Meyer, Lorenzo
Liberalismo autoritario.
Las contradicciones del sistema político mexicano.
Ed. Océano de México.
Primera edición.
México,1995.
La crisis heredada
La crisis económica de 1982 fue una catástrofe política para la presidencia, y los resultados dudosos de las elecciones de 1988 no contribuyeron en nada a mejorar la situación. Carlos Salinas, en un esfuerzo audaz para recuperar y recomponer el poder presidencial, decidió asumir directamente el control de todos los procesos claves. Como bien lo muestra Rogelio Hernández, la recuperación de poder y control por parte del presidente requirió debilitar a algunos de los instrumentos auxiliares de la presidencia: al gabinete (casi un centenar de cambios), a los gobernadores (diecisiete cambios), a las grandes organizaciones corporativas (en particular a los sindicatos y a la CNC), al partido del Estado (el Pronasol, y ya no el PRI, fue la gran gestoría de los intereses populares). Cuando la rebelión armada de Chiapas y el asesinato del candidato presidencial del PRI, pusieron un fin al proceso de reconstrucción del presidencialismo autoritario, se hizo evidente que el debilitamiento de la red de instituciones auxiliares de la presidencia-gobernadores fuertes, secretarías fuertes, sindicatos fuertes, etcétera-había dejado al presidente en una situación en extremo vulnerable. Entre 1988 y 1994, la presidencia autoritaria llegó a su límite.
Por otro lado, la actual crisis de la economía mexicana y muy posiblemente del modelo nealiberal tal y como fue aplicado por la tecnocracia dorada del salinismo, no fue algo imposible de prever para los bien informados y técnicamente bien preparados economistas gabernamentales. Las señales que apuntaban en esa dirección estaban a la vista de los altos mandos de la economía mexicana desde fines de 1993 y, sin duda, a mediados de 1994. Más de un analista alejado de los círculos de decisión así lo advirtió y lo señaló a tiempo, mucho antes del desastre de diciembre de 1994.
Si finalmente Carlos Salinas y su pequeño círculo de tecnócratas no hicieron lo que pudieron y debieron hacer para evitar la catástrofe, no fue por falta de información sino de ética. En efecto, los economistas-políticos lanzaron a la economía mexicana por un camino tan peligroso como espectacular-¡México, ejemplo para el mundo subdesarrollado! ¡México, miembro de la OCDE! -, porque así convenía a sus intereses de grupo, no al país. La campaña presidencial de 1994 requirió manipular consciente y fríamente las cifras económicas, la economía misma y las expectativas del mexicano promedio, para crear artificialmente una atmósfera de prosperidad generalizada y supuestamente sostenible a large plazo. Sólo insistiendo en que el modelo implantado a partir de 1988 estaba bien, que no necesitaba ya ningún cambio sustantivo o doloroso, tendría credibilidad y éxito en las urnas el candidato del partido de Estado y del "él sabe cómo hacerlo".
Fue en el contexto de economía ficción que caracterizó a la última parte del sexenio salinista, que se desarrolló una campaña de propaganda gubernamental donde se manipuló y mintió sin recato. Así, por ejemplo, al enorme y creciente déficit en las cuentas mexicanas con el sector externo se le definió desde el poder no como el resultado de un problema estructural de balanza de pagos sino como uno más de los indicadores de la gran salud del proyecto en marcha. Como señalara Gabriel Zaid, al déficit comercial la tecnocracia le llamó ¡superávit de confianza externa en México!, pues se le presentó como ¡transferencias mayúsculas de ahorros del exterior hacia México! En esa atmósfera de irrealidad fue que México llegó a las elecciones del 21 de agosto... y cuatro meses después al duro encuentro con la realidad.
Que los tecnócratas en el poder debieron advertir el problema meses antes de que se presentara, es hoy evidente. Las cifras en la cuenta corriente-el indicador de peligro que entonces usamos los no economistas-no fue el único, también estaba la sobrevaluación del peso que se inició desde la segunda mitad de 1990 y que para 1992 alcanzó una magnitud preocupante. El dólar barato alentó grandes importaciones y éstas fueron el ancla de la baja inflación, orgullo del salinismo, pero que nunca sirvieron de gran cosa para lo que tiene que ser el objetivo de toda política económica digna de tal nombre: la creación de empleo, y empleo bien romunerado.
