Meyer, Lorenzo.
Liberalismo autoritario.
Las contradicciones del sistema político mexicano.
Ed. Océano de México.
Primera edición. México, 1995



El factor Estados Unidos

En la ceremonia de firma de los acuerdos paralelos al TLC, el expresidente Carter declaró: "México tiene una larga ruta por delante para llegar a elecciones verdaderamente honestas y democráticas". El duro juicio no paró ahí: si no hay apoyo en Estados Unidos para el TLC, añadió, entonces habrá llegado "el fin de cualquier esperanza para que en el future cercano tengamos comicios honestos y democráticos en México".

"Que el México de hoy está repleto de corrupción, es absolutamente cierto. Entonces estaremos tomando un gran riesgo al no adoptar el TLC y ayudar a reformar ese sistema." Esta declaración fue hecha por el diputado republicano norteamericano James Leach que, como el expresidente Carter, también apoyó al TLC.

Las declaraciones citadas constituyeron un indicador de algo realmente inquietante: el alto grado en que los asuntos internos mexicanos son, o pueden ser, parte del debate político norteamericano. El TLC no sólo ha abierto la economía mexicana a Estados Unidos, sino muchas cosas más. No tiene sentido sostener, como lo intentaron las autoridades, que la liberación del comercio entre México y Estados Unidos era sólo un asunto económico. No, por motivos geopolíticos y por una elemental lógica que genera la asimetría entre las partes contratantes; el TLC es algo que para México fue más allá de lo meramente comercial y financiero, y lo va a acercar a una verdadera integración con su poderoso vecino del norte. Justamente por eso, ciertas características negativas nuestras, como la corrupción o la ausencia de elecciones honestas, van a ser discutidas públicamente en Estados Unidos con la frecuencia y en el tono que lo requieran las circunstancias políticas norteamericanas. El que eso nos guste o no, poco importa, pues será parte de la "interdependencia" con el vecino del norte.

Los múltiples y contradictorios actores que hay dan contenido al factor Estados Unidos-el presidente, los senadores y diputados, las empresas con inversiones en México, los gobernadores de Texas y California, los líderes sindicalistas, las organizaciones ecologistas, los medios de comunicación, etcetera-, están usando lo que podemos llamar el "factor mexicano" para sus propios fines infernos. De esa manera, vivimos en México la incómoda paradoja de, sin tener aún un sistema democrático, ester experimentando de trasmano sus efectos. Un caso paradigmático fue la discusión del destino del TLC por razones del voto, pero del voto en el congreso de Estados Unidos.

No es la primera vez que ahí se usan los asuntos mexicanos como armas en la lucha entre partidos y facciones. A partir de 1913, cuando se intensificó la guerra civil en México, por ejemplo, los problemas de nuestro país y sus efectos sobre los intereses norteamericanos se volvieron parte de los argumentos republicanos para atacar a los demócratas. El senador Albert B. Fall, un republicano ligado a empresarios con intereses en México, empleó muy bien las contradicciones de la política del presidente Woodrow Wilson en México para montar un fore en su contra en el comité de relaciones exteriores del senado. El 6 de julio de 1919, Fall logró que el senado creara un comité para investigar los asuntos mexicanos, y las audiencias que tuvieron lugar entonces-cuando la presidencia de Wilson ya se había debilitado-dieron lugar a una catarata de acusaciones contra el gobierno de Carranza, contra Wilson y contra el Partido Demócrata. El "problema mexicano" fue entonces parte de los temas de la campaña presidencial de Estados Unidos y los demócratas la perdieron.

La acción de Fall llevó a condicionar severamente el reconocimiento de los gobiernos de Adolfo de la Huerta y de Alvaro Obregón después, a la firma de un "tratado de amistad y comercio". El propósito de ese tratado-que finalmente se transformó en los llamados "acuerdos" de Bucareli de 1923-no era otro que reescribir las reglas de la relación económica de México con Estados Unidos, especialmente en el campo de la seguridad de las inversiones extranjeras, algo no enteramente ajeno a la letra y espíritu del TLC.

