¿QUÉ REVOLUCIÓN MEXICANA?
Introducción
Me permito aventurar este título meramente a manera de ensayo, puesto que el presente trabajo no es el resultado de un estudio exhaustivo del tema en cuestión (ni mucho menos), sino únicamente el producto de un análisis limitado a las necesidades y posibilidades (esencialmente temporales) de la elaboración del presente trabajo práctico. Por tanto, la bibliografía utilizada y el nivel de análisis de la misma, seguramente distan en mucho de lo requerido para el abordaje en profundidad de un tema tan complejo y controversial. De todos modos, intentaré establecer, a lo largo del trabajo, un nexo sólido y consistente entre el planteo teórico y la conclusión.
Me propongo analizar, entre otros, los siguientes interrogantes: ¿por qué la Revolución?, ¿cuáles fueron sus causas?, ¿cuáles sus antecedentes?, ¿cuándo terminó?, ¿hubo vencedores?, ¿quiénes?, ¿por qué? Para poder responder todos estos interrogantes, debo entender al proceso revolucionario como un acontecimiento inserto en un proceso histórico mucho mayor, por lo cual el trabajo va a seguir un claro lineamiento cronológico, pero por supuesto, no en desmedro de perder una línea interpretativa.
A continuación, haremos una breve presentación de los textos y fuentes utilizadas. Seguiremos con la descripción del marco teórico desde el cual se propone estudiar la Revolución; para luego pasar revista, muy brevemente, de los principales debates historiográficos actuales en torno al tema. Más adelante, y en concordancia con la línea de interpretación propuesta, analizaremos los principales proyectos involucrados en el proceso; para luego sí, introducirnos de lleno en el proceso histórico considerado. Por último, esbozo una conclusión en la cual expongo mi opinión personal acerca del principal motivo de la Revolución y de cuáles fueron sus consecuencias.
Los textos y las fuentes
Para analizar el período 1855-1910 nos basamos en el texto de Katz. En el período revolucionario, seguimos el trabajo de Womack para atender la cuestión principalmente cronológica, y a Knight, Wolf, y De Orellana para los aspectos sociológicos. Este último texto nos brindó asimismo información específica sobre las figuras de los líderes revolucionarios agraristas. Los años posteriores a la revolución fueron analizados en base al texto de Meyer.
El texto de Wolf nos sirvió además como referencia para la cronología larga, al mismo tiempo que nos aportó información sobre diversas cuestiones sociológicas y algunas cuestiones teóricas. De la misma manera, el trabajo de Halperín Donghi nos aportó una visión en conjunto del período considerado. Las cuestiones teóricas e historiográficas fueron atendidas en base a los textos de Katz, Knight, Meyer, Wolf, y Womack. De la lectura de Knight también tomamos el análisis de los resultados de la revolución.
Por último, las fuentes primarias corresponden a la compilación de Bransboin, a la cual se le agregan algunos documentos extraídos de Internet. De esta misma fuente de información, se extrajeron dos trabajos acerca de las reformas agrarias.
Marco teórico
Atendiendo a trabajos anteriores en los que vengo sosteniendo que la formación del mercado mundial “primaba en la adopción de las tendencias políticas, (que) el liberalismo lentamente fue abriéndose camino por entre las otras tendencias, y (que) sus principios paulatinamente fueron siendo adoptados (dando lugar a que) el mercado de tierras, capitales, y mano de obra, también (fuera) constituyéndose” (Pukas, 2008: 12-13), es que me propongo analizar la Revolución Mexicana como parte de un proceso histórico mucho más amplio que se inicia a mediados del siglo XIX con la Reforma Liberal, y que culmina en el gobierno de Cárdenas cuando convergen, por un lado, la consolidación y la profundización de las medidas liberales iniciadas casi cien años antes (plasmadas en el espectacular desarrollo industrial), y por otro, los resultados políticos y sociales de la Revolución (cristalizados en el modelo populista).
Una primera premisa teórica que va a guiar mi investigación es la siguiente: entiendo al capitalismo esencialmente como un sistema económico a partir del cual se delinean los sistemas políticos que lo legitiman, y al cual se amoldan los sistemas sociales que lo cobijan (y que por lo tanto, desde la esfera económica, se vuelve hegemónico sobre todos los otras esferas de la sociedad). No se trata de un simple determinismo económico: la imposición del capitalismo como sistema nunca se ha mostrado armónica socialmente, sino que, muy por el contrario, su adopción ha generado siempre grandes conflictos sociales debido a que tiende a crear sociedades polarizadas que se dividen en sectores beneficiados y perjudicados por él. Por lo tanto, su adopción no necesariamente es regla, ya que su carácter modernizador tiende a generar oposición y resistencia entre los grupos más tradicionales de la sociedad, tanto entre los sectores mayoritarios, rurales indígenas y campesinos, que son generalmente los más perjudicados por el cambio, como entre las elites que ven perder sus privilegios al ser desplazadas del poder. En consecuencia, la adopción del nuevo sistema no sólo se lleva a cabo mediante el sometimiento de las clases tradicionales, sino que implica además el reemplazo de la elite tradicional (o al menos de parte de ella, ya que es posible que algunos de sus integrantes puedan encontrar algún lugar dentro del flamante orden) por una elite nueva.
La segunda hipótesis que va a orientar mi trabajo postula que el capitalismo suele ir acompañado de un discurso nacionalista, racional, legal, modernizador y progresista que, convertido en la bandera ideológica del sistema, considera atrasado y negativo para la sociedad todo aquello que se opone al mismo. En este contexto, en el cual el nuevo sistema aparece legitimado desde el gobierno y promovido ideológicamente por los intelectuales adheridos a la causa como el mejor sistema y el más eficiente para toda la sociedad, las resistencias desde los sectores tradicionales quedan siempre enmarcadas en el terreno de la ilegalidad y su oposición es vista por el resto de la sociedad como un movimiento contrario al progreso; lo cual da motivos “legales” y “justos” para la intervención y la represión gubernamentales en defensa y en pos del “progreso” para el “bien” de “toda” la sociedad. Por lo tanto, afirmo que:
1.
La adopción
masiva del capitalismo a nivel mundial no radica en sus “intrínsecas virtudes
de progreso y modernización”, sino que más bien debe su éxito a que resulta ser
el sistema más rentable económica (y en consecuencia política y socialmente) especialmente
para la clase dirigente.
2. Los beneficios de su implementación como sistema dominante suelen obtenerse en detrimento de los demás sectores de la sociedad, que por lo tanto se muestran contrarios a su adopción.
3. Su instalación en la sociedad, no se consigue por la aceptación general (ni siquiera mayoritaria) por parte de aquélla sino que resulta impuesto por la simple y directa razón de la detentación del poder (en especial el militar, pero también el ideológico) que las clases dominantes ejercen sobre el resto de la sociedad.
En el caso particular que nos ocupa, y especialmente a partir de en la cronología larga que estoy proponiendo, intentaré mostrar que la hipótesis aquí presentada, al menos en el caso mexicano, toma todo su valor permitiéndonos entender mejor no sólo el proceso, sino también el accionar de los protagonistas. Siguiendo esta línea de interpretación, es de vital importancia entender que el período de la Reforma no sólo dio comienzo al proceso de modernización que condujo a la industrialización, sino que además, el avance (al principio lento pero progresivo, y más tarde ampliado, acelerado y despiadado durante el Porfiriato) del gobierno central, sobre las autonomías tradicionales locales y regionales de los caudillos, y sobre las autonomías comunitarias indígenas y campesinas provocó no sólo la oposición de estas oligarquías perjudicadas, sino también el descontento popular de las comunidades rurales expropiadas, dando origen, respectivamente, a los líderes y soldados que conformarían los ejércitos revolucionarios.
Con respecto a los resultados de este largo proceso secular, la adopción y consolidación de las medidas liberales en la economía quedaron plasmadas en el espectacular proceso de modernización y desarrollo industrial que introdujo a México de lleno en la producción capitalista. Por otra parte, los resultados políticos del proceso revolucionario se vieron reflejados en la mayor centralización y concentración del poder en manos del Estado y en el nuevo rol de las masas populares como base social de este nuevo estado populista. Finalmente, los resultados sociales más relevantes de la revolución podemos encontrarlos, de forma teórica en la Constitución, pero de forma concreta recién durante el gobierno de Cárdenas, especialmente con la aplicación de la tantas veces esperada y postergada reforma agraria.
Veremos entonces cómo, en el siglo que se extiende desde la introducción de las ideas liberales durante el período de la Reforma a mediados del siglo XIX hasta el espectacular desarrollo industrial de la segunda posguerra a mediados del siglo XX, podemos identificar tres momentos fundamentales que están atravesados, a su vez, por dos ejes principales que permiten señalar una clara continuidad en el proceso histórico. El primer período corresponde a los años comprendidos entre 1855 y 1910. En esta primera etapa se producen la adopción del liberalismo como ideología conducente a la modernización (que generalmente se muestra como marco jurídico inicial -e ideal- para la adopción del capitalismo) y, hacia el final del período, la maduración de la oposición. El segundo período, que se extiende desde 1910 hasta 1920, aparece delineado por el estallido y el proceso revolucionarios, expresados por la convergencia de las resistencias y las rebeliones sociales generadas a partir de la adopción de aquellas medidas, y por la disputa por el poder entre las distintas facciones de la elite dominante que suscribían a las ideas liberales-modernizadoras, y entre aquéllas y los movimientos sociales agraristas opuestos a ese proyecto. Esta etapa marcó, al mismo tiempo, tanto la emergencia y la destrucción de los movimientos populistas agrarios más radicales, como el reemplazo de la elite tradicional por una elite de carácter moderno. El tercer período (1920-1940) nos muestra la consolidación de la elite burguesa sonorense durante el decenio de 1920 como elite dominante, y la aparición, en la década siguiente, del populismo como momento final del acuerdo y compromiso entre la elite dominante y las clases subalternas (tema, este último, que será abordado con mayor detalle en el próximo trabajo práctico), sellando para siempre la suerte de la revolución.
A lo largo de este largo período, podemos identificar dos ejes fundamentales en la continuidad del proceso. Por un lado, la adopción, resistencia al, y triunfo final del capitalismo como sistema económico hegemónico. Por otro, el triunfo de las clases dominantes por sobre los movimientos populares y sobre las elites tradicionales: si bien el proceso revolucionario condujo al reemplazo de una elite de carácter tradicional (el caudillismo anterior y contemporáneo al Porfiriato) por una elite liberal, burguesa, moderna, y progresista, los miembros de las clases gobernantes surgieron siempre de las filas de las clases dominantes; con lo cual me animo a afirmar que esta situación condujo a la imposición de los ideales de esta última, en detrimento de los ideales de las clases populares. Por otra parte, si bien Knight afirma que “la revolución marcó el punto más álgido de las rebeliones y las protestas populares, que la representó una protesta básicamente rural contra el doble proceso de desarrollo económico y de centralización política, y que el movimiento popular derivado del campo era el corazón de la rebelión sin la cual la Revolución sólo habría constituido una forma de protesta política de la clase media antioligárquica propensa a ser asimilada” (Knight, 1988: 34), yo creo que la revolución popular tuvo lugar más bien gracias a que pudo aprovechar una coyuntura específica en la cual la lucha por el poder se estaba llevando a cabo entre los sectores de la elite que participaban de los beneficios del gobierno y los sectores de la misma que estaban quedando relegadas del poder, que a un reclamo popular campesino, indígena y agrarista de carácter autónomo. Quizá con la única excepción del movimiento zapatista de Morelos (aunque también éste se caracterizó por su influencia exclusivamente regional), es difícil pensar en un movimiento popular que funcionara independientemente de los poderes elitistas locales, y que tuviera la capacidad de organizarse de manera tal de contar con posibilidades reales, concretas, de disputarles el poder (a nivel nacional) a esta elites. Por lo pronto, las principales características de los dos movimientos populares más importantes (Zapatismo y Villlismo) que analizaremos luego, parecen confirmar esta idea.
El debate historiográfico
En el presente, no podemos hablar de la Revolución Mexicana sin tener en cuenta los dos debates historiográficos actuales más importantes que la cobijan y le dan forma.
Un primer debate se ha establecido entre los historiadores que han adoptado una visión positiva o negativa sobre los resultados sociales de dicho proceso. En palabras de Knight, “la revolución popular (…) terminó en el bando de los perdedores: para algunos más pesimistas esto tiene el fatalismo de una tragedia griega: en ausencia de una alianza proletario-campesina esto fue inevitable; para otros (…) la radicalización de los elementos populares de la revolución burguesa o pequeño-burguesa produjo importantes recompensas después de 1920. La historia tuvo un final feliz” (1988: 62). En este punto, la controversia se vuelve interminable.
El segundo debate historiográfico se ha centrado entre aquéllos que comulgan con la historia tradicional o con la historia revisionista sobre la Revolución.
Siguiendo a Womack, podemos decir que hasta la década de 1970, basados en las premisas de la sociología liberal (a saber: que la Revolución Mexicana había sido “el movimiento ‘del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’; que cuanto más sangrienta fuera la lucha, más profunda sería la transformación estructural; que la lucha en el México de 1910 era de las clases altas contra las clases bajas; y que el conflicto estaba a punto de estallar), los expertos en la materia habían elaborado una historia en la cual una “Revolución social” había permitido la ascensión de los oprimidos presentada “como un alzamiento masivo, violentísimo e intensamente nacionalista, en el cual ‘el pueblo’ destruyó el ‘antiguo régimen’, los campesinos reivindicaron sus tierras, los trabajadores organizaron sus sindicatos y el gobierno revolucionario empezó a explotar la riqueza del país para el bienestar nacional, inaugurando así una nueva historia de México” (Womack, 1992: 78-79); además, el nuevo gobierno revolucionario gozaba de gran aceptación y legitimidad. La revolución, iniciada por una causa política (la sucesión de Porfirio) fue llevada, por la acción de las masas populares, a una lucha por amplias reformas sociales y económicas. El desarrollo de la guerra había dado lugar a la aparición de líderes revolucionarios (“paladines del pueblo”, dice Womack) y los grandes destrozos producidos por la dureza y la extensión (en tiempo y espacio) de los enfrentamientos habían dejado por todo México enormes destrozos materiales que arruinaron la economía del país. Por último, se había planteado un desafío total a los Estados Unidos.
