lo peor fue que el problema empezó a extenderse desde la esfera presidencial hacia los gobernadores y las autoridades locales. La falta de representatividad de las instituciones era enfatizada también por El Universal que, desde otra pero no menos importante perspectiva escribía el mismo año que "Las profesiones más numerosas, las que tienen intereses más considerables (agriculturas, industriales, comercianles), debían contar con un mayor número de representantes en el Congreso".
En Argentina, entre los dos siglos, se escucharon comentarios análogos acerca de la escasa representatividad del sistema político . El diputado Ancorena afirmaba en 1911 que "Estas oligarquías han hecho imposible el acceso á la vida pública á una porción de hombres que merece tomar parte en la gestión de los intereses públicos". Pero estos comentarios procedían de la mayoría liberal en el Congreso o incluso de los miembros mismos del Ejecutivo, que demostraban intuir la necesidad de una ampliación parcial y controlada de la participación política:
Cuando se clausuran todas las puertas, se aprietan todos los tornillos, y se ajustan todas las válvulas, estalla la caldera. El anillo de contención cede siempre al empuje de la potencia expansiva. Cada diez años...la rebelión ha conmovido y desgarrado á la República... El indulto y la amnistía, el perdón y el olvido...restablecía [sic.] inmediatamente la fraternidad nacional, pero en la paz y en el trabajo y en medio de la fiebre de los negocios y en el seno de la cordialidad común, recomienza la preparación y explosión de la violencia próxima. Al través de todos los fracasos y dolores, la rebelión persiste. Es la protesta viva y renovada contra los sistemas electorales, los procedimientos electorales, las costumbres electorales...
El levantamiento organizado por la Unión Civica en 1890 y las rebeliones radicales de 1893 y de 1905 parecen mostrar, por un lado, una situación menos estable que la de México en la misma época; por el otro, estimularon, a las clases dominantes para buscar soluciones adecuadas al doble objetivo de integrar los actores emergentes y conservar el control del poder político. En otros términos, en Argentina, al contrario que en México, la élite política mostró una mayor concienciá del surgimiento de un interno y urgencia de canalizarlo y controlarlo en el marco del orden existente. En este sentido se puede decir que la capacidad de Porfirio Díaz para controlar la oposición, quizás de manera más global, excluyendo de la participación política cualquier grupo que se declarara no porfirista, representó la fuerza del régimen a mediano plazo, pero su debilidad en el largo plazo.
En Argentina, la reforma electoral de 1912 introdujo el sistema de "lista incompleta", que amplió la participación a la primera minoría en el poder legislativo. Como consecuencia también se amplió la posibilidad de alternancia en el ejercicio del poder que, si bien todavía a nivel notabiliar y con la persistente exclusión de los sectores populares más bajos en la escala social, permitió la integración de las élites disidentes y una parte de la clase media urbana en el orden tradicional. Es evidente el contraste con el destino de los clubes liberales mexicanos.
Se puede entonces concluir que, al empezar el siglo XX, México y Argentina se encontraban en una situación de estabilidad relativa y de legitimidad política, bajo muchos aspectos similar. Entre el final de los años setenta y el comienzo de los ochenta, ambos países habían consolidado un régimen de tipo libera notabiliar, el cual surgió de las cenizas de las luchas interoligárquicas de la primera