Pero aparte de defender sus ventajas como socios mayores en tratados y acuerdos comerciales, no hay duda de que en el pasado los gobiernos norteamericanos han intervenido también activamente en el proceso de selección presidencial mexicano. Para empezar, está el caso del primer representante norteamericano en México, el ministro Joel R. Poinsett, que mediante la organización de una logia masónica-la yorkina, ligada a la de Filadelfia-, buscó influir para que el sucesor de Guadalupe Victoria fuera un miembro del grupo de políticos radicales, afín a sus ideas.

Más tarde, al permitir la entrada de Santa Anna a México en 1846-resultado de unas negociaciones secretas-, Washington pretendía que la presidencia volviera a quedar en manos de un personaje al que imaginó muy útil para llevar a feliz término sus planes de expansión territorial en México. Cuando en 1858 Washington reconoció al gobierno de Juárez en Veracruz, pese a que en ese momento la mayor parte del territorio nacional escapaba a su control, lo hizo porque consideró más adecuado para su proyecto expansionista a un presidente liberal que a un conservador. Al concluir su terrible guerra civil, el gobierno de Estados Unidos apoyó activamente la sustitución del gobierno imperial de Maximiliano por el republicano de Juárez.

En el siglo XX, los ejemplos de intervención son tan o más dramáticos que los anteriores. Es bien conocida la activa participación del embajador Henry Lane Wilson en el golpe de Estado de 1913 contra Madero. Posteriormente, el otro Wilson, Woodrow, se convirtió en presidente de Estados Unidos y también en uno de los factores que impidieron la permanencia de Victoriano Huerta en la presidencia que había usurpado. Tras el llamado "acuerdo Calles-Morrow" de 1927, el embajador norteamericano fue un apoyo importante de la presidencia mexicana-la de Calles y la de Portes Gil-y tuvo un papel destacado durante la rebelión escobarista, cuando logró que las autoridades norteamericanas frustraran los intentos de los rebeldes para in troducir armas a México. La política norteamericana fue igualmente importante para echar por tierra en 1940 los intentos del general Almazán por arrebatar la presidencia a Manuel Ávila Camacho.

De los ejemplos anteriores, se puede sacar una primera conclusión: el gobierno norteamericano ha considerado necesario intervenir de manera activa en la designación, sostenimiento o eliminación de un gobernante mexicano, sólo cuando se debilitan las bases de la estabilidad y, sobre todo, cuando el conflicto interno desemboca en lucha abierta entre facciones. Por el contrario, la evidencia histórica permite asumir que cuando en México la nota dominante la dan el consenso y la estabilidad, la intervención activa de Es tados Unidos en la designación o permanencia de un presidente, es mínima o no se da.

Los antecedentes también sugieren una segunda conclusión: que la voluntad para intervenir en México no basta para que la acción norteamericana tenga éxito. Los esfuerzos de Woodrow Wilson en 1914 por detener la lucha entre huertistas y constitucionalistas e imponer como presidente provisional a una personalidad ajena a los bandos en pugna, fueron inútiles. En 1915, la diplomacia norteamericana se inclinaba por reconecer a Villa como cabeza de un gobierno de facto, y eliminar a Carranza del cuadro político, pero el proyecto se frustró por las victorias de Obregón sobre los villistas en el Bajío. Tras el asesinato del presidente electo en 1928, el embajador Morrow intentó que Calles prolongara su mandato, pero el sonorense no escuchó ese canto de sirena y dejó la presidencia-que no el poder-en manos de Emilio Portes Gil.

Es justamente la dificultad que entraña la intervención política en países relativamente débiles pero complejos, como el nuestro, lo que ha llevado a que sólo excepcionalmente Estados Unidos busque imponer sus preferencias a nivel presidencial.

En ausencia de un conflicto abierto entre los actores políticos mexicanos, la acción norteamericana en relación a la sucesión presidencial, cuando existe, es discreta y de importancia secundaria. Por ejemplo, cuando tuvo lugar la sucesión de 1946, lo que el embajador Messersmith consideró más prudente para propiciar la selección y triunfo de Miguel Alemán, el candidato de Estados Unidos, fue no hacer nada. Por ello suspendió las presiones para revertir la nacionalización de la industria petrolera, pues temió que de continuarlas podría resurgir el nacionalismo cardenista y echar por tierra la candidatura de Alemán.