Sin embargo, siempre siguiendo al mismo autor, esta interpretación tradicional planteaba algunos problemas. Los críticos de la Revolución decían que en realidad unos “líderes tramposos habían utilizado ‘al pueblo’ para una causa falsa y lo habían arrastrado hacia unas condiciones peores” (1992: 79). Por otro lado, resultaba muy difícil explicar la rebelión católica de la década del veinte y “la sensación que se propagó a partir de 1940 de que el desarrollo de México seguía una pautas que eran más propias del antiguo régimen que de la supuesta Revolución (1992: 79)”. Finalmente, la situación de los campesinos y los trabajadores no se mostraba mejor, y los beneficios de las empresas extranjeras (especialmente estadounidenses) no dejaban de crecer, y para peor, sus ganancias eran tomadas como indicador del bienestar nacional.
Las respuestas tradicionales a estos problemas no eran para nada convincentes, y la represión sangrienta que el estado acometió contra un movimiento popular por los derechos civiles en 1968, terminó por sepultar el mito de que la Revolución se había institucionalizado en el gobierno.
Así, aparecieron nuevas interpretaciones que desconfiaban de los antiguos presupuestos: “’el pueblo’ puede moverse por iniciativa propia o ser movido por otros y enzarzarse en luchas intestinas, y en sí misma, la distinción entre movimientos autónomos y movimientos manipulados nada predice acerca de diferencias entre las consecuencias; (por otro lado) las luchas sangrientas pueden cambiar profundamente una sociedad, pero no del modo que se pensaba cambiarla al principio, o cabe que sólo produzcan cambios superficiales (1992: 79).
Entonces, a partir de una nueva conceptualización, la historia revisionista mexicana afirma que “más que entre las clases bajas y las altas, la lucha fue entre elementos frustrados de las clases alta y media y elementos favorecidos de las mismas clases. En estas luchas intervinieron masas populares, pero de forma intermitente, con diferencias regionales, y las más de las veces dirigidas a la clase media, menos en causas económicas y sociales que en una guerra civil burguesa. En algunos lugares la destrucción fue terrible; en otros escasa, pasajera o nula (por ejemplo el sur, prácticamente resultó ileso). En conjunto, el mundo empresarial se ajustó y continuó. A la larga, aumentó. Del principio al fin, las actividades de los extranjeros figuraron de modo importantísimo en la marcha de la Revolución (no sólo las estadounidenses, sino también de otros imperios europeos). Lo que sucedió realmente fue una lucha por el poder, en la cual las diferentes facciones revolucionarias no sólo contendían únicamente contra el antiguo régimen y los intereses extranjeros, sino también, a menudo aún más, las unas contra las otras (…) la facción victoriosa conseguía dominar los movimientos campesinos y los sindicatos laborales para la promoción de empresas selectas, tanto norteamericanas como nacionales (…) El Estado constituido en 1917 no era amplia ni hondamente popular” (Womack, 1992: 80).
Hay cuestiones de la historia tradicional que no se discuten: “la sociedad mexicana experimentó crisis extraordinarias y cambios serios. Los movimientos campesinos y los sindicatos obreros pasaron a ser fuerzas importantes. Y la Constitución representaba un respeto nuevo por las peticiones de justicia igualitaria y fraternal” (ibid). Sin embargo, ya no se habla tanto de ruptura, sino de continuidad entre 1910 y 1920. La crisis, el cambio, no fue tan radical como para interrumpir el proceso capitalista; incluso, el resultado de la Revolución fue la organización de un nuevo gobierno burgués (más fuerte y centralizado) que logró posicionarse entre los intereses extranjeros y los reclamos obreros y campesinos. Y en materia social y económica, los cambios no difirieron tanto de los obtenidos en Perú, Chile, y Argentina, con la diferencia que en estos países fueron logrados sin la necesidad de las matanzas y los desastres económicos producidos durante la guerra civil mexicana.
Por lo tanto, Womack resume prácticamente la Revolución a sus acontecimientos políticos, ya que para él, los movimientos sociales fueron subordinados o derrotados y el devenir y el resultado de la Revolución quedaron, en gran parte, supeditados a la acción y a la capacidad de gestión de los gobiernos revolucionarios. La posición pesimista de este autor aparece aquí con toda su fuerza.
Sin embargo, Knight nos propone una visión diferente de la Revolución. Para este autor, aunque pequeños, muchos han sido los logros sociales alcanzados (volveremos luego sobre este tema). Claramente, la historia tradicional de la Revolución tiende a elaborar una mirada positiva (aunque ya perimida) del proceso, mientras que la historia revisionista se orienta hacia la construcción de una visión quizá demasiado negativa de la Revolución. Puede ser que sea éste uno de esos casos en los cuales la verdad no necesariamente tiene que estar situada en uno de los extremos, sino que posiblemente encuentre su lugar en algún punto (no necesariamente equidistante) entre ambas posiciones.
De todos modos, acordando personalmente con esta noción de “continuidad”, intentaré analizar las consignas propuestas, a la luz de la teoría revisionista de la historiografía sobre la Revolución mexicana, pero teniendo en cuenta las dificultades que presenta esta línea interpretativa.
Los proyectos de la Revolución
En una cronología corta de la Revolución pueden identificarse cuatro proyectos: el tradicional de Porfirio Díaz (éste es en realidad anterior a la revolución, pero justamente en los resultados de su implementación deben buscarse las causas que la desencadenaron), el liberal-burgués de Madero, los populares agraristas de Zapata y Villa, y el constitucionalista o de síntesis nacional, de Carranza.
El “porfirismo”, aunque de claras tendencias liberales en la esfera económica, tenía un fuerte carácter tradicional, tanto en el aspecto político, como en el social; era un proyecto de “mucha administración, pero poca política”, sin canales sociales; modernización, pero sin progreso social. Además, los referentes sociales y políticos más importantes seguían siendo los hombres fuertes a nivel regional: los caudillos de tipo tradicional.
El “maderismo”, en cambio, le agregaba al liberalismo económico del Porfiriato, el liberalismo político: los canales democráticos, las elecciones libres, la representación política. Knight habla de “mucha política y buena administración”. Por otro lado, apuntaba a una sociedad de carácter más burgués; sin ninguna propuesta de reforma social.
Los proyectos populares agraristas (de los cuales nos ocuparemos únicamente de los de Zapata y Villa, pero debemos tener presente que también existieron otros), aún con muchas diferencias entre ellos, se caracterizaron por su orientación tradicional-comunitario, centrados en la problemática del reparto de tierras, alejados de la política, y especialmente renuentes a un gobierno central fuerte.
Finalmente, el “carrancismo”, que si bien recuperaba las tendencias liberales, incorporaba a su programa las reformas agrarias y laborales de los proyectos populares (sin embargo, éstas fueron adoptadas únicamente en términos discursivos, ya que sólo se cumplieron las reformas liberales, quedando postergadas las sociales).
No obstante, atendiendo a la cronología larga que estoy proponiendo en este trabajo (y en deliberada concordancia con las interpretaciones revisionistas y pesimistas de la Revolución), puedo resumir los programas (pre y post revolucionarios) únicamente a dos proyectos principales: por un lado los proyectos liberales (con mayor o menor nivel de participación política): el período de la Reforma Liberal (interrumpido brevemente durante una vuelta al conservadurismo durante el Imperio), el Porfiriato (con una clara interrupción de las prácticas democráticas), el Maderismo, y el Carrancismo (estos últimos dos, de tendencias claramente burguesas, teniendo el segundo una política mucho más abarcativa); y por otro, los proyectos sociales: zapatismo, villismo, y cardenismo; en este grupo, dentro de los movimientos liberales, podría incluirse el obregonismo como el representante del ala radical del carrancismo.
A continuación, para ordenar el relato, y con la intención de ir señalando las continuidades históricas que sólo la cronología larga permite identificar, pasamos a analizar el proceso histórico considerado.
El período prerrevolucionario
La Reforma Liberal
Llegados los liberales al poder tras la guerra civil (una más) en 1854, la Constitución de 1857 y las medidas adoptadas durante las sucesivas presidencias de Álvarez, Juárez, y Lerdo estuvieron dirigidas a la creación de una clase media agrícola que, como en Estados Unidos, orientada a la producción de tipo capitalista, condujera al país a la modernización por medio del crecimiento económico, la estabilidad política y el desarrollo de las instituciones democráticas. Para conseguirlo, las medidas más importantes atacaron los privilegios y beneficios de las principales instituciones mexicanas: la Iglesia, el Ejército, los caudillos regionales, y las comunidades indígenas. El objetivo principal: llevar a cabo la acumulación primitiva del capital mexicano; con esta intención, se pusieron las tierras en el mercado, se comenzó a liberar la mano de obra, y se favoreció la inversión de capitales (en su mayoría extranjeros).
Sin embargo, estas medidas no dieron el fruto esperado: la venta de tierras pensada para la creación de una clase media agraria derivó en la formación de grandes latifundios; el ejército liberal, erigido durante la guerra contra los conservadores, no fue capaz de garantizar la estabilidad; y no se alcanzó la integración nacional (y por lo tanto, tampoco logró constituirse un mercado interno fuerte).
Recién hacia el final del mandato de Juárez, pudo fortalecerse el estado (el gobierno federal extendió su poder a varias provincias rebeldes), pacificarse el país, e iniciarse el desarrollo económico mediante la introducción del ferrocarril.
El Porfiriato
Habiendo llegado al poder en 1876 por intermedio de una revolución (y las posteriores elecciones), el general Porfirio Díaz (héroe de la guerra contra Francia) continuó y profundizó el plan económico de modernización liberal, pero se alejó notablemente de sus prácticas políticas.
Las primeras tres medidas políticas implementadas por Porfirio (que Katz considera como antecedentes de la Revolución) fueron llevadas a cabo con el objeto de atraer las inversiones extranjeras, establecer lazos con Europa (para contrapesar la influencia de Estados Unidos), y obtener la estabilidad política a cualquier precio. Para poder cumplir con esta última meta, llevó adelante una estrategia combinada de concesiones y represiones; concesiones para la clase alta: oligarquías regionales y locales, grandes terratenientes, principales comerciantes y empresarios, y funcionarios del estado (los “científicos”); represiones para las clases populares: indígenas, campesinos, y obreros; finalmente, censura para los políticos, periodistas, e intelectuales de la oposición. El tendido ferroviario así como el sobredimensionamiento del ejército cumplieron un papel decisivo a la hora de extender la máquina represiva del estado.
Luego del “interregno” de González, Porfirio se perpetuó en el poder. Durante su(s) mandato(s), se produjo un increíble desarrollo económico (en la industria, la minería, y la producción de trigo), se llevó a cabo una importante transformación política (que hizo posible la existencia de una dictadura real y duradera, por medio de la coptación del Congreso), y se profundizaron las diferencias regionales.
La denominada “Pax Porfiriana” entonces, permitió, por un lado, el enriquecimiento de la clase alta y la formación de una clase nacional gobernante basada en los privilegios gubernamentales y en los beneficios obtenidos a partir del crecimiento económico que favoreció la formación de nuevos mercados, la expansión y diversificación de la economía, las posibilidades de realizar actividades especulativas ligadas al desarrollo ferroviario, y la nueva función de intermediación frente a las inversiones extranjeras; y por otro, llevó al empobrecimiento de los sectores rurales que se vieron expropiados de sus tierras comunales, privados de sus autonomías locales ancestrales (y por ende de sus derechos tradicionales), y que sufrieron agudas pérdidas económicas. Si bien las primeras expropiaciones se habían iniciado durante el mandato de Juárez, bajo el gobierno de Porfirio, se profundizaron, y los enfrentamientos, muchas veces llegaron a ser sangrientos. Según datos de Katz, “a principios del siglo XIX, se calcula que aproximadamente el 40% de las tierras dedicadas a la agricultura en las regiones central y sur del país México pertenecía a las comunidades rurales. Cuando Díaz cayó en 1911, sólo un 5% permanecía en sus manos y más del 90% de los campesinos mexicanos no poseían tierras” (1992:51).
La oposición a Díaz: las causas de la revolución
A principios del siglo XX, en medio del exitoso gobierno de compromiso con las clases altas y de sometimiento de las clases bajas que estaba llevando a cabo Porfirio, surgió una clase media que, pese a no sufrir los efectos del aparato represor estatal, no sólo se había quedado al margen de los privilegios de la clase alta, sino que además se había visto perjudicada, justamente por los beneficios obtenidos por esta última. De esta manera, los arrieros y transportistas (perjudicados por el desarrollo del ferrocarril), los artesanos (incapaces de competir con los precios de la producción industrial), los intelectuales y periodistas independientes (víctimas de la censura oficial), y los jóvenes profesionales (excluidos política y económicamente) se unieron en un frente común de oposición. A partir de entonces, la antigua oposición desde las áreas periféricas (de carácter indígena o de alcance reducido) que eran fácilmente sofocadas, las dóciles protestas obreras, y los grupos de oposición político a nivel local, en ocasiones escasamente regional, y prácticamente nunca nacional, cobraron ahora una nueva dimensión. La oposición se concentró en cuatro frentes:
En primer lugar, además de que muchos movimientos de oposición tomaron dimensión regional, por primera vez durante el Porfiriato, se erigieron tres partidos de oposición a nivel nacional. El primero en constituirse fue el Partido Liberal Mexicano. Fue creado a principios de siglo por intelectuales de provincia y liderado por los hermanos Magón. Ejerció su influencia principalmente entre los trabajadores de la industria y una parte de la clase media. De ideología anarcosindicalista, llegó a convocar, incluso, a una revolución nacional que aquel momento fue desatendida). Más adelante, se erigieron dos nuevos partidos que enseguida pasaremos a analizar.