La posibilidad de vivir durante todo un sexenio por encima de nuestras posibilidades, la dio el gran superávit en la cuenta de capital. Ahora bien, se trató sobre todo de capital norteamericano especulativo que no llegó nunca con la intención de arraigarse, y se sabía que estaría aquí sólo mientras la tasa de interés permaneciera alto, muy alto. ¡Y vaya que los tesobonos o la bolsa de valores le dieron a ese capital un rendimiento muy superior al que le hubieran dado los bonos a treinta años del gobierno norteamericano! En enero y febrero de 1994, la brecha de las variaciones entre el índice de la bolsa mexicana y el de los bonos gubernamentales estadunidenses, era enorme. Sin embargo, a partir de marzo las cosas comenzaron a cambiar para mal y muy rápidamente.
El gobierno norteamericano, por razones internas-evitar que el ritmo de crecimiento de su economía llegara a revivir la inflación-, decidio poner en marcha una política de aumento en las tasas de interés: los bonos gubernamentales de corto plazo (tres meses) empezaron a subir desde 1993 y los de largo plazo (treinta años) a partir del primer trimestre de 1994. Se trató de un aumento sostenido y relativamente rápido. Para cuando se anunció la candidatura de Ernesto Zedillo, los indices tendieron a converger, el norteamericano iba a lo alto y el mexicano a la baja, y en julio la ventaja de tener los dólares en papel mexicano en vez de norteamericano-siempre seguros-ya no era tan evidente para el inversor externo. Una gráfica que comparase ambos índices en 1994, mostraría que en octubre la tendencia del índice de la bolsa mexicana era a caer y a separarse de la línea que representaba la tasa creciente de interés en Estados Unidos. Para entonces y explicablemente, la compra neta de acciones extranjeras-entre ellas las mexicanas-par parte de los inversionistas norteamericanos, había bajado notablemente respecto de los meses anteriores: la combinación de seguridad y ganancia que daba intervenir en papel norteamericano, hacía a éste muy atractivo.
Para hacer la situación más difícil-pero más clara en relación al camino que debieron haber tomado las autoridades financieras mexicanas-, resulta que desde agosto el ritmo de crecimiento de las importaciones mexicanas se había ido hacia arriba mientras que el de las exportaciones se había mantenido casi constante: en octubre de 1994 y, en relación al mes anterior, las exportaciones mexicanas crecieron 13% pero las importaciones lo hicieron al doble: el déficit provocado por el dólar barato tendía a aumentar. Se debió haber actuado antes o al menos entonces sobre el tipo de cambio, pero no se hizo nada.
Para noviembre, las reservas del Banco de México, que en marzo de 1994 eran del orden de los treinta mil millones de dólares, habían caído a casi la mitad. La salida de capital en una situación de desequilibrio comercial creciente se transformaría en el detonador de la crisis. Históricamente, las reservas del Banco de México se han acumulado para que, en determinadas coyunturas, los especuladores las usen en su provecho, y la corrida que tuvo lugar entre octubre y diciembre del año pasado lo volvió a confirmar: casi quince mil millones de dólares. Y en esta espectacular sangría, fueron mexicanos los adelantados.
En un análisis hecho en la Brookings Institution el 27 de enero de 1995 por Jorge O. Mariscal, encargado del grupo de análisis para América Latina de Goldman, Sach & Co., se sostuvo que 80% de la gran crisis económica mexicana de 1994-1995 se explica no por acontecimientos políticos relativamente inesperados, como fueron la rebelión neozapatista de Chiapas o los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, sino por el mal manejo de variables puramente económicas.
¿Por qué una élite política conformada casi exclusivamente por economistas de supuestamente alto nivel no actuó a tiempo, ya no digamos para evitar daños a un modelo de desarrollo, sino para minimizarlos? La explicación es tan clara como poco ética: por la misma razón que Salinas no quiso admitir públicamente en 1993 la existencia de una fuerza guerrillera en Chiapas, para no despertar dudas en Estados Unidos a la efectividad de su gobierno en el momento en que negociaba el TLC; tampoco quiso hacer visible en 1994 ante el electorado mexicano el flanco débil del modelo económico vigente y poner en duda el famoso lema: "Por el bienestar de tu familia". Finalmente, metido como estaba Salinas en su campaña global para llegar a ser el primer presidente de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 1995, simplemente buscó posponer el que una devaluación pusiera al descubierto el lado oscuro de su administración.
Estamos ahora con que los problemas se acumulan y la salida aún no se encuentra. La economía es incapaz, ya no digamos de generar nuevos empleos sino de sostener los existentes; la soberanía frente a Estados Unidos se debilita; la falta de credibilidad en los procesos electorates-por fraudes y financiamiento ilegal-no se borra; el diálogo político para la transición entre el gobierno y sus opositores avanza a tropezones; la lista de los asesinatos políticos aumenta; la penetración del narcotráfico en las instituciones se extiende. Y frente a todo esto, aparece un liderazgo sin experiencia.