En 1988 la crisis económica mexicana y el inicio de la revolución neoliberal bajo Miguel de la Madrid, habían polarizado el proceso de la sucesión presidencial como no se había vista desde 1952. No sabemos aún si Washington buscó influir o no en la decisión de De la Madrid para dejar el mando en manos de Carlos Salinas. Lo claro es que, inmediatamente después de anunciados los controvertidos resultados de la elección, el gobierno de Washington se apresuró a apoyarlos y darles toda la legitimidad que le era posible, pese a las evidentes irregularidades del proceso. La recuperación posterior del gran poder de la presidencia mexicana no es ajena al apoyo abierto y sistemático que el gobierno de George Bush dio al programa neoliberal mexicano en general y a Carlos Salinas en lo personal, y a la que William Clinton ha dado a Ernesto Zedillo.

La inseguridad nacional

Una definición simple y directa: seguridad nacional es la capacidad de un Estado para proteger sus valores internos de las amenazas externas. Un par de aclaraciones: en primer lugar, las amenazas a la seguridad de un país no siempre son militares; en segundo, la seguridad del gobierno y del grupo gobernante no necesariamente es equivalente a la seguridad de la nación. Es verdad que a todo grupo en el poder le interesa presentar su seguridad y la defensa de sus intereses particulares como parte de la seguridad e interés de la nación, pero con frecuencia no es ése el caso. En ocasiones, cuando existe un gobierno legítimo, quien actúe en su contra estará efectivamente atentando contra el interés y seguridad de la nación; por ejemplo, cuando en 1913 el ejército federal destruyó el gobierno presidido por Francisco I. Madero y abrió el camino a fuertes presiones norteamericanas. Sin embargo, hay otras ocasiones en que la seguridad de los gobernantes y la seguridad de la nación son antagónicas, como fue el caso de Haití; los esfuerzos del gobierno por dar prioridad a la seguridad del general Raoul Cédras, que en 1991 derrocó al presidente Jean-Bertrand Aristide, trajeron a la nación haitiana un aislamiento y un embargo internacionales que afectaron directamente su interés y su seguridad, y que sólo concluyó cuando Aristide fue reinstaldo en la presidencia.

La seguridad nacional mexicana no se encuentra en su mejor momento. Sin embargo, no será con la compra masiva de equipo militar como se resuelva el problema. Hoy, la amenaza externa a nuestros valores fundamentales es básicamente de naturaleza económica, y los responsables están adentro y no afuera del país.

Para los mexicanos, el problema más importante es volver a lograr tasas de crecimiento económico similares o mayores a las que alguna vez tuvimos en un pasado no muy lejano-6 o 7% anual-, pues es la única manera de superar el estado de subdesarrollo y su ramillete de consecuencias negativas: pobreza, desigualdad social, marginación, desequilibrios regionales, etcetera. Sin embargo, frente a lo deseable está la realidad: el crecimiento actual es de magnitud negativa, se trata de una tasa obviamente inútil para hacer frente con éxito a nuestros desafíos colectivos. Ahora bien, ese crecimiento económico raquítico o nulo de los años noventa está relacionado, y mucho, con las altos tasas de interés que prevalecen en México y que son un obstáculo para los planes de los empresarios, en especial para los pequeños. Las tasas actuales de interés son terribles para los productores mexicanos que tienen que competir con industriales o prestadores de servicios de los países desarrollados y que, además de otras ventajas, disponen de crédito barato.

El que México tenga que pagar tasas tan altas se explica, entre otras cosas, porque el modelo económico que hoy está en marcha necesita con desesperación flujos positivos y cuantiosos de capital externo. Y esta necesidad se origina en el hecho simple y contundente de una balanza de intercambio de nuestro país con el resto del mundo, que es sistemáticamente negativa y por mucho. En efecto, hasta antes de la crisis de 1995 nuestros déficit superaban por mucho los veinte mil millones de dólares anuales, en promedio. El mundo externo-o más exactamente los grandes especuladores-sabe de nuestras necesidades y las han podido aprovochar muy bien. Al concluir 1993, por ejemplo, la mayor parte de la inversión extranjera en nuestro país (más de 53%) no tenía como meta reforzar nuestra planta productiva es decir, convertirse en edificios y maquinaria, en empleos y producción para la exportación; no, esa inversión se dirigió al mercado de valores mexicano a especular, a sacar altos ganancias casi sin riesgo, pues al menor indicio de problemas o de mejores condiciones en otros mercados, se podía volver a convertir en dólares y salir del país, como efectivamente ocurrió a partir de diciembre de 1994.