Otro frente importante de oposición lo constituyeron los sectores obreros. Por todo el país proliferaron las huelgas obreras, algunas de las cuales terminaron con brutales actos represivos por parte del gobierno, que no hicieron sino aumentar el descontento general y empeorar aún más la ya deteriorada imagen del gobierno. Vale destacar, sin embargo, que Knight desestima la importancia de este movimiento obrero ya que para él: “los obreros industriales siguieron las tácticas clásicas ‘economicistas’: sindicalizándose y haciendo huelgas para obtener beneficios industriales limitados (además) los obreros industriales tendieron a seguir el liderazgo de la clase media” (1988: 37). Sí destaca, en cambio, el temor que el artesanado urbano despertó en el imaginario (y no tanto) de las clases propietarias.
En tercer lugar, el gobierno de Estados Unidos ejercía cada vez más presión para que Porfirio (ya entrado en años) nombrara un sucesor que asegurara el mantenimiento de los privilegios que las empresas estadounidenses disfrutaban en México.
Por último, y en relación directa con el punto anterior, desde 1904, el antiguo equilibrio de poderes implementado por Porfirio hacia el interior de la ya mencionada clase nacional gobernante, compuesta por un lado, por los científicos, y por otro, por una alianza heterogénea que reunía a los principales terratenientes norteños, los hombres de negocios más importantes y las fuerzas del ejército liderados por el general Bernardo Reyes, se había roto, inclinándose a favor de los primeros cuando Porfirio nombró candidato a la vicepresidencia a Ramón Corral, un miembro del grupo de los científicos. Esto provocó la oposición de la otra facción gobernante que, alistándose en el Partido Democrático, generó un nuevo y más amplio frente de oposición incorporando, al mencionado grupo elitista, algunos sectores excluidos de la clase media, los descontentos obreros industriales, y los terratenientes del resto del país. Propusieron como candidato a vicepresidente a su líder, el general Reyes, pero el partido resultó totalmente debilitado cuando Porfirio lo envió en una misión militar a Europa.
El tercer partido de oposición nacional se organizó en vísperas de las elecciones, cuando Francisco Ignacio Madero (que ya se había convertido en el líder nacional de la oposición a través de la redacción de un libro en 1908 en el cual había criticado duramente el “absolutismo porfiriano”), originario de Coahuila, al frente del Partido Nacional Antireeleccionista, logró, pese a que su programa agrario era muy débil, movilizar amplios sectores campesinos. Este movimiento se convirtió en el único movimiento de oposición nacional, al sumar en sus filas a los desilusionados miembros del partido Democrático. Esta coalición le aseguró a Madero contar con un frente único de oposición que reunió a miembros de todas las clases sociales. Su lema principal, “sufragio efectivo y no reelección”,
Como ha sucedido en muchas de las grandes crisis prerrevolucionarias, también en México este duro panorama social se vio atravesado, además, por una grave crisis económica, originada primeramente en Estados Unidos y trasladada luego a México. La crisis agrícola por sequías e inundaciones generó malas cosechas, escasez de alimentos y aumento de precios. Para paliar el déficit fiscal, el gobierno aumentó los impuestos a las clases medias, eximiendo a las clases altas y aumentando de esta manera el descontento de los no privilegiados. Además, ante esta situación, se cortó el crédito internacional y se incrementaron los intereses, ante la total pasividad del estado.
El período revolucionario
Madero y el Plan de San Luis Potosí
En abril, el Partido Antireeleccionista propone a Madero como candidato a vicepresidente. El 6 de junio, Madero es encarcelado por Porfirio acusado de sedición. El 21 de junio se llevan a cabo las elecciones y este último alcanza un triunfo resonante, demasiado resonante… “la máquina electoral demasiado prefecta montada en un treintenio de gobierno da a Díaz millones de votos, y a su rival poco más de un centenar” (Halperín Donghi, 1986: 290). De manera simbólica, expresa los niveles insoportables de corrupción que había alcanzado el gobierno porfiriano.
El 22 de julio, Madero es liberado bajo fianza y huye a Estados Unidos. Desde San Antonio, Texas, el 6 de octubre anuncia el Plan de San Luis Potosí. En el mismo, Madero acusa al gobierno de fraudulento, se autoproclama presidente provisional, y convoca al pueblo a una revuelta a llevarse a cabo el 20 de noviembre (dando inicio de la Revolución). En este proyecto de carácter esencialmente político, en el cual se critica el despotismo, la corrupción, y el centralismo del gobierno de Díaz y de la “nefanda oligarquía científica”, y se propone el “sufragio efectivo y la no reelección”, la propuesta agraria seguía siendo mínima: sólo se hace mención a dicha cuestión en el artículo tercero que dice que “se declaran sujetas a revisión tales disposiciones (aquellas que permitieron el despojo arbitrario de tierras)” (Bransboin, 2004: 55). Por lo tanto, se propone la devolución de las tierras ilegalmente expropiadas, pero no se hace mención alguna a ningún plan de reforma agraria.
Por otro lado, el plan es muy explícito en la protección de las propiedades e intereses extranjeros: “En todo caso serán respetados los compromisos contraídos por la administración porfirista con gobiernos y corporaciones extranjeras antes del 20 del entrante (además) se llama la atención respecto al deber de todo mexicano de respetar a los extranjeros en sus personas e intereses” (ibid, 56).
Sin embargo, la revuelta no se produjo en Coahuila (el estado natal de Madero), sino en las montañas del oeste de Chihuahua donde un movimiento popular revolucionario liderado por Doroteo Arango (más conocido por su célebre seudónimo de Francisco “Pancho” Villa) y Pascual Orozco, empezó a controlar la mayor parte del estado (un primer intento de rebelión había sido derrotado en Puebla). Aquí en el norte, se daba una particularidad; los hacendados no temían a los campesinos, ya que en general sus posesiones no habían sido obtenidas a partir de la expropiación a las comunidades, sino que las tierras que habían sido ocupadas por los terratenientes, estaban prácticamente deshabitadas.
El 14 de febrero de 1911, Madero se sumó al movimiento popular asumiendo el mando de la Revolución. Entre febrero y marzo, las revueltas locales se habían extendido por todo México (entre ellos la rebelión campesina de Morelos bajo el liderazgo de Emiliano Zapata, que se habían iniciado tempranamente en mayo de 1910).
Los movimientos populares
Knight establece una distinción fundamental entre estos dos movimientos campesinos (que para este autor, recordamos, representan “los dos componentes de la Revolución”). Él habla de campesinos medios y campesinos periféricos.
Los campesinos medios representan el pequeño propietario de tierras (es un concepto de Eric Wolf) que “conservaron un grado significativo de control, hasta de propiedad, sobre la tierra que labraban (…) su rebelión era un claro motivo agrario, su meta era recuperar las tierras que habían pasado, o estaban pasando, de manos de los campesinos a las de los grandes terratenientes” (Knight, 1988: 38). A este tipo de campesino corresponde el zapatismo; sin embargo, Knight nos alerta sobre la cuestión de creer que ése fue el único caso; muy por el contrario, este tipo de reclamo agrario fue mucho más extendido de lo que la historia tradicional había establecido. Sin embargo, pese a la ubicuidad de este tipo de levantamientos campesinos, éstos sólo eran posibles en aquellas comunidades que aún conservaban cierta libertad; en donde las haciendas y los controles sociales eran muy fuertes, las protestas eran fácilmente acalladas. Este dato es importante a la hora de tener en cuenta que en muchas regiones de México, la revolución y sus efectos, fueron prácticamente nulos (por ejemplo en el sur).
Por otra parte, el despojo de tierras respondía a dos causas fundamentales: el avance de las haciendas expansionistas y el mal accionar de los caciques y autoridades locales. Por este motivo, muchas veces estos reclamos comenzaban siendo de carácter político a nivel local, dado que se convertía en un requisito indispensable para la restitución de las tierras.
Resumiendo, podemos caracterizar a estos movimientos campesinos (que en el presente trabajo estarán representados por el zapatismo) como un movimiento exclusivamente campesino, es decir con un marcado carácter clasista, compuesto por campesinos generalmente de clase baja. Y que se produjeron en aquellas regiones donde los campesinos aún conservaban cierto margen de libertad y en donde los recursos en general eran escasos.
Los denominados por Eric Wolf “campesinos periféricos”, que Knight denomina “movimientos serranos”, se localizaban, según el primero, en las áreas periféricas fuera del control de los terratenientes. El segundo afirma que estos campesinos eran “no sólo libres del control de los terratenientes, sino (que) también (estaban) poco familiarizados con el poder de la autoridad política, ya fuera estatal o federal” (Knight, 1988: 46). Y los denomina serranos porque “muy a menudo se originaban en regiones montañosas y remotas, y representaban la represalia popular de las comunidades autónomas que reaccionaban contra las intromisiones del gobierno central (…) era esencial el carácter a menudo fronterizo y hasta entonces autónomo de esta sociedad” (Ibid). En consecuencia, estos movimientos eran más intensos en las regiones del país donde la el proceso de centralización se había dado sólo recientemente y de forma acelerada (recordemos que las “redes” del poder político se habían extendido como nunca durante la dictadura porfiriana).
El movimiento serrano clásico se ve representado en las rebeliones del occidente del estado de Chihuahua, siendo sus líderes más importantes, Villa y Orozco. Sociológicamente, estos movimientos se caracterizaban porque sus diferencias regionales (verticales) predominaban por sobre las diferencias de clase (horizontales). Las disputas eran de carácter “geográfico” y por la prominencia política y/o económica: se producían entre comunidades, entre ciudades, o entre regiones. Por lo tanto, en estas regiones, donde por otro lado, las tierras eran abundantes, “la recuperación de las tierras de la aldea era un objetivo importante (pero) éste estaba inmerso en el problema esencial de liberar a la comunidad de las autoridades políticas impuestas (que, donde existía un problema agrario, era muy probable que las autoridades lo hubieran creado). En forma más general, el logro de la autonomía política local era un fin en sí mismo, sin importancia agraria” (Knight, 1988: 53).
La composición social de los movimientos serranos era realmente heterogénea: “vaqueros, rancheros y mineros”, “jinetes de la frontera … exploradores, mineros y vaqueros” (Wolf, citado por ibid). Y, por supuesto, también campesinos, dice Knight, alertándonos sobre que la inexistencia de líderes campesinos, no implica la ausencia de ese sector social en el movimiento. Por lo tanto, pese a que los movimientos serranos tuvieron una importante base campesina, no fueron movimientos agrarios comprometidos; y los “dudosos” acuerdos que muchas veces concertaban los líderes serranos, revelaban la debilidad de las divisiones de clases horizontales.
En resumen, el movimiento serrano se presenta como menos clasista (no totalmente campesino) y por ende, más heterogéneo; ya que pese a tener una base campesina, también incluía en su seno a obreros con conciencia proletaria, indígenas, bandidos rurales, artesanos, arrieros. La división de clases estaba presente, pero no dominaba, se veía subordinada fundamentalmente a las divisiones verticales. Y no se luchaba sólo por las tierras (que eran abundantes) sino que también se peleaba por el agua, el desempleo, las hegemonías.
Womack nos ilumina aún más sobre las diferencias existentes entre ambos movimientos. Este autor distingue en el movimiento revolucionario cuatro divisiones: noreste, noroeste, norte, y sur. Las primeras tres corresponderían al movimiento serrano de Knight, mientras que la región sur se correspondería con el movimiento zapatista. Según aquél, “el cuerpo del noreste y el del noroeste eran parecidos. Edificados en torno a los núcleos de las milicias de Sonora y Coahuila, se habían transformado en ejércitos profesionales cuyos efectivos totales eran de 60.000 hombres, los cuales luchaban por la paga (Sus jefes) eran jóvenes emprendedores: comerciantes, agricultores y rancheros provinciales (…) En los territorios que tenían dominados … se adueñaban de los monopolios locales para repartirlos entre sus parientes, amigos y colaboradores o para quedárselos ellos mismos. Y también imponían su patronazgo a las organizaciones laborales (…) En lo que se refiere a la cuestión agraria, solo veían al peón y los síntomas de su difícil situación: sus antiguas deudas, que cancelaron, y sus bajos salarios, cuya subida decretaron (…) No mostraron ningún interés por redistribuir las tierras entre los campesinos” (Womack, 1992, 104).