Es evidente que la presidencia de Ernesto Zedillo se encuentra en una situación de debilidad relativa y que esa debilidad puede dar lugar a vacíos de poder que otras fuerzas intenten llenar. Esas fuerzas pueden ser legítimas y perfectamente aceptables: los partidos políticos en la medida en que no sean partido de Estado, los poderes legislativo y judicial, las estructuras de gobierno estatal y municipal, Las organizaciones no gubernamentales, Los medios masivos de comunicación independientes, etcétera. Sin embargo, es igualmente cierto que hay otras fuerzas, poderosas y muy negativas, que pueden aprovechar la coyuntura y llevarnos a una involución, como de hecho lo están hacienda los gobernadores priístas y autoritarios del sur de México: Yucatán, Tabasco, Guerrero, Puebla y Veracruz. La disputa por el futuro político mexicano es hoy real y encierra tanto posibilidades de progreso como peligros may serios, pero ¿se asemeja a la que se vivió bajo Madero hace más de ochenta años, tal como lo han reiterado varias opiniones en la prensa?
El presidente Francisco I. Madcro acusado de debilidad, fue víctima de un golpe militar, asesinado y remplazado por una brutal y corrupta dictadura militar que, a su vez, debió ser destruida por una revolución cuyo costo fue enorme y cuyas consecuencias de largo plazo no resultaron del todo positivas. ¿En lo anterior hay elementos que nos pueden ayudar a entender la coyuntura actual? Las diferencias entre 1913 y 1995 son muchas y significativas. Para empezar, está lo obvio: Madero era la cabeza de un movimiento democrático que apenas estaba echando raíces y que llegó al poder gracias a una insurreción y a una movilización popular contra el autoritarismo. Madero era un líder carismático, profundamente comprometido con la democracia política, y que se jugó el todo por el todo en la lucha contra un régimen autoritario que aparecía a los ojos de los observadores "razonables" -incluidos los gobiernos de las grandes potencias- como fuerte, viable y deseable.
Pero hay más. De acuerdo con el profesor Stanley Ross, uno de los biógrafos de Madero, en 1913 el presidente ya había superado las dificultades mayores, iba en camino de la consolidación. En efecto, la oligarquía porfirista nunca logró la unidad que le permitiera actuar como un grupo contra Madero, y además, el gobierno había logrado mantener la fidelidad del grueso del ejército y derrotado las insurrecciones militares conservadoras-Félix Díaz en Veracruz y Bernardo Reyes en el norte-y a la de su antiguo aliado revolucionario: Pascual Orozco. La rebelión zapatista en el sur estaba acotada. Las serias tensiones con Estados Unidos estaban a punto de disminuir, pues los republicanos habían perdido las elecciones a manos de un reformista, Woodrow Wilson, cuyo proyecto-la "Nueva Libertad"-era compatible con el de Madero.
Si finalmente Madero cayó, no fue tanto por una debilidad congénita ni por una crisis estructural como la que hoy vivimos. En realidad, su ruina fue básicamente producto de la mala fortuna. Al estallar el 9 de febrero de 1913 en la ciudad de México la rebelión militar antimaderista que sólo involucró a una pequeña parte del ejército, el jefe de la guarnición de la plaza, general Lauro Villar, permaneció fiel, retomó Palacio National y cercó a los rebeldes. Sin embargo, resulta que justo entonces la fortuna abandonó a Madero: el general Villar, herido, tuvo que ser remplazado y el presidente puso en su lugar al primer general importante con el que se topó: Victoriano Huerta vencedor de Orozco pero profundamente resentido con Madero. Si el general Villar no hubiera sido herido y sí en cambio reforzado por el general Felipe Ángeles, muy probablemente los jefes insurrectos hubieran muerto en combate, como el general Bernardo Reyes, o fusilados, como el general Gregorio Ruiz.
La presidencia de Ernesto Zedillo no es producto de un esfuerzo similar al de Madero. Su meta no es destruir el autoritarismo del que él mismo es producto, sino administrarlo en tiempos que ya no le son propicios. La crisis de este autoritarismo es estructural e irremediable, la de la democracia maderista no lo era.