La enorme y costosa dependencia de México del ahorro externo, es hoy una verdadera amenaza a nuestros valores centrales, y no me refiero al nacionalismo. La forma en que se aplicó el modelo neoliberal en México hizo que nuestro país se convirtiera en el mayor captador de inversión externa de América Latina. Pero esa adicción del modelo al endeudamiento externo-abierto y disfrazado-ha terminado por meternos en un círculo vicioso muy peligroso y contrario a nuestro interés nacional: es tal la suma de recursos que debemos destinar a mantener altas las tasas de interés para que no se vaya el capital de los especuladores extranjeros-el que quedó y el que se desea que retorne-que realmente nos quedan muy pocos recursos para invertir en nuestro desarrollo. Y es justamente esa falta de desarrollo-la persistencia de la depresión económica más larga del siglo XX mexicano-uno de los factores más importantes del descontento social que hoy se manifiesta de formas diversas.

Otra vez se hace necesario recurrir a don Daniel Cosío Villegas, al profeta Daniel, y a lo que él predijo en ese ya lejano marzo de 1947 en su ensayo "La crisis de México". Tras examinar el incumplimiento del programa de la revolución mexicana por la corrupción e incompetencia del grupo dirigente-su fracaso fue político, económico y social-, Cosío Villegas vaticinó que de no autorregenerarse la revolución, se corría el riesgo de que México vagara por un tiempo a la deriva perdiendo un tiempo que ya no debería perder, "para concluir en confiar sus problemas mayores a la inspiración, la imitación y la sumisión a Estados Unidos, no sólo por vecino, rico y poderoso, sino por el éxito que ha tenido y que nosotros no hemos sabido alcanzar. A ese país llamaríamos en demanda de dinero [...] y concluiríamos por adoptar íntegra su tabla de valores". Es posible, dijo entonces Cosío Villegas, que rindiéndose México a los norteamericanos "muchos de sus problemas se resolverían entonces y México podría hasta llegar a gozar de una prosperidad material desusada". Pero justamente por eso nuestro país habría dejado de ser México, ya no sería responsable de su propio destino y su regeneración, en caso de que finalmente llegara, llegaría de fuera, y muchos mexicanos-particularmente los indígenas-serían marginados pues no tendrían lugar en el nuevo estado de cosas. Desafortunadamente, una vez más, lo que don Daniel profetizó parece estarse cumpliendo al pie de la letra.

Pero podemos ir más atrás aún, a principios de este siglo que está por concluir, para encontrarnos con el padre de nuestra sociología política y relator de los problemas fundamentales: don Andrés Molina Enríquez y sus grandes problemas nacionales (1905-1906). La obra de Molina Enríquez es un diagnóstico muy certero y una condena del México del antiguo régimen, del porfiriato, de sus "científicos" y modernizadores.

Al examinar la pirámide social-el cuerpo deformado y contrahecho de un México injusto, concentrador de pobreza y riqueza-, el abogado metido a sociólogo señaló que Díaz y su grupo político eran únicamente los acaparadores de los puestos formales de mando, pero que no eran ya los que realmente mandaban. Sobre ellos, por encima del anciano general de regia figura y muchas medallas, estaba un grupo aún más poderoso: el de los extranjeros. Dentro de la minoría externa dueña del poder económico y que, en la práctica, subordinaba a la clase política nativa, también había una jerarquía: los norteamericanos presidían sobre toda la compleja pirámide social, económica, cultural y política de México.

Al desnudar la estructura de poder del porfiriato en su etapa terminal y mostrar, entre otras cosas, la incapacidad de la dictadura para realmente gobernar en su propia casa, Molina Enríquez expuso la incapacidad e ilegitimidad de la élite política mexicana como promotora de un proyecto nacional. Años más tarde, el amigo y socio de don Andrés, Luis Cabrera, habría de enumerar las causas que dieron origen a la revolución mexicana y en un lugar prominente figuraba el extranjerismo, es decir, la subordinación del interés de los mexicanos al extranjero.

En más de un sentido estamos de vuelta en el porfiriato, de retorno a una supuesta modernización que concluyó en crisis y subordinación del proyecto nacional al exterior.