La división del norte, compuesta por 30.000 hombres que obedecían a Villa, era aún más heterogénea. También estaba compuesta por soldados profesionales y constituían el cuerpo militar más importante del país. Al principio, “militaban en sus unidades milicianos y contingentes de campesinos que luchaban para obtener tierras. Pero a medida que el ejército fue creciendo, se habían incorporado a él elementos nuevos, mineros sin trabajo, vaqueros, guardavías del ferrocarril y bandidos, los cuales combatían por la paga, los ascensos y el botín. Sus jefes formaban el más variopinto de los grupos” (Ibid). Este autor afirma, controversialmente, que “Villa albergaba la intención de satisfacer a los campesinos que habían combatido a sus órdenes con el fin de recuperar las tierras perdidas y conceder colonias al resto de los soldados. Pero no podía hacerlo mientras existiera la posibilidad de que necesitase un ejército para operar fuera de su región, ya que, una vez que tuvieran granjas, era poco probable que sus hombres se mostraran dispuestos a combatir en lugares ajenos” (Ibid, 105).
Finalmente, el ejército zapatista del sur, “era el más sencillo. No era profesional y sus 15.000 regulares y 10.000 guerrilleros no cobraban. El ejército del sur no pertenecía a Zapata ni a él y todos sus jefes, sino a los poblados que los habían levantado y reclutado, tanto a ellos como a sus tropas, y que les habían prestado el apoyo necesario para una guerra cuyo objetivo era obtener tierras (…) Los jefes del sur eran, por lo tanto, entre todos los revolucionarios, los más decididos a efectuar en serio cambios económicos y sociales (Ibid)”
Wolf nos enriquece todavía más esta información, poniendo énfasis en las diferentes condiciones históricas, geográficas y demográficas de ambas regiones: el sur centrado en Morelos, y el norte con centro en Chihuahua.
Con respecto al movimiento sureño, nos dice que “localizado en la zona templada, Morelos con su agricultura de riego soportaba, en 1910, una relativamente alta densidad de población de 25 habitantes por kilómetro2” (Wolf, 1969:28). Las comunidades indígenas habían sobrevivido ocultas en las colinas y tempranamente desde 1910, bajo el liderazgo de Zapata, habían ocupado varias haciendas destruyendo los cercos levantados por los terratenientes, recuperando las tierras comunales, y redistribuyéndolas entre los aldeanos.
El mismo autor, establece una interesante analogía entre el movimiento zapatista y la rebelión encabezada por José María Morelos entre 1810 y 1815. Ambos movimientos ocuparon las haciendas y restituyeron las tierras a las comunidades indígenas; en aquel movimiento participaron ancestros de ésta; los líderes de ambos grupos pertenecían a una clase elitista; los dos movimientos no se extendieron más allá de la zona sur; finalmente, ambos movimientos tuvieron como símbolo de lucha a la Virgen negra de Guadalupe.
Luego Wolf destaca que su “armamento era rudimentario; utilizaban granadas y dinamita caseras; las armas de fuego y los cañones eran obtenidos (arrebatándoselos) al enemigo. No tenían un sistema organizado de suministro” (Ibid: 32).
Por último, afirma que este movimiento quería esencialmente tierras y que nunca pensó en extenderse más allá de Morelos y sus alrededores. Por otro lado desconocían totalmente, dice Wolf, “las necesidades e intereses de las trabajadores industriales y nunca supieron cómo ganar su apoyo (Ibid).
Con respecto al movimiento norteño, también Wolf destaca la heterogeneidad del grupo y agrega el dato de que una gran parte de los terratenientes no eran sólo de origen rural, sino que entre los grandes poseedores de tierras se encontraban personas de la elite económica e industrial urbana. Por otro lado, señala la feroz concentración de la tierra: “Hacia 1910, 70 personas poseían las dos quintas partes del estado (y) el 95,5 por ciento de todos los jefes de familia no eran propietarios de tierras” (Ibid).
Nos marca además la clara diferencia en las condiciones militares entre ambos movimientos. Mientras que el ejército zapatista estaba compuesto de campesinos que se mostraban tan hábiles para la lucha en las colinas como indefensos fuera de ellas; el ejército norteño se componía por vaqueros y bandidos alistados para pelear en cualquier terreno. Por otra parte, tenían la posibilidad de comprar armas fácilmente en Estados Unidos.
Finalmente con respecto a la reforma agraria, Wolf también coincide en afirmar que aunque Villa adoptó el Plan de Ayala pronunciado por Zapata, nunca llevó a cabo reforma agraria alguna en las áreas bajo su control, ni “nunca tomó como viable la reforma agraria” (Ibid: 36).
Margarita De Orellana, por último, nos brinda algunas descripciones muy pintorescas, pero al mismo tiempo simbólicas y muy significativas, de las diferencias entre ambos movimientos, y en especial entre sus líderes. Por otra parte, resume todo lo dicho hasta aquí sobre ambos grupos.
Con motivo del histórico encuentro de estos dos personajes en Xochimilco y la posterior entrada triunfal de ambos líderes en la ciudad de México, esta autora nos detalla muy gráficamente esas diferencias:
“Entre los dos había un fuerte contraste. Pancho Villa era alto, grueso, de tez rojiza. Iba vestido de una manera que no indicaba nada típicamente mexicano: un grueso sweater café, pantalones de montar color kaki, botas pesadas y salacot. Su forma efusiva y desenvuelta opacaba un poco al sureño que era mucho más bajo, de tez oscura y un rostro delgado que escondía bajo la sombra de su gran sombrero. Vestía de manera acentuadamente mexicana: una chaqueta negra, mascada de seda azul, camisa lila, pantalones negros, muy apretados, con botones de lata cosidos a lo largo de las piernas”.
Con respecto a sus distintos lugares de origen, nos dice:
“El contraste entre los dos no sólo era físico sino espiritual y se debía en gran parte a la geografía y a lo que emana de ella: cada uno de estos dos personajes coincide exactamente con su paisaje. Entre el desierto y las montañas agrestes del norte de México, el carácter intempestivo, atrevido y desarraigado de Pancho Villa se encontraba como pez en el agua. Villa, entre los pobres aparceros y peones del norte, concentró en su figura las aspiraciones a la independencia económica y política de su región. Al mismo tiempo, luchaba por la justicia del oprimido y del desarraigado a quién pretendía desagraviar. En un contraste abrupto, el verde paisaje del estado de Morelos enmarca la figura de Emiliano Zapata y su carácter parecido a una raíz: secreto y profundo, decidido e inamovible. En las comunidades de fuertes tradiciones del sur, Zapata personificó la lucha contra las haciendas que habían despojado a las comunidades sus tierras. Su orgullo y dignidad están ligados a la historia de sus antepasados, quienes durante siglos lucharon por la tierra. Pancho Villa también luchaba por la tierra, pero de manera distinta. A él le interesaba más la pequeña propiedad que la tierra de las comunidades porque en el norte no existía ese régimen de propiedad”. Si bien este tipo de afirmaciones pueden ser tildadas de deterministas (en el sentido geográfico del término) nunca dejan de tener un claro sesgo de verdad.
Finalmente, nos ilustra las enormes diferencias existentes entre ambos ejércitos:
“Dos días más tarde, en la ciudad de México, desfilaron juntos. Por las calles apareció un ejército disciplinado de más de cuarenta mil hombres. Sus solados llevaban uniformes comprados en los Estados Unidos y al estilo norteamericano (sic). Era el ejército de Villa. Seguía el ejército de Zapata. Con otros miles de guerreros vestidos, no de uniforme militar sino de calzón blanco, como campesinos que eran. Sus batallones llevaban estandartes con la Virgen de Guadalupe y dentro de los sombreros la estampa del santo al que cada uno se encomendaba”.
La alianza revolucionaria
El 21 de abril, casi todo el territorio rural mexicano estaba en manos de los revolucionarios; en mayo, tomaban el primer gran centro urbano: Ciudad Juárez.
El movimiento de la flota norteamericana para “asegurar las leyes de neutralidad”, atemorizó a la población e incluso a los seguidores de Díaz. Ante esta presión, los revolucionarios y Porfirio firmaron el 21 de mayo el Tratado de Ciudad Juárez por el cual Díaz dimitía de su cargo quedando el gobierno provisional en manos de Francisco León de la Barra, se disolvía el ejército revolucionario, y se convocaba a elecciones para el mes de octubre. En las elecciones del 15 de octubre de 1911, Madero fue elegido con el 53 por ciento de los votos; el 6 de noviembre asumía el mando.
Pero pese a que México atravesaría por una mejora económica durante su corta gestión, el gobierno de Madero prontamente sería resistido. Su asombroso parecido con el sistema de gobierno que había derrocado y su incapacidad (negligencia) para satisfacer las demandas sociales campesinas, hicieron que en poco tiempo se viera amenazado desde varios frentes. La amplia alianza social generada por el discurso maderista rápidamente perdió cohesión.
El primer disenso dentro del grupo revolucionario se había producido ya antes de las elecciones cuando Zapata se negó a deponer las armas; pero el 25 de noviembre, ante la negativa de la reforma agraria (Madero había dicho a los zapatistas que tendrían que esperar a que “se estudiase la cuestión agraria” Womack: 1992: 84), Zapata proclamó el Plan de Ayala.
Los principales puntos de este plan defienden “el cumplimiento del Plan de San Luis (y) llevar a cabo las promesas que hizo al país la Revolución de 20 de noviembre de 1910” (Bransboin, 2004: 74).
Se critica, además, duramente a Madero porque “el pueblo mexicano acaudillado por (él) fue a derramar su sangre para reconquistar libertades y reivindicar derechos conculcados, y no para que un hombre se adueñara del poder, violando los sagrados principios que juró defender … ultrajando así la fe, la causa, la justicia y las libertades del pueblo … no teniendo otras miras, que satisfacer sus ambiciones personales (y) sus desmedidos instintos de tirano (dejando) en pie la mayoría de los poderes gubernamentales y elementos corrompidos de opresión del Gobierno dictatorial de Porfirio Díaz” (Ibid). Se lo acusa además de haber “entrado en contubernio escandaloso con el partido científico, hacendados-feudales y caciques opresores, enemigos de la revolución proclamada por él, a fin de forjar nuevas cadenas y seguir el molde de una nueva dictadura más oprobiosa y más terrible que la de Porfirio Díaz; pues ha sido claro y patente que ha ultrajado la soberanía de los Estados” (Ibid).
Por otro lado, se denuncia que Madero “ha tratado de acallar con la fuerza bruta de las bayonetas y de ahogar en sangre a los pueblos que piden, solicitan o exigen el cumplimiento de las promesas de la Revolución llamándoles bandidos y rebeldes, condenándolos al exterminio, sin conceder ni otorgar ninguna de las garantías que prescribe la razón, la justicia y la ley” (Ibid: 75).
En su punto tercero “se reconoce como jefe de la Revolución Libertadora al C. General Pascual Orozco (o en su defecto a Emiliano Zapata) Ibid: 76.
Manifestando como suyo el Plan de San Luis Potosí, se hacen algunas adiciones “en beneficio de los pueblos oprimidos” entre los que se destacan la devolución de “terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la sombra de la justicia venal”, devolviendo estas posesiones a “los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos, correspondientes a esas propiedades, de las cuales han sido despojados por mala fe de nuestros opresores” (Ibid).
Se propone, por último, la expropiación de los grandes monopolios (previa indemnización de la tercera parte) para repartir sus tierras entre los pueblos y ciudadanos mexicanos, con el fin de mejorar su condición social; y la desamortización y nacionalización de las posesiones de los científicos, hacendados o caciques que no respetaran el presente plan.
De la lectura de este plan, y de la obra de Madero en el gobierno, queda claro que el maderismo era sólo una propuesta de reforma política; que como su plan ya lo anunciaba, no había intención alguna de reforma agraria, y que el único interés estaba centrado en la toma del poder y en el reestablecimiento de los canales políticos obstruidos por Porfirio. Tenemos, por lo tanto, una evidente continuidad (más allá de la ruptura política), con el plan liberal (económico, más no social) iniciado a mediados del siglo XIX. El Plan de Ayala muestra, en cambio, un claro perfil agrarista, aunque no desconoce, claro está, las virtudes políticas del Plan de San Luis Potosí.
El otro sector popular de la alianza revolucionaria, el movimiento serrano, también se diferenció rápidamente del maderismo, pero por cuestiones diferentes al zapatismo. Terratenientes y campesinos coincidían en el repudio a la centralización política procurada por Díaz; pero mientras que el reclamo de los primeros estaba de acuerdo con la nueva política maderista que no buscaba “desmantelar al gobierno central (sino más bien) deseaban apoderarse de éste, reformarlo, institucionalizarlo (y) ampliar sus poderes y sus responsabilidades”; los segundos “deseaban verse libres del agobio del gobierno; les disgustaba el jefe político, el cobrador de impuestos, el juez, el ejército y la policía” (Knight, 1988: 47). Mientras que el maderismo (respaldado por las clases medias y los terratenientes) proponía elecciones libres a nivel nacional y representación política; los movimientos populares querían elecciones y autonomías locales; buscaban no más gobierno, sino menos gobierno; aspiraban a la tradicional utopía campesina del gobierno de los viejos y los sabios de la aldea. Por otro lado, tampoco los maderistas hubiesen permitido la existencia de “republiquetas de indios dentro del Estado” (Ibid).
Tras dos intentos de golpes militares fallidos, un tercero tuvo éxito. Ante el avance de los revolucionarios que se extendió en rebeliones por todo el territorio, el general Victoriano Huerta, luego de consumar varios y violentos hechos represivos contra la insurrección popular (conocidos como “Decena Trágica”) procedió a la detención del presidente y del vicepresidente y se autoproclamó presidente provisorio. Esa misma noche ambos políticos, Madero y Pino Suárez fueron asesinados.
Pero la contrarrevolución huertista tampoco fue aceptada por el interior, y las voces en su contra no tardaron en pronunciarse. La más fuerte de ellas fue la del gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, quien el 26 de marzo de 1913 proclamaba el Plan de Guadalupe declarando anticonstitucional el gobierno de Huerta, anunciando la organización del ejército constitucionalista, y nombrándose Jefe del ejército, quién además sería el presidente provisorio una vez destituido el actual poder. Dicho plan no contenía palabra alguna sobre reformas económicas o sociales.