Si de analogías se trata, entonces se pueden explorar otras. En realidad la etapa en que se encuentra hoy el régimen tiene más puntos de similitud con los últimos tiempos de Díaz que con los de Madero. Es verdad que el porfiriato era un sistema donde el poder estaba personalizado y no institucionalizado, como es hoy el caso; pero en ambos, ese poder tenía como centro una presidencia sin contrapesos y montada en una estructura osificada. Ése no fue el problema de Madero, él buscaba arraigar un sistema distinto, nuevo, lo que, como señalara Maquiavelo, es la operación política más difícil de todas. Lo que está en la raíz de la crisis política actual no es el dolor del parto de un mundo nuevo y lleno de energía, como el maderista, sino el esfuerzo de lo viejo para dar con el secreto de cambiar para permanecer.
Igual que en la última etapa del porfiriato, hoy el sistema político autoritario enfrenta a una oposición partidista real que, pese a los enormes obstáculos, ha echado raíces. Sin embargo, el poder presidencial de ahora como el de entonces, no fue diseñado para competir lealmente por el voto y asentar ahí su legitimidad. En el ocaso porfirista, al igual que en los tiempos que hoy corren, el problema para quien estaba al frente del régimen era tratar de contener con estructuras políticas obsoletas a una sociedad que había cambiado mucho en relación a los orígenes. En la actualidad, como hace noventa años, en la élite del poder prevalece la idea de que los pocos pero ilustrados -los "científicos" entonces, los tecnócratas ahora-pueden y deben tomar por sí y ante sí, aunque en nombre de las mayorías, las decisiones fundamentales.
Las analogías pueden moverse a otros momentos. Por ejemplo a 1923, cuando el apoyo político abierto pero condicionado de Washington al gobierno del general Alvaro Obregón, le ayudó a superar una crisis muy seria. Es verdad que esa crisis no era económica como la de hoy, pero igual que hoy la vida del gobierno dependía de su solución.
En 1923 se f¦rmaron los famosos "acuerdos" de Bucareli. Entonces, el gobierno del general Álvaro Obregón estaba enfrascado en una lucha contra el tiempo: se venía encima la sucesión presidencial y se sabía que eso iba a provocar una división del grupo gobernante; se podía predecir sin dificultad una nueva rebelión. Obregón debía asegurar que esos rebeldes no encontraran apoyo en Washington. Sin embargo, para tener a la Casa Blanca de su lado, el presidente mexicano necesitaba normalizar las relaciones con Estados Unidos, suspendidas desde 1920, y para ello era necesario someterse a una serie de condiciones que demandaban las fuerzas conservadoras: el presidente Warren Harding y los republicanos. Ahí está la similitud con la situación actual.
Las condiciones impuestas en 1923 por el exterior fueron duras. A través de Fernando González Roa, Obregón las negoció por meses pero al final tuvo que aceptarlas. Entonces como ahora, se llegó a un acuerdo que no pasó por los respectivos congresos. En virtud del "pacto extraficial", se limitó la capacidad del gobierno mexicano para llevar adelante la reforma agraria y para dar un sentido radical a la reforma petrolera contenida en el artículo 27. La otra parte del acuerdo le obligó a aceptar la creación de dos comisiones de reclamaciones para atender las quejas norteamericanas sobre los daños sufridos por conciudadanos en México desde 1868 y, en especial, durante la revolución. Logrado el acuerdo, el gobierno norteamericano le dio efectivamente todo su apoyo a Obregón para salir adelante en su crisis: la rebelión delahuertista. En resumen, límites a la soberanía mexicana a cambio del apoyo norteamericano.
Otra analogía se puede encontrar con el gobierno de Pascual Ortiz Rubio; en esa ocasión, la sombra de Plutarco Elías Calles y el atentado que el presidente sufrió justamente al tomar el poder, el 5 de febrero de 1930, lo debilitaron tanto que nunca llegó verdaderamente a gobernar y tuvo que renunciar.
Si se compara a Ernesto Zedillo con Madero o con el Díaz de finales del régimen, con Obregón o con quien sea, una cosa queda clara: el debilitamiento rápido de lo que fue uno de los sisternas presidenciales más fuertes del mundo, puede crear a la sociedad mexicana tantos o más problemas de los que le puede resolver. Por ello, es indispensable asegurar que hoy no se traslade el poder presidencial a actores más duros e irresponsables, como son las camarillas o los cacicazgos. Hay que evitar a toda costa los finales catastróficos a lo Díaz o a lo Madero, la pérdida de soberanía que afectó a Obregón o maximatos como el que terminó con Ortiz Rubio. Necesitamos, en fin, una presidencia que no busque recuperar lo perdido, pero a la que le quede el poder suficiente para llevar la nave del Estado a un buen puerto, a uno donde haya un verdadero sistema de partidos, división de poderes y una economía viable.