Al movimiento iniciado por Carranza rápidamente se sumarían Álvaro Obregón en Sonora, Villa al frente de la División del Norte, mientras que Zapata, desde Morelos, se oponía a Huerta controlando prácticamente toda la región sur. Por su parte, Estados Unidos ocupaba el puerto de Veracruz (que sería la única participación efectiva de una potencia extranjera durante el conflicto).
Una sucesión de victorias constitucionalistas por todo el territorio nacional sobre el ejército federal llevó, el 15 de julio de 1914, a la dimisión de Huerta (que huyó del país) y al nombramiento de Francisco Carbajal como presidente interino. Éste solicitó un alto el fuego a Carranza, pero el jefe revolucionario se lo negó. Ante esta negativa y frente al inexorable avance del ejército constitucionalista, Carbajal también se exilió.
El 15 de agosto, Obregón, al mando del ejército revolucionario, entraba triunfante en la capital. Cinco días después, lo haría Carranza. El 1 de octubre se llevó a cabo en la ciudad de México la Convención de delegados constitucionalistas. El 5 del mismo mes, se decidió trasladar la Convención a Aguascalientes, en donde el 15 de octubre se aprobó el Plan de Ayala, el 30 se votó deponer al primer jefe, y el 1 de noviembre se eligió presidente interino a Eulalio Gutiérrez.
Pero esta nueva alianza (como la alianza maderista, también demasiado heterogénea, de hecho los aliados eran prácticamente los mismos sujetos), se mostró igualmente efímera y no se logró un acuerdo acerca del régimen a instituir. Rápidamente, los revolucionarios quedaron divididos en tres grupos: los villistas, que se mostraron incapaces de elaborar un programa político y social definido; los zapatistas, que se mantuvieron fieles a los principios del Plan de Ayala; y los carrancistas que, continuando con la tradición liberal maderista, adoptaron los ideales burgueses.
Carranza se mostró en desacuerdo con las decisiones de la Convención, y ésta lo declaró en rebeldía. Gutiérrez nombraba comandante de los ejércitos de la convención a Villa. Por su parte, Estados Unidos, juzgando que la situación estaba en orden, abandonó Veracruz que fue inmediatamente ocupada por Carranza. El control de este puerto le permitió disponer de los ingresos aduaneros y acceder a la importación de armas y municiones de contrabando. Por otro lado, se fue ganado el apoyo de la mayoría de los generales norteños, entre ellos, el de Obregón. A fines de noviembre, Villa y Zapata entraban conjuntamente a la ciudad de México.
Damos paso, nuevamente, al vivo y siempre pintoresco relato de Margarita de Orellana:
“Ambos caudillos desconocían hoy a Carranza y planeaban derrocarlo. Entre ellos y el Primer Jefe nunca habría confianza ni comprensión. Sus diferencias de cultura, de clase y de ambiciones impedirían definitivamente su reconciliación. Para Carranza estos dos hombres rudos no tenían cabida dentro de sus planes para el país ni dentro de su gobierno. Al oír las palabras de Villa (Como Carranza es un hombre así, tan descarado…), Zapata respondió: Siempre lo dije, ese Carranza es un canalla. Lo que Villa trató de explicar a su manera: Son hombres que han dormido en almohada blandita ¿dónde van a ser amigos del pueblo que toda la vida se la ha pasado puro sufrimiento? (De Orellana, 1988: 14-15)
Las diferencias eran insalvables; pero por otra parte, ambos jefes se reconocieron incapaces de ocupar el lugar del Primer Jefe. Villa dijo: “Yo no necesito puestos públicos porque no los sé lidiar”; a lo que Zapata agregó: “Ese rancho (México) está muy grande para nosotros, está mejor por allá afuera…” (Ibid: 16).
“La unión entre zapatistas y villistas no iba a durar mucho (…) en el ímpetu de la victoria, tanto la gente de Villa como la de Zapata asesinaron en la ciudad a varios hombres sin que el nuevo presidente pudiera frenarlos. Eulalio Gutiérrez (desbordado en su autoridad) decidió salir de la ciudad (15 de enero de 1915). Al día siguiente los zapatistas y villistas nombraron a un nuevo presidente, Roque González Garza. La revolución se había dispersado. Eran tres los gobiernos mexicanos: el de Veracruz, encabezado por Carranza, el de México, con villistas y zapatistas, y el de Gutiérrez en San Luis Potosí. No hizo falta mucho tiempo para que se definiera la situación. El gobierno de González Garza huyó a Morelos. Los carrancistas ocuparon la capital. Eulalio Gutiérrez renunció. Ahora se enfrentarían los villistas a los carrancistas. Como Villa y Zapata no cumplieron con las promesas hechas en Xochimilco, los carrancistas se beneficiaron y tomaron la ofensiva. Zapata regresó a Morelos y no luchó más fuera de su estado. Villa se enfrentaría a Obregón, general del ejército carrancista” (Ibid: 18).
El fin de la alianza
revolucionaria
En 1915 las tres fuerzas revolucionarias más importantes, el constitucionalismo, el villismo y el zapatismo, promulgaron sus respectivas leyes agrarias. La ley agraria carrancista era pronunciada el 6 de enero; la zapatista, el 5 de febrero; y la villista, el 6 de mayo. A continuación analizaremos sus principales puntos.
La Ley agraria zapatista consideraba a las reivindicaciones agrarias como “la razón íntima y finalidad suprema de la Revolución (y que) los principios consignados en dicho Plan (de Ayala) deben llevarse a la práctica como leyes generales de inmediata aplicación” (Bransboin, 2004: 91).
En dicha ley se combate el “injusto monopolio de la tierra” y se propone la creación de “un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia. Es un deber de las Autoridades Revolucionarias acatar esa voluntad popular” (Ibid).
En su artículo cuarto se afirma que “serán expropiadas por causa de utilidad pública y mediante la correspondiente indemnización, todas las tierras del país, con la sola excepción de los terrenos pertenecientes a los pueblos, rancherías y comunidades, y de aquellos predios que, por no exceder del máximun que fija esta ley, deben permanecer en poder de sus actuales propietarios” (Ibid: 93).
A fin de acelerar la aplicación de las medidas, y para que éstas se hagan de la manera más adecuada, se delega en el Ministerio de Agricultura y Colonización, “la potestad exclusiva de implantar los principios agrarios … sin que esta disposición entrañe un ataque a la soberanía de los Estados” (Ibid: 96). Este ministerio es la única institución responsable a nivel nacional de la aplicación de la reforma agraria. Asimismo, “se declaran de propiedad nacional los montes (y) todas las aguas utilizables y utilizadas para cualquier uso, aún las que eran consideradas como jurisdicción de los Estados, sin que haya lugar a indemnización de ninguna especie (dando) siempre preferencia a las exigencias de la agricultura” (Ibid: 98).
Por último, podemos destacar que la ley contempla la creación de “un banco agrícola mexicano (y de) escuelas regionales agrícolas, forestales y estaciones experimentales” (Ibid).
La Ley agraria villista también condena el latifundio y reconoce a la tierra como “la fuente, casi la única de la riqueza (y que) la gran desigualdad en la distribución de la propiedad territorial (ha generado una) dependencia que impide a aquella clase (la clase jornalera) el libre ejercicio de sus derechos civiles y políticos” Además, “la concentración de la tierra en manos de una escasa minoría es causa de que permanezcan incultas grandes extensiones de terreno y de que … el cultivo sea ineficiente”. Por lo tanto, se propone “reducir las grandes propiedades territoriales a límites justos, distribuyendo equitativamente las excedencias” (Ibid: 85).
Pero sin embargo, pese a que la ley reconoce que “una reforma social como la que importa la solución del problema agrario, que no sólo afecta a todo el país sino que trascenderá a generaciones venideras, debe realizarse bajo un plan sólido y uniforme en sus bases generales, rigiéndose por una misma ley”… establece que “La ley Federal no debe sin embargo contener más que los principios generales en los que se funda la reforma agraria dejando que los Estados, en uso de su soberanía, acomoden esas bases a sus necesidades locales” (Ibid: 86). Es curioso que como argumento presentan el mismo que la ley zapatista (la lentitud en la aplicación de las medidas): “las obras de reparto de tierras y de las demás que demanda el desarrollo de la agricultura serían de difícil y dilatada ejecución si dependiera de un centro para toda la extensión del territorio nacional” (Ibid).
Por lo tanto, según esta ley, la responsabilidad máxima en la ejecución de la reforma agraria recae sobre los Gobiernos de los Estados que conservan toda su soberanía. Así, “los Gobiernos de los Estados expropiarán (…) expedirán las leyes reglamentarias de esta expropiación (…) crear(án) deudas locales para en la cantidad estrictamente indispensable para verificar las expropiaciones y sufragar los gastos de fraccionamiento (…) dictar(án) las leyes que deban regir los fraccionamientos y las adjudicaciones de los lotes para acomodar unos y otras a las conveniencias locales (…) modificarán las leyes locales sobre aparcería (…) decretarán un reevalúo fiscal extraordinario sobre todas las fincas rústicas de sus respectivos territorios (y) expedirán leyes para constituir y proteger el patrimonio familiar sobre las bases de que éste sea inalienable” (Ibid: 90).
Con respecto a las aguas fluviales de carácter no permanente, “se declaran de jurisdicción de los Estados (siempre y cuando) “no formen parte de límites con un país vecino o entre Estados mismos” (Ibid).
Por último, se declara competencia del Gobierno Federal la autorización para la instalación de “empresas agrícolas que tengan por objeto el desarrollo de una región, siempre que tales empresas tengan el carácter de mexicanas (y la expedición de) las leyes sobre crédito agrícola, colonización y vías generales de comunicación” (Ibid: 91).
El espíritu de ambos movimiento quedó claramente reflejado en estas leyes. Las diferencias entre ambas legislaciones aparecen claramente señaladas en este pasaje tomado de la página de internet de la Secretaría de la Reforma Agraria de México:
“El movimiento encabezado por Francisco Villa nunca tuvo un agrarismo definido. Su extracción social y la composición de sus huestes no obligaban a que este tema fuera un imperativo de su lucha armada. Vaqueros, jornaleros, trabajadores eventuales y otras modalidades del desarraigo de los campesinos constituyeron la parte más nutrida de su ejército, lo que resultó sumamente eficaz desde el punto de vista de la movilización para la guerra, al mismo tiempo que no planteó grandes exigencias sociales. La ley agraria emitida por los villistas en 1915 estipuló, de igual manera que el Plan de Ayala de los zapatistas, la desaparición del latifundio. Empero, la fundamentación villista de este precepto no aludió a ninguna convicción moral o a la violación de un estado de cosas sancionado por la tradición; en su lugar se esgrimieron argumentos relativos a los obstáculos al desarrollo económico y el bienestar social. La devolución de tierras usurpadas a los pueblos, fundamento de Plan de San Luis y de la revolución zapatista, ni siquiera es mencionada por los villistas. Más aún, los derechos erigidos por la tradición no fueron reconocidos; la propiedad comunal fue negada y se propuso la expropiación de los terrenos circundantes de los pueblos indígenas a efecto de crear lotes de repartimiento individual”.
Otra diferencia clave entre las dos leyes es que la ley agraria zapatista tiene un marcado carácter nacional, con un organismo nacional, el Ministerio de Agricultura y Colonización, como autoridad máxima e institución exclusiva para el tratamiento de la reforma agraria. La ley villista, en cambio, no contempla ningún órgano nacional para atender el tema, recayendo toda la responsabilidad en las autonomías provinciales
Una última gran diferencia es que en el caso de Villa, la ley fue sólo un proyecto, dudando incluso algunos historiadores, de las verdaderas intenciones del jefe norteño de aplicarlas alguna vez. Por el contrario, en el caso de Morelos, la ley llegó a aplicarse y con notable éxito. Para dar cuenta de esto, volvemos a citar de Margarita De Orellana, un pasaje quizá demasiado romántico, pero siempre muy ilustrativo:
“En 1915 … en Morelos … comenzaba una era de tranquilidad que hacía años no se tenía. Aprovechando esa tregua que no duraría más de un año, los pueblos iniciarían su propia revolución pacífica: Los soldados del Ejército Libertador del Sur se incorporaron a sus comunidades (…) En forma ordenada se llevó a cabo una revolución en la tenencia de la tierra (…) Se repartieron las tierras de cultivo, los bosques y el agua de la manera más justa posible (…) Existía un ambiente de tranquilidad en todo el estado, recordando así un modo de vida ancestral” (1988: 20-22).
Finalmente, la ley agraria carrancista, en cambio, resultó un verdadero fiasco. En el clima de México de los años revolucionarios, desconocer el reclamo popular significaba perder el apoyo de una parte muy importante de la fuerza revolucionaria. Los principales reclamos sociales se centraban en las deplorables condiciones de la clase obrera, el problema de la tenencia de la tierra, y el atraso del campo. Por lo tanto, con la intención de sumar estas voces, Carranza, cuyo anterior Plan de Guadalupe no tenía contenido social alguno, dictó en enero de 1915 su propia ley agraria.
Una de las primeras medidas tomadas por el Primer Jefe fue disponer que “se legalizaran las reformas agrarias que pretendía el Plan de Ayala, ya no sólo en el estado de Morelos, sino en todos los que requerían esas medidas” (El Periódico de México, 2006).
Por su parte, la Ley Agraria “concebía al ejido no como un nuevo sistema de tenencia sino como reparación de una injusticia. Esta ley pretendía restablecer el patrimonio territorial de los pueblos despojados y crear nuevas unidades con terrenos colindantes a los pueblos que se expropiarían para el efecto (…) los pueblos debían enviar su solicitud a una comisión agraria local (y) el dictamen sobre cada caso lo resolvía una comisión nacional agrícola (…) el Poder Ejecutivo expedía los títulos respectivos; las personas afectadas podían apelar”.
“Los
beneficiarios de esta ley eran los "pueblos", concepto que la misma
ley no definía con exactitud. Además, el campo mexicano incluía otros sectores
sociales a quienes la ley les era indiferente, entre ellos: medieros,
arrendatarios, peones agrícolas y acasillados que, inconformes con las reformas
carrancistas, recurrieron a la violencia.
Ante tal situación, Carranza expidió un manifiesto a la nación el 11 de junio
de 1915, en el que declaró que para resolver el problema agrario no habría más
confiscaciones de tierras, sino que resolvería "por la distribución
equitativa de tierras que aún conservaba el gobierno; por la reivindicación de
aquellos lotes de que hayan sido ilegalmente despojados individuos o
comunidades; por la compra y expropiación de grandes lotes si fuera necesario,
y por los demás medios de adquisición que autoricen las leyes del país.
(…) Más de un año tardó en instalarse la Comisión Nacional Agrícola; lo hizo el
8 de marzo de 1916, pero su funcionamiento era lento. El 19 de septiembre de
1916 Venustiano Carranza suspendió las posesiones provisionales; un mes
después, con base en títulos exhibidos por el pueblo de Iztapalapa que se
remontaban a 1801, la Comisión expidió su primera restitución definitiva. Antes
de la promulgación de la nueva Carta Magna, se expidieron solamente dos más: en
Xalostoc y en Xochimilco” (Ibid).
Queda clara la intención de Carranza: la ley agraria fue acto meramente discursivo, muy lenta al principio, suspendida poco tiempo después. Esta ley fue parte de un programa de reformas mucho más amplio que el Primer Jefe lanzó el 12 de diciembre de 1914 como justificación a su desafío a la convención. El mismo consistía en garantizar la continuidad del movimiento constitucionalista y en promulgar una serie de decretos provisionales que garantizarían, amén de lo que prometía la ley agraria, “las libertades políticas, el cobro de impuesto a los ricos, la mejora de la condición de las clases proletarias, la purificación de los tribunales, la reexpulsión de la Iglesia de la política (y) hacer valer los intereses nacionales en lo referente a los recursos naturales y facilitaría el divorcio” (Womack, 1988: 109). Nacía el proyecto constitucionalista.
La etapa carrancista y la Constitución de 1917
El proyecto constitucionalista mostraba una clara continuidad con el proyecto maderista (y porfiriano): era burgués, liberal, y modernizador; pero también nacionalista, anticlerical, y anti-estadounidense. Al mismo tiempo, sin embargo, era menos popular, menos revolucionario, y menos autonomista. No obstante, tuvo la virtud, a diferencia de Madero, de incorporar la bandera de la reforma agraria. Este proyecto tomó el nombre también de Síntesis Nacional, en clara alusión a su amplio programa de promesas (y remarco la palabra “promesas”) sociales.
Se iniciaba entonces, además de la guerra ideológica, una nueva guerra material, concreta, en el campo de batalla, entre los tres grupos revolucionarios. Habiéndose retirado Zapata a Morelos, el ejército carrancista centró todas sus fuerzas en la persecución del Centauro del Norte. Éste contaba con el apoyo de Estados Unidos que veía con mejores ojos el proyecto villista. Womack nos informa que “en marzo de 1915, la guerra afectaba ya a 160.000 hombres” (1988: 110). Dos batallas sucesivas, Celaya y León, entre abril y junio, significaron la victoria del ejército carrancista al mando de Obregón, por sobre las tropas de Villa, que desde entonces se retiró a las montañas del norte, continuado su resistencia mediante la táctica de la guerrilla. Derrotado Villa, el próximo paso constitucionalista fue dirigirse a Morelos para destruir a Zapata, que logró escapar también hacia las colinas, y ejercer desde allí la resistencia. Estados Unidos intentó mediar entre las facciones revolucionarias, pero Carranza, desde su ventajosa posición se negó a cualquier tipo de acuerdo que no fuera el reconocimiento de su gobierno por parte del país del norte. Hecho que sucedió meses después, entrando Villa y Zapata en la categoría de rebeldes. Victorioso, Carranza se propuso llevar adelante la “Reconstrucción nacional”. El 19 de enero de 1916 creó la Comisión Agraria Nacional para atender las cuestiones agrarias; sin embargo su funcionamiento era muy lento.
El proceso de reconstrucción no marchaba como esperaba Carranza. Una grave crisis económica, la resistencia campesina, y la oposición de varios de los propios jefes carrancistas (que empezaban a prepararse para las próximas elecciones), coadyuvaron para que el Primer Jefe decidiera concretar su proyecto en una Constitución. Con este fin, “como si se hallara en el ojo de un huracán -dice Womack- la convención constitucionalista empezó sus sesiones en Querétaro el 20 de noviembre de 1916 (de) la mayoría de los más de 200 diputados … por lo menos el 80% eran burgueses y el 75% de ellos eran pequeños burgueses de provincias (…) El 1 de diciembre de 1916 el primer jefe inauguró la convención (y) presentó el borrador de la nueva constitución (…) Los únicos cambios importantes que propuso, respecto de la Constitución de 1857 [en este caso la continuidad de aquel proyecto liberal es muy clara], iban dirigidos a reforzar la presidencia, debilitar el Congreso y los gobiernos de los estados [y acá es muy clara la continuidad del proyecto porfiriano] y autorizar la creación de un banco central” (Womack, 1988: 123).
La convención se dividió en dos facciones. La ejecutiva caratuló a los grupos como “liberales carrancistas” y “jacobinos obregonistas” (ya que Obregón lideraba el grupo contrario a Carranza). La oposición prefirió hablar de “una minoría derechista formada por antiguos civiles carrancistas” y “una mayoría izquierdista de militares jóvenes y populares”. Womack afirma que se trató de “pura oratoria”; sin embargo, en la Constitución quedaron plasmadas ambas posiciones: “Carranza ganó una presidencia más fuerte y la autorización para crear un banco central. El comité ganó sus cláusulas sociales y económicas: el artículo 3 prohibía la educación religiosa; el 27 daba a la nación mexicana la propiedad de los recursos naturales del país (La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originariamente a la Nación. La cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada (…) Corresponde a la Nación el dominio directo de los minerales o substancias que en vetas, mantos, masas o yacimientos constituyen depósitos cuya naturaleza sea distinta de los componentes de los terrenos (…) Son también propiedad de la Nación las aguas de los mares territoriales en la extensión y términos que fije el Derecho Internacional (…) En todos los casos … el domino de la Nación es inalienable e imprescriptible (Bransboin 2004: 99), declaraba mexicanos todos los títulos que daban derecho a tierra y agua (La capacidad para adquirir el dominio de tierras y aguas de la Nación se regirá por las siguientes prescripciones: Sólo los mexicanos por nacimiento o por naturalización y las sociedades mexicanas tiene derecho para adquirir el dominio de las tierras, aguas y sus accesiones, o para obtener concesiones de explotación de mineras, aguas o combustibles minerales en la República Mexicana. El estado podrá conceder el mismo derecho a los extranjeros siempre que convengan ante la Secretaría de Relaciones en considerarse como nacionales respecto de dichos bienes y en no invocar, por lo mismo, la protección de sus gobiernos (…) En una faja de cien kilómetros a lo largo de las fronteras y de cincuenta en las playas, por ningún motivo podrán los extranjeros adquirir el domino directo sobre tierras y aguas (Ibid: 100), y ordenaba que se expropiaran los latifundios para dividirlos en granjas pequeñas y propiedades rurales de carácter comunal (Las leyes de la Federación y de los Estados en sus respectivas jurisdicciones determinarán los casos en que sea de utilidad pública la ocupación de la propiedad privada (…) En cada Estado y Territorio se fijará la extensión máxima de tierra de que puede ser dueño un solo individuo o sociedad legalmente constituida. El excedente de la extensión fijada deberá ser fraccionado por el propietario en el plazo en que señales las leyes locales y las fracciones serán puestas en venta (con facilidades de pago en plazos de veinte años) (Ibid: 102-104); el 123 limitaba la jornada laboral a ocho horas, garantizaba el derecho a sindicarse y a la huelga, y establecía un arbitraje obligatorio; el 130 reglamentaba el culto religiosos y prohibía a los sacerdotes criticar a la constitución y al gobierno” (Womack, 1988: 124).
Además, Inciso II del artículo 27 decía que “las asociaciones religiosas denominadas Iglesias, cualquiera que sea su credo, no podrán en ningún caso tener capacidad para adquirir, poseer o administrar bienes raíces, ni capitales impuestos sobre ellos; los que tuvieren actualmente, por sí o por interpósita persona, entrarán al dominio de la nación, concediéndose acción popular para denunciar los bienes que se hallaren en tal caso. La prueba de presunción será suficiente para declarar fundad la denuncia” (Bransboin, 2004: 101). Y el Inciso VII declaraba que “todas las tierras, bosques y aguas de que hayan sido privadas las corporaciones referidas (condueñazgos, rancherías, pueblos, congregaciones, tribus y demás corporaciones de población), serán restituidas a éstas con arreglo del decreto de 6 de enero de 1915 (Ibid: 103). Finalmente, “se declaran revisables todos los contratos y concesiones hechos por los gobiernos anteriores desde el año 1876, que hayan traído por consecuencia el acaparamiento de tierras, aguas y riquezas naturales de la nación por una sola persona o sociedad, y se faculta al Ejecutivo de la Unión para declararlos nulos cuando impliquen perjuicios graves para el interés público” (Ibid: 104).
Por otro lado, el artículo 123 también contiene medidas que regulan el trabajo nocturno, femenino, e infantil y las condiciones de trabajo, salud y vivienda; establece un salario mínimo universal, así como las normas para su apercibimiento, y declara que “los empresarios serán responsables de los accidentes de trabajo y de las enfermedades profesionales de los trabajadores, sufridas con motivo o en ejercicio de la profesión” (Ibid: 147).
¿Por qué triunfó el proyecto carrancista?
En este punto es imperante analizar por qué el proyecto carrancista se impuso a los proyectos agraristas (este último estará representado a partir de 1915, a nivel nacional sólo por el villismo, dado que el zapatismo quedó relegado a Morelos; en cambio el villismo se mantuvo más activo, oponiéndose al carrancismo por todo el país). Para ello, es necesario considerar los dos planos en el cual se produjo el triunfo del proyecto constitucionalista. Por un lado, el carrancismo obtuvo una victoria decisiva en el plano material, objetivo: los triunfos de Obregón sobre Villa en el campo de batalla. Pero por otro lado, el carrancismo consiguió también otra victoria decisiva en el plano subjetivo, en el nivel de la ideas, en el ámbito del imaginario colectivo, en el mundo de la opinión pública. El primer elemento decisivo aparece claro: la victoria militar es incuestionable; en cambio el segundo elemento merece un análisis más detallado.
Knight analiza la diferencia entre ambos proyectos a partir del concepto del “caudillaje”. Siguiendo el estudio de Raymond Buve, distingue dos tipos de caudillaje: el “clásico” y el “modernizado”. Considera que el primero tuvo lugar (en México) entre la independencia y el inicio del porfiriato, y se dio en un momento de gran inestabilidad política en donde los caudillos necesitaban del apoyo popular, y esta situación le otorgaba a los campesinos alguna ventaja para abogar por sus intereses dentro del marco de política del caudillaje. El segundo, que se dio durante el porfiriato, se desarrolló en un ámbito en el cual las relaciones de poder se habían institucionalizado, y en consecuencia se habían vuelto más estables; este nuevo caudillismo apoyado en el crecimiento económico, se volvió más paternalista, y en este marco los campesinos vieron mucho más limitado su poder de negociación. Sin embargo, a partir de 1910, “en el contexto de la guerra civil y de la inestabilidad renovadas, los campesinos recuperaron su poder para negociar y el caudillaje mexicano reincidió en el tipo clásico antiguo” (Buve, citado por Knight, 1988: 60).
Pero Knight se pregunta: ¿durante la Revolución se volvió a un caudillaje de tipo “clásico”?. Para resolver este interrogante pone en duda la validez del modelo marxista para analizar las facciones revolucionarias. Para historia tradicional, tanto Madero como Carranza habrían dirigido y representado “un movimiento burgués que reunió a las clases bajas (los campesinos y los proletarios) que se (habrían aliado) para oponerse a un régimen (y vuelve a preguntarse) ¿feudal o burgués?” (1988: 61). Sin embargo, dentro del movimiento carrancista es preciso distinguir un ala radical, liderada por Obregón, que adoptó las demandas populares radicalizando el movimiento (ya vimos su influencia en la redacción de la Constitución). Por eso Knight incorpora un tercer tipo de caudillismo: el “caudillismo revolucionario”, que habría por terminar instalándose en el poder en 1920, para crear “la base del moderno Estado burgués mexicano” (Ibid). Este autor utiliza este concepto para señalar, según él, una clara “ruptura” en la supuesta “continuidad” entre los años pre y post revolucionarios.
Teniendo en cuenta, dice Knight, que “México estaba muy lejos de estar polarizado en una clase propietaria, capitalista, y en una masa proletaria que vendía su mano de obra, … las relaciones de producción no eran capitalistas” (Ibid: 62); por lo tanto, el análisis marxista se vuelve inapropiado y propone, en cambio, analizarlo en términos weberianos; en términos de “fracciones de clase antagónicas”, es decir, visto “como una combinación de un conflicto interclasista e intraclasista (Ibid). Esta perspectiva permite entender mejor la presencia de terratenientes, grupos burgueses, pequeña burguesía, artesanos, campesinos, indígenas, proletarios y vaqueros, en ambos bandos, es decir, tanto en el bando carrancista, como en el villista.
Una vez rota la coalición carrancista-villista de 1914-1915, “la redefinición de los partidarismos políticos … no siguió una clara división de clases entre la burguesía y los campesinos o los proletarios. El partidarismo se determinó principalmente por consideraciones locales (en consecuencia) había una considerable heterogeneidad social dentro de las dos coaliciones revolucionarias, y vistas nacionalmente, revelaban una cierta igualdad: no podían fácilmente distinguirse de acuerdo con un criterio de clases sociales” (Ibid: 64-65).
Sin embargo, nos alerta el mismo autor que, pese a las semejanzas en su composición social, ambos movimientos diferían radicalmente en su cultura política, y por lo tanto, en los objetivos y en los medios para lograrlo. Y para poder comprender estas diferencias, se propone analizar el “núcleo” (social e ideológico) de ambos grupos, a partir de ya mencionado concepto de caudillismo.
El movimiento serrano (representado principalmente por el Orozquismo y el villismo -recordemos que éste sobrevivió a aquél), ya lo dijimos, reunió en su interior una gran variedad de reclamos, lo cual provocó que su composición social resultara más heterogénea. Knight lleva el análisis más allá, y se remite al tipo de autoridad ejercido en estos movimientos. Según este autor, los jefes villistas respondían a un caudillismo de tipo clásico, basado en una “autoridad básicamente tradicional y secundariamente carismática (…) Bajo esta jefatura la conducta no es gobernada por reglas formales, sino por la tradición y el capricho personal del ‘jefe’; las innovaciones se justifican mediante el derecho de la prescripción de la tradición y no por la racionalidad; el ‘personal administrativo’ no está formado por funcionarios asalariados, sino por partidarios personales, a menudo elegidos entre los parientes del jefe (…) los jefes … no eran campesinos sino artesanos, bandidos, ‘abogados de aldea’, arrieros (…) la lealtad que obtenían a menudo se derivaba de las relaciones personales (Ibid: 67-68).
Con respecto al carisma, lo mismo vale para el movimiento zapatista: “los hombres siguieron a Zapata, igual que a Villa, y a los jefes menores, por cariño, por una estima personal genuina, y hasta por afecto” (Ibid: 69-70).
Por otro lado, estos movimientos eran de carácter exclusivamente local. Estos movimientos se preocuparon siempre por los asuntos locales y nunca por los nacionales. Además, la incapacidad del zapatismo para combatir fuera de Morelos fue compartida con muchos otros movimientos menores, y el carácter aparentemente más extendido del villismo, queda refutado al comprobar que sus mayores victorias militares se consiguieron siempre cerca de su tierra natal: “su administración individualista, arbitraria, no pudo satisfacer las necesidades de las campañas militares amplias, crecientemente modernizadas; había llegado, si se prefiere llamarlo así, a los límites de su carisma” (Ibid: 70).
Asimismo, como también ya vimos, tanto a Zapata como a Villa, les había pesado la responsabilidad de afrontar los problemas generados a partir de la ocupación de México; por otra parte, si bien existían en ambos movimientos candidatos bien preparados para asumir la conducción a nivel nacional, éstos eran en su mayoría aún dependientes de las órdenes de los jefes militares (Ibid: 71).
Una consecuencia de la tradición localista villista fue también su marcado antinacionalismo. “La política económica y las actitudes nacionalistas no brotaban de las profundidades de la sociedad mexicana (donde, de hecho, los patrones norteamericanos eran populares, en virtud de los altos salarios que pagaban, y a menudo podían contar con el apoyo proteccionista de sus trabajadores), sino que más bien bajaba desde arriba, desde las elites políticas más culta que conocían el problema de la penetración económica extranjera en términos nacionales e impersonales” (Ibid: 72).
También la Iglesia fue mejor tratada por el villismo que por el carrancismo; e incluso el zapatismo era abiertamente católico.
Otra institución más respetada por el villismo fue el lugar de las elites locales. Por su fuerte carácter local, Villa no sabía manejarse de la misma manera en su tierra natal (donde combatió con éxito a sus más inmediatos rivales) que fuera de ella; además, como cuando ocupó la capital, no se mostró interesado en asumir el peso de la administración. Por este motivo, los elementos “periféricos” que iban sumándose en tiempos de victoria se esfumaron rápidamente con la derrota. Al respecto, ácidamente, dice Knight: “el bandolerismo social institucionalizado no podía exportarse” (1988: 73).
El núcleo del carrancismo o síntesis nacional, en cambio, fue muy diferente. Estaba formado por dos elementos principales: los sonorense y coahuilense. Se unieron en apoyo a Carranza desde 1912, primero contra Orozco y luego contra Huerta; por lo cual dicha alianza revolucionaria presentó un aspecto que podría ser tildado como de “defensivo”. Esto generó que su interés en la revolución difiriera respecto de los movimientos serranos y agrarios. Por otro lado, también se diferenciaban de los maderistas, no sólo porque contaron con ejércitos propios (evitando tener que depender de otras alianzas) y porque contaban con la experiencia previa de aquel movimiento.
En este punto, Knight vuelve a enfatizar las diferencias entre los núcleos de ambos movimientos, basándose en el análisis (ya está dicho), no de las clases sociales, sino de las culturas políticas. “Los carrancistas … se caracterizaban por una economía de mercado dominante, por un desarrollo dinámico, y por importantes inversiones extranjeras; la mayoría había participado del cambio y no lo había eludido, se había beneficiado en vez de sufrir con las rápidos cambios que afectaron a sus estados natales. No eran víctimas (como muchos revolucionarios populares) del desarrollo porfiriano: tenían horizontes políticos amplios y eran firmes creyentes del ‘progreso’, a menudo del ‘progreso’ al estilo norteamericano (Además) casi todos sabían leer y escribir, y a menudo eran medianamente cultos (y) en comparación con los villistas tenían antecedentes citadinos (…) la educación le dio a los carrancistas un punto de vista nacional, con el que pudieron, por ejemplo, evaluar cuál era el papel de la Iglesia o el de los enclaves extranjeros” (Ibid: 76-77).
Los carrancistas habían podido “romper” con el localismo; su tendencia al progreso, la búsqueda del mayor beneficio, los había alejado de su casa, de su familia y de su tierra natal. “El caudillaje carrancista rompió el molde individualista en el que se había formado el movimiento popular, y creó un atractivo nacional, en términos de un política concreta, clara, para amplias colectividades dentro de la sociedad mexicana, en especial para los trabajadores urbanos (creó un) ‘proteccionismo (nuevo) de una ‘sociedad de masas’ emergente, dictado por un gobierno central, en términos universales e impersonales … los elementos del carisma … no fueron la base de la autoridad del régimen; en vez de esto, dependía de la evolución de un poder racional-legal, que culminó en la burocracia del moderno estado mexicano” (Ibid: 78).
Los carrancistas fueron la etapa final de la revolución política: “estuvieron a favor del cambio radical, al menos en el personal político (…) a diferencia de los villistas y los zapatistas, los carrancistas no alentaron el reclutamiento de ex soldados federales (sino que) los despidieron. Las purgas estaban a la orden del día, ya que … no toleraban que hubiera competidores. La Iglesia y los intereses extranjeros fueron sometidos a un estrecho escrutinio y control” (Ibid: 79).
Con respecto a la Iglesia, siendo ésta mucho más débil en el norte, “no existía nada que pudiera compararse con el anticlericalismo deliberado, sostenido, de los carrancistas … para quienes la extirpación de la influencia clerical, católica, en la sociedad mexicana era una característica importante del proyecto para construir un Estado secular centralizado” )Ibid: 73).
La visión política más moderna del carrancismo fue superior a la tradicional del villismo; las promesas de la reforma agraria, la alianza con el proletariado, la imposición de nuevos jefes en las regiones conquistadas llevadas a cabo por el primero, hicieron posible la victoria ideológica de éste sobre el segundo. Pero la victoria material en cambio, en las ya mencionadas batallas de Celaya y León, llegó de la mano de Obregón al mando de un ejército más moderno, bien organizado, científicamente dirigido y, decisivamente, sostenido por Estados Unidos (una vez que hubo reconocido el gobierno de Carranza). Las cargas en masa de caballería del ejército serrano, tan efectivas hasta ese momento, nada pudieron hacer frente a las nuevas técnicas de guerra. Fue el triunfo de la moderna tecnología milita sobre el valor guerrero tradicional. Wolf lo expresa con estas palabras: “En el caso mexicano, la victoria final no fue ni para la guerrilla de Zapata, ni para los ‘vaqueros dorados’ de Villa. El triunfo fue para los caudillos civiles-militares al frente de un ejército especializado, muy distinto de la ‘leva en masa’ del campesinado” (1969: 296).
Para terminar con esta extensa comparación, Knight llega a la siguiente conclusión: el carrancismo incluía a genuinos carrancistas, con una afiliación común; mientras que los ‘villistas’, más numerosos, pero también más inseguros y superficiales en sus alianzas, a menudo eran movimientos locales, anticarrancistas que por conveniencia habían asumido el calificativo de ‘villistas’. La coalición nacional carrancista era una realidad; su equivalente villista debido a su autoridad antinacional, personal, débil, era algo falsa” (1988: 74).
En conclusión, el villismo se mostró como un programa más inmediato, limitado regional, y hasta localmente, pensando sólo en las autonomías locales, y por lo tanto, sin un programa político a nivel nacional. Por otra parte, si bien era más popular y campesino, resultó ser también (debido a la amplitud de banderas que se agrupaban en torno al movimiento serrano, pero asimismo motivado por la falta de capacidad administrativa de los propios jefes revolucionarios), menos hábil para captar su apoyo, ya que la promesa de reforma agraria fue sólo promesa de tierras para el ejército, y nunca fue capaz de elaborar un proyecto político global que pudiera captar más adhesiones que aquéllas que se restringían a la coincidencia de oposición al movimiento carrancista. Nunca logró forjar un proyecto de nación. Por último, nunca estuvo en contra de los intereses estadounidenses ni de la Iglesia.
El carrancismo, en cambio, se presentó como un proyecto más global, más amplio, más abarcativo; fue capaz de elaborar una visión política a nivel nacional y mucho más definida. El poseer objetivos claros le permitió implementar una política nueva, moderna, más decidida, distinta del tradicionalismo agrario y serrano; así, su proyecto fue consolidándose sobre la base de: primero, en el plano material, por una fuerza militar moderna; y segundo, en el plano político y del imaginario social, por una estrategia más lista, más efectiva (alianzas, promesas más creíbles, mejor organización, reformas agraria sólo en el sur -donde era más imperioso- pero no en el norte) que permitió sumar más adeptos a su causa. Al mismo tiempo, el carácter más nacionalista del carrancismo, lo impulsó necesariamente a ser anticlerical y antiestadounidense.
El fin del carransismo
El 1 de mayo de 1917 aparecía oficialmente el “nuevo Estado mexicano”. Ese año la economía se recuperó, pero el gobierno de Carranza seguía teniendo varios frentes de oposición. Como resultado del crecimiento económico se reforzaron los movimientos obreros. Por otro lado, la política de Carranza se hacía cada vez más conservadora devolviendo más y más haciendas a los propietarios. Además, los demás generales (Obregón, Calles, González, entre otros) seguían fortificándose políticamente. Mientras tanto, la guerrilla rebelde se mantenía en pie. El desorden social era creciente.
Las elecciones presidenciales de 1920 es el momento clave de la revolución política (la social ya había sido aplastada). Estaban en juego no sólo el gobierno central sino también, dada la debilidad que mostraban las fuerzas regionales, la capacidad de controlar la capital y el riesgo del estallido social. El gran interrogante era qué grupo iba a ser el más fuerte. Sólo dos regiones tenían la fuerza necesaria para tomar el poder: el noreste y el noroeste. Como Carranza no tenía un sucesor (finalmente propondría a Bonilla, embajador en Estados Unidos), uno de los candidatos más importantes era Obregón, que contaba con el apoyo de California, Washington, Calles (que había persuadido al estado de Sonora para su causa) y Hill (en ciudad de México) gobernador de la capital). El otro era Gonzáles, que controlaba militarmente el sur y contaba con el apoyo de Texas, el noreste y Treviño (en Ciudad de México).
Con la intención de mejorar las posibilidades de su facción, Carranza comenzó a hacer diversas concesiones: se doblegó ante las compañías petroleras estadounidenses e intentó reformar los artículos 3, 27, y 130 de la Constitución. Continuó devolviendo propiedades embargadas a los hacendados, y dictó decretos y circulares protegiendo sus haciendas. Se desataba una nueva guerra civil. Villa volvía a rebelarse en el norte; González asesinaba a Zapata en una emboscada ideada por él, y luego con zapatistas y felicistas creaba la Liga Democrática mientras ganaba poder en Ciudad de México; todo el norte se levantaba en armas contra el gobierno, Estados Unidos amenazaba con una intervención militar; Obregón recibía el apoyo del Partido Liberal Conservador, del Partido Laborista y de la CROM, y preparaba la revuelta.
El 30 de marzo, Carranza inició la represión. El 9 de abril, Sonora se declaraba independiente y el 22 publicaban el Plan de Agua Prieta acusando a Carranza por repetidas violaciones a la Constitución, dándole a las fuerzas sublevadas el nombre de Ejército Liberal Constitucionalista, y jurando (entre otros puntos) “favorecer de manera especial el desarrollo de la industria, el comercio, y todos los negocios” (Womack, 1988: 140).
El 30 de abril, en clara oposición con la revuelta, González al mando del ejército liberal revolucionario, llevó a cabo un golpe contra el gobierno de Carranza. Cuando se preveía un nuevo enfrentamiento entre ambas facciones, Obregón y González firmaron, el 12 de mayo, un acuerdo de no agresión. González retiraba su candidatura para las elecciones presidenciales y se postulaba para las de presidente interino. El 21 Carranza era asesinado, y al día siguiente se señalaba el 1 de agosto para la elección del nuevo Congreso, y el 5 de setiembre para el nuevo presidente. El 24, De La Huerta era elegido presidente provisional. La revuelta obregonista había vencido al golpe gonzalista.
El período posrevolucionario
Los resultados (inmediatos) de la revolución
La burguesía del noroeste se había impuesto a la burguesía del este. Prontamente, pactaron con Villa (el último agrarista revolucionario que quedaba con vida) y éste aceptó retirarse a una estancia en Durango (donde fue asesinado en una emboscada tres años después); y el otro rival fuerte, González, fue exiliado. En las elecciones, Obregón triunfó por amplia mayoría, asumiendo en el cargo el 1 de diciembre de 1920.
Para Womack, la revolución fue sólo en el gobierno: se mantuvieron las mismas compañías extranjeras e incluso se incrementaron, la población se había reducido, la deuda exterior había aumentado, el ejército se llevaba el 62% del presupuesto nacional, y el campesinado sin tierras seguía siendo muy numeroso. Su conclusión es una oda al pesimismo: “la burguesía del noroeste … atrincherada de forma inexpugnable en los niveles más altos del Estado … haría las veces de partido burgués de la nación. Su función anunciaba su programa: una larga serie de reformas desde arriba, para evadir, dividir, disminuir y constreñir las amenazas que se cernían sobre la soberanía y el capitalismo mexicanos procedentes del extranjero y de abajo” (Womack, 1992: 145).
Knight, pese a que tiene una visión más optimista, coincide en gran parte con esa afirmación, ya que para él, al final de la Revolución “podemos advertir nuevas formas de autoridad, cada vez más civiles y burocráticas, con sólidos fundamentos racional-legales: y que la elite revolucionaria estableciera éstas después de 1915, fue la innovación real de la Revolución”, destacado mío (1988: 85).
Sin embargo, los alcances de la Revolución no pueden limitarse sencillamente al aspecto político. Wolf afirma que “cuando los campesinos encendieron la antorcha de la rebelión, el edificio de la sociedad estaba ya ardiendo y listo para incendiarse. Cuando la batalla hubo terminado, la estructura social no sería la misma”.
Knight en la conclusión de su mega-obra La Revolución Mexicana, si bien vuelve a destacar que el cambio fundamental se produjo en el ámbito político (cuando afirma que “la democracia artificial del porfiriato cedió el lugar a la democracia social artificial de los sonorenses”, destacados míos (1996: 1065), nos habla de varios cambios a nivel social (si bien podría decirse que aparecen como algo menores en comparación con la magnitud de los eventos producidos -pero cambios al fin-). Y así menciona cambios tales como: 1) cambios en la elite, ahora formada por nuevos funcionarios, más jóvenes, con formación universitaria, cosmopolitas, profesionales; 2) Cambios en las costumbres sexuales y en la proporción de sexos; 3) cambios en la distribución geográfica de la población y cambios en los patrones de migración; 4) aparición de nuevas actividades comerciales secundarias que permitían ganarse la vida d otra manera, que permitió el surgimiento de nuevos talentos y nuevas iniciativas. Para este autor, “de buen o mal grado, llegó el cambio sin que los protagonistas principales lo planearan o previeran” (Ibid: 1074).
Como crítica personal a estos cambios que plantea Knight, el primero de ellos sigue siendo un cambio que puede considerase dentro del ámbito político; y los demás parecieran responder sólo a las consecuencias generadas directamente por la guerra civil (consecuencias que son esperables se produzcan en cualquier tipo guerra) y no parecen estar necesariamente relacionadas al hecho revolucionario en su aspecto ideológico.
El período 1920-1940
Según Meyer, que analiza el período 1920-1934, la facción sonorense del movimiento carrancista, triunfante en las varias revoluciones que constituyeron “la” Revolución, fue capaz de mantenerse en el poder y llevar adelante la “transformación del mosaico que entonces era México en un Estado-nación moderno (para ello) no sólo se controló el ejército sino que desaparecieron los generales que lideraban a los revolucionarios y los caudillos (y) los jefes político-militares regionales fueron puestos a raya” (1992: 179). En el aspecto económico se “dio prioridad absoluta a la construcción de una economía moderna: a la vez nacional y capitalista. El papel del Estado fue capital” (Ibid: 180). Sin embargo, en el ámbito social, si bien la reforma agraria fue postergada una vez más (incluso Calles la dio por finalizada), “se permitió que los trabajadores tuvieran existencia corporativa (CROM, PRI), la Iglesia fue puesta en su sitio, y a la educación se le dio un carácter nacional” (Ibid: 179). De todos modos estas “reformas sociales desde arriba” también pueden verse como meras estrategias de cooptación de los reclamos sociales.
Tras un comienzo prometedor (para los cambios sociales prometidos por la revolución) durante el gobierno de Obregón, que comenzó haciendo cumplir los dictámenes de la Constitución; el peligro de la intervención estadounidense y la reanudación de los pagos de la deuda externa para recuperar el crédito internacional, hicieron que una vez más las promesas revolucionarias fueron postergadas. De todos modos, se creó una alianza con los obreros (la CROM) y se formaron Ligas Agrarias que lograron contener y paliar momentáneamente el descontento social. Durante este mandato se produciría el asesinato de Pancho Villa.
Los gobiernos posteriores de Calles y el Maximato estuvieron atravesados por varias crisis: la crisis política, la crisis por el petróleo con Estados Unidos, la crisis social provocada por el enfrentamiento con la Iglesia (las guerras cristeras que terminaron con el asesinato de Obregón), y la crisis económica generada por la depresión mundial de 1929-30.
Sería finalmente el gobierno de Cárdenas el encargado de cristalizar las principales reformas revolucionarias, pero también fue durante este mandato que el Estado alcanzó su máximo poder (aunque es éste un tema de dilatada y aguda controversia) dejando el camino llano para la consolidación final del capitalismo industrial mexicano de la década de 1940. Para Wolf, el gobierno de Cárdenas hizo posible, mediante la aplicación de una extensa reforma agraria (expropiando no sólo terrenos improductivos, sino incluso grandes haciendas productivas para transferir sus tierras a los campesinos o convirtiéndola en propiedades ejidales), la nacionalización del petróleo, y favoreciendo el capital nacional al extranjero, la conformación de una amplia (y nueva) base social que sirvió de respaldo a un Estado fuerte y centralizado. En sus propias palabras: “ Cárdenas fue capaz de iniciar la reforma agraria demandada por los generales revolucionarios en una amplia política de progreso económico a nivel nacional, congruente con los intereses de una clase media en expansión, formada por empresarios y profesionales. El resultado ha sido la formación de un poder ejecutivo fuerte el cual promovió el desarrollo capitalista, pero en una posición de equilibro entre los reclamos campesinos y obreros, y los intereses de los empresarios y la clase media” (1969: 48).
Sin embargo, los años posteriores al cardenismo se caracterizaron por una acelerada industrialización y un magnífico crecimiento del comercio; pero también se volvió a favorecer a los hacendados sobre las comunidades campesinas, a preferir el capital extranjero al nacional, el PRI se convirtió más en una institución de control que en un partido de representación, el poder central cobró cada vez más fuerza, México quedó dividido entre un sector pujante, urbano e industrial, y un sector rural atrasado, “reforzando una vez más la brecha entre el México Que Tiene y el México Que No Tiene (…) causando que algunos intelectuales mexicanos hablen de un Nuevo Porfiriato” (Ibid: 46).
Teniendo en cuenta estos hechos, podría interpretarse que el cardenismo encontró su función, dentro de este amplio proceso se incorporación y consolidación del capitalismo (marcando al mismo tiempo el final del mismo), como el medio más eficaz para controlar y encausar a los movimientos obreros y campesinos surgidos durante la revolución. Una vez logrado esto, habría desparecido “sin pena ni gloria”.
Conclusión: ¿por qué la revolución?
Eric Wolf, en su libro Guerras campesinas del siglo veinte, al inicio del capítulo dedicado a la conclusión cita la siguiente frase de Bertolt Brecht: “It is not communism that is radical, it is capitalism” (No es el comunismo el que es radical, es el capitalismo).
Comencé este trabajo afirmando que por detrás del escenario principal en el cual se desarrollaba la Revolución, se ocultaba el inexorable avance del capitalismo en México. El fracaso del modelo agro-minero exportador hacia el final de la dictadura de Porfirio Díaz, la marginación política que sufría la clase media, y el descontento social (obrero y campesino) fueron canalizados por el pujante avance de la burguesía capitalista norteña.
Los terratenientes norteños, que no temían a los campesinos, no dudaron en reclutarlos para alcanzar el triunfo en la lucha por el poder (un poder que se había vuelto ya muy arcaico y demasiado autoritario, y comenzaba a convertirse en un obstáculo para el desarrollo económico que el norte estaba atravesando).
Quizá de forma inesperada para los norteños (que desconocían la situación del resto del país -al respecto Meyer cita a Luis León, un ex ministro del período sonorense que afirmaba haberse sorprendido al conocer cómo era la situación en el centro y el sur de México), a su movimiento serrano, heterogéneo, con reclamos muy variados, se sumaba desde el sur, el movimiento agrario zapatista, más genuino y homogéneo, con reclamos más concretos y definidos.
Tras un primer intento a cargo de Madero, “demasiado liberal”, muy parecido al sistema que había derrocado, y sin ninguna base popular, fue rápidamente depuesto por esta nueva alianza popular revolucionaria. Mantenida durante la contrarrevolución de Huerta, pronto se rompió cuando el nuevo jefe norteño del movimiento revolucionario mostró sus verdaderas intenciones: profundizar el centralismo estatal y promover el desarrollo económico a nivel nacional, postergando todo intento de reforma social. Una doble victoria, material (de un ejército moderno contra huestes tradicionales) e ideológica (de un proyecto político amplio, claro y definido, de alcance nacional, contra proyectos limitados regionalmente) marcaron el triunfo definitivo del proyecto liberal sobre los proyectos populares. Una última guerra civil entre las distintas facciones vencedoras del norte, marcó el predominio de la burguesía sonorense sobre la burguesía del noreste.
En esta disputa por el poder político entre la monopólica elite tradicional porfiriana y la burguesía norteña perjudicada económicamente por el régimen porfiriano (que marcó el inicio de la Revolución), los norteños no dudaron en convocar a las clases populares quienes dieron un nuevo tinte al movimiento revolucionario: al reclamo original, exclusivamente de carácter político (en clara pugna por el poderío económico), se agregaba ahora, quizá de forma inesperada, el reclamo social. Una vez obtenido el poder, la burguesía triunfante no dudó en ignorar y reprimir el reclamo social, pero éste ya se había instalado y la Constitución de 1917 marcó su victoria en el plano teórico. En el plano teórico… porque en el plano práctico, real, la derrota fue casi total. Durante casi 20 años la Constitución fue “letra muerta”, y recién con el gobierno de Cárdenas se verían sus logros… Logros que sin embargo mostraron cierto retroceso en los años posteriores al cardenismo.
Knight vio a la Revolución como la última resistencia del caudillismo antiguo al caudillismo moderno. En este sentido, entonces, la Revolución fue revolución sólo para la burguesía norteña; para las clases populares y los líderes tradicionales, fue sólo resistencia, y finalmente derrota. Derrota definitiva (e incluso la muerte de sus líderes) para las elites tradicionales; sin embargo derrota sólo momentánea para las clases populares que se vieron redimidas, aunque sea en parte, durante el cardenismo.
Dentro del largo proceso secular 1854-1940, la revolución puede entenderse sólo como un obstáculo que debió evitar la expansión del capitalismo occidental para instalarse en el lugar de su periferia que nos atañe, como un peldaño más en la escalera que ardua e inexorablemente conduce hacia la adopción de ese sistema. No obstante, en ese “pequeñísimo resquicio” que la nueva elite capitalista norteña “abrió” a las clases populares, éstas lograron introducir (y concretar en la Constitución) algunos de sus reclamos sociales.
A lo largo de este trabajo, intenté entender la Revolución Mexicana dentro de un proceso histórico mucho mayor, y traté de argumentar el porqué de esta elección. Espero haberlo conseguido.
Bibliografía
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- Katz, Friedrich: “México: la restauración de la República y el Porfiriato, 1867-1910”. En: Bethell, L.: Historia de América Latina, vol 9. Barcelona, Crítica, 1992.
- Knight, Alan: “Caudillos y campesinos en la Revolución Mexicana”. En: Brading, David: Caudillos y campesinos en la Revolución Mexicana, México, FCE, 1988.
- Knight, Alan: “¿Qué cambio?”, en: La Revolución Mexicana, Volumen II, Grijalbo, 1996.
- Meyer, Jean: “México, revolución y reconstrucción en los años veinte”, en Bethell, op cit.
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Wolf,
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- Womack Jr., John: “La Revolución Mexicana”. En: Bethell, op cit.
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El Periódico